miércoles, 25 de noviembre de 2015

El inventor



En un tren se puede conocer gente muy rara, os lo puedo asegurar. Un día conocí a un tipo de lo más curioso. En realidad, lo más curioso de ese individuo es su profesión.

Me dirigía, como cada día, al trabajo. La empresa me queda muy lejos de casa. Podría ir en coche pero prefiero el tren como medio de transporte. Así, entre cabezadita y cabezadita, puedo leer el periódico o un libro.

Ese día iba sentado a mi lado un hombre mayor, de pelo ralo y canoso, con barba de varios días, que no paraba de escribir en una libretita. Escribía con pluma estilográfica y la libreta casi pegada a la cara, como si fuera muy miope o quisiera mantener lo que escribía apartado de miradas indiscretas. En un momento de descuido por su parte, aprovechando que miraba a través de la ventanilla en una actitud más propia del que busca la inspiración que del que observa el paisaje, eché un rápido vistazo a lo que escribía. Parecían versos, pero la letra era tan menuda y apretada que no pude leer ni una sola línea. Al percatarse de mi indiscreción, me miró amenazador y apartó rápidamente la libreta cerrándola de golpe.

―Oh, disculpe, no quería…-farfullé azorado al sentirme descubierto.
―Mmm. ¿No sabe usted que es de mala educación meter las narices en asuntos ajenos? –me espetó sin contemplaciones.
―Sí, sí, le ruego que me disculpe. No he podido evitar echar un vistazo a su libreta. ¿Acaso es usted escritor? ¿O poeta? –añadí para relajar la crispación de mi vecino. Quizá si me interesaba por su afición lograría rebajar la tensión y que se mostrara conciliador y comunicativo.
―Algo parecido, joven –atajó, cerrando con ello toda posibilidad de conversación.

Como me sentía incómodo por mi conducta, me tragué mi orgullo y opté por insistir entablando una conversación intrascendente. Me inventé lo primero que me vino a la cabeza.

―Se lo decía porque a mí me gusta mucho escribir ¿sabe?

Y mirándome de soslayo y de arriba abajo, con gesto despreciativo, me contestó:

―Y ¿se puede saber qué escribe usted, joven?
―Pues de todo un poco, pero sobre todo poesía –mentí, pues jamás he escrito ni un solo verso.

Al oír esto su semblante se dulcificó, y con una sonrisa, y casi en susurros, me confesó:

―Soy inventor.
―¿Inventor? –manifesté sorprendido-. ¿Y se puede saber qué inventa? –añadí.
―Piropos. Invento piropos y los vendo.
―¿Que inventa y vende piropos?
―Pues sí, pero solo por encargo.
―¿Quiere decir que hay gente que le pide que invente piropos para ellos?
―¡ Claro! ¿Tan raro le parece?
―Hombre, tanto como raro no, pero sí un poco… no sabría decirle.
―Pues ¿qué pensaría usted si le dijera que mi padre, que en paz descanse, era recetador de libros? ¿Y que mi tío, su hermano, era vendedor de tiempo libre? Mi padre sabía, con solo ver a su cliente, el tipo de libro que le convenía. Y no se imagina a cuánta gente, que no sabía qué hacer con su tiempo, hizo feliz mi tío. Mis clientes son gente que no tienen mucha imaginación y menos sensibilidad. Me encargan galanterías para sus novias o para aquellas jóvenes a las que quieren cortejar. Aunque no lo crea, todavía hay quien confía en estas cosas. Y doy fe de que les funciona. Pedidos no me faltan.
―Pues yo creía que esto de los piropos había pasado de moda.
―¡Que va! Si supiera la de gente que solicita mis servicios se sorprendería. Tenga en cuenta que mis piropos son infalibles. El éxito está asegurado.
―¡Caramba! Me deja usted boquiabierto.

Llegado a este punto, empezó a hojear frenéticamente su libreta como si buscara algo muy importante. De pronto se detuvo y con cara de satisfacción leyó:

―”Me gustaría ser papel para envolver ese bombón”. ¿A qué es bueno? Se lo vendí a un joven enamorado de una moza que trabajaba en una pastelería.

No tuve tiempo de expresar mi opinión. Continuó leyendo.

―O ese otro, escuche, escuche: “Mi amor, cuando se te enferman los ojos, ¿vas a un oftalmólogo o a una joyería? En este caso no me acuerdo de la profesión de la chica pero sí que acabaron casándose. ¡Menuda propina me dio el interesado!

