viernes, 26 de octubre de 2018

Amnesia



Su mirada amable, sus ojos claros y su sonrisa fue lo primero que vi al despertar. Era su forma de darme la bienvenida a este mundo. Ha vuelto usted a nacer, me dijo. Yo no recordaba nada. Amnesia retrógrada, la llamó. No sabía dónde estaba ni por qué. Es normal, es cuestión de días, añadió. Me pronosticó una rápida recuperación. Solo debía tener paciencia. Dicho esto, giró sobre sus talones, con aire militar, y se marchó dejándome solo entre estas cuatro paredes. Hoy se cumple una semana.

En este tiempo he recibido muy pocas visitas. Todas con palabras de ánimo y consuelo, pronunciadas en voz baja, como si no se atrevieran a levantar la voz para no oír lo falsas que sonaban. Me daba la impresión de que todos callaban algo. Su mirada de aprensión les delataba.

Por mucho que me esforzaba, no lograba reconocer a nadie y eso les contrariaba. Lo notaba a pesar de que intentaban disimularlo. Una mujer joven y muy atractiva dijo ser mi exmujer. Pegados a su lado, dos niños, su viva imagen, me observaban con ojos como platos, no sabría decir si por el temor o la incredulidad que sentían ante alguien que decía no saber quiénes eran. Dos perfectos extraños. Igual que ella.

─Hola ─fue todo lo que salió de mi boca.
─Hola ─respondieron al unísono con un hilillo de voz.
─Venga, dadle un beso a vuestro padre ─les animó ella, pero no se movieron de donde estaban, algo que, en cierto modo, agradecí.

Pero sus ojos me decían algo, parecían reclamar un cariño que no era capaz de darles. ¿Cómo no podía recordarles? Tenía que recuperar la memoria.

Cuando se marcharon me sentí más solo que nunca.

Nadie quería decirme qué me había ocurrido para haber estado en coma, solo que sufrí un desgraciado accidente. Los detalles no importan ahora, debe relajarse y dejar que la naturaleza haga su trabajo, afirmaban.

Los primeros días, tras recuperar la consciencia, estuve en un continuo estado de duermevela, creo que por los calmantes. Al menos no sentía dolor. En realidad, no sentía nada. Apenas podía moverme. Las piernas no respondían a ningún estímulo.

El médico por fin se decidió a darme la mala noticia. Finalmente se sinceró conmigo. Probablemente no volveré a andar. Tengo seriamente dañada la médula espinal a nivel de la octava vértebra dorsal. Punto y final.

Al poco volvió quien dice ser mi exmujer. Seguía sin recordar nada de mi vida con ella, ni la boda ni el divorcio. En esta ocasión vino sola. Debieron haberle dado la noticia. Me miraba con expresión compungida pero extrañamente serena, dadas las circunstancias. Pregunté por los niños. Solo me dijo que estaban bien y que me extrañaban. Sentí, inexplicablemente, una punzada de ternura por unos niños a los que no recordaba. ¿Algún día lo haría?, me pregunté.

Ayer empecé, por fin, a tener algunos recuerdos, fogonazos, imágenes inconexas, aunque no logré reconstruir el rompecabezas. Retazos de imágenes y sensaciones se mezclaban en un espeso e inexpugnable galimatías. Recuerdo gritos, dolor, sangre, mucha sangre, un coche, ¡un coche! Eso es, tuve un accidente de automóvil. Pero ¿por qué no me lo decían abiertamente? Si choqué contra otro vehículo, ¿qué habrá sido de sus ocupantes? Si atropellé a alguien, ¿qué fue de él? Quizá hayan resultado malheridos como yo o quizá hayan fallecido. Debe ser eso. Yo me he salvado y él, ella o ellos han perecido en el accidente, pensé. Pero, de ser así, se habría presentado la policía. Claro que en mi estado no deben considerarlo prudente o bien lo tienen momentáneamente prohibido. Todo incertidumbre.

