Quizá fuera cosa de la edad,
pero, de pronto, me convertí en un tipo raro, y las rarezas a veces traen malas
consecuencias. Y el caso que os voy a referir así lo corrobora.
Mi
rareza, si puede llamarse así, consistía en leer todos los días la sección de
necrológicas de varios periódicos. Debo decir que esa costumbre ya la tenía mi
padre, que buscaba algún conocido entre los finados de cierta categoría, pues
es obvio que no todo hijo de vecino hace público en un medio de comunicación el
fallecimiento de un familiar de primer grado.
¡Caramba,
si se ha muerto fulano!, exclamaba mi padre muy de vez en cuando, por fortuna,
pues la marcha de alguien a quien había conocido, sobre todo si era de su misma
quinta, le trastornaba profundamente. Solo se reponía de ese mal trago con otro
trago, el de una generosa copa de coñac que, de paso, le protegía de los
efectos de un mal resfriado, argumentaba.
Cuando
ello acontecía, no perdía la ocasión para ir a dar su más sentido pésame a la
viuda. Una vez me vi obligado a ir con él, pues quien había pasado a mejor vida
era nuestro médico de familia de la época de mi infancia, cuando las visitas las
efectuaba el facultativo en su domicilio. De aquello hacía más de veinte años y
lo único que recordaba del doctor Baldrich, que así se llamaba, era su aspecto tétrico
─me recordaba a Boris Karloff─, su despacho, igualmente lúgubre, con grandes
ventanales que daban a la Gran Vía barcelonesa, y la escalera del inmueble, de
estilo modernista, que olía a rancio.
Han
pasado ahora más de treinta años desde aquel acontecimiento y todavía recuerdo
lo desagradable que me resultó tener que desfilar a lo largo de una cola
interminable de parientes para darles el consabido pésame con un contundente
apretón de manos. Hasta llegar a la viuda, de luto riguroso y con una mantilla
que le cubría la cara, que me tendió una mano tan fláccida que parecía que era
ella la finada.
Fue el
día de mi sexagésimo cumpleaños cuando empezó mi hábito, hace ya cinco años.
Todavía no sé por qué me detuve en esa página llena de esquelas y me puse a
leerlas todas, emulando así a mi progenitor. Ya tienes una edad, me dije, en
la que podrías un día hallar entre todos esos nombres uno conocido: un
profesor, un jefe, un colega, un amigo al que perdiste de vista y que, a su
vez, ha perdido la vida. Menuda forma de dar con él, pensé. Y, casualidades de
la vida, o de la muerte, así fue. Un conocido presidió, un día, esa funesta sección,
pues su esquela destacaba de forma ostensible sobre las demás. Se trataba del
doctor Cayetano Sigüenza, de noventa y un años de edad, catedrático emérito de Zoología
de la UB, a quien tuve que soportar en segundo de Biológicas. Un carca de armas
tomar, con todos mis respetos. Tras mi sorpresa inicial, no pude reprimir las
ganas de asistir al acto fúnebre. Una curiosidad morbosa ─lo reconozco─ me
llevó hasta el tanatorio. Quería ver si era capaz de recordarlo, aunque
presentía que, con el tiempo transcurrido, eso sería tarea imposible. Cerraba
los ojos y le veía en el entarimado, frente a la pizarra, que siempre
hallábamos repleta de hermosos dibujos coloreados de cualquier especie animal
de dimensiones adecuadas al tamaño del encerado, como él lo llamaba: un
celentéreo, un gusano, un artrópodo o lo que se terciara; unos bocetos
pictóricos dificilísimos de trasladar con un mínimo de acierto a nuestros
apuntes. Era un gran dibujante, pero un pésimo enseñante.
“Siempre
se van los mejores”, oí cómo decía un anciano que se acercó al ataúd abierto en
el que reposaba el cuerpo sin vida del doctor Sigüenza, moviendo la cabeza en
señal de incomprensión, de impotencia, o de Parkinson.
Por
mucho que me esforcé y tal como suponía, no pude reconocer al difunto. La
imagen que me ofrecía ese cuerpo inerte nada tenía que ver con la de aquel
hombre rechoncho y con cara de malas pulgas que tres días a la semana empezaba
la clase pasando lista, como en el colegio, y para quien una huelga era un acto
intolerable, execrable, que representaba la pérdida de los valores fundamentales
y el hundimiento del sistema.
“No
somos nadie” ─me oí decir antes de dar media vuelta y disponerme a regresar a
casa─. “Y que usted lo diga” ─añadió el mismo anciano, balanceando nuevamente
la cabeza en señal de asentimiento. ¿O sería a causa del Parkinson? De ser esto
último, al pobre le quedaba poco tiempo para seguirle los pasos a su supuesto
amigo. Me despedí de él con una leve sonrisa, no sin antes escrutarle de arriba
abajo por si daba la casualidad de que, detrás de su aspecto simiesco,
descubría a algún otro profesor de la facultad. Todo inútil. El tiempo todo lo deteriora,
no solo el físico sino también la memoria.