Yo no sabía si estaba ante un lunático, un viejo chocho o bien era realmente lo que decía ser: un inventor de piropos.

Si al principio se había mostrado taciturno y hostil, ahora no había forma de detener su verborrea. Decenas de piropos iban desfilando ante mis oídos. “Quiero ser bolsa de mano para andar de tu brazo” –para una dependienta de una tienda de bolsos-, “Quisiera ser chupaflor para extraer todo el néctar que hay dentro de ti” –para una que trabajaba en una floristería”. Tantos que al final decidí desconectar asintiendo con sonrisa de bobo para no decepcionarle.

Por fin llegó el momento de la despedida. Era mi parada y debía abandonar el tren. Cuando me despedí de aquel curioso escritor, me tendió la mano y me entregó una tarjeta de visita.

―Nunca se sabe. Quizá algún día deba recurrir a este humilde creador de galanterías. Llegado el caso, no lo dude ni un instante. Acuérdese: éxito garantizado.

La guardé en uno de los bolsillos de mi chaqueta y bajé del vagón a toda prisa. No tenía tiempo que perder si quería llegar puntual al trabajo. Al llegar a la oficina, ya más relajado, busqué la tarjetita y la leí. Era una cartulina que amarilleaba y en la que, con letras mayúsculas, aparecía grabado en relieve el siguiente texto:
 
HIGINIO LAFUENTE
VENDO PIROPOS A LA GENTE
Calle del ruiseñor, 22, ático 1ª
08830 San Baudilio de Llobregat (Barcelona)
Tel.: 936 300 000
 
No pude evitar sonreír al recordar los piropos que aquel hombrecillo me había leído. Todavía tenía en mis manos su tarjeta cuando una voz, a mi espalda, me sobresaltó.

―¿Qué es eso tan gracioso que estás leyendo?

Me giré en redondo. Era Luisa, la secretaria del director, que me miraba con esos ojos que me tenían embrujado y con la mejor de sus sonrisas.

―Pu pu pues nada, una tarjeta de visita que que que me ha dado un tipo que que he co conocido en el tren –contesté aturullado y tartamudeando, como siempre me ocurría cada vez que esa belleza escultural me dirigía la palabra.

No pude concentrarme en todo el día. Solo pensaba en mi torpeza y timidez cada vez, que eran muchas, que Luisa aparecía en mi despacho para trasladarme alguna orden del jefe. “Para mí que se entretiene más de la cuenta para charlar conmigo. La forma en que me mira me da qué pensar. ¿Sentirá por mí lo mismo que yo siento por ella? Si no fuera por mi terrible y ridícula timidez, le diría algo bonito, una galantería, yo qué sé, algo que le diera a entender cuánto me gusta” –pensaba una y otra vez.

“¡Un piropo! ¡Eso es! Algo bonito pero nada cursi. Algo natural y encantador. Algo… ¿Pero qué? Soy un inútil en estos quehaceres. ¿Y si le digo algo tan ridículo que se ríe de mí?” –seguía mortificándome.

En el viaje de vuelta, estuve buscando al tal Higinio Lafuente por todo el tren pero ni rastro de él. No, si resultaría que acabaría requiriendo sus servicios, como me había sugerido. “Por probar no pasa nada –me dije-. Si el piropo que me ofrece no me gusta, pues nada. Ya pensaré en algo. Podría copiarlo de alguna parte. En internet seguro que hay miles, aunque no quisiera que Luisa supiera que lo he copiado. Imagínate que elijo uno que conoce”.

Y con este batiburrillo de pensamientos llegué a casa. Volví a mirar la dichosa tarjetita y me decidí. Llamé. Tuve que contestar a un sinfín de preguntas. ¿Cómo es físicamente? ¿A qué se dedica? ¿Qué gustos tiene? ¿Cómo anda? ¿Cómo habla? ¿Cómo ríe? Y no sé cuántas cosas más, la mayoría desconocidas para mí.

Al cabo de unos días recibí por correo el piropo para mi deseada Luisa y que decía así:

Si la estrella de Oriente guía a los marineros, yo me guío por tus ojos que alumbran más que luceros

¿Cómo iba a decirle eso a Luisa? Seguro que le parecería una cursilada. Si soltara una carcajada me sentiría el hombre más ridículo del mundo. Perdería toda mi autoestima. ¿Y si lo iba contando por ahí? Sería el hazmerreír de la empresa. Pero no tenía alternativa. O le soltaba el piropo o callaba para siempre. Que fuera lo que Dios quisiera.
 
