jueves, 29 de mayo de 2025

Un carnaval sangriento

 

A falta de nuevas ideas (mis musas parecen haber adelantado las vacaciones), he recuperado un antiguo relato, de enero de 2015, que tras varios cambios y retoques, ha quedado así:


Mientras limpiaba la pistola, una Glock 20, 10 mm, de segunda mano, Julio sentía, de nuevo, la rabia y el odio que experimentó el día que descubrió quien había sido el amante de su mujer: su mejor amigo. En la fotografía que le mostró el detective privado aparecía ese indeseable acompañado de su ahora ex mujer, ambos en actitud cariñosa.

¿Cuándo empezó ese idilio? ¿Antes o después de quedarse en el paro? Fuera como fuese, a la vergonzosa traición que había sufrido por parte de ambos, ahora se le añadía una tremenda sed de venganza. No importaba el tiempo transcurrido, su objetivo era acabar con los dos. ¿Acaso no se dice que la venganza se sirve en plato frío?

Tenía un plan. El resultado: cosidos a balazos. La fecha: el día de carnaval. Ocultándose bajo un disfraz podría perpetrar el asesinato, o mejor llamarlo ajusticiamiento, con total impunidad. Julio esperaba ansiosamente el momento de saborear la venganza cuando los viera tendidos en medio de un gran charco de sangre.

Llevaba varias semanas haciendo un seguimiento exhaustivo de sus futuras víctimas. El investigador que había contratado, nada escrupuloso a la hora de allanar moradas, colocó micrófonos por todo el apartamento, intervino el teléfono fijo, hackeó su ordenador y sus teléfonos móviles para rastrear sus correos y llamadas.

Gracias a ese minucioso seguimiento, supo que asistirían a una fiesta de carnaval, con baile de disfraces incluido, organizada por el Ayuntamiento en el Palacete Albéniz, al que asistiría la flor y nata de la sociedad barcelonesa. El meteórico ascenso de su antiguo amigo en la escala social de la ciudad le ponía en bandeja su cabeza y, de paso, la de su ex. Sería el lugar y el momento perfectos, nadie repararía en él, pasaría desapercibido entre tanto disfraz y, una vez cumplida su misión, solo tenía que despojarse del suyo y huir tan veloz como pudiera.

Llegado el día, a eso de las nueve de la tarde, los vio salir, él de Conde Drácula y ella de vampiresa. No sería difícil identificarlos entre los asistentes a la fiesta. Tras subir a un taxi que les estaba esperando, pusieron rumbo a su destino fatal, y Julio, vestido de hombre-lobo, se dispuso a seguirles, en su propio coche, hasta las cercanías del palacete.

El bullicio era ensordecedor. El edificio resplandecía. Su invitación resultó una falsificación perfecta. Pasó el control sin ningún problema. Estaba satisfecho. En poco más de una hora todo habría acabado.

Antes de entrar en el salón principal, se palpó el arma y los cuatro cargadores de repuesto con quince balas cada uno que llevaba pegados al cuerpo con cinta aislante. Tal como le había asegurado su hombre, no hubo ningún control de metales pues, de lo contrario, todo habría sido en balde.

Tras comprobar que todo estaba en orden, levantó la mirada hacia la concurrencia dispuesto a mezclarse con el resto de invitados. No podía dar crédito a lo que veía: todos iban de igual guisa, todos los hombres disfrazados de Conde Drácula, y las mujeres de vampiresa. Y todas las caras ocultas tras una máscara negra sin distintivo alguno. Esa debió ser la consigna recibida por los verdaderos invitados.

Dio unos pasos dubitativos y, en cuestión de segundos, se vio rodeado de una multitud que se reía de él a carcajadas, pensando, con toda seguridad, que había sido objeto de una broma pesada o que se había confundido de fiesta.

De pronto, se sintió ridículo, como un colegial del que se burlan sus compañeros. Se vio nuevamente en el despacho de su ex director, el día de su despido, humillado, desolado, paralizado, y le vinieron de nuevo a la mente aquellas palabras, llenas de hipocresía, que le quedaron grabadas a fuego: “No es nada personal”. Pero él había venido a cumplir su objetivo y no se marcharía de allí sin haberlo hecho. El problema era que no sabía quién era quién, todos con idéntico disfraz.

Se sobresaltó cuando alguien posó una mano en su hombro. Era un hombre poco más alto que él. Le dijo: “no te lo tomes a mal, hombre, no es nada personal”. Al oír esas palabras, Julio sintió un acaloramiento repentino y una rabia incontrolable. Sacó su arma de debajo del disfraz y apuntó a la cabeza del que le había hablado así, creyendo haber reconocido aquella voz.

