jueves, 13 de abril de 2023

Manos ásperas

 En el último encuentro mensual del taller de escritura en el que participo, se nos propuso elaborar un texto sobre “Manos ásperas”. Este es el relato, en su versión en castellano, que surgió de mi imaginación:



Todos dicen que tengo las manos ásperas. ¿Qué queréis, si estoy todo el santo día trabajado en el campo? ¿Acaso hay algún campesino que no las tenga?

Este hecho no debería ser un obstáculo para llevar una vida normal, claro está. Mi padre, que en paz descanse, también tenía las manos ásperas y ello no le representó ningún inconveniente. Yo veía como —muy de vez en cuando, sea dicho de paso— acariciaba a mi madre y ella jamás le reprochó el tacto áspero de sus manos ni le rechazó por este motivo.

—El hombre de campo debe tener las manos grandes y fuertes, y las callosidades son una prueba del trabajo duro y sacrificado del campesino —decía, orgulloso, mi padre.

Por lo tanto, nunca me avergoncé de haber salido a mi padre en este aspecto. Y en otros, por supuesto. Hombre trabajador, cabal y buena gente, como pocos en el pueblo. Era muy apreciado por los amigos y vecinos. A mí, en cambio, nada de todo esto me ha valido para ganarme la amistad de nadie de mi edad.

Que me rechazaran por tener las manos ásperas era una idiotez que no entendía ni me habría importado si no fuera porque este rechazo también venía de Rosa, la chica más bonita de la comarca.

Rosa y yo nos conocemos desde niños y fuimos amigos inseparables, compartiendo juegos y más tarde confidencias. Yo estaba enamorado y creo que ella lo sabía. Pero el hecho de tener que ir a trabajar al campo con mi padre en lugar de continuar los estudios fue la causa de su alejamiento. Se juntó con aquel grupo de chulillos con ínfulas de señoritos y ya no quiso saber nada más de mí. Me convertí en una especie extraña para los jóvenes de mi entorno y que —todo hay que decirlo— no habían puesto jamás los pies en un campo de cultivo y pretendían trabajar en algo más “honorable”. Cuando me veían por el pueblo, el grupito de Rosa se burlaba de mí, y ella se carcajeaba. Todavía recuerdo la primera y única vez que le di la mano y como la retiró de inmediato con cara de asco.

Ahora, cuando me cruzo con ella por la calle, cambia de acera y simula no haberme visto. Una vez nos encontramos cara a cara y no pudo evitarme. Entonces le pregunté por qué me menospreciaba de esa manera. Todo lo que dijo fue: «porque me repugnan tus manos tan ásperas. Aquella vez que me tomaste de la mano, sin que yo lo quisiera, sentí un asco que no he podido olvidar». Y me dejó allí, plantado en medio de la calle.

Desde aquel día, aprovecho mi escaso tiempo libre para seguirla allá donde va. Solo es cuestión de esperar el momento y lugar propicio. Aunque no vea mi cara ni oiga mi voz, sabrá que quien la está estrangulando por la espalda soy yo. O, mejor dicho, mis manos ásperas.