 
******
 
 
El mar está en calma y el cielo estrellado. Es un placer navegar a bordo de este crucero que nos llevará por todo el Mediterráneo. Ha anochecido. Luisa mira las estrellas y, cobijándose entre mis brazos, me pregunta:

―¿Cuál es la estrella de Oriente, amor mío?

 
 
*Imagen: Pescador pensativo (Fisherman Deep in Thought), Guan Weixing, 2009
 
 

martes, 17 de noviembre de 2015

Una vida tranquila


«La vida en Jacksonville es apacible. Vivo en una maravillosa y tranquila zona residencial, apartada del bullicio de la ciudad, junto al lago Jackson. Como yo, son muchas las personas de cierta edad que se han instalado en esta pequeña comunidad en busca de un retiro sosegado. Desde hace poco, sin embargo, la tranquilidad ha dejado de existir por culpa de un nuevo vecino. El chiflado del doctor Watson -que nada tiene que ver con el célebre personaje de Sir Arthur Conan Doyle-, no nos deja vivir en paz.

Se hace llamar doctor pero de doctor no tiene nada. Es una más de sus excentricidades, un pretexto para meterse donde no le llaman. Maldita sea su estampa. ¿Para qué vendría a instalarse aquí, con la de lugares que hay en la zona?

Aunque dice tener sesenta años, yo creo que es mucho mayor pues muestra claros síntomas de demencia senil o de algo peor. ¡Dice que vuela! La primera vez que se lo oí comentar tuve que hacer grandes esfuerzos para no soltar una carcajada. Fue en la última fiesta que se organizó para dar la bienvenida a los nuevos en el vecindario. Lo curioso es que a nadie le pareció extraño. No sé cómo pudieron contenerse. Nunca se ha llegado a comentar semejante locura. Será porque está forrado. Tiene toda la apariencia: el cochazo, los trajes de marca, las corbatas de seda... Y ya se sabe: el dinero tuerce voluntades. Si eres rico, todo está bien. Puedes hacer y decir lo que quieras y nadie se atreverá a contradecirte. El mundo está lleno de locos ricos y famosos»
 
 
Se llama Edison y cree que es la reencarnación del famoso inventor. A quien no le cree le trata como a un apestado. Se enfurece y deja de dirigirle la palabra. Yo hice como que le creía. Cuando me presenté como doctor Watson creo que me tomó por un chiflado. Esbozó una de esas sonrisas que vienen a decir “tú estás flipando”. Me dejó con la palabra en la boca delante de todos. Pero ya tendré ocasión de demostrarle mis habilidades. Sabrá lo que es estar en mis manos. Entonces el que flipará será él. Conocimientos y ganas no me faltan.

Lo más sorprendente de ese tipo es que, sin apenas conocerme, me mira como quien ve a un espectro. Pasa por mi lado y ni siquiera me saluda. Dicen que lo hace con todos los nuevos. He conocido a muchos individuos desconfiados, pero éste es más cerrado y esquivo. Me evita y me observa con una expresión que me preocupa. No hay forma de congraciarse con él. Creo que no le caigo bien desde el día en que nos presentaron y le dije que volaba y que además lo hacía con frecuencia. Me miró de una forma extrañísima. Como si esto de volar fuera algo del otro mundo. Me miró como quien mira a un loco y se alejó hablando solo. Ya sé que ninguno de los miembros de esta comunidad está en su sano juicio pero éste es, sin duda, el que está peor.
 
 
«Pero no todo acaba ahí. ¿No dice, el muy imbécil, que en nuestra comunidad hay que implantar unas normas de convivencia estrictas, que si queremos mejorar física y mentalmente debemos seguir sus consejos al pie de la letra? Por muy doctor que sea ese Watson, cosa que sigo poniendo en duda, eso no le da derecho a dirigir nuestra vida. Además me lo encuentro en todas partes, ojo avizor. Debe tener mucho tiempo libre. ¿No dice que vuela? Pues que se dedique a volar y que me deje en paz.