Esta tarde se lo he preguntado nuevamente a mi médico, pero no ha querido soltar prenda con la excusa de que debo descansar y relajarme. Que es lo mejor para que vaya recuperando la memoria. Que sea yo mismo quien recuerde lo sucedido. Que no hay prisa. Pero no puedo esperar. Cuando vuelva mi exmujer, si es que vuelve, se lo preguntaré. Ella debe saberlo. No veo por qué tanto secretismo.

El médico tenía razón. La naturaleza hace su trabajo, aunque de una forma un tanto extraña. Esta noche he tenido un sueño muy revelador. Creo que empiezo a estar en condiciones para ordenar las piezas del puzle. Nada sucedió como sospechaba. No tuve un accidente. Alguien quiso asesinarme. Le he visto la cara. Me resulta familiar pero no logro recordar quién es. Hubo una fuerte discusión, gritos, un forcejeo, una pistola, sangre, mucha sangre.

Sigue el mutismo de todos los que me rodean. Nadie quiere decirme nada. Debo esperar, me dicen, pero esperar ¿a qué? ¿A que me vuelva loco?

Hoy ha vuelto mi exmujer. Ni siquiera ella ha querido desvelarme lo sucedido y sé que lo sabe. Cuando le me mencionado mi sueño, no ha podido evitar un rictus de amargura. Todo resulta muy extraño.

Una vez de nuevo a solas, he pedido que me administraran un tranquilizante. No podía soportar esta tensión. Me han dado un ansiolítico. Me he sentido mucho mejor, más lúcido. En la relajante penumbra y quietud de la habitación, he podido vislumbrar, con mayor claridad, lo ocurrido. Debo haberme dormido o quizá ha sido el efecto de la sedación. He visto de nuevo un coche. He visto el mismo hombre. Su cara me sigue resultando familiar. En mi ensoñación me insultaba, pero no podía entender lo que me decía. Estaba claro que me odiaba. Me amenazaba. He vuelto a ver un arma de fuego, había un disparo, no, dos. Mi ropa estaba manchada de sangre. Sentía angustia, pero no dolor. Veía su cara de sorpresa, de estupor. El coche se movía. Mis manos estaban al volante. Debía estar dentro de él. Me he visto cayendo al vacío, estampándome contra unas rocas. Y luego oscuridad. ¡Oh Dios mío! Alguien quiso matarme. Me disparó y me despeñó por un barranco. Pero ¿quién? ¿Quién es ese individuo que me viene una y otra vez a la memoria? ¿Y si vuelve a por mí al saber que sigo con vida? Pero si me disparó, ¿por qué no tengo ninguna herida de bala?

Cuando vuelva mi médico le contaré todo lo que he recordado. No tendrá más remedio que decirme la verdad. Si no, seré yo quien pida hablar con la policía.

Oigo pasos en el pasillo. Debe ser él. Me incorporo para que vea que estoy despierto. Se abre la puerta. Son dos desconocidos. Se paran a los pies de la cama y me escrutan de forma amenazante. No dicen nada. A continuación, aparece mi médico, que se mantiene unos pasos por detrás de esos dos que, al unísono, como si fueran unos autómatas, introducen una mano en el bolsillo izquierdo interior de su americana y extraen algo que no logro ver con claridad. Acciono el mando de la luz y veo que lo que sostienen en sus manos es una credencial de policía. Se presentan como agentes de la brigada de homicidios. Suspiro aliviado. Por fin se aclarará la verdad. El que parece mayor toma la palabra. Lo que me dice trastoca todas mis suposiciones. Mientras escucho lo que me cuenta, siento que preferiría no haber sobrevivido.

