El único momento agradable de
mi jornada laboral era el instante de descanso que aprovechaba para tomarme un
café a solas. Esos minutos de intimidad eran como el aire que necesitaba para vivir
y, de paso, abstraerme de todo cuanto me rodeaba. Pero la cantina, lugar de encuentro
y cháchara para los empleados de la empresa, solía estar muy concurrida hasta
el mediodía. Por tal motivo, por la mañana me tenía que conformar con tomarme una
barrita energética en mi puesto de trabajo y un café, a toda prisa, en una diminuta
salita que llamaban Office, un
reducto sin la menor privacidad, a la vista de todo el mundo. Por la tarde, en
cambio, nadie frecuentaba la cantina. Esperaba, pues, hasta pasadas las cinco, cuando
la mayoría del personal había abandonado ya su puesto de trabajo, para disfrutar
del esperado descanso a solas, con mi tercer café del día ─el primero me lo tomaba
antes de salir de casa─ y con mis pensamientos.
Habréis colegido que soy ─o
por lo menos era─ una persona solitaria. Hay quien, incluso, me catalogaría de
insociable. Yo más bien definiría mi conducta como “aislacionista”. Simplemente
necesitaba estar solo. Pero no siempre había sido así. Mi carácter cambió
drásticamente cuando Elena me dejó después de más de diez años de convivencia.
Desde entonces no toleraba la compañía de nadie, y menos la de las mujeres. Apenas
hacía vida social y en el trabajo me relacionaba lo justo y necesario con mis
compañeros. Durante mucho tiempo nadie en la empresa sabía que acudía todas las
tardes a la cantina para refugiarme en mi soledad y revivir mentalmente la
felicidad perdida. Hasta que Alicia me descubrió.
Alicia era, por aquel
entonces, la nueva secretaria de dirección. Llevaba en la empresa dos o tres
meses. Parecía tener muchas cualidades, pero su físico no era precisamente una
de ellas. No solo era ─digámoslo claramente─ muy fea, resultaba desagradable, y
nada en su aspecto (la mirada, la sonrisa, la voz, el talle, etcétera) atenuaba
esa impresión. Su forzada simpatía no lograba cambiar la opinión que todos
tenían de ella. No hay nada peor que la impostura. Intentaba caer bien a todo
el mundo, pero hasta yo, que me mantenía al margen de lo que ocurría a mi
alrededor, me daba perfecta cuenta de que los empleados del sexo masculino de
su edad y condición ─es decir, solteros─, la rehuían. A sus treinta y cinco
años seguía soltera y sin compromiso. Las malas lenguas, esas a las que uno presta
atención muy a su pesar, decían que nunca había tenido novio. ¿Cómo podían
saberlo? No creo que la chica fuera por ahí pregonándolo.
Al principio llegué a sentir
pena por ella y reprobaba la conducta y los prejuicios del personal,
incluyéndome a mí. Hasta que tuve ocasión de tratarla.
Cuando la ficharon pensé que
como secretaria debía ser excepcional porque el “gran jefe” era un machista
redomado que siempre había preferido a las secretarias buenas que a las buenas
secretarias. Poco después supe que era una sobrina de su esposa y que esta
había obrado como bienhechora, recomendándola “efusivamente” a su querido
esposo. Después de eso, su antecesora en el cargo, conocida por todos como “la
Miss Mundo” pasó a desempeñar el honroso papel de fotocopiadora humana.
Pero volviendo a Alicia, al margen
de su capacidad y aptitudes laborales, era, por decirlo de un modo coloquial,
una plasta. Siendo, pues, fea y plasta, difícil lo tenía. Buscaba novio
desesperada e indisimuladamente. Tras su sonrisa, que no tenía nada de
angelical y mucho menos de sensual, emergía una persona arrolladora e
irresistible. En otras palabras, para que me entendáis mejor: avasalladora e
insoportable. Otro motivo para que todos la rehuyeran. Cuando te pillaba, no te
podías zafar fácilmente. De ahí que cuando me descubrió en la cantina, solo,
con mi vaso de café humeante y mis pensamientos recurrentes sobre lo que fue y
no pudo ser, quise desaparecer. Mis momentos dedicados al libre albedrío y
solaz mental se fueron, desde entonces, al garete.