Si me ve en el jardín, ocioso, me amonesta y me obliga a hacer ejercicio. Se empeña en que tengo sobrepeso y debo andar. Si no me ve, viene a buscarme y, con cualquier excusa, me obliga a pasear. Este tío está como un cencerro. Incluso se entromete en mi forma de vestir y me pregunta por mis hábitos higiénicos. Se interesa por mi apetito y por si voy al baño con regularidad. Un día hasta me preguntó si mantenía relaciones sexuales con una de mis vecinas. Al parecer, me había sorprendido mirándola fijamente. No, si además resultará ser un obseso sexual»
 
 
El señor Edison tiene una conducta digna de estudio. Nunca me había encontrado con nada igual. Se ofende por todo. Si le sugiero algo me fulmina con la mirada y da media vuelta refunfuñando. Aunque le dé el mejor de los consejos, como solo alguien como yo puede darle, cree que lo hago para fastidiarle. Dice que me entrometo en su vida privada. Me consta que va difamándome por ahí. Ha llegado a mis oídos que me considera un obseso sexual. Y todo por preguntarle si tenía algo con la señora Zemeckis, la viuda con la que le veo con frecuencia. A mí no me importa si tienen sexo, solo me preocupa que se mantenga el decoro. Solo quiero que en esta pequeña pero selecta comunidad se siga una conducta ejemplar. No soportaría estar rodeado de sátiros y ninfómanas.

No sé si he hecho bien viniendo a este lugar. Me habían dicho que era un sitio ideal para mis propósitos, pero creo que mi vida aquí puede resultar conflictiva. Una cosa es estar rodeado de lunáticos y otra de perturbados potencialmente peligrosos. El peor, sin duda alguna, es Edison. A ese se le ha fundido un fusible y de los gordos. O debería decir una lámpara incandescente, jajaja.
 
 
«Ese Watson es un dictador demente. Me dice lo que debo hacer y me censura si no lo hago. “Tiene que leer más y ver menos televisión, señor Edison”, me insiste. Debe espiarme día y noche. No para de meterse en mi vida. Dice que no llevo un estilo de vida saludable. Un día, en el jardín, me obligó a hacer unos ejercicios respiratorios de relajación. “Inspire, espire, inspire, espire. No, no, así no, inspire profundamente por la nariz y suelte el aire despacio por la boca”. Es insufrible. Cuando le veo, intento desaparecer pero siempre acaba encontrándome. No sé cómo lo hace. Está en todas partes. Está obsesionado conmigo. Y, por si fuera poco, el muy cretino quiere que vaya a verle con asiduidad. Y si no voy, viene a buscarme. Ya no sé qué hacer. Tendré que acabar denunciándole por acoso. Si es necesario, pediré una orden de alejamiento.

Lo curioso es que aunque mis vecinos también se quejan, le toleran e incluso le siguen la corriente. Supongo que es porque eso es lo que hay que hacer con los locos: darles la razón. Pero es que incluso parecen impresionados ante su presencia. Admito que es un tipo con cierto carisma. Cuando te habla, te mira a los ojos de una forma que sobrecoge. No puedo aguantarle la mirada por mucho tiempo. Y esa voz tan grave y profunda que tiene…»
 
 
Cada vez que hablo con el señor Edison, parece que me escucha pero en el fondo pasa de mí. Creo que su mente está a mil kilómetros de distancia, pensando en sus  cosas, sin duda extravagantes. No me sorprendería que oyera voces dentro de su retorcido cerebro.

Tendré que buscar un modo de obligarle a que me atienda. Por las buenas o por las malas. Hay muchos recursos para ello pero no quiero ser demasiado drástico. Pero no me quedará más remedio que ser duro con él si sigue con su conducta arisca. Debe respetar mi autoridad. Soy un prominente miembro de la sociedad médica y no puedo permitir que su mal ejemplo trascienda a toda la comunidad. Si me he trasladado hasta este lugar es porque me ha parecido el idóneo para poner en práctica mi teoría: que se puede modificar la conducta asocial y violenta, los males de nuestro tiempo, con técnicas innovadoras aunque sean poco ortodoxas. Además, aquí nadie se quejará. Son todos unos corderitos. Menos ese Edison. Veré qué puedo hacer con él.
 
 
«Hoy me ha vuelto a contar no sé qué de sus vuelos. Que si vuela alto, que si vuela muy rápido, que si tiene no sé cuantas horas de vuelo. Afirma que todo el mundo, si quisiera, podría hacerlo. Quiere que lo pruebe, dice que me relajaría. Según él, es muy fácil, solo es cuestión de aprender la técnica y practicar. Pero le he dicho que estoy muy ocupado para esas cosas. ¿Qué le iba a decir sino?

