Al
terminar de leer aquella carta, levanté la vista y me encontré con la mirada de
angustia de la viuda de su autor y no pude más que sentir una terrible
aflicción y vergüenza. Aquella mujer parecía esperar una explicación que no
supe darle. Estaba tan aturdido que no sabía qué hacer ni qué decir. Todo me
parecía tan irreal…
Al
levantarme, las piernas apenas me sostenían. Le tendí, con manos temblorosas,
las hojas de papel. Sentía como si me quemaran.
─Quédeselas.
Usted sabrá mejor que yo qué hacer con ellas. Esto tendría que hacerse público.
Balbuceé
algo que incluso a mí me resultó ininteligible y me marché sin despedirme. La
cabeza me daba vueltas. Por fin entendía lo que Emilio quiso decirme con aquellas
enigmáticas palabras la última vez que nos vimos.
El
nuevo medicamento se había aprobado gracias a un soborno que el laboratorio
había llevado a cabo. Altos responsables del Ministerio de Sanidad se habían
embolsado una cuantiosa cantidad de dinero a cambio de agilizar los trámites
para el lanzamiento del medicamento y asegurar su financiación pública. El
doctor Millán, jefe de Oncología, y el director médico del hospital, estaban al
tanto y habían accedido a promocionar el producto mediante su uso en su
hospital, a sabiendas de que ello produciría un efecto dominó en otros Centros
Hospitalarios del país. Emilio desconocía la cuantía del soborno, pero debía de
haber sido millonario.
Mi ex
jefe no especificaba cómo descubrió la trama, pero, tan pronto como lo hizo, se
negó a colaborar. El mensaje estuvo bien claro desde un principio: o se
introducía ese fármaco en aquel hospital de referencia en oncología o muchos
serían los empleados que quedarían en la calle, empezando por la red de ventas,
que se vería mermada drásticamente. Además, no podíamos ser menos que las
filiales del laboratorio en otros países, donde el producto ya se utilizaba con éxito en la
gran mayoría de hospitales, con pingües beneficios para la Central. Así pues,
una vez conseguida la autorización para comercializar el medicamento, alguien
debía dar el siguiente paso: dar un toque a uno de los oncólogos más
prestigiosos del país y a su jefe, el director médico, para que, a cambio de
una más que generosa recompensa, actuaran como cabeza de puente en la expansión
comercial del producto en todo el país. No fue necesario presionarles más de lo
que el dinero fue capaz de hacer, al saberse respaldados por unas
autoridades sanitarias corruptas.
Emilio
no quiso colaborar en aquella pantomima y, por lo tanto, se negó a ser el
portador del cheque millonario, incluso se opuso a que alguno de sus
colaboradores interviniera en aquel turbio asunto. Quién finalmente lo hizo era
un misterio, pero alguien tenía que hacer la presentación formal del fármaco a
quien luego lo prescribiría. Y ese fui yo. Me seleccionaron por mi audacia, me
dijeron, que no fue tal. Todo estaba amañado cuando fui a visitar por segunda
vez al prestigioso oncólogo. Así que todas mis dotes de persuasión no fueron reales,
ya que estuvieron precedidas de un empujoncito económico. Ahora entendía el
cambio radical de actitud del doctor Millán, que pasó de la mayor frialdad y
escepticismo ante las maravillas que le contaba sobre el fármaco la primera vez
que le visité al entusiasmo por utilizarlo en sus pacientes aquejados de
cáncer de próstata, en mi segunda intentona, tan solo una semana después. Yo no
hice nada más que interpretar un papel de reparto, con las cuatro líneas
aprendidas de memoria y sin mérito alguno en la consecución de ese éxito teatral
tan formidable.
Emilio
pasó, por lo tanto, a ser un elemento indeseable y peligroso. Sabía demasiado.
De ahí que lo apartaran de su empleo y de la Empresa, de la que percibió una
generosa indemnización. A ojos de los demás, se le había rescindido el contrato
por su falta de compromiso y entusiasmo en la consecución de los objetivos de
la Compañía.
Todo
fue sobre ruedas, según lo esperado, hasta que apareció un efecto secundario
grave en algunos pacientes que estaban siendo tratados con el medicamento
innovador. Las alarmas se dispararon dentro y fuera del hospital. A pesar de
los esfuerzos del doctor Millán para tranquilizar a los pacientes y acallar al
personal sanitario implicado ─médicos adjuntos y enfermeras─, los rumores
acabaron extendiéndose hasta convertirse en noticia pública. Si se relacionaba
ese hallazgo inesperado con el medicamento, la empresa se vería abocada a un
nuevo descalabro económico, pero este de consecuencias imprevisibles. Había que
evitarlo a toda costa.
