Desde que me instalé en esta casa de la playa para escribir mi tercera novela, en verano, cada día, al caer el sol, aparecía con su detector de metales recorriendo la playa, de un extremo al otro de la cala. Alguna vez le veía inclinarse y recoger algo, después de escarbar un poco en la arena, mirarlo con detenimiento, para acabar lanzándolo a escasos metros de sus pies. Vana ilusión, me decía. ¿Qué puede ese hombre encontrar semienterrado en la arena que pueda tener algún valor? ¿Acaso una medalla, un anillo, unas monedas? Cosas perdidas, tragadas por la tierra que alguien luego extrañará y que quizá para esa persona sí tenga un valor material o sentimental. ¡Maldito buscador de metales! ¡Aprovecharse de la desgracia ajena! Se queda con objetos que no le pertenecen, que han sido extraviados por sus verdaderos propietarios, en lugar de entregarlos en una oficina de objetos perdidos –me decía, al verle “trabajar” en la playa. Ojalá no encuentre nada ―pensaba a continuación―. De hecho, creo que le seguía con la mirada para cerciorarme de su frustrada búsqueda. Cuando le veía agacharse para recoger algo, casi contenía la respiración, pendiente del resultado. Y cuando comprobaba que lo hallado no era de su interés y lo desechaba, lo celebraba con un ¡toma ya! ¡¿Qué te habías creído, aprovechado de las desgracias ajenas?!
Cuando, acabado el verano, ya nadie frecuentaba la playa, el buscador de objetos perdidos dejó de acudir a su cita diaria. Entonces lo eché de menos. Me había acostumbrado tanto a su presencia que encontraba a faltar algo en el paisaje.
Cuando se lo comenté a un vecino con el que coincidía en el club náutico ―yo no navego, nunca lo he hecho, pero era la única forma de disponer de un local decente, donde charlar con gente interesante y jugar a las cartas, que no fuera el bar de la esquina― me dijo que ese hombre hacía varios años que practicaba esa actividad y que también efectuaba su búsqueda en otras partes, sobre todo en el bosque colindante con la playa. También me dijo que, según había oído, en una ocasión encontró algo de mucho valor.
―¿Algo de mucho valor? ¿Cómo qué? ―quise saber.
―Ni idea. Son solo rumores, pero quién sabe, quizá un brazalete de oro o algo por el estilo.
―¿Y sigue teniendo éxito en este cometido? ―le pregunté.
―Pues supongo que sí; de lo contrario, no lo haría ―me contestó mi amigo, encogiéndose de hombros.
Nunca le había visto la cara al hombre de la playa, pero aparentaba tener más de sesenta años. Debía estar jubilado y se dedicaba a aquello para matar el tiempo y, de paso, sacarse algún dinerillo extra ―lo del valioso hallazgo, si era cierto, debió ser una suerte irrepetible― para compensar su exigua paga de pensionista. Aún así, me picó la curiosidad y decidí ir a su encuentro para, como quien no quiere la cosa, interrogarle y salir de dudas. Quizá lo hiciera como un hobby, como el que colecciona chapas de cava o sellos de correos.
Siempre me ha gustado conocer a gente especial, fuera de lo común, y pensé: quién sabe, a lo mejor descubro algo que valga la pena para mi novela. Así, con paciencia de pescador, le pesqué en plena faena una tarde, en el bosquecillo, tal como me había indicado mi vecino y compañero de juegos de naipes. En realidad fue mi perro quien lo descubrió. Sus ladridos me hicieron ver que algo se movía entre los arbustos. Al momento, temí que pudiera ser un animal peligroso ―no sé qué especie animal podría frecuentar aquel paraje que no fuera un gato o un perro abandonado―, pero al poco reconocí la gorra playera que siempre solía llevar y, como una prolongación anatómica de su cuerpo, el aparatito detector de metales que, como si de un aspirador se tratara, iba desplazando de derecha a izquierda a lo largo de su lento deambular.
Cuando me vio, dio un respingo para, acto seguido, esbozar una sonrisa de compromiso, como disculpándose de su sobresalto, y saludarme con un gesto de la cabeza antes de seguir su camino. Como llevaba unos auriculares puestos ―que después supe que son para oír la señal que emite el detector cuando localiza un metal―, ni los ladridos de mi perro, ni mucho menos mis “buenas tardes”, llegaron a sus tímpanos, así que no me quedó más remedio que seguirle un trecho, hasta que se diera cuenta de que quería hablar con él.