Como ya es viernes, al menos no tendré que soportarlo en todo el fin de semana. No sé adónde va. Los viernes por la tarde se marcha y ya no regresa hasta el lunes por la mañana. ¡Qué descanso! Ojalá algún día se mude a otro lugar. Tendré que hacerle la vida imposible, a ver si de este modo se larga de una vez. Pero creo que está tan alelado que ni siquiera se da cuenta del odio que siento por él. A esta hora ya debe estar preparando sus alas para un largo vuelo, jajaja. Ojalá volara de verdad. A ver si de este modo se estrella y no le veo más el pelo.

Saldré al jardín. A esta hora de la tarde se está de maravilla. Si no fuera por el impertinente de Watson, éste sería un lugar maravilloso para pasar el resto de mis días, disfrutando de una vida tranquila»
 
 
 
Mientras el señor Edison intenta imaginar cómo es el paisaje al otro lado de esa tapia que todavía no entiende quién ha podido levantar frente a su jardín, el doctor Watson mira, desde su despacho, el cielo sin nubes. Ha sido una semana muy dura y desea llegar a casa para disfrutar de un largo y tranquilo fin de semana alejado de ese paciente tan rebelde. Han dicho que hará buen tiempo. Nada le impedirá volar horas y horas con su flamante avioneta Cessna 172. Esta vez hará más acrobacias que nadie. Será la envidia de sus compañeros del Club de Aeromodelismo de su localidad.
 

 

martes, 10 de noviembre de 2015

María y Armando



María está acodada en el alféizar de la ventana esperando ver a su enamorado. Como cada día, a la misma hora, le espera con el corazón en un puño. Desde hace unos días, sin embargo, Armando, el amor de su vida, no le regala los oídos con esas galanterías que a ella le erizan el vello de pura emoción. De hecho, no le dice nada, pasa sin siquiera mirarla y sigue su camino sin detenerse. ¿Acaso ya no la ama?

Hoy, cuando pase junto a su ventana, será ella la que le lance un requiebro. Lo ha leído en un librito de poemas y se lo ha aprendido de memoria. Aun así, teme que los nervios la traicionen, por lo que no deja de ojear ese corto pero precioso texto que lleva escrito en un pedacito de papel que sujeta con sus temblorosas manos.

Se hace tarde y Armando no aparece. Desde su ventana, María puede ver toda la calle hasta la plazoleta, esa en la se conocieron. No le ve. Oscurece. Son ya pocos los viandantes a aquellas horas. Y total solo son las ocho.

Las ocho. ¿Las ocho? A ver, a ver, piensa María. ¿Es a las ocho de la mañana o de la tarde cuando pasa Amando por delante de mi ventana? Claro, ¡qué tonta! Me he equivocado de hora. Es por la mañana cuando pasa por aquí, cuando va hacia el trabajo. ¡¿Cómo he podido equivocarme de este modo?! Llevo unos días haciendo la siesta y cuando me levanto pierdo la noción del tiempo y a veces no sé si es mañana o tarde. Ahora entiendo que pasara de largo. No era él. Sería algún buen mozo que se le parece. Si llevara puestos mis anteojos eso no hubiera sucedido. Qué le vamos a hacer, ¡soy tan presumida! Debo llevar varios días asomándome a las ocho de la tarde creyendo que son las ocho de la mañana. ¿Qué habrá pensado mi querido Armando cuando, al pasar junto a mi ventana, no me ha visto esperándole? Se habrá llevado una gran decepción, el pobre. Y yo que empezaba a pensar que se había olvidado de mí. ¡Podría haberme llamado para interesarse por mí, digo yo! Pero, claro, es tan indeciso. Aunque conmigo no lo es. ¡Las cosas que me dice! No sé de dónde las saca. Hasta me hace ruborizar y mira que no soy precisamente una mojigata. Es un desvergonzado pero me encanta que lo sea cuando estamos a solas. Para eso somos novios. Porque somos novios, ¿no? Ay, ay, ay, ahora no me acuerdo si ya somos novios o todavía solo es un pretendiente. Cuando le vea, se lo preguntaré.