─Se le acusa de haber asesinado a Jaime Alcázar Sanjuán.
─¿Quién? ─he dicho, intentando ponerle cara a ese nombre que, de pronto, me ha resultado familiar.
 ─Venga hombre, ya sabe a quién me refiero, el marido de su exmujer. Le disparó dos tiros a bocajarro, para luego despeñar su vehículo por el talud frente al que lo tenía estacionado. Con lo que usted no contaba es que uno de los faldones de su pelliza quedaría fortuitamente atrapado al cerrar la puerta, arrastrándole hasta el fondo del barranco. Las pruebas son concluyentes. Cuando le hemos hallado todavía tenía la pistola en su mano, el pedazo de tela hallado en la puerta del vehículo coincide con el que le faltaba a su pelliza desgarrada, sus huellas dactilares y sus pisadas estaban por todas partes, el coche de su propiedad apareció camuflado a unos cincuenta metros del lugar. Aunque su exmujer dijo no haberle reconocido, para rematar la evidencia de su autoría tenemos a un testigo anónimo que nos ha facilitado unas fotografías de su execrable acto. Queda usted, por lo tanto, detenido a la espera del alta hospitalaria y …”

Llegado a este punto, he desconectado. Ahora entiendo su cara de circunstancias, su expresión equívoca. Ahora lo recuerdo todo.


─Tranquilo, todo saldrá bien. Solo debes procurar que no te vea. Nos sigues a una distancia prudencial.
─¿Y cómo lo haré si vais juntos?
─Por el camino encontraremos alguna zona de descanso, de esas con vistas panorámicas donde la gente se detiene para hacer fotografías. Cuando veas que pone el intermitente, te arrimas a la cuneta, ocultas el coche y te acercas andando como si nada.
─A ti te parece todo fácil. En cuanto me vea, sospechará.
─No te reconocerá. Ponte esa pelliza que tanto te gusta. Te tomará por un excursionista. Todo tiene que resultar natural. Una vez te hayas abalanzado sobre él, será pan comido. Con lo gordo y mayor que está no podrá resistirse.
─¿Y a la policía no le resultará extraño que alguien atraque a unos viajeros como si de un bandolero de Sierra Morena se tratara?
─Encuentras pegas a todo, joder. Tú déjame a mí. Ya me inventaré una historia creíble. Alguien nos venía siguiendo desde el hotel. Seguramente pensó que, por el coche de alta gama, su propietario estaba forrado, que llevaría mucha pasta encima. ¿No ves que hay delincuentes por todas partes?


Llevábamos tiempo planeándolo. Lo teníamos todo calculado. El divorcio, la seducción, sus segundas nupcias, la fortuna, el testamento, él muerto y ella viuda millonaria, la reconciliación. Pero no tengo pruebas. Ellos dos de viaje por los Pirineos. Yo al acecho, a la espera del lugar y momento adecuados. Él dentro del coche, ella tomando fotografías del paisaje. El cara a cara, la trifulca y todo lo demás. Ella con la cámara en las manos. El coche cayendo por el precipicio y yo con él. Nadie me creerá. ¿Qué puedo hacer? Tenemos dos hijos. Debería pensar en ellos. Debo sacrificarme. Yo acabaré en la cárcel y en silla de ruedas, y ella nadando en la abundancia. ¡Maldita pelliza!

De pronto todo ha empezado a dar vueltas a mi alrededor. Ojalá no hubiera despertado del coma. Ojalá no hubiera recuperado la memoria. Ha sido entonces cuando la he visto, junto a la puerta, ocultándose detrás del médico, mirándome con cara de fingido pesar. Ha sido la última en abandonar la habitación. Por toda despedida, solo ha pronunciado dos palabras: “lo siento”. Me ha parecido ver en sus labios una sonrisa de satisfacción.

Ojalá pudiera recuperar la paz que sentí ante aquella mirada amable, aquellos ojos claros y aquella sonrisa que vi al despertar.



viernes, 19 de octubre de 2018

La rueda del infortunio



Anna no ha podido conciliar el sueño en toda la noche. Solo con pensar que, como cada día, verá a Bernardo siente escalofríos. Es una sensación tan emocionante que no puede dejar la mente en blanco. Le ve poco en la oficina, pues trabajan en distintos departamentos, pero esos escasos momentos son más que suficientes para satisfacer la necesidad de tenerlo cerca. Los espera con ansia. Nunca le había ocurrido nada igual. Jamás se había enamorado de ese modo. Bernardo es, sin lugar a dudas, el hombre de su vida. Solo falta que él se dé cuenta de ello y le corresponda. Es cuestión de tiempo.