Los invitados quedaron mudos por unos segundos para estallar nuevamente en carcajadas, suponiendo que se trataba de una broma y que el arma era de juguete. Cuando adivinaron que no había chanza alguna en aquel acto, se abalanzaron sobre él para arrebatarle la pistola. Entonces empezó la fiesta.

Julio vació, uno tras otro, los cinco cargadores que, en total, formaban su pequeño pero efectivo arsenal, hasta que ya no quedaron balas que disparar.

La escena era dantesca, sangre y cuerpos desparramados por todas partes, unos tendidos sobre los sofás, otros bajo las mesas, refugios inútiles, cristales rotos de lámparas y ventanas, cortinas rasgadas por quienes pretendieron, en vano, esconderse tras ellas, jarrones hechos añicos, al igual que algún que otro cráneo.

De los que no habían podido huir, nadie sobrevivió a la ejecución en masa, ni siquiera el personal del catering. Los guardias jurados, tomados desprevenidos, también yacían aquí y allá. Pero Julio no podía abandonar el lugar sin antes cerciorarse de que, entre aquel amasijo de cuerpos retorcidos, estaban los de sus víctimas.

Con manos temblorosas de excitación fue arrancando, una a una, las máscaras que cubrían las caras de sus víctimas hasta que dio con las que buscaba. Estaban muertos, los dos, no había duda. Había cumplido su venganza.

Entonces fue cuando sintió una punzada en el costado izquierdo, un dolor intenso que le irradiaba hasta el brazo. Se quitó, con gran esfuerzo, su disfraz y vio una gran mancha de sangre que le cubría el tórax hasta casi la cintura. Había sido alcanzado por una bala de alguno de los vigilantes jurado.

Una vez en el jardín, respiró hondo e hizo acopio de fuerzas para llegar hasta su coche, aparcado a un centenar de metros de aquel lugar. Se dejó caer en el asiento del copiloto y trató de relajarse. Todo había salido a pedir de boca excepto el final. Pero él había previsto hasta el último detalle, así que abrió la guantera, tomó el cargador que había guardado para esa eventualidad y lo introdujo en la pistola.

El día de Carnaval, a las 23:30 horas, un fogonazo iluminó por un segundo la oscuridad reinante en un recodo del parque que circunda el palacete Albéniz.

Al día siguiente, todos los periódicos se hicieron eco de la tragedia. Nadie daba crédito a lo sucedido. Las conjeturas iban desde un ataque terrorista a un ajuste de cuentas. Uno de los testigos que pudo salvarse de esa atrocidad solo pudo decir que el atacante iba disfrazado de hombre-lobo.

Días después, hallado el cadáver del asesino en su coche, se hizo pública su identidad y se aventuró que el móvil podía ser pasional, al hallarse entre los fallecidos, el cadáver de su ex mujer y el de su nueva pareja. Al leer esta información, su ex director, aquel que lo había enviado al paro, le dijo a su mujer: “Ya decía yo que ese tipo no era de fiar. Mira que asesinar a su ex mujer por haberle sido infiel mientras estaban casados...” Su esposa, al oír aquello, dio un respingo. Menos mal que su marido no tenía una pistola. ¿O sí? En adelante tendría que ir con más cuidado. Y tras un profundo suspiro de resignación se retiró a su habitación pensando que el divorcio debería esperar tiempos mejores.



lunes, 12 de mayo de 2025

Anselmo

 


«Soy viejo, muy viejo. Solo me falta una semana para cumplir los noventa. Nunca creí que llegaría a una edad tan avanzada.

»Mi mujer, Manuela, hace un año que me dejó más solo que la una. Y eso que era nueve años más joven. Pero la vida da estas sorpresas. Manuela falleció a los ochenta recién cumplidos y estaba aparentemente muy sana y era muy vigorosa. Imaginaos que a esa edad no quería tener en casa a una asistenta. Todo lo hacía ella sola. En cambio, yo soy un perfecto inútil para las tareas domésticas, así que, desde que enviudé, dispongo de ayuda externa.