―Disculpe mi atrevimiento ―le dije cuando se hubo quitado los auriculares, después de haberle dado unos golpecitos en la espalda para llamar su atención.
―¿Si? ¿Qué desea? ―me preguntó, ahora con cara de quien es interrumpido a mitad de un trabajo que requiere su máxima concentración.
―Perdone usted ―insistí― pero le he visto, cada tarde, durante este pasado verano, en la playa, con este aparato detector de metales y ahora le veo aquí de nuevo y me preguntaba si ha encontrado alguna vez algo interesante o valioso.
Al cabo de media hora estábamos sentados en la terraza de mi casa que da a la playa, mi puesto de observación preferido, viendo romper las olas mientras la tenue luz del sol dejaba al descubierto el tímido brillo de la luna, y con sendas jarras de cerveza en nuestras manos.
Pedro, que así se llamaba el buscador de tesoros ―como él mismo se definió―, se había aficionado a la búsqueda de objetos de todo tipo desde que su difunto padre, jubilado como ahora lo estaba él, había hallado, muchos años atrás, un pequeño arcón repleto de denarios de plata cerca de las ruinas romanas de Ampurias.
―Esas piezas forman ahora parte del patrimonio histórico del Museo Arqueológico de Cataluña y lo que obtuvo él, como recompensa, fueron unos cientos de euros. Total una miseria. Pero, eso sí, obtuvo el reconocimiento público por su gesto. Otro se habría quedado con las monedas y las hubiera vendido a coleccionistas privados que le habrían pagado muchísimo más ―me comentó con una sonrisa desabrida―. Pero mi padre era así de legal. Y por eso murió más pobre que una rata.
Pedro, con muchos menos reparos que su progenitor, decidió seguir sus pasos. Se hizo con un equipo para la detección de metales y se echó al monte a la búsqueda de tesoros.
―Inicié mi búsqueda por las calas menos frecuentadas de esta zona que durante siglos fueron visitadas por piratas y corsarios, esperando hallar un tesoro escondido. Debió ser la suerte del principiante porque al poco descubrí, en una pequeña cueva, un alijo de doblones de oro del siglo XVIII por los que me dieron cuarenta millones de euros, aunque luego supe que valían diez veces más pero, claro, más vale pájaro en mano... Si hubiera ido en plan legal, declarándolo a las autoridades, quizá me hubiera quedado sin nada o me habrían obsequiado con una escuálida propina y unos golpecitos en la espalda, como hicieron con mi padre. Lo más probable es que el Estado, el Municipio o vaya usted a saber quién, habría alegado ser su legítimo propietario. A éste le siguieron algunos hallazgos más pero de menor importancia y valor, todos en tierra firme, pequeños tesoros enterrados a la espera de ser rescatados pasado un tiempo pero que nunca llegaron a ser recuperados. En total, esta actividad me ha reportado unas ganancias de más de cincuenta millones de euros, una cantidad nada despreciable, ¿no cree?
¡¿Cincuenta millones de euros?! No me lo podía creer. Ese hombre se había hecho millonario y seguía alternando la búsqueda de tesoros con la de objetos de valor insignificante en la playa y sus aledaños. ¿Acaso creía que, a ojos de cualquier observador y bajo un palmo de arena, encontraría un botín como los que me acababa de referir?
―Lo de la playa lo hago para disimular ―aclaró como si me hubiera leído la mente―. Si hubiera abandonado de golpe esta práctica, la gente sospecharía. Sé que corren rumores de que encontré algo de gran valor, pero si ven que sigo saliendo cada día con mi detector de metales, pensarán que no es para tanto y me dejarán tranquilo. Si supieran lo que he encontrado hasta ahora, podrían delatarme a las autoridades, extorsionarme o, peor aún, ser objeto de un robo con violencia pues, como comprenderá, no tengo el dinero en un banco. Hay mucho delincuente suelto.
―¿Y por qué me lo cuenta a mí, que soy un extraño? ―le pregunté, sorprendido.
―De extraño nada. Yo sé más de usted que usted de mí ―me contestó con una siniestra sonrisa.
