Era una mujer feliz. Había
hecho realidad mi sueño adolescente: casarme con Julio. Claro que entonces
todavía era una joven inmadura. A los quince años, creía que lo mejor que me
podía pasar era casarme con él, mi primer y único amor.
Era
simpático, cariñoso y romántico. Y de buena familia, lo único que supieron
valorar mis padres cuando vieron que salíamos juntos. Fue un amor de juventud
que acabó en el altar. Lo de pasar por la iglesia fue por imperativo de
nuestras respectivas familias. Si se hacía, se hacía bien. Nunca se nos habría
pasado por la cabeza contrariarles.
A
pesar de la reticencia de mis padres y los malos augurios de mi
abuela, que decía tener un sexto sentido para esas cosas, fui feliz ─y creo que
él también lo fue, por lo menos a su manera─ durante los primeros diez años de
matrimonio. Lo tenía todo. Dos criaturas preciosas, un marido espléndido,
atento y afectuoso. Solo me faltaba una cosa para sentirme completamente realizada:
un trabajo. Mientras los niños fueron pequeños, me dediqué exclusivamente a
ellos y a las labores de ama de casa pero, ya crecidos, decidí que quería estudiar
periodismo, algo que siempre me había atraído. A Julio le pareció una soberana tontería,
algo inútil, y no veía con buenos ojos que fuera a la Universidad. ¿Para qué? ¿Acaso
no estás bien cómo estás?, decía. Aquella fue nuestra primera discusión en diez
años. Siempre había sido una mujer sumisa y de las que dejan todas las
decisiones en manos de su marido. Para no contrariarlo demasiado, le propuse
estudiar desde casa y hacer un Grado de Comunicación a distancia por la UOC.
Tras mucho pensarlo, acabó aceptando, pues eso de no salir de casa era, según
él, una garantía para no desatender a nuestros hijos ni ciertas
responsabilidades domésticas que no se debían delegar en terceras personas.
Su actitud
me hizo despertar de un profundo sueño embriagador. Por primera vez en diez
años no había reparado en que mi marido era un machista cargado de prejuicios.
¿Cómo había podido pasar por alto algo tan evidente? De pronto, me pareció
haber crecido y convertido en mujer en cuestión de minutos. Con treinta años y
madre de una niña de ocho y de un niño de seis, acababa de tomar conciencia de
la esclavitud a la que Julio me había tenido sometida, aunque hubiera vivido en
una jaula dorada. De repente, pasaron frente a mí multitud de situaciones y
escenas que hasta entonces me habían parecido triviales, sin importancia,
propias de un marido escrupuloso, perfeccionista, que necesita tenerlo todo
bajo control, y que vela por el bienestar de su familia.
Pero,
como digo, fue su expresa autorización y las condiciones que impuso para que
pudiera estudiar periodismo lo que me hizo recapacitar y tomar conciencia de
quién era él en realidad y quién había sido yo hasta ese preciso instante. Y me
juré que, a partir de entonces, viviría de acuerdo a mis principios. En el
fondo, Julio era una buena persona que había sido educada en una familia de
mentalidad retrógrada. Solo esperaba que mi difunta abuela no tuviera razón con
sus malos augurios.
La
siguiente contrariedad fue la negativa a que utilizara su ordenador personal.
Alegó que era una patosa y que podía borrarle algunos archivos accidentalmente.
No discutí. Me compré un portátil, Mejor así. No habría interferencias y podría
usarlo sin pedirle permiso. Afortunadamente no puso reparos. No solo me pude conectar
a la web de la UOC, sino que también me bajé algunas aplicaciones y me di de
alta en varias redes sociales. Así podría matar el aburrimiento y dedicar el
poco tiempo libre a contactar con otros usuarios, posibles amistades, aunque
fueran virtuales. Por el largo camino de nuestra relación había perdido
prácticamente a todas mis escasas amigas y desde que empecé a salir con Julio,
los chicos se alejaban de mí. Solo podía ser para él. Entonces me pareció
normal.
Después
de casarnos, poco a poco dejamos de ir al pueblo con tanta frecuencia como al
principio; a mis padres les llamaba por teléfono y siempre aprovechando que
estaba sola en casa para no contrariar a Julio, pues parecía que le molestaba
que hablara con ellos con asiduidad. Siendo hija única, sé que me extrañaban
mucho y yo no entendía por qué Julio siempre ponía excusas para no ir a verlos.