Pero eso no fue lo peor. ¿Hay
algo peor a que alguien a quien no soportas decida hacerte compañía en tu
momento más preciado del día?, os preguntaréis. Pues sí, os respondo. Lo peor
de todo fue que Alicia se encaprichó de mí, tal como lo leéis. Desde aquella
tarde, la cantina pasó de ser mi refugio a convertirse en mi infierno
particular. Parecía que estaba esperando a que todo el mundo se marchara a
casa, empezando por nuestro jefe en común ─que, contrariamente a lo que la
mayoría podría pensar, era de los primeros en abandonar el barco─, para “acercarse”,
como ella solía decir, por la cantina para hacerme compañía y tomar juntos un
café.
No supe qué pudo ver en mí,
con lo solitario y huraño que era, hasta que me lo refirió sin paliativos (qué
mal rato pasé, Dios) y sin que le hubiera dado pie a ello. Le gustaban los
hombres maduros (yo le llevaba quince años de ventaja), cultos, serios y
responsables, no como esos yuppies inmaduros y engreídos que la rodeaban. Yo
era atento, educado y sin duda detallista. Solo había que ver mi forma de
tratar a la gente y de estar pendiente de todo hasta el mínimo detalle (lo que
ella ignoraba era que mi detallismo se debe, en realidad, a un perfeccionismo
casi patológico).
Nunca imaginé que me había
observado hasta el punto de describirme con ese detalle. De todos modos, creo
que exageraba y lo que pretendía era halagarme y, de rebote, conseguir que me
sintiera agradecido con tanta lisonja. Y ya se sabe que, a veces, del
agradecimiento a algo más profundo hay un pequeño trecho.
Cuántas veces, desde muy
joven, había sufrido por amor. Cuántas veces me había sentido profundamente dolido
por el desdén de una chica o de una mujer. Qué mal se pasa cuando alguien de
quien te has enamorado no te corresponde. Pero nunca hubiera imaginado que a la
inversa también se padece, aunque de otro modo. Jamás pensé que ser deseado por
alguien a quien no quieres ni podrás querer pudiera ser algo tan
indescriptiblemente agobiante. Intentaba ser amable con ella y quitármela de
encima de la forma más cortés posible, pero todo era inútil. Era como una lapa.
Y cuanto más la evitaba, más se hacía la encontradiza. Y esa conducta abandonó
el ambiente laboral para pasar a la calle y a mi vida privada. Me la encontraba
por todas partes, me llamaba a casa. Su comportamiento trascendió lo privado
para hacerse público, pues todo el personal de la empresa estaba al corriente
de lo que ocurría entre los dos. O eso creían. A las mujeres les hacía gracia
verme tan atribulado y los hombres se sintieron aliviados por no ser ellos el
objeto del deseo de Alicia. Creo que todos, a su manera, disfrutaban con ello porque
era una forma de vengarse de mi aislamiento social. ¿No quieres caldo?, pues
toma dos tazas, o tres.
Llegué a sentirme acosado.
Pasé de sentir lástima por ella a odiarla. Incluso a temerla. Cada vez que le
contestaba con una negativa a sus proposiciones, reaccionaba más airadamente.
Era como una afrenta para ella. La última vez que rehusé, con una más de mis inagotables
excusas, su propuesta de cenar en su casa para que probara un estofado de no-sé-qué,
con el que me chuparía los dedos, reaccionó de una forma tan violenta que me
asustó. Percibí odio en su mirada y en el rictus atroz de sus labios. No
exagero un ápice si digo que me pareció tener ante mí al mismísimo diablo.
Todavía resuenan en mis oídos
las carcajadas del “gran jefe”, o debería decir del “gran cretino”, cuando se
lo confesé, buscando en él empatía y consejo. Que cómo podía decir aquellas
estupideces. “Pobre Alicia, con lo buena chica que es”. Que, en todo caso, ya
puestos a decir las verdades, era yo el raro. “Para que lo sepas. Que no te
relacionas con nadie, que me lo han contado. Total, porque tu mujer te dejó por
otro. ¿Y qué? Hay muchos casos en los que, después de años de casados, uno descubre
que su pareja ha dejado de quererle. Hay que joderse. Pero la vida sigue,
hombre. Que ya eres mayorcito para estar lloriqueando por los rincones. Sí, sí,
que también me han dicho que te refugias en la cantina todas las tardes para
tomarte un café a solas y lamerte las heridas. ¿Qué quién me lo ha dicho? Eso
no te lo puedo decir, pero por lo que veo es cierto. Quien calla otorga. Pues
espabila y empieza una nueva vida. Y Alicia, ¿qué quieres que te diga? Ya sé
que no es… muy…, que no es gran cosa, pero oye… esto, que es muy lista, incluso
diría que inteligente. Y es joven, carne tierna, ja, ja, ja.”
