Cuando Morales acabó de leer la confesión del padre Ángel, no tuvo más remedio que, compungido y avergonzado, contar su versión de los hechos. Ya no era ese hombre de carácter férreo que Andrés recordaba y, aunque de temperamento irascible, le pudo más el remordimiento que, a él también, le había corroído las entrañas durante los últimos años. Desde la visita de aquel joven e impertinente escritor, unas semanas atrás, no había podido pegar ojo y se debatía entre contar la verdad y aliviar así el peso de una culpa que soportaba desde hacía tantos años o seguir cargando con ella hasta sus últimos días. Pero la necesidad de desahogarse, la confesión de su respetado padre Ángel, y la promesa de Andrés de no denunciarle por unos delitos de encubrimiento y aceptación de soborno que, aunque ya hubieran prescrito, su revelación le acarrearía descrédito y humillación ante sus antiguos compañeros y sus actuales amigos y vecinos, hicieron que Morales relatara lo que tanto tiempo llevaba callando. Así, tras devolver a Andrés aquella nota manuscrita que le había dejado leer, profirió un profundo suspiro de resignación y, con la mirada extraviada hacia un punto inexistente, probablemente del pasado, inició una larga exposición de lo ocurrido aquel verano.
Feliciano, el hermano de su mujer, hombre de mal carácter y fuertes convicciones religiosas, halló, por azar, en un cajón de la cómoda del dormitorio y cubierto por ropa de cama, un extraño frasco que levantó sus peores sospechas. Intuyendo que su mujer visitaba, de vez en cuando, a la curandera contra su voluntad, quiso saber qué era y quien le había dado aquella pócima. Ante el silencio y evidente nerviosismo de su esposa, Feliciano, fuera de sí, le obligó a confesar que, en su última visita a María, ésta le preparó un bebedizo para evitar quedarse nuevamente embarazada. ¡Al fin y al cabo ya tenían cinco hijos! -le dijo-. Ante esta revelación, Feliciano fue en busca de aquella mujer que muchos decían que tenía poderes ocultos.
La visita de Feliciano a la vieja María empezó con furiosos reproches sobre sus prácticas contrarias a la Ley de Dios y porque, con sus malas artes, había inducido a su mujer a cometer un pecado imperdonable, para terminar, vista la desvergüenza y burlas de aquella hereje, con serias amenazas de denunciarla públicamente como lo que era, una bruja, y allá ella con las consecuencias.
Aquella noche, una terrible tormenta azotó al pueblo y alrededores, arrasando cultivos y derribando árboles frutales, siendo Feliciano el más perjudicado por aquella catástrofe, destruyéndole toda la cosecha del año y dejando numerosos daños materiales que le costarían mucho tiempo y dinero reparar. Según él, aquello no podía ser más que el resultado de una maldición de esa bruja como venganza a sus insultos y amenazas de la tarde anterior.
Compartidas sus sospechas con Morales, éste le previno que fuera con cuidado pues si aquella mujer tenía, en verdad, poderes malignos, la cosa podría ir a peor. No obstante, para salir de dudas sobre la verdadera naturaleza de María, le propuso que hiciera una prueba para desenmascararla y, de corroborar su condición de bruja, pondría el caso en manos del cura y que fuera éste quien decidiera qué hacer.
La prueba consistía en poner un ramito de romero en la puerta de la supuesta bruja y esperar a que ésta hiciera acto de presencia. Si el ramito se agitaba al aproximarse la sospechosa, ello significaría, sin lugar a dudas, de que se trataba de una verdadera bruja. Al atardecer de aquel mismo día, Feliciano puso en práctica la recomendación de su cuñado y esperó, oculto en las sombras, el resultado de aquella prueba.
-Lo que ni mi cuñado ni yo, cuando me lo refirió, tuvimos en cuenta, seguramente por lo atemorizados que estábamos o por el deseo oculto de que aquella mujer fuera castigada o, por lo menos, desterrada de nuestra comarca, es que el viento que seguía azotando el pueblo aquella noche bien podía haber sido el causante de que aquella ramita se agitara tan violentamente como lo hizo cuando aquella mujer fue a abrir la puerta. Ahora esto puede parecer una obviedad pero entonces no se nos ocurrió –admitió un apesadumbrado Morales.
“Todo fue tan rápido que ni tiempo me dio a ponerlo en conocimiento del padre Ángel. Tendría que haber vigilado a Feliciano, pero no comentó nada ni pensé que pudiera hacer lo que hizo. Me lo contó a la noche siguiente, cuando se presentó en casa muy agitado –añadió levantando la mirada por primera vez.
Lo que le acababa de contar Morales sobre ese método para desenmascarar a una bruxa y lo que escucharía continuación era exactamente lo que Andrés había leído en aquel libro que le había sumergido en este mundo de fantasía y superstición.