En cambio, a los suyos los visitábamos muy a menudo. Decía que era porque
vivían más cerca.
Si
bien accedió a que estudiara, siempre que podía controlaba las páginas que
visitaba con mi ordenador, qué aplicaciones usaba y con quién chateaba. Llegó
un momento en que vi de forma diáfana que vivía con un maltratador. Temía que
algún día tuviéramos un grave altercado, pues no podía seguir tolerando su
intromisión en mi privacidad. Me di cuenta de que yo había experimentado lo
mismo que muchas mujeres maltratadas, que disculpan a sus maridos
porque, en el fondo, los quieren y no saben o no pueden pasar sin ellos. Por
fortuna, a diferencia de ellas, tomé conciencia de que aquella situación era
inaceptable y que, a pesar de mi inseguridad y mis miedos, sabía lo que quería
y no permitiría someterme nunca más a la voluntad y deseos de mi marido. Solo
temía una cosa: que los niños sufrieran las consecuencias.
Vivía
en un continuo desasosiego, pero, por el momento, habitaba en nuestro hogar una
relativa calma, o más bien debería decir una tensa calma. Y así siguieron las
cosas durante casi un año. Hasta aquel horrible hallazgo.
Ocurrió
como tantos otros descubrimientos de la vida: por casualidad. Buscando una cosa
encontré otra. Creo que a eso se le llama serendipia.
En uno
de los ejercicios de fin de curso, teníamos que elegir un tema que supusiera
una labor de investigación sobre algún asunto grave y de rabiosa actualidad. No
se me ocurrió nada mejor que dedicar ese trabajo a la violencia de género. Pero
os equivocáis si pensáis que Julio montó en cólera, sintiéndose aludido. En
absoluto. Su única reacción fue de burla condescendiente, ridiculizando y
banalizando esas situaciones tan dramáticas. Lógicamente me enfurecí, pero
acabé aparcando el tema de discusión. No ganaría nada y podía perder mucho. Tenía
mis planes. Si me esforzaba, podría sacarme el título con otros dos años de
intensa dedicación. Mis hijos tendrían once y nueve años y yo, con un título
bajo el brazo y, en caso necesario, la ayuda de mis padres, encontraría el modo de seguir adelante.
No necesitaría de su sustento y me procuraría un buen abogado por si se le
ocurría reclamar la custodia de los niños cuando le solicitara el divorcio. De
momento, debía tener paciencia. Pero tras aquel terrible descubrimiento, las
alarmas se dispararon y perdí el autocontrol.
Haciendo
acopio de información sobre los casos de violencia de género que había
terminado con la vida de hasta cuarenta y siete mujeres en un año, di con una
noticia que nada tenía que ver con ello. Se trataba del caso del “asesino del
Raval”, como los medios le habían bautizado, que había cometido durante los
últimos seis meses seis asesinatos de mujeres, todas ellas prostitutas. Solo había
una superviviente que pudo describirlo: su séptima y última víctima. De eso
hacía ya dos meses y el asesino no había vuelto a actuar, seguramente esperando
a que el tema se enfriara. La mujer, bajo los efectos de las drogas y del
alcohol, solo pudo alcanzar a ver algunos detalles de su fisonomía. Dijo que le
recordaba a Pablo Escobar, el narcotraficante del cartel de Medellín, pero a
quien se refería en realidad era al actor que había encarnado a ese personaje
en la serie de televisión Narcos. Un hombre más bien grueso, de cara
redondeada, pelo ondulado y bigote. Y llevaba unas gafas oscuras en el momento
del ataque. No resultaría fácil identificarlo, pues lo más probable era que la
vestimenta fuera una suerte de disfraz.
Iba a
pasar al asunto que me había tenido ocupada cuando vi su retrato robot. Era un
dibujo de muy buena calidad, pero no era más que eso, un dibujo. No pude evitar
mirarlo fijamente. Quienquiera que estuviera detrás de ese retrato, se había
llevado por delante a seis mujeres inocentes y a punto estuvo de matar a otra.