―María, ¿otra vez asomada a la ventana? Vas a pillar una pulmonía. Además, te he dicho mil veces que no molestes al vecindario, que luego se quejan. Y ven al comedor, que la cena ya está servida y se enfriará.
―Pero mamá, si no hago nada malo. Solo miro por la ventana por si veo pasar a Armando. Si, si, ya sé que son casi las nueve de la noche. Me he equivocado de hora, qué quieres que te diga. Y no pongas esa cara que equivocarse es de humanos, digo yo.
―¿Armando? ¿Qué Armando, querida?
―Cómo que qué Armando. Pues Armando, mi novio. ¿Quién va a ser? Bueno ahora mismo no sé si es mi novio o solo es uno de mis pretendientes.
―María, cariño, que tú no tienes novio ni pretendiente alguno. Y deja de llamarme mamá, por favor.
―Pero ¿por qué no voy a llamarte mamá? ¿Es que ya no te gusta?
―No es que no me guste, es que no soy ni podría ser tu madre.
―Pero ¿por qué dices eso? No me asustes.
―Ay querida, pues porque, entre otras cosas, si lo fuera tendría ahora mismo más de ciento veinte años.

Y María, suspirando porque se cree incomprendida, cierra la ventana y se dirige al comedor. Después de cenar volverá a leer, como cada noche, el diario en el que, a lo largo de los años, ha ido anotando, día a día, sus aventuras amorosas. Buscará entre sus notas a Armando y así sabrá qué hay de verdad entre ellos.

En la cocina, su cuidadora también suspira deseando que, si llega a la edad de María, conserve la lucidez hasta el último momento de su vida.
 

*Imagen obtenida de internet
 
 

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La playa desierta



Las barcas estaban varadas en la playa desierta. El único sonido perceptible procedía del oleaje. Densos nubarrones amenazaban con descargar un aguacero. Oscurecía a pasos agigantados.

Con la cámara todavía colgada al cuello, miraba el horizonte sentado sobre un pequeño promontorio de arena sin percatarme que alguien se acercaba. Me di cuenta de que no estaba solo cuando oí una voz aflautada a mi espalda.

―Señor, señor, venga, por favor, hay un hombre tendido ahí delante, entre las barcas –me dijo un niño que debía rondar los siete u ocho años.

Me incorporé de un salto y, sin mediar palabra, le seguí a la carrera. Tendido entre las barcas que había estado contemplando hacía tan solo unos instantes había un cuerpo. No se movía. La oscuridad no me permitía distinguirle bien. Le aparté los cabellos mojados que le cubrían el rostro. Tenía una cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda. Era un hombre de unos cincuenta años. Le zarandeé pero no reaccionó. Acerqué el oído a sus labios. De su boca, entreabierta, no salía ni el más mínimo aliento. Le tomé el pulso. Ninguna señal de vida. Estaba ante un hombre muerto. Cuando me giré para preguntarle al niño si le conocía, había desaparecido. Se había esfumado. Me había quedado solo con un cadáver.

La comisaría, a aquella hora de la tarde, estaba extrañamente solitaria. Me costó Dios y ayuda convencer al policía que me atendió para que viniera conmigo a la playa donde había encontrado el cuerpo sin vida de aquel hombre. Cuando llegamos al punto que le indiqué, no había rastro de cuerpo alguno. Debió pensar que estaba loco o que le había tomado el pelo. Dirigiéndome una mirada cargada de ironía, me pidió que le acompañara de nuevo a la comisaría para prestar declaración. No lo podía creer. Primero desaparece el niño, luego el cadáver, y yo hecho un lío sin poder dar una explicación coherente de lo ocurrido.

Una vez en la comisaría tuve que contestar un sinfín de preguntas. Cómo era el niño que me había alertado, cómo era el hombre, quién era yo, dónde vivía, a qué me dedicaba, a qué había venido al pueblo y qué hacía en la playa a aquella hora y con aquel tiempo. Tras firmar la declaración me invitó a marcharme del pueblo.

Conturbado como estaba, preferí tomar algo en un bar cercano antes de regresar a casa. No volvería a pisar aquel pueblo en el que me había detenido solo para tomar unas fotografías del paisaje. Me tomaría una reconfortante copa de coñac y desaparecería al instante.

En el bar en el que entré interrumpí una discusión entre amigos. El más joven estaba hablando a voces al resto del grupo. Era alto y fornido y estaba de espaldas a la calle. Cuando pasé por su lado y le vi la cara quedé perplejo. Era el hombre de la playa, al que había encontrado muerto entre las barcas hacía poco más de una hora. Era él. No había lugar a dudas. Hablaba animadamente dirigiéndose a un grupito de ancianos cuyas manos, como sarmientos, sujetaban un vaso de vino. En un rincón distinguí al policía que me había tomado declaración. Me miraba como quien mira a un visitante molesto.