Según me contó a continuación, desde que me había instalado en la casa, se había percatado de cómo le venía observando, desde la terraza donde estábamos sentados en ese preciso instante, en sus quehaceres de buscador de objetos perdidos. Intrigado por mi conducta ―a la par que yo lo estaba por la suya― decidió conocer mi identidad y, a ser posible, mi interés por su inofensivo divertimento. Para ello, interrogó a mi vecino, contertulio, compañero de juegos de naipes y socio del club náutico, a quien conocía desde muchos años atrás. Éste le informó que yo era un escritor de cierta fama, venido a menos, y que me había instalado allí para escribir una nueva novela, que se me resistía, cuya historia se desarrollaría en la Costa Brava. Cuando le preguntó si sabía el motivo de mi interés por su actividad vespertina, mi vecino, contertulio, compañero de juegos de naipes, socio del club náutico y bocazas, le dijo que simplemente yo no entendía cómo alguien podía dedicarse a buscar y apropiarse de bienes ajenos extraviados ni qué beneficio económico podía obtener de ello.
―Al principio sólo lo hacía para entrenarme, antes de pasar a la verdadera acción. Luego seguí haciéndolo por distracción y curiosidad. Encontraba y coleccionaba los objetos más variopintos que se pueda imaginar: encendedores, monedas extranjeras, cuchillas de afeitar (¡algunas extranjeras se depilan las piernas en la playa!), anillos, pendientes, pinzas para el pelo, pastilleros y cosas por el estilo (¡una vez hasta encontré un DIU!). Pero después de los afortunados hallazgos, en lugar de abandonar tan estéril búsqueda, no tuve más remedio, por el motivo que antes le comenté, que seguir con mi rutina diaria como tapadera. Pero ya estoy cansado, ya no tengo edad para seguir con este jueguecito y lo que quiero es retirarme definitivamente. Con el dinero que he acumulado puedo permitirme una vida de lujos hasta el final de mis días y, aún así, me sobrará. Pero antes de desaparecer del mapa, me gustaría traspasarle a alguien mis últimos descubrimientos. Lo que yo he encontrado hasta ahora no es nada comparado con lo que sigue ahí, frente a nuestras narices, sin que nadie haya reparado en ello. Sería injusto llevarme el secreto a la tumba, pues no tengo hijos ni familia que merezca tal herencia, y que nadie saque provecho de esos tesoros inexplorados. Tampoco quiero favorecer al erario municipal, estatal ni a los más insignes museos. ¿No dicen que el campo es para quien lo trabaja? Pues los tesoros tienen que ser para quien los encuentra.
Y tras unos instantes de vacilación, añadió, para mi sorpresa:
―Se me antoja que usted podría ser la persona idónea para hacerse cargo de esta herencia. ¿Tiene una barca? ¿Sabe usted bucear?
*
De eso han pasado ya tres años. Sigo viviendo en el mismo lugar y frente a la misma playa. Llevo una vida aparentemente anodina. Ahora sólo voy al club náutico para amarrar mi barca. No quiero que mi vecino, ex contertulio y todo lo demás me interrogue y se inmiscuya en mi vida privada, pues me consta que nadie entiende qué hace, un escritor como yo, todas las tardes de verano, buscando objetos perdidos en la playa. Ahora soy yo quien tiene a un observador que no me quita la vista de encima: un joven volador de cometas a quien no había visto antes. Tenía razón Pedro ―a quien le he perdido la pista― cuando me dijo que esto resulta una tapadera perfecta para mi verdadera actividad. Fue muy generoso conmigo al cederme el testigo de sus conocimientos. Él ya no quería más dinero. Yo sí.
No llegué a escribir la novela que me había propuesto concebir al llegar aquí. Algún día escribiré mis memorias y en ellas contaré cómo conocí a un viejo buscador de tesoros. A quienes me preguntan por él, les digo que falleció en la más amarga pobreza y que yo he ocupado su lugar como buscador de objetos perdidos, como pasatiempo en mis horas muertas, hasta que la inspiración me permita volver a mi antigua faceta de escritor.
No sabía que hubieran naufragado tantos galeones, fragatas y bergantines en las costas catalanas ni que existieran tantos pecios rebosantes de riquezas por descubrir. Si los caza-tesoros se enteraran, se me acabaría el “negocio”.
Todavía soy relativamente joven pero, cuando haya llenado mis arcas hasta el punto de haber vaciado mi ambición, cederé el puesto a otro que lo merezca. Quizá ese joven volador de cometas que no me quita la vista de encima sea un buen candidato.