Tenía que acabar pagándolo caro, tarde o temprano. Y entonces me quedé
paralizada. Un escalofrío seguido de un temblor de piernas me dejó en estado de
conmoción. Esa cara me resultada familiar. Me la imaginé desprotegida. Sin
gafas de sol, sin bigote y sin esa mata de cabello desmadejado era Julio. La
redondez de sus facciones, sus labios carnosos, la nariz prominente y su ancha
frente eran sus señales de identidad. La chica afirmó que llevaba puesta una
sudadera de color gris con capucha, la cual se le había soltado con el
forcejeo, y unos pantalones vaqueros. Fue gracias a un viandante, quien oyó sus
gritos de auxilio, que salió ilesa, aunque malherida. Aquel solo pudo
corroborar la vestimenta del atacante y añadir que también calzaba unas
zapatillas deportivas de color blanco y con unas bandas rojas. Fue todo lo que
pudo ver en la oscuridad, mientras el agresor huía.
Quizá
estaba paranoica o quizá estuviera en lo cierto. ¿Cómo iba a ser Julio un
asesino en serie? Todavía no sé qué me movió a hacerlo, pero me puse a buscar,
frenéticamente, pruebas incriminatorias.
Quizá
su ordenador contuviera información inculpatoria, pero no conocía la contraseña
y no me vi capacitada para lograr descubrirla antes de que se bloqueara el
acceso, a diferencia de lo que ocurre en las películas, que siempre dan con
ella al tercer intento. Entonces caí en la cuenta de que el trastero era su
espacio intocable, donde tenía todos sus trastos, como los llamaba, y
herramientas. Yo no podía poner los pies allí, ni siquiera tenía la llave. Y
eso aumentó mis sospechas. Así pues, empecé por informarme en internet sobre
cómo preparar un molde, Cuando hube adquirido la masilla de porcelana necesaria
lo hice, siguiendo las instrucciones, con la llave que Julio guardaba
celosamente en su llavero y que le arrebaté aprovechando su siesta de los
domingos.
Acudí
al cerrajero del barrio para que me hiciera una copia a partir del molde. No hizo preguntas ni
puso reparos. Me conocía de otros encargos, y no sospechó nada. Le dije que
había perdido mi llave y no quería dejar a mi marido sin la suya mientras me
hacía la copia, pues suponía que no la tendría al instante. Y así fue. Tuve que
pasar a recogerla al cabo de dos días. Mientras tanto, me reconcomían los
nervios, los mismos que hicieron que me costara varios intentos lograr abrir la
maldita puerta. Disponía de, por lo menos, dos horas para buscar no sabía qué,
hasta que Julio despertara del profundo sueño inducido por el ansiolítico que
le puse en el vino, el mismo que yo tomaba por prescripción de mi médico desde
hacía algún tiempo.
Ya me
daba por vencida cuando, cansada, sudorosa y al borde de un ataque de nervios,
reparé en una caja, como la que usamos para guardar los adornos de Navidad, al
fondo del altillo del armario donde, por lo que vi, guardaba un batiburrillo de
enseres, desde trofeos del instituto hasta películas de VHS. La caja era
cuadrada y grande pero bastante liviana. Lo más probable era que contuviera
cualquier nadería, como una de sus colecciones de cromos de futbolistas o de
los coches en miniatura de cuando era niño. Pero al abrirla, una extraña
frialdad me invadió todo el cuerpo y mis manos empezaron a temblar. Estaba en
lo cierto. Aquella caja contenía una sudadera gris con capucha, unas deportivas
como las que había descrito el único testigo presencial, unas gafas de sol
envolventes, una peluca y un bigote postizo. ¿Qué hacer con todas esas pruebas?
Esperando que no las buscara por un tiempo, me las llevé y las guardé en el
maletero de mi coche. El lunes las llevaría a la comisaría de policía más
próxima.
Llegado
el momento, sin embargo, me entraron las dudas. ¿Y si cometía un terrible error
y existía alguna otra explicación? ¿Y si, aun siendo el asesino de aquellas
mujeres, no reunían las pruebas suficientes para inculparlo y, tras quedar en
libertad, se ensañaba conmigo como venganza? Incluso llegando a ser encarcelado
sin fianza, juzgado y hallado culpable, les privaría a mis hijos de su padre,
al que adoraban. ¿Debía entregarlo y hacer justicia? ¿No sería ello más bien una
venganza por su forma de tratarme, aunque nunca me hubiera puesto la mano
encima?