Salí de su despacho cabizbajo
y cariacontecido, pero en aquel preciso instante comprendí que aquel gilipollas
tenía razón. Tenía que empezar de nuevo, pero no sería trabajando allí.
Buscaría otro trabajo. Comprendí también que no sería tarea fácil librarme de
Alicia. No la vería en la oficina, pero sabía mi número de teléfono y dónde
vivía. Ser la secretaria de dirección da para eso y mucho más. Era capaz de
enviarme, yo qué sé, un paquete bomba o venir a pegarme un tiro. Así estaba yo
de desquiciado como para llegar a pensar en esas terribles ─o ridículas─
posibilidades. Pero estaba decidido a cambiar de empresa y, de paso, de
vivienda.
Entretanto, no tenía a quién
recurrir para desahogarme. Aquellos con los que podía hacerlo, hacía tiempo que
se habían cansado de mi melancolía crónica, como llegaron a llamar a mi estado
de ánimo. Decían que les contagiaba mi aflicción. Fueron distanciándose poco a
poco, como si quisieran alejarse de un apestado. Quizá tuvieran razón y la
tristeza es contagiosa. Pero ¿qué queréis? No podía olvidar a Elena. Y aunque a
otros les parezca que dos años es tiempo mas que suficiente para superar su abandono,
yo no lo había logrado y no sabía si lo lograría algún día.
Tuve, por lo tanto, que pasar
ese suplicio a solas. Lo primero que hice fue buscar urgentemente un nuevo
empleo, pero la situación del mercado laboral no era muy halagüeña y tampoco
estaba dispuesto a aceptar cualquier trabajo y mal remunerado. Tendría un poco
más de paciencia. Y si la cosa se ponía muy fea, tendría que armarme de valor y
hacer frente a mi acosadora a pecho descubierto.
******
De este modo discurrieron los
días, refugiándome todas las tardes en mi rincón favorito, sin más
contratiempos que el que pudiera provocarme la inoportuna y frecuente aparición
de mi acosadora. Opté por modificar mi costumbre horaria y fui retrasando
paulatinamente mi visita a la cantina. Pero ella parecía estar al acecho. Como
cada vez le resultaba más difícil abordarme en mi puesto de trabajo, ante las
miradas inquisitivas y burlonas, y algún que otro comentario jocoso, de los
compañeros, la cantina se convirtió en su territorio de acoso y derribo. Estuve
a punto de prescindir de mi “retiro espiritual” como ella lo llamaba
irónicamente, pero no quise doblegarme ante su persecución. ¡¿Quién se había
creído que era?! No iba a dejarme avasallar. Estaba harto de ser el hazmerreír
de la empresa. Tenía que reaccionar y acabar con ello de una vez por todas,
fuese como fuese. Pero del dicho al hecho…
Esa maldita situación se
estaba prolongando demasiado y no aparecía ningún cambio de trabajo en el
horizonte. ¿Y si, entretanto, a esa demente se le cruzaban todavía más los
cables e iba a por mí al estilo Atracción Fatal? Mi cabeza daba vueltas y más
vueltas. Me sentía trastornado. Creí que acabaría loco. Pero de todo lo que pensé
que podía ocurrirme, nunca hubiera imaginado que sería la máquina de café, mi compañera
vespertina, la que intentaría ayudarme.
Fue un viernes. Como tenía que
finiquitar un informe que debía presentar el lunes a primera hora, tuve que
hacer horas extras, más de las que ya solía realizar. Terminé mi trabajo a eso
de las ocho. No quedaba nadie en la empresa, excepto el vigilante jurado. Al
menos eso creía. No había señales de la presencia de la maldita Alicia. Aproveché
que era más tarde de lo habitual, para tomarme un café en la más absoluta
soledad. Me sentía cansado y necesitaba un estimulante antes de ponerme al
volante y tragarme la caravana que me esperaba de camino a casa.
