En un tren se puede conocer gente muy rara, os lo puedo asegurar. Un día conocí a un tipo de lo más curioso. En realidad, lo más curioso de ese individuo es su profesión.
Me dirigía, como cada día, al trabajo. La empresa me queda muy lejos de casa. Podría ir en coche pero prefiero el tren como medio de transporte. Así, entre cabezadita y cabezadita, puedo leer el periódico o un libro.
Ese día iba sentado a mi lado un hombre mayor, de pelo ralo y canoso, con barba de varios días, que no paraba de escribir en una libretita. Escribía con pluma estilográfica y la libreta casi pegada a la cara, como si fuera muy miope o quisiera mantener lo que escribía apartado de miradas indiscretas. En un momento de descuido por su parte, aprovechando que miraba a través de la ventanilla en una actitud más propia del que busca la inspiración que del que observa el paisaje, eché un rápido vistazo a lo que escribía. Parecían versos, pero la letra era tan menuda y apretada que no pude leer ni una sola línea. Al percatarse de mi indiscreción, me miró amenazador y apartó rápidamente la libreta cerrándola de golpe.
―Oh, disculpe, no quería…-farfullé azorado al sentirme descubierto.
―Mmm. ¿No sabe usted que es de mala educación meter las narices en asuntos ajenos? –me espetó sin contemplaciones.
―Sí, sí, le ruego que me disculpe. No he podido evitar echar un vistazo a su libreta. ¿Acaso es usted escritor? ¿O poeta? –añadí para relajar la crispación de mi vecino. Quizá si me interesaba por su afición lograría rebajar la tensión y que se mostrara conciliador y comunicativo.
―Algo parecido, joven –atajó, cerrando con ello toda posibilidad de conversación.
Como me sentía incómodo por mi conducta, me tragué mi orgullo y opté por insistir entablando una conversación intrascendente. Me inventé lo primero que me vino a la cabeza.
―Se lo decía porque a mí me gusta mucho escribir ¿sabe?
Y mirándome de soslayo y de arriba abajo, con gesto despreciativo, me contestó:
―Y ¿se puede saber qué escribe usted, joven?
―Pues de todo un poco, pero sobre todo poesía –mentí, pues jamás he escrito ni un solo verso.
Al oír esto su semblante se dulcificó, y con una sonrisa, y casi en susurros, me confesó:
―Soy inventor.
―¿Inventor? –manifesté sorprendido-. ¿Y se puede saber qué inventa? –añadí.
―Piropos. Invento piropos y los vendo.
―¿Que inventa y vende piropos?
―Pues sí, pero solo por encargo.
―¿Quiere decir que hay gente que le pide que invente piropos para ellos?
―¡ Claro! ¿Tan raro le parece?
―Hombre, tanto como raro no, pero sí un poco… no sabría decirle.
―Pues ¿qué pensaría usted si le dijera que mi padre, que en paz descanse, era recetador de libros? ¿Y que mi tío, su hermano, era vendedor de tiempo libre? Mi padre sabía, con solo ver a su cliente, el tipo de libro que le convenía. Y no se imagina a cuánta gente, que no sabía qué hacer con su tiempo, hizo feliz mi tío. Mis clientes son gente que no tienen mucha imaginación y menos sensibilidad. Me encargan galanterías para sus novias o para aquellas jóvenes a las que quieren cortejar. Aunque no lo crea, todavía hay quien confía en estas cosas. Y doy fe de que les funciona. Pedidos no me faltan.
―Pues yo creía que esto de los piropos había pasado de moda.
―¡Que va! Si supiera la de gente que solicita mis servicios se sorprendería. Tenga en cuenta que mis piropos son infalibles. El éxito está asegurado.
―¡Caramba! Me deja usted boquiabierto.
Llegado a este punto, empezó a hojear frenéticamente su libreta como si buscara algo muy importante. De pronto se detuvo y con cara de satisfacción leyó:
―”Me gustaría ser papel para envolver ese bombón”. ¿A qué es bueno? Se lo vendí a un joven enamorado de una moza que trabajaba en una pastelería.
No tuve tiempo de expresar mi opinión. Continuó leyendo.
―O ese otro, escuche, escuche: “Mi amor, cuando se te enferman los ojos, ¿vas a un oftalmólogo o a una joyería? En este caso no me acuerdo de la profesión de la chica pero sí que acabaron casándose. ¡Menuda propina me dio el interesado!
Yo no sabía si estaba ante un lunático, un viejo chocho o bien era realmente lo que decía ser: un inventor de piropos.