Feliciano, ofuscado por su deseo de venganza y decidido a acabar por su cuenta con aquella maldita bruja, la siguió, a la mañana siguiente, hasta el bosque y, hallándose aquélla desprevenida, le propinó, con una piedra que halló por el camino, tres golpes en la cabeza, pues, según cuentan, si alguien se enfrenta físicamente a una bruja no se le puede dar un número par de golpes, pues el primero la hiere pero el siguiente la cura (1).
-Cuando nos lo contó, yo no sabía qué hacer y mi mujer no paraba de llorar rogándome que no le denunciara. Quise contárselo al cura pero al final decidí callar, esperando que todo pareciera un accidente –dijo encogiéndose de hombros en un signo de impotencia-. Cuando vi que el padre Ángel daba por sentado que había sido un castigo divino el que había acabado con la vida de aquella mujer que, según dijo, siempre había tenido por bruja, dejé que la gente lo creyera así y decidí cerrar la boca para siempre.
“Fue algo más tarde, cuando María ya hacía unos dos meses que había sido enterrada como una hereje, cuando mi cuñado vino a verme de nuevo y me dijo que no había podido soportar más los remordimientos por lo que había hecho y que se lo había contado todo al sacerdote en confesión. Yo esperaba una reacción por parte de éste pero no la hubo, al menos por un tiempo, pero al cabo de varias semanas el padre Ángel se presentó en el cuartel diciéndome que no podía revelar al pecador pero sí el pecado: que había tenido conocimiento de que la muerte de María no había sido accidental, como todos creíamos, sino que la habían matado por venganza y que, como autoridad, debía investigar el caso hasta dar con el asesino pues, aunque se tratara de una bruja, matar no solo era un pecado ante los ojos de Dios, y los tiempos de la Inquisición ya habían pasado, sino también un delito ante la ley de los hombres. Pero, sabiendo que el asesino era mi cuñado, ¿cómo podía pedirme aquello? Debió pensar que yo desconocía la autoría del asesinato y que, de hallar al culpable, me vería obligado a detenerlo y él quedaría así en paz sin haber tenido que romper el secreto de confesión.
El relato de Morales tenía a Andrés en vilo. La historia se estaba desarrollando más o menos como él había sospechado pero podía decirse aquello de que la realidad a veces supera a la ficción. Si al principio, ese hombre que tenía sentado frente a él, retorciéndose nerviosamente las manos, le había resultado detestable por lo que suponía que había hecho, ahora sentía pena por él.
Según siguió refiriéndole Morales, cuando fue a ver a su cuñado para contarle lo que le había pedido el cura, Feliciano le rogó, casi de rodillas, que no lo hiciera o, al menos, que no le descubriera, por su mujer y sus hijos, ¡qué sería de ellos! Feliciano reconoció su falta de valor, pues el cura le había dado la absolución con la condición, que él había aceptado en un momento de contrición, de que se entregara a las autoridades y, viendo la duda reflejada en la cara de Morales, acabó por ofrecerle una considerable suma de dinero a cambio de su pasividad y su silencio. Le prometió que abandonaría el pueblo y no volvería nunca más, como si aquello facilitara el olvido. ¿De qué serviría contar la verdad?, pensó Morales; solo para hacer infelices a toda una familia, incluido a él que también formaba parte de ella.
Un soborno, aunque fuera por parte de su propio cuñado, no podía aceptarlo, pero era mucho dinero y él tan solo un pobre cabo a quien le esperaba, el día de mañana, una pensión paupérrima. Luisa, su mujer, acabó por convencerle; siempre habían pensado en una jubilación placentera, tener una casita en el campo y vivir tranquilamente, sin problemas económicos. Su hermano tenía dinero de sobras, para él no sería ningún problema desprenderse de aquella suma, seguro que volvería a recuperarla pronto, era muy capaz y sus cinco hijos le ayudarían; en cambio, ellos no tenían nada, solo unos ahorrillos que de poco les servirían en caso de tener dificultades económicas. Al fin y al cabo, ya no se podía hacer nada por María, de quien, por otra parte, Luisa siempre había sospechado. “Esa mujer era una bruxa, de esto estoy segura; si mi hermano no la hubiera matado, lo habría hecho otro tarde o temprano, y si no, quién sabe lo que hubiera acabado haciéndonos,” le dijo, para persuadirle.
-Así fue cómo sucedió todo –le dijo Morales, irguiéndose por primera vez en todo el rato que duró su relato-. Mi mujer falleció hace tan solo dos meses; de vivir todavía, posiblemente no le hubiera confesado todo esto pues también tuvo parte de culpa por lo que hice. Ahora solo le pido que no revele a nadie los detalles de esta historia –acabó diciendo.