Ese
lunes no fui a la comisaría, ni al otro, ni al siguiente. Acabé devolviendo la
caja a su lugar, al fondo del altillo de aquel maldito armario. Pero decidí no
quitarle la vista de encima y contar las veces que Julio visitaba el trastero,
pues podría ser la antesala de un próximo ataque.
Si de
verdad era el responsable de tales atrocidades, ¿cuándo pudo haberlas cometido?
¿Cómo no se me había ocurrido antes? Así que volví a revisar caso por caso y
anotar las fechas en las que tuvieron lugar las agresiones. De esa pesquisa
resultó que cada ocasión coincidía con uno de sus viajes de negocios. Lo
recordaba perfectamente, pues no era habitual en mi marido ese tipo de viajes y
mucho menos que incluyeran un fin de semana. Todas esas agresiones se habían
producido un viernes o sábado por la noche. ¿A qué esperaba para denunciarlo?
Al margen de que fuera mi marido y el padre de mis hijos, no podía permitir que
un asesino violador anduviera suelto y pudiera seguir cometiendo esas barbaridades. Aunque su familia me considerase una traidora, les debía justicia
a todas esas chicas que habían perecido bajo sus garras.
Habían pasado casi tres meses desde el último incidente y, de pronto, Julio me anunció
otro de sus viajes inesperados. Esa vez se iba a Palma de Mallorca, según dijo,
donde su empresa celebraría la convención anual. ¿Sería cierto o uno más de sus
engaños? Resultó fácil descubrirlo. Llamé a su secretaria una mañana que sabía
que no estaría en la oficina, pues tenía una visita a un cliente muy importante
─era el tipo de cosas que le encantaba comentar─, y pregunté por él. Después de
que la joven me diera toda clase de explicaciones sobre su ausencia en esos
momentos, me las ingenié para sacar el tema a colación. “¿La convención anual?”,
preguntó, desconcertada, la joven. “Pero si jamás hemos tenido una convención”,
ni anual, ni semestral, ni nada de nada, añadió en tono jocoso. Me excusé
argumentando que debía de ser un error y que lo habría malinterpretado. Colgué
el teléfono rogando que no se le ocurriera comentarle a mi marido lo de la
convención fantasma. Se vería descubierto y ello podría acarrearme muy malas
consecuencias. Estás aterrorizada, me dije. No puedes seguir así. Toma ya una
decisión. Esto no puede continuar de este modo.
Al
cabo de una hora estaba en la comisaría con la caja del trastero en mis manos y
con la historia de la próxima convención en Palma de Mallorca entre mis
atolondradas explicaciones. Llegué a pensar que me tomarían por loca. Pero no.
Demostraron estar muy interesados. Aun así, en lugar de proceder, como
imaginaba, a su arresto, decidieron poner en marcha un plan. Introdujeron un
diminuto localizador en la sudadera. De este modo, podrían seguir todos sus movimientos
y atraparlo in fraganti. Así pues, devolví esos enseres a su lugar, a la
espera de que Julio decidiera volver al ataque.
Cuando
se despidió, con una maleta en una mano y un portafolios en la otra, tan guapo
y elegante, le di los dos besos de rigor y me sentí como Judas, sabiendo que
con mi delación lo entregaba y que pasaría muchos años entre rejas. Se lo tenía
merecido, pero aun así me parecía imposible que el hombre con el que había
convivido más de diez años fuera un violador y un asesino.
Tras
verle partir, me abalancé al trastero y pude comprobar que, efectivamente,
todos aquellos elementos de camuflaje no estaban en su caja. Se los había
llevado consigo para usarlos en su próxima cacería.
Al día
siguiente, por la mañana, supe que estaba detenido en comisaría acusado de
intento de violación. La chica a quien había intentado agredir sexualmente era
una de las agentes camufladas que, como cebo, llevaban varios días rondando por
la zona a la espera de la aparición del hombre más buscado durante el último
año.