Si al principio se había mostrado taciturno y hostil, ahora no había forma de detener su verborrea. Decenas de piropos iban desfilando ante mis oídos. “Quiero ser bolsa de mano para andar de tu brazo” –para una dependienta de una tienda de bolsos-, “Quisiera ser chupaflor para extraer todo el néctar que hay dentro de ti” –para una que trabajaba en una floristería”. Tantos que al final decidí desconectar asintiendo con sonrisa de bobo para no decepcionarle.
Por fin llegó el momento de la despedida. Era mi parada y debía abandonar el tren. Cuando me despedí de aquel curioso escritor, me tendió la mano y me entregó una tarjeta de visita.
―Nunca se sabe. Quizá algún día deba recurrir a este humilde creador de galanterías. Llegado el caso, no lo dude ni un instante. Acuérdese: éxito garantizado.
La guardé en uno de los bolsillos de mi chaqueta y bajé del vagón a toda prisa. No tenía tiempo que perder si quería llegar puntual al trabajo. Al llegar a la oficina, ya más relajado, busqué la tarjetita y la leí. Era una cartulina que amarilleaba y en la que, con letras mayúsculas, aparecía grabado en relieve el siguiente texto:
HIGINIO LAFUENTE
VENDO PIROPOS A LA GENTE
Calle del ruiseñor, 22, ático 1ª
08830 San Baudilio de Llobregat (Barcelona)
Tel.: 936 300 000
VENDO PIROPOS A LA GENTE
Calle del ruiseñor, 22, ático 1ª
08830 San Baudilio de Llobregat (Barcelona)
Tel.: 936 300 000
No pude evitar sonreír al recordar los piropos que aquel hombrecillo me había leído. Todavía tenía en mis manos su tarjeta cuando una voz, a mi espalda, me sobresaltó.
―¿Qué es eso tan gracioso que estás leyendo?
Me giré en redondo. Era Luisa, la secretaria del director, que me miraba con esos ojos que me tenían embrujado y con la mejor de sus sonrisas.
―Pu pu pues nada, una tarjeta de visita que que que me ha dado un tipo que que he co conocido en el tren –contesté aturullado y tartamudeando, como siempre me ocurría cada vez que esa belleza escultural me dirigía la palabra.
No pude concentrarme en todo el día. Solo pensaba en mi torpeza y timidez cada vez, que eran muchas, que Luisa aparecía en mi despacho para trasladarme alguna orden del jefe. “Para mí que se entretiene más de la cuenta para charlar conmigo. La forma en que me mira me da qué pensar. ¿Sentirá por mí lo mismo que yo siento por ella? Si no fuera por mi terrible y ridícula timidez, le diría algo bonito, una galantería, yo qué sé, algo que le diera a entender cuánto me gusta” –pensaba una y otra vez.
“¡Un piropo! ¡Eso es! Algo bonito pero nada cursi. Algo natural y encantador. Algo… ¿Pero qué? Soy un inútil en estos quehaceres. ¿Y si le digo algo tan ridículo que se ríe de mí?” –seguía mortificándome.
En el viaje de vuelta, estuve buscando al tal Higinio Lafuente por todo el tren pero ni rastro de él. No, si resultaría que acabaría requiriendo sus servicios, como me había sugerido. “Por probar no pasa nada –me dije-. Si el piropo que me ofrece no me gusta, pues nada. Ya pensaré en algo. Podría copiarlo de alguna parte. En internet seguro que hay miles, aunque no quisiera que Luisa supiera que lo he copiado. Imagínate que elijo uno que conoce”.
Y con este batiburrillo de pensamientos llegué a casa. Volví a mirar la dichosa tarjetita y me decidí. Llamé. Tuve que contestar a un sinfín de preguntas. ¿Cómo es físicamente? ¿A qué se dedica? ¿Qué gustos tiene? ¿Cómo anda? ¿Cómo habla? ¿Cómo ríe? Y no sé cuántas cosas más, la mayoría desconocidas para mí.
Al cabo de unos días recibí por correo el piropo para mi deseada Luisa y que decía así:
Si la estrella de Oriente guía a los marineros, yo me guío por tus ojos que alumbran más que luceros
¿Cómo iba a decirle eso a Luisa? Seguro que le parecería una cursilada. Si soltara una carcajada me sentiría el hombre más ridículo del mundo. Perdería toda mi autoestima. ¿Y si lo iba contando por ahí? Sería el hazmerreír de la empresa. Pero no tenía alternativa. O le soltaba el piropo o callaba para siempre. Que fuera lo que Dios quisiera.
******
El mar está en calma y el cielo estrellado. Es un placer navegar a bordo de este crucero que nos llevará por todo el Mediterráneo. Ha anochecido. Luisa mira las estrellas y, cobijándose entre mis brazos, me pregunta:
―¿Cuál es la estrella de Oriente, amor mío?
*Imagen: Pescador pensativo (Fisherman Deep in Thought), Guan Weixing, 2009