En el último encuentro mensual del taller de escritura en el que participo, se nos propuso elaborar un texto sobre “Manos ásperas”. Este es el relato, en su versión en castellano, que surgió de mi imaginación:
Todos dicen que tengo las
manos ásperas. ¿Qué queréis, si estoy todo el santo día trabajado en el campo?
¿Acaso hay algún campesino que no las tenga?
Este
hecho no debería ser un obstáculo para llevar una vida normal, claro está. Mi padre,
que en paz descanse, también tenía las manos ásperas y ello no le representó
ningún inconveniente. Yo veía como —muy de vez en cuando, sea dicho de paso—
acariciaba a mi madre y ella jamás le reprochó el tacto áspero de sus manos ni
le rechazó por este motivo.
—El
hombre de campo debe tener las manos grandes y fuertes, y las callosidades son
una prueba del trabajo duro y sacrificado del campesino —decía, orgulloso, mi
padre.
Por lo
tanto, nunca me avergoncé de haber salido a mi padre en este aspecto. Y en
otros, por supuesto. Hombre trabajador, cabal y buena gente, como pocos en el
pueblo. Era muy apreciado por los amigos y vecinos. A mí, en cambio, nada de
todo esto me ha valido para ganarme la amistad de nadie de mi edad.
Que me
rechazaran por tener las manos ásperas era una idiotez que no entendía ni me
habría importado si no fuera porque este rechazo también venía de Rosa, la
chica más bonita de la comarca.
Rosa y
yo nos conocemos desde niños y fuimos amigos inseparables, compartiendo juegos
y más tarde confidencias. Yo estaba enamorado y creo que ella lo sabía. Pero el
hecho de tener que ir a trabajar al campo con mi padre en lugar de continuar
los estudios fue la causa de su alejamiento. Se juntó con aquel grupo de
chulillos con ínfulas de señoritos y ya no quiso saber nada más de mí. Me
convertí en una especie extraña para los jóvenes de mi entorno y que —todo hay
que decirlo— no habían puesto jamás los pies en un campo de cultivo y
pretendían trabajar en algo más “honorable”. Cuando me veían por el pueblo, el
grupito de Rosa se burlaba de mí, y ella se carcajeaba. Todavía recuerdo la
primera y única vez que le di la mano y como la retiró de inmediato con cara de
asco.
Ahora,
cuando me cruzo con ella por la calle, cambia de acera y simula no haberme
visto. Una vez nos encontramos cara a cara y no pudo evitarme. Entonces le
pregunté por qué me menospreciaba de esa manera. Todo lo que dijo fue: «porque
me repugnan tus manos tan ásperas. Aquella vez que me tomaste de la mano, sin
que yo lo quisiera, sentí un asco que no he podido olvidar». Y me dejó allí, plantado en medio de la
calle.
Desde
aquel día, aprovecho mi escaso tiempo libre para seguirla allá donde va. Solo
es cuestión de esperar el momento y lugar propicio. Aunque no vea mi cara ni
oiga mi voz, sabrá que quien la está estrangulando por la espalda soy yo. O,
mejor dicho, mis manos ásperas.