La sala estaba a oscuras. Abrí
la luz. Todo estaba igual que siempre pero limpio. Ni un papel, ni un vaso
abandonado, ni una cucharilla de plástico en el suelo, nada. Las señoras de la
limpieza habían hecho su trabajo. El suelo resplandecía y la máquina también.
Solo su ronroneo rompía el silencio sepulcral en toda la planta. Por lo demás,
todo estaba en calma. Hasta que oí un taconeo. Su taconeo. Al principio,
lejano, pero que iba acercándose poco a poco. Hoy no, pensé. No lo soportaré.
Que se vaya, por favor. Que desaparezca. Me tapé los oídos, pero ese sonido
inconfundible taladraba mis tímpanos. Sentí una mezcla de rabia y de pavor.
Tenía que escapar, pero ¿por dónde? La cantina era un recinto cerrado, sin más
puertas ni ventanas.
Estaba clavado frente a la
máquina de café, a punto de introducir la moneda antes de hacer la selección.
Me sujeté con fuerza a ella, como si de este modo pudiera recobrar fuerzas.
Ojalá pudiera evaporarme, pensé. Nunca había deseado algo tan estúpido con
tanto ahínco. Miré a la máquina como se mira a quien puede sacarte del agua
antes de ahogarte. De pronto noté que algo era distinto y no sabía qué. Hasta
que me di cuenta. El característico olor a café que siempre despedía e invadía
la estancia se había esfumado y eso no se logra a base de limpieza.
Cuando volví a mirar la
máquina de café con más detenimiento, me quedé sin habla. Donde debían estar
las seis teclas de selección del producto a dispensar, solo había dos, en las
que se leía: PASADO y FUTURO, respectivamente.
Abrí y cerré los ojos varias
veces pensando que el cansancio me jugaba una mala pasada y que todo era fruto
de un truco de mi cerebro, como diciéndome “vete a casa a descansar”. Pero no,
todo seguía tal como lo había visto. De hecho, la máquina parecía la de siempre
pero no lo era. Alguien me había querido gastar una broma. ¿Pero quién? ¿Y por
qué? Gastémosle una broma al tío ese rarito que siempre baja a tomar el café
cuando no hay nadie y se pasa todo el rato pensando y murmurando vete tú a
saber qué. Pero ¿cómo alguien podía haber cambiado una máquina por otra solo para
burlarse de mí? Ni siquiera Alicia podría hacer una cosa así. No tiene sentido,
me dije, a la vez que me percaté de que en el vano de la puerta aparecía la
silueta de mi perseguidora.
Volví a mirar la máquina como
si esperara que me echara un cable (lo único que una máquina puede echar, de
hecho). Me sentí como un niño ante uno de esos artilugios de feria, que con una
moneda te vaticina el futuro. ¿Qué me depararía el futuro? ¿Quién no ha querido
viajar en el tiempo? El caso es que aquellas teclas seguían allí y parecían
retarme a que me decidiera: ¿pasado o futuro? ¿No quieres escapar? Pues elige
de una vez. Debieron pasar tan solo unos segundos que se me hicieron eternos. Entonces
sentí cómo la mano de Alicia se posaba, como una garra, en uno de mis hombros y
oí su odiosa voz diciéndome: “Así que estabas aquí y yo buscándote por todo el
edificio” Aquello no podía estar sucediendo. Tenía que ser una pesadilla. ¡Pero
parecía tan real! En aquel momento recordé que, cuando era niño, en más de una
ocasión sabía que estaba soñando y aprovechaba la irrealidad que me
proporcionaba ese sueño para hacer aquello que se me antojaba, aquello que me
estaba vedado en el mundo real y podía experimentar cualquier cosa extraña
porque no sentía miedo al saberme a salvo. Alicia seguía hablándome, cada vez
más furiosa porque no le hacía caso y eran ya sus dos brazos los que me
agarraban para obligarme a darme la vuelta. Yo me resistía y ella cada vez
tiraba y me zarandeaba con más fuerza, insultándome. Así que, desesperado y sin
pensarlo dos veces, pulsé con todas mis fuerzas la tecla del futuro, pensando que,
si aquello funcionaba, seguramente esa opción sería más prometedora que la de regresar
al pasado.