Alertadas
las autoridades sanitarias de la sospecha más que razonable de la relación
existente entre el fármaco y el efecto secundario, algo que debería haberse
evidenciado en los estudios clínicos previos a su autorización, temieron verse
involucradas en el escándalo, que por algún extraño vericueto saliera a la luz
su delito de cohecho, y exigieron al laboratorio que tomara las medidas
oportunas para que nadie de los que tuvieran conocimiento de su mediación se
fuera de la lengua. Para ellos, el laboratorio podía irse al garete, pero el
asunto no podía salpicarles. Incluso podía ser que el propio Ministro de
Sanidad estuviera en el ajo. No quedaba, pues, otra salida que eliminar todo rastro
que les inculpara.
Me fui
a casa mucho más preocupado de lo que estaba cuando salí. Entonces lo vi claro.
El laboratorio debía sospechar que yo también estaba al corriente de todo. Posiblemente
alguien nos había visto charlando en aquel bar y dedujo que Emilio me lo había
contado. Pero de momento solo se habían deshecho de él, el testigo principal. Pensé
que quizá no debían estar seguros de mi “inocencia” y me estaban poniendo a
prueba. Si no sabía nada, creería que esos anónimos eran obra de un lunático y,
a lo sumo, iría a la policía. Y sin pruebas de la autoría, el caso quedaría
archivado y me dejarían en paz. Pero si estaba al corriente, me acojonaría y
mantendría la boca cerrada. Y ahí terminaría todo. Con un muerto era
suficiente.
¿Qué
podía hacer yo con la carta que me había entregado la viuda de Emilio? Me dijo
que hiciera con ella lo que creyera más conveniente para destapar la trama y el
asesinato de su marido, que ella no se atrevía a hacerlo por temor a que
también la asesinaran, pues estaba segura de que la espiaban. ¿Y por qué yo
había de hacerlo? Si la tenían bajo vigilancia, también me tendrían vigilado a
mí. Y si me habían sorprendido hablando con Emilio semanas atrás y ahora me habían
visto salir de la casa de su viuda, atarían cabos y vendrían a por mí. Ya no
valdrían los anónimos, ahora pasarían a la acción. De esto estaba seguro.
La
prueba de ello solo tardó en hacerse visible el tiempo que tardé en llegar a
casa. El nuevo anónimo que me encontré no dejaba lugar a dudas: “Si te vas de
la lengua, eres hombre muerto”.
Comprendí
que tenía los días contados. Tanto si iba a la policía como si no, tenía un pie
en la tumba. Podía ir a hablar con el director general de la Empresa ─quien sin
duda era el artífice de toda esa locura─ y jurarle que mantendría silencio.
Pero ¿me creería? Además, si es que todavía no lo sabía, querría saber quién me
había informado y la pobre viuda sería la próxima en desaparecer. No sabía qué
hacer. Desaparecer sería lo más prudente. Nadie me echaría en falta, solo los
compañeros de trabajo.
Hice
el equipaje como siempre se ha visto en el cine de acción, embutiendo lo
indispensable en una bolsa, para pasar más inadvertida mi fuga. Debía huir
antes de que vinieran a por mí. El plan consistía en esconderme donde no
pudieran encontrarme y, desde mi refugio, contarlo todo a la policía.
Tras
dar mil vueltas por la ciudad para asegurarme de que nadie me seguía, acabé en
ese hotel de mala muerte donde pensaba pasarme el tiempo que fuera necesario
hasta que todo hubiera saltado por los aires y me sintiera seguro y protegido.
A la mañana siguiente llamaría a mi secretaria diciéndole que faltaría al
trabajo algunos días para atender un asunto personal urgente. Aquella noche
casi no pegué ojo. En los escasos momentos de sueño, dormí sobresaltado. Me
asaltaban todo tipo de pesadillas. En una de ellas, unos individuos me
perseguían y mi cuerpo acababa sepultado bajo los escombros de un vertedero.
Por la
mañana llamé, como tenía previsto, a mi secretaria y le dije que no contaran
conmigo durante unos días. Se extrañó, pero no puso ningún tipo de objeción ni
preguntó acerca de ese tema tan urgente que debía resolver. Siempre había sido
una secretaria eficiente y discreta. Al despedirnos, antes de colgar, me dijo
algo que me dejó helado.
─Por
cierto, ¿se ha enterado de lo de Engracia?
─¿Engracia?
¿Qué Engracia? ─pregunté, sospechando que nada bueno se escondía detrás de ese
nombre.
─Pues
Engracia, la mujer…, bueno, la viuda de Emilio Fuentes.
─¿Qué
le ha ocurrido? ─volví a preguntar, temiéndome lo peor.
─Pues
que la han encontrado muerta en su domicilio. Según hemos sabido, alguien entró
ayer por la tarde en su casa con la intención de robar y, al descubrirlo, la
mató. ¡Pobre mujer! Primero el marido se suicida y ahora esto ─y tras un
profundo suspiro, colgó.
Pobre
mujer y pobre de mí, pensé, tras colgar el auricular del teléfono de la mesilla
de noche.