-Pero yo he venido precisamente a escribir esta historia –le replicó Andrés.
-Sí, pero puede cambiar los hechos, inventarse lo que ocurrió. ¿No creía usted en todas esas cosas que me dijo que había leído en no sé qué libro? Pues escriba lo que pensaba escribir, la historia de una bruja que acabó sus días en manos de los aldeanos de un pueblo a los que tenía atemorizados con sus maleficios y conjuros, mire usted si es fácil. Usted tiene imaginación y puede hacerlo –le dijo mirándole a los ojos con cara de súplica.
-Lo pensaré, algo se me ocurrirá –fue todo lo que Andrés pudo contestar antes de darle las gracias por su sinceridad, y con un apretón de manos se despidió dirigiéndose seguidamente hacia la puerta dejando al hombre sentado en la semioscuridad del atardecer que había llegado con el fin de su relato.
De regreso a Bielsa, Andrés puso sus notas y sus ideas en orden. Habían transcurrido unos cuatro meses desde que llegara hambriento de información y ahora, llegado el momento de hacer las maletas, se iba con sed de justicia. Aun así, Andrés no denunciaría a Morales, allá él con su conciencia, y además de poco serviría, excepto para hacerle justicia a María, eso sí, pero escribiría todo tal como sucedió aunque utilizara nombres y lugares imaginarios aunque, obviamente, dentro de la zona pirenaica del Sobrarbe, eso era irrenunciable.
Aun así, ya de regreso a Zaragoza, se le planteó una disyuntiva: ¿Hasta qué punto debía cambiar el desarrollo de los hechos? Bien pensado, tenía ya más de media novela esbozada en base a la brujería en la actualidad, y la historia de una bruxa en los años ochenta en el Alto Aragón tendría más gancho; el oscurantismo, lo esotérico, vendía mucho, podía llegar a ser un best seller.
Al cabo de un año, una novela que llevaba por título “La verdadera historia de una bruja del Siglo XX”, se publicaba con un gran éxito de ventas. Al parecer, la verdad también vende aunque, como ocurriría en este caso, suele originar un gran revuelo.
Hace unas semanas, Andrés leyó, en el Heraldo de Aragón, un artículo en el que José Antonio Díez, un afamado periodista de investigación y viejo conocido suyo, reclamaba la reapertura de un caso de asesinato de una mujer, María Moreno Salazar, acontecido en agosto de 1984 en la localidad oscense de Bielsa, señalando a Gustavo Morales Espinosa como responsable de la ocultación de pruebas y aceptación de soborno cuando, estando al mando de la dotación de la Guardia Civil de aquella población, se produjo el luctuoso acontecimiento. El artículo concluía afirmando que “debido a que el asesino había fallecido, a la falta de testigos vivos y de pruebas concluyentes, y la más que probable prescripción de los presuntos delitos, las autoridades competentes no parecían dispuestas a llevar a cabo ninguna diligencia pero que, no obstante, era de justicia limpiar la memoria de una inocente y…”
Andrés dejó de leer y no pudo más que torcer el gesto en señal de contrariedad y, a la vez, de resignación. Ya que él no había sido capaz de hacerlo directamente, otro intentaba, interesada o desinteresadamente, que se le hiciera justicia a María y éste no era otro que aquel viejo amigo que le ayudó a reunir pruebas. Andrés había prometido guardar silencio pero, por fortuna, siempre quedan cabos sueltos.
Hoy, de vuelta a aquel lugar que, de ahora en adelante, todavía le traerá más recuerdos, Andrés ha visitado la tumba de aquella mujer inocente de brujería pero culpable de caer mal a muchos de sus vecinos por intentar sanar con medicinas ancestrales. Donde hasta hacía poco había una burda lápida en el suelo, hoy no hay más que tierra removida. Dentro del recinto del cementerio hay, en cambio, un pequeño panteón que alguien ha mandado construir y en cuyo interior una lápida de mármol lleva grabado el siguiente epitafio:
María Moreno Salazar
☼ Ainsa, 28 de abril de 1904
† Bielsa, 10 de agosto de 1984
☼ Ainsa, 28 de abril de 1904
† Bielsa, 10 de agosto de 1984
Tuviste una larga y solitaria vida
que se apagó por culpa de la ignorancia ajena
pero al final se hizo la luz
Descansa en paz
que se apagó por culpa de la ignorancia ajena
pero al final se hizo la luz
Descansa en paz
FIN
(1) Chema Gutiérrez Lera. Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón. Temas aragoneses. Ed. Prames, S.A. 1999, pp. 42-43.
Imagen izquierda del encabezado: La verdad saliendo del pozo, de Jean-Léon Gérôme