»Tengo dos hijas, pero están tan ocupadas por culpa del cargo que ostentan —ya se sabe cómo exprimen hoy en día las grandes empresas a sus trabajadores—, que no les queda mucho tiempo para dedicármelo. A mis nietos, los veo con muy poca frecuencia porque cuando llega el fin de semana, mis hijas y yernos lo aprovechan para huir de la ciudad y largarse lo más lejos posible. Lo entiendo, pero es triste. Me siento solo y desvalido, como muchos ancianos a mi edad. No sé cuántos años me quedan de vida, pero el caso es que los días se me hacen muy largos y tediosos.

»He llegado a pensar en quitarme de en medio, pero no tengo valor para hacerlo. He pensado en diversas formas de llevarlo a cabo, pero me asaltan las dudas. El gas sería la opción ideal, moriría dulcemente, sin dolor. Solo me retiene pensar en el que infligiría a mis hijas, pues, aunque me tienen prácticamente abandonado, sé que me quieren y las haría sentir culpables».

 

 

Lo que Anselmo no sabe es que está bajo los efectos de una depresión. No tiene ganas de vivir. Cada noche, al acostarse, piensa y desea que sea la última y que ya no despierte. Ya no tiene miedo a la muerte, como cuando era joven, ahora la desea. Siente que no tiene sentido vivir más en esas condiciones. El aislamiento que siente y el poco interés que demuestran sus hijas, a las que tanto amó, cuidó y educó con esmero, por las que hizo muchos sacrificios para que pudieran tener un futuro prometedor entre tanto machismo, le han sumido en un estado anímico que nunca antes había experimentado.

La única persona que parece interesarse por él es su médico, un hombre entrado en la sesentena, que no solo se preocupa por su estado de salud, sino también por su estado mental. Será porque él empieza a pensar en lo que le espera cuando llegue (si llega) a la edad de Anselmo. Es él quien le aconsejó insistentemente que llevara colgado del cuello, a todas horas, un pulsador de teleasistencia, pues la asistenta que ha contratado no está todo el día con él y en su ausencia podría tener algún problema grave de salud. Sus hijas, en lugar de esto, le han comprado un reloj inteligente, que detecta una caída accidental y con el que puede comunicar cualquier accidente doméstico o problema de salud.

Pero él, más terco que una mula, no lleva ni lo uno ni lo otro. El aparatito no llegó a solicitarlo y el reloj lo deja en un cajón de la mesilla de noche. Solo se lo pone cuando, muy de vez en cuando, vienen a verle sus hijas.

¿Para qué?, piensa. Si me sucede algo grave, que la Parca se me lleve de una vez por todas.

Y así estaban las cosas hasta que un día ocurrió algo inesperado.

 

 

«Hoy me he cruzado en la calle con un viejo amigo al que hacía muchos años que no veía. Se trata de Xavier, un compañero del colegio y luego de la Facultad. Fuimos inseparables, hasta que se casó y se fue a vivir al otro extremo de la península. La última vez que le vi fue en una cena de ex alumnos, y de eso hace más de cuarenta años. Tras ese breve encuentro, nos carteamos de vez en cuando, pero luego los contactos se hicieron menos frecuentes, ya se sabe, así es la vida. Pero jamás me olvidé de él y, por lo que parece, tampoco él de mí, así me lo ha demostrado con el fuerte abrazo con el que me ha saludado.

»Ha sido él quien me ha reconocido. No sé cómo lo ha logrado, pues yo no habría sabido ver en él ningún parecido con el joven que conocí. Lógicamente, ha cambiado muchísimo. Ha perdido todo el cabello, está muy flaco y todo en su cara son arrugas. Supongo que él también me habrá encontrado muy envejecido. Y es que los dos ya somos viejos, eso ya lo sé. Lo único que ha conservado es su vozarrón, al igual que su agudeza mental.

»Sentados en un bar, me ha referido su vida a grandes rasgos. Al terminar su relato, he reconocido que hay casos peores al mío. Su vida matrimonial fue un infierno desde un principio; se divorció, tuvo que pasarle a su mujer una pensión para sus tres hijos, que casi lo dejó en la ruina. Con el divorcio, no solo rompió toda relación con su ex mujer, sino también con sus hijos, a quienes ella les llenó la cabeza de mentiras contra él. Cuando se liberó de la obligación paterna de manutención, Xavier pasó a engrosar la lista del paro. Agotado el subsidio de desempleo y todos sus ahorros, se buscó la vida con trabajitos mal pagados y tras varios años de vivir de la economía sumergida, ahora sobrevive gracias a la caridad. Vive en la calle y duerme en un refugio para los sintecho. Ahora entiendo por qué va vestido de una forma tan lamentable».