Bernardo llega a la oficina muy temprano. Hoy necesita salir un poco antes de lo que últimamente ya se ha convertido en algo habitual. Si logra liquidar todo el trabajo pendiente a tiempo, podrá salir a las cinco en punto, y así coincidir con Carlota. Tiene que decírselo como sea. Allí, en la oficina, no se atreve. No quiere dar pábulo a murmuraciones, pues no está bien visto que haya una relación sentimental entre dos compañeros de trabajo. Pero no puede evitar lo que siente por ella. Será hoy o nunca.

Carlota se siente cada vez más intranquila. Le da la impresión de que Dionisio pasa de ella. Cuando coinciden, la saluda muy amablemente, pero no sabe hasta qué punto solo es por cortesía. Quizá es que es simpático, nada más. ¿Cómo puede ser que los hombres sean tan poco perceptivos? ¿Acaso no se percata de cómo le mira, de cómo le habla, de cómo le sonríe? Últimamente, además, le nota muy extraño. Quizá sí que siente lo mismo por ella y lo que ocurre es que no se atreve a dar el paso. Quizá es la timidez lo que se lo impide. Pues si él no se decide, lo hará ella. Esperará a la salida para abordarlo. Así, sin contemplaciones. Es una mujer liberada, sin prejuicios y que sabe lo que quiere.

Dionisio está más nervioso que nunca. Hace días que duda, pero de hoy no pasa. Cuando vea a Anna, le dirá que necesita hablar con ella. Seguro que enseguida adivinará lo que desea decirle, pues es evidente que le gusta. Cuando coinciden en la máquina de café responde de forma especialmente simpática a sus bromas y comentarios, por tontos que sean. Y es que es solo verla y temblarle las piernas y las cuerdas vocales. Siempre que se enamora se vuelve idiota. Pero ella le escucha y, por su lenguaje corporal, adivina que no le resulta indiferente. Hoy, a la cinco, cuando vea que se marcha, la seguirá y, si es necesario, la abordará en plena calle.



A las cinco en punto, la máquina de fichar echa humo. La cola de empleados que desean alcanzar la salida es larga. Hay unos cuantos que se muestran especialmente inquietos. Parece que tienen prisa por marcharse a casa, cosa que no resulta extraña siendo viernes.

Al poco, en la calle, a los pies del edificio de oficinas, se reúnen unos cuantos empleados. Unos aprovechan para fumar un cigarrillo, otros se despiden comentando lo que harán el fin de semana. Hay cuatro que parecen dubitativos. Quieren marcharse, pero, a la vez, se muestran reacios a hacerlo. Parece como si tuvieran algo importante que hacer antes de abandonar el lugar, pero no acaban de decidirse. Son Anna, Bernardo, Carlota y Dionisio. Deambulan por la acera como animales enjaulados, o quizá en celo. Se observan, pero nadie dice nada. Hasta que, por fin, uno de ellos toma una decisión. Es Carlota quien da el primer paso y todos la imitan de inmediato. En cuestión de segundos se forma un corrillo, un batiburrillo de frases aparentemente inconexas, dichas al azar. Pero no, todo tiene su lógica, aunque ellos todavía no se han percatado del entuerto.

Carlota le habla a Dionisio, pero este se dirige a Anna, mientras esta se lo confiesa todo a Bernardo, quien solo quiere que Carlota le escuche. Ese aparente corrillo de compañeros se convierte en cuestión de segundos en algo parecido a la rueda del infortunio. ¿Seguirán, después de esto, siendo amigos?