Desde
entonces me reafirmé en esa costumbre que me ha acompañado estos últimos años. He
visto esquelas de políticos y servidores públicos, médicos, economistas,
abogados, notarios, registradores de la propiedad y un sinfín de personalidades
y personajes de cierto renombre. Debo decir, sin embargo, que pocas sorpresas
me he llevado tras la lectura de las más de cincuenta esquelas que me he leído
a diario. Incluyendo esa primera experiencia que acabo de mencionar, solo
han sido tres las visitas a un tanatorio por conocer, directa o indirectamente,
al finado. Solo en tres ocasiones, pues, tuve que decir “la acompaño en el
sentimiento” antes de marcharme sin darle opción a la viuda a preguntarme quién
era yo.
A mi
mujer todo esto le daba mucho reparo. Decía que esa “distracción” podía traer
malas consecuencias, que no era sano, ni para el cuerpo ni para la mente. Y
ahora quizá deba darle la razón.
Si al
principio decía que las rarezas ─ahora las calificaría mejor como malas
costumbres─ pueden acaban mal es por lo que me ocurrió hace tan solo un par de
meses. Era lunes y me había quedado en casa por culpa de un fuerte resfriado
que había contraído durante el fin de semana. Llevaba todo el día guardando
cama. Sería alrededor de las cinco de la tarde cuando me levanté. Me sentía
mucho mejor pero todavía me dolía la cabeza. Me tomé otro paracetamol
acompañado de un café bien cargado y me puse a leer los periódicos que encontré
sobre la mesa de centro del salón. Cuando llegué a la sección de las
necrológicas, en la primera página y en lugar bien visible apareció ante mis
ojos el siguiente nombre:
JUAN
PABLO OLIVARES MONTERO
No podía creerlo, todo me empezó
a dar vueltas y se me nubló la vista. No podía ser. Tuve que hacer un esfuerzo
para serenarme y seguir leyendo. Pero lo que leí a continuación me acabó de
convencer de que no andaba errado:
Catedrático
de Microbiología de la Universidad de Barcelona
Ha fallecido
cristianamente, el 4 de marzo de 2019, a la edad de 65 años
Su
viuda, Amalia Ruiz, sus hijos Antonio, Juan y Eulalia, sus nietos…
Ya no
pude seguir leyendo. Cerré los ojos. Al cabo de unos instantes volví a abrirlos
con la esperanza de que todo había sido fruto de mi imaginación. Pero no lo era.
¡Ese era yo! Pero ¿qué significaba esa locura? Hice lo que supongo que hace
quien le ha tocado el premio gordo, que mira y remira el boleto para asegurarse
de que no hay ningún error, que el número premiado es el correcto, que la
fecha es la correcta, que el billete está entero, cualquier cosa que le demuestre
que es real y que él es el agraciado sin lugar a dudas.
Tenía
que tratarse de un error. Pero toda la información coincidía: nombre, edad,
cargo, familia. ¿Una broma pesada, quizá? Me levanté de un salto e instintivamente
llamé a mi mujer. Pero no hubo respuesta. Solía regresar a eso de las cinco y
media. Miré el reloj. Eran las seis menos cuarto.
El
periódico había quedado abierto sobre mi butaca. Volví a leer la esquela. El
cuerpo de ese Juan Pablo Olivares estaría expuesto en el Tanatorio Sancho de
Ávila desde las dieciséis horas de esa misma tarde hasta las once horas del día
siguiente, cuando tendría lugar la ceremonia religiosa y el subsiguiente sepelio.
Pero entonces me percaté de algo todavía más escalofriante y que me había
pasado por alto: la fecha del fallecimiento que se indicaba en la esquela era el
4 de marzo. ¡Pero si estábamos a lunes, 4 de marzo! ¿Cómo podía haberse
producido ese fallecimiento el mismo día en que se hacía público? Miré entonces
la fecha del periódico por si se trataba de un error tipográfico, pero la que aparecía
en la primera plana era la de 5 de marzo de 2019. ¿Qué significaba toda esa
locura? ¡No podía haberme pasado un día entero en la cama sin enterarme!
Llamé
a mi mujer al móvil, pero estaba apagado o fuera de cobertura. Llamé a mis
hijos, pero ninguno contestaba. Saltaba el maldito contestador. Finalmente
llamé al lugar de trabajo de mi mujer, por si se había retrasado más de lo
normal, pero al preguntar por Amalia Ruiz, una voz grave, titubeante, me
contestó: “Lo siento, pero la señora Ruiz no está, su marido ha fallecido y no
vendrá en un par de días. ¿Quiere que le deje un recado?”
Seguía
sin poder creerlo. Si quería comprender lo que estaba sucediendo, si quería aclarar
el entuerto, acabar con esa broma de mal gusto, no me quedaba otra alternativa
que ir al tanatorio, descubrir quién estaba detrás de toda aquella farsa o
pedir explicaciones a quien fuera que hubiera metido la pata.