―Como me llamo Lucas que mañana acabaré de pintar la barca –afirmó vehemente el hombre de la playa.
―Pues acabo de oír por la radio que se acerca un temporal de cuidado –le respondió el que parecía más viejo.
―Sí, el hombre del tiempo ha dicho que se espera una tormenta. Mañana lloverá a cántaros. Así que yo lo dejaría para otro día –añadió otro de los contertulios.
―Bah, yo no me creo a esos meteorólogos de pacotilla. Si fuera a llover mi pierna lo notaría. Mañana, temprano, iré a la playa a terminar el trabajo, que ya va siendo hora.

No sabía qué pensar ni qué hacer. No podía decirle al policía que aquél era el hombre que hacía una hora yacía muerto entre las barcas, Seguro que entonces sí que me tomaría por loco. Por un momento pensé que quizá tenía un hermano gemelo. Deseché la idea al instante. Iba vestido igual y tenía aquella aparatosa cicatriz en la cara.

Anochecía. Tenía un fin de semana por delante. Nadie me esperaba en casa. Por mi profesión, soy un hombre curioso. Decidí pues quedarme y seguir los pasos de aquel hombre misterioso. Alquilé una habitación en una pensión cercana. Era el único huésped. Me levantaría al alba y acudiría a la playa tan pronto como saliera el sol. Esperaría el desarrollo de los acontecimientos. De paso, tomaría más fotos de la playa y de las barcas. El enigma y el lugar me inspirarían una de mis crónicas.

Pero el cansancio había hecho mella en mi cuerpo y desperté cuando el sol casi alcanzaba el cenit. Me vestí tan deprisa como pude. Salí corriendo de la habitación. Bajé las escaleras de dos en dos. La pensión estaba desierta. No había nadie en recepción ni en el bar. Salí a la calle y me precipité hacia la playa. Busqué las barcas. Estaban en el mismo lugar. La playa seguía desierta. Lucía el sol pero no había nadie pintando una barca. ¿Habría cambiado de opinión el tal Lucas? Esperé varias horas. El hambre arreciaba pero mi curiosidad la superaba. Permanecí sentado en el mismo promontorio que el día anterior observando la playa y sus alrededores. No había ni un alma. Nadie a la vista.

De pronto se levantó un aire frío de levante. El mar comenzó a agitarse. El oleaje era cada vez más violento y el cielo se cubrió de nubes oscuras y espesas. Estaba anocheciendo. Miré la hora: las seis y cuarto. ¿Cómo había transcurrido tanto tiempo sin percatarme? El cielo amenazaba lluvia. Decidí que allí no tenía nada que hacer. Había sido una pérdida de tiempo. Cuando me disponía a levantarme, oí unos pasos a mi espalda.

―Señor, señor, venga, por favor, hay un hombre tendido ahí delante, entre las barcas –me dijo el niño que un día antes me dejó a solas ante el cuerpo inerte de aquel desconocido.

Desde aquel instante, los acontecimientos se desarrollaron del mismo modo y en el mismo orden en que los había vivido apenas veinticuatro horas antes: el cuerpo sin vida de un hombre entre las barcas, la desaparición del niño, la comisaría con el mismo policía de guardia, el bar con idéntica clientela y con el mismo tema de discusión. Todo sucedió como la tarde anterior, cuando, sin saber muy bien porqué, decidí recalar en este pueblecito minúsculo junto a una playa desierta.

Quizá todo había sido una alucinación. Me acordé de la película “El día de la marmota” en la que el protagonista, atrapado en el tiempo, revive cada día los mismos hechos. Pero esto no era una fantasía, era real. Abandoné aquel pueblo sin más dilación. Cuando llegué a casa intenté infructuosamente hallar su nombre en el mapa. Nadie lo conoce. No existe. Solo yo soy capaz de encontrarlo cada vez que, tras la curva en la que me paré la primera vez para fotografiar la bahía, observo las mismas barcas varadas en la misma playa desierta.
 
 
Imagen: Fishing boads on the beach at Saintes-Maries-de-la-Mer. Pintura al óleo de Vincent Van Gogh (1988)