Cuando
compareció ante el juez, se declaró inocente, alegando una serie de excusas de
lo más absurdas, como que llevaba una doble vida y que por la noche frecuentaba
los prostíbulos; que era adicto a la cocaína y que se proveía de ella en los
clubs de alterne, de ahí que anduviera por ese barrio; que para no ser
reconocido se servía de un atuendo de camuflaje, pero no el que yo había
hallado en el trastero, que no era suyo y nunca lo había visto y que,
probablemente, lo había colocado para inculparle y deshacerme de él, pues le
odiaba; que la chica que había identificado a su agresor debía estar tan
colocada que dijo lo primero que le vino a la cabeza; que el supuesto testigo
se equivocaba o debía estar pagado para prestar una declaración falsa; que si
las pruebas de ADN habían dado positivo era porque seguramente se había
acostado con esas prostitutas en más de una ocasión y le gustaba practicar el sexo duro; que la chica
policía que lo había detenido le había provocado ofreciéndole sus servicios de
forma tan lasciva que no pudo reprimirse, pero que él no había intentado
agredirla, solo “comprobar la mercancía”; que todo era una patraña para dar el
caso por cerrado aunque fuera a expensas de un inocente; y así toda una serie
de patrañas que no le sirvieron para evitar que se le imputaran las cinco
muertes con agresión sexual y los dos intentos de violación, con el agravante
de nocturnidad y alevosía.
Y
ahora pensaréis que la historia acaba aquí. Pues no. El juicio concluyó con una
sentencia a prisión permanente revisable, con lo que parecería que el caso había
llegado a su fin.
Sin
embargo, pasados seis meses desde que Julio entrara en prisión me enteré por
las noticias que habían hallado el cadáver de una adolescente en el barrio del
Raval, una joven rumana que ejercía la prostitución. El mismo modus
operandi. Fue violada, degollada y abandonada desangrándose. Una cámara
grabó la imagen de un individuo saliendo, apresurado, del callejón donde fue
hallado el cuerpo sin vida de la muchacha. Vestía una sudadera gris con
capucha, unos vaqueros y unas deportivas blancas con bandas rojas. No se le
veía bien la cara, pero al aumentar la imagen se pudo comprobar que llevaba
unas gafas oscuras y lucía un bigote. Quiero creer, y en eso coincide la
policía, que se trata de un imitador.
Julio
insiste, desde la cárcel, en su inocencia, pero yo no le creo. Ahora vivo
tranquila, pues me he librado de un maltratador. Estoy progresando en mis
estudios, acabo de solicitar el divorcio y hoy voy a una entrevista de trabajo
en una editorial. Me vendrá bien el dinero para costearme los estudios sin
necesidad de tocar nada de lo que percibo en concepto de manutención. Eso solo
es para los niños. Nada ni nadie perturbará mi nuevo futuro. A mis hijos les he
contado una mentira piadosa. Todavía son pequeños para digerir la verdad. No
han hecho preguntas. Algún día me las harán. Cuando les cuente la verdad, no sé
si me considerarán una traidora a su padre o pensarán que hice un acto de
justicia.
Espero
que el dispositivo policial en busca del “imitador del Raval” dé sus frutos y
acaben atrapándolo.
Hoy he
vuelto al trastero con la intención de deshacerme de las pruebas materiales incriminatorias
que me devolvió la policía al concluir el juicio. Las guardé en una bolsa
mientras no decidía qué hacer con ellas. Solo con verlas sentía una aprensión
incontenible. No quería conservarlas más tiempo como un horrible recuerdo del
monstruo con el que había vivido tantos años.
La
bolsa ha desaparecido. Alguien ha debido llevársela. Pero ¿quién y por qué? Los
niños no han podido ser, no tienen acceso a la llave y no sabían de la existencia de esa bolsa. La puerta del trastero no parece haber sido forzada. Si alguien ha entrado ha sido usando una llave. He buscado la original, de la que salió mi copia, y la he hallado entre las pertenencias que aún conservo de Julio.
Ahora
tengo más miedo que cuando vivía con él. Esta tarde iré a la comisaría. Pero
antes haré cambiar todas las cerraduras. Iré al mismo cerrajero que la vez
anterior. Es discreto y no hace preguntas. Parece un buen hombre.
*Imagen obtenida de internet