******
Clareaba. Unos finísimos rayos
de luz penetraban a través de las rendijas de la persiana. No sabía qué hora
era ni dónde estaba. Ni siquiera era capaz de recordar el día de la semana. Sábado,
tenía que ser sábado. De pronto recordé que la tarde anterior estuve en la cantina
y… ¿Qué había sucedido desde entonces? Un agujero en el tiempo. Había perdido
la memoria. Me dolía la cabeza. Debía de haber dormido mal. Busqué el
despertador a tientas. La mesilla de noche no estaba a mi alcance, ni el
interruptor de la luz. Me senté en la cama, alarmado. ¡¿Dónde estaba?!
Cuando mis ojos se
acostumbraron a la penumbra, puede vislumbrar algo del mobiliario. La mesilla
de noche estaba junto a la cama, pero no tenía la forma de siempre. La lámpara
no estaba sobre la mesilla sino fijada a la pared. No, no era la pared sino el
lateral de la cabecera de la cama. Pulsé el interruptor de la luz.
Era mi habitación, pero la
decoración había cambiado. La cama era distinta, mucho mayor. Parecía que estuviera en una
habitación de matrimonio. Miré a mi lado. La ropa de cama estaba revuelta, como
si alguien hubiera dormido en ella. Me incorporé. Hacía frío. Busqué a mi
alrededor alguna prenda para cubrirme. Nada. Abrí el armario. Allí había ropa
de hombre, pero no la reconocí como propia. Vi un horrible batín estilo quimono
que nunca antes había visto. Me lo puse y salí de la habitación. Estaba,
efectivamente, en mi piso, pero el mobiliario era distinto. No me atrevía a dar
un paso. Me paré en seco en medio del pasillo que daba al comedor. Entonces
recordé lo que había ocurrido la tarde anterior en la cantina. Seguía soñando.
Eso lo explicaba todo. Había viajado al futuro en sueños. Oí ruido en la
cocina. ¿Quién podía ser? ¿Qué me depararía mi subconsciente? Me apresuré tanto
como mis torpes piernas me lo permitieron. Antes de abrir la puerta de la
cocina, me detuve, respiré hondo y pregunté, no sin cierto reparo: ¿Hay alguien
ahí? Silencio. De pronto sentí temor. Temor a lo desconocido. Pero si estaba
soñando nada debía temer.
Abrí la puerta de golpe. Una
figura estaba de espaldas. Era una figura de mujer. Tenía la misma complexión
que Elena, pero no podía ser ella. Elena no podía estar en mi futuro, pertenecía
al pasado. Pero tenía su mismo color de pelo, castaño claro, casi rubio, y también
lucía aquel peinado tan corto ─a lo garçon,
como lo llamaban antaño─ que tanto me gustaba. Aun presintiendo mi error,
pronuncié su nombre: ¿Elena? La figura permaneció rígida, sin moverse un ápice.
¿Quién eres? ¡Mírame!, grité. Y entonces, lentamente, se dio la vuelta.
No era Elena, por supuesto. Al
principio no podía dar crédito a lo que veía. Esa sonrisa maliciosa, esa mirada
perversa, esa voz tan insoportable. “¡Alicia! Pero… ¿Qué haces aquí?”, casi tartamudeé.
Siempre recordaré sus
palabras, altas y claras: “¿Acaso esperabas deshacerte de mí? ¿De veras creías
que podías escaparte al futuro solo? Por cierto, ¿qué te parece mi nuevo look? Me he cortado y teñido el pelo
esta misma mañana. ¿No te gusta? Es como el de esa chica de la fotografía del
salón. He supuesto que es Elena, tu ex. Como estáis juntos y se os ve tan
embelesados…”
Ahora es Alicia quien ocupa mi
vida en este futuro que ha resultado ser fatídicamente real. La odio más que
nunca. Ella lo sabe y no le importa. Creo que incluso le divierte. Es
diabólica. Le he pedido el divorcio, claro, pero me ha amenazado con matarme si
la dejo. Dice que le pertenezco y así será para siempre. ¡Para siempre!
Me siento prisionero en este futuro
involuntario del que no sé cómo escapar. Cambio de trabajo con mucha frecuencia.
Me despido con cualquier pretexto. En realidad, busco una empresa que disponga
de cantina. Es lo que pregunto siempre al término de las entrevistas, como algo
colateral y anecdótico. Tengo que encontrar una máquina de café como aquella. Espero
pacientemente a que ocurra el milagro.