 

 

Unos días más tarde de ese encuentro, Xavier se trasladó al piso de Anselmo, donde no solo ha encontrado cobijo y comida caliente, sino también compañía, una compañía que Anselmo agradece. Ya no está, ni se siente, solo. Pasan las horas recordando viejos tiempos, tiempos felices, y compartiendo aficiones. Salen de paseo cada día, haga sol o llueva. Han vuelto a ser inseparables como lo eran hace sesenta años. Son como dos niños grandes, se ríen de las mismas tonterías que antaño y de las anécdotas de la adolescencia. Anselmo sospecha que la gente del barrio, cuando les ve juntos, interpretan erróneamente esa relación, pero le importa un pimiento lo que puedan pensar.

 

 

«A mis hijas no les agrada que viva con un pordiosero, como así lo calificaron al conocerlo, pero les he dicho que con él he recobrado las ganas de vivir. Me dicen que vive a mi costa, de mis ahorros, y que un día desaparecerá con todo lo que pueda haber arramblado, que le vigile, que un día suplantará mi identidad y me vaciará la libreta de ahorros.

»Si ya las podía acusar de hijas distantes, ahora veo que también tienen una gran dosis de inhumanidad. No les importa que sea feliz. Dicen velar por mi seguridad, pero solo les interesa los pocos ahorros que puedan quedar tras mi muerte. A ellas el dinero no les falta, pero ya se sabe: el que tiene dinero quiere más. En plena discusión y en un momento de crispación, así se lo hice saber. El resultado fue que, si antes las veía poco, ahora ni me llaman. He perdido a mis hijas y he ganado un amigo. Todo a la vez.

»Xavier y yo somos dos viejos, pero viejos bien avenidos. Juntos hemos logrado superar, él su pasado y yo mis penas del presente. Ahora puedo considerarme aceptablemente feliz».

 

 

Unos meses más tarde, Anselmo falleció mientras dormía, como él siempre había querido. Fue Xavier quien lo encontró sin vida al extrañarle su tardanza en levantarse, él que era tan madrugador. Buscó entre sus pertenencias el teléfono de sus hijas y las llamó para darles la triste noticia.

          Tras el funeral, pusieron el piso de su padre a la venta y Xavier tuvo que volver a la calle, agradeciendo el tiempo que había podido vivir con su amigo.

          Por fortuna para Xavier, una vez fallecida su esposa, sus hijos quisieron reconciliarse con él y lo acogieron bajo su techo, alternándose las estancias en casa de cada uno de ellos.

          Sus nietos disfrutan de sus historias. Una de las que más les gusta es la que habla de un amigo, llamado Anselmo, al que encontró un día por la calle y que le brindó la posibilidad de sentirse querido durante un tiempo que se le hizo muy corto.

 

sábado, 3 de mayo de 2025

Sala de espera

 


─¡No sé qué hago aquí! ¡No creo en las vacunas!

─Yo me encuentro perfectamente y aquí estoy ─tercia el que está sentado a su derecha. Es ella ─señala a la mujer que tiene a su lado─ la que se empeña en que me hagan un reconocimiento. 

─Más vale prevenir ─asiente uno.

─Nosotros hemos venido para conocer los resultados de unas pruebas. Como tenga un tumor, me queda poco ─comenta el que está sentado enfrente. Yo preferiría dejar las cosas como están. Ya soy demasiado viejo.

─Pues lo siento ─dice quien inició la conversación.

─Y yo ─añade el que está a su derecha.

─Yo también soy de esa opinión ─afirma el que está más apartado. Cuando sea viejo, no quiero que me prolonguen la vida inútilmente.

─Joder, tíos, sois patéticos ─les increpa un cachas negro de aspecto peligroso.

─Eres un maleducado ─tercia una rubia con un flequillo que le oculta los ojos.

─Si supieras quién soy, ni te atreverías a dirigirme la palabra ─le espeta el cachas en plan matón.

─Como te acerques, te dejo esa cara de mastín hecha puré ─responde la rubiales.

─¿Cómo puedes hablarle así a esta joven? Seré viejo, pero todavía me quedan arrestos ─tercia el que espera el diagnóstico.

─Pero ¿qué les pasa? ─pregunta la recepcionista.

Se abre una puerta.

─¡Silencio! Hagan callar a estos animales. ¿Quién es el siguiente?

─¡Nosotros! ─afirma una mujer. Vamos, Black, no seas miedica, que no es para tanto. Ay, qué perro ─añade arrastrando a un gran mastín negro.