Pasé
todo el día en la cama, recapacitando. Rechacé el servicio de habitaciones, no
fuera a colarse un asesino a sueldo vestido de personal de la limpieza. Todo lo
que comí fueron unos sandwiches que adquirí de la máquina expendedora que había
en el pasillo de mi planta, frente al ascensor. Ir de mi habitación hasta la
máquina y volver resultó toda una proeza. Esos veinte metros escasos se me
hicieron eternos y peligrosos. En cualquier momento podía hacer su aparición un
matón y pillarme desprevenido. Parecía más un ladrón que un huésped.
Cuando
por fin me sentí con fuerzas suficientes, llamé a la policía. Me pasaron, tal
como solicité, con el investigador encargado del caso de la muerte de Engracia
Romero, viuda de Emilio Fuentes. Le conté todo lo que sabía. Le aturrullé de
tal modo que tuvo que interrumpirme en varias ocasiones para que me
tranquilizara y se lo contara todo más despacio. Me dio la sensación de que me
creía. Por lo menos no me tomó por un chiflado. Me pidió que acudiera a la
comisaria para poner una denuncia. Ante mi renuencia a salir del hotel,
temiendo ser abordado por un sicario, se ofreció a venir a buscarme.
Al
cabo de dos horas, cuando ya anochecía, recibí una llamada desde recepción
anunciándome que un caballero, que decía ser policía, había preguntado por mí y
que subía hacia mi habitación.
─¿Está
usted seguro de que es policía? ─inquirí al recepcionista.
─Sí
señor. Me ha mostrado su placa. Inspector… no-sé-qué.
Justo
al colgar el aparato, llamaron a la puerta con los nudillos. Era una llamada
impaciente. Me acerqué a la puerta y pregunté, por precaución, quién era.
─Abra.
Policía.
Por un
momento dudé de su veracidad. Solo habían transcurrido unos pocos segundos cuando
el individuo añadió:
─¿Es
usted Ramiro Beneitez? ─preguntó con un tono imperativo.
─Sí,
soy yo ─acerté a decir con un hilo de voz, como si no quisiera que nadie más se
enterara.
─Pues
haga el favor de abrir. Hace apenas dos horas que hablamos por teléfono. Usted
nos llamó y, por lo que me dijo, tiene información muy… delicada que quiere
compartir con nosotros. Como le dije, tiene que acompañarme a comisaría para
hacer una declaración en toda regla.
Esto
último lo oí cuando ya había entreabierto la puerta dejando la cadena puesta. Lo
primero que vi ante mis ojos fue un documento de identificación policial, tras
el cual una cara de pocos amigos me insinuaba que le dejara pasar o que saliera
de una vez.
¿Por
qué los policías infunden siempre temor o desconfianza? Parecen gente amargada.
¿Será por el sueldo que perciben o por el trabajo que se ven obligados a hacer?
El caso es que le seguí hasta el ascensor y bajamos a recepción. En el corto
trayecto ─solo eran tres pisos─ ninguno de los dos dijo esta boca es mía. El
tipo olía a tabaco y a alcohol. Esto último me desconcertó. ¿Acaso no tienen
prohibido beber mientras están de servicio? De pronto me asaltaron las dudas.
¿Y si no era policía sino un matón y el documento que me había mostrado era
falso? Las piernas me temblaban solo al pensar que había podido caer en una
trampa. Pero al salir a la calle me tranquilicé al observar que un coche
patrulla nos estaba esperando.
El
policía me invitó a subir con él en la parte de atrás. Una vez en el interior
del vehículo, vi que además del conductor había otro individuo en el asiento
del copiloto. ¿Tres policías para llevarme hasta la comisaría?
El
tipo debió notar mi nerviosismo.
─Tranquilo
─me dijo dándome unas palmaditas en la rodilla─. Es por su seguridad. Si lo que
me ha contado por teléfono es cierto, corre usted un serio peligro.
Respiré
hondo e intenté relajarme durante el camino hacia nuestro destino. Pero este se
hacía esperar más de lo debido. ¿Dónde está esa maldita comisaría?, me
pregunté. Al poco comprendí que no era la comisaría adonde nos dirigíamos.
El
seguro de la puerta estaba puesto y no he podido liberarlo. He intentado forzarla
inútilmente. Mi acompañante me ha sujetado por el brazo. “Tranquilo”, me ha repetido.
Ya en
las afueras de la ciudad y en plena noche, las dudas se han disipado al instante.
Hasta
aquí hemos llegado, donde nadie me encontrará, en un vertedero municipal. Y el
tipo que dijo ser, o que es, policía ─esto nunca lo sabré─, me está apuntando
con un arma. Alguien ha accionado la apertura automática de la puerta.
─Sal
del coche. Andando. Y no intentes escapar. Será inútil.
Y
pensar que todo empezó con un simple y amistoso apretón de manos.