Y me
presenté en el tanatorio. Eran las siete de la tarde.
Una
vez en el vestíbulo, me dirigí al tablón donde se indican las salas de
velatorio. En el décimo lugar figuraba mi nombre. Cuando llegué a la zona indicada,
casi no podía dar un paso. Entonces me vino a la memoria lo que en una ocasión
oí decir a alguien en broma: que le gustaría estar presente en su funeral para
ver cuánta gente asistía. Si todos aquellos habían venido por mí, era más de lo
que podía esperar.
Aparté
de inmediato ese ridículo pensamiento mientras me abría paso hasta la sala donde
se suponía que yacía mi cuerpo, con la convicción de encontrarme con caras
desconocidas y un perfecto extraño yaciendo en el ataúd.
Contrariamente
a lo que creía, allí estaba toda mi familia. Mi mujer, mis dos hijos, mi hija, nueras
y yerno, nietos, cuñados y demás parentela llenaban el reducido y
claustrofóbico espacio. Estaban todos tan afligidos que casi me entraron ganas
de llorar. No podía emitir sonido alguno, por mucho que me esforzaba en
decirles ¿Qué os ocurre? ¿Acaso no veis que estoy aquí? Todo es un error. Estoy
vivo. Miradme. Pero nadie se percataba de mi presencia. Cuando mi mujer se
levantó para situarse junto al féretro, me acerqué sigilosamente para no sobresaltarla,
pues si creía realmente que estaba muerto, menudo susto se iba a llevar al
verme. Le puse una mano en su hombro izquierdo y no se inmutó. Entonces dirigí
la mirada hacia donde ella había fijado la suya y, horrorizado, comprobé que el
cuerpo que reposaba allí dentro era el mío.
De
repente sentí náuseas, la impresión me provocó un estado de irrealidad, me
sentía flotar, fuera de lugar. Salí a que me diera el aire, pues el que
respiraba allí estaba viciado. La mezcla entre el olor a flores y a humanidad
me mareaba.
Una
vez fuera, en la zona donde departían relajadamente los que habían hecho acto
de presencia para presentar sus respetos a la familia del finado, o sea un
servidor, alcancé a oír lo que decía uno de los allí presentes, a quien no
reconocí: “tengo entendido que le dio un infarto. Su mujer lo encontró con el
periódico en su regazo, abierto por la sección de necrológicas. Quizá sufrió
una gran impresión al ver la esquela de un amigo muy querido. Pero vete tú a
saber.”
Viendo
que nadie reparaba en mí, me acerqué, movido por la curiosidad, a otro corrillo,
pues me pareció que me mentaban.
─Sé
que no está bien hablar mal de los muertos, pero vaya pájaro de cuidado era
Juan Pablo.
─Ya lo
creo, un hipócrita y un prepotente. Siempre quería tener la razón, nunca podías
llevarle la contraria. Si lo hacías, ya entrabas en su lista negra y te hacía
la vida imposible. Y siempre con esa sonrisa irónica en los labios.
─Un
cabronazo. Eso es lo que era. Después de esto, creeré en el karma. Se lo tenía
merecido.
─Dicen
que en todo hay que buscar el lado positivo, ¿no? Pues en este caso, ha dejado
la plaza libre en la cátedra, ja, ja, ja.
─Shhh,
calla, hombre, que te pueden oír.
Dejé allí
a esos cuatro malnacidos echando pestes sobre mi persona. Pero ¡¿quién coño se
creían que eran esos imbéciles?! A esos sí que los reconocí. Siempre
holgazaneando, pasando más horas en el bar de la Facultad que en el
laboratorio. ¿Hipócrita yo? ¡Hipócritas ellos! Siempre haciéndome la pelota,
dándome la razón en todo, jamás cuestionando nada. Esos, de científicos no tenían
nada. ¿Acaso creían que iban a ocupar mi plaza? Cualquier aspirante, por escasos
méritos que tuviera, ganaría la oposición antes que uno de esos inútiles.
Todavía no entiendo cómo accedí a que formaran parte de mi equipo investigador.
Y así me lo pagan.
Salí
del tanatorio como alma que lleva el diablo. Deseaba despertar de esa
pesadilla, pero no lo conseguía. Tropezaba con la gente que acudía a dar el pésame
a algún familiar o conocido, pero nadie se percataba de nuestro tropiezo. Me
senté en el primer banco que hallé en mi huida y traté de serenarme. Tenía que
hallar una explicación plausible a todo lo que me estaba ocurriendo.
Pensé
que quizá tuvieran razón quienes afirmaban que hay difuntos que deambulan como
almas en pena hasta que no han tomado conciencia de que están muertos. Quizá yo
era uno de ellos. De haber visto esa luz blanca al final del túnel que todos se
empeñan en afirmar que perciben los que acaban de traspasar, habría comprendido
cuál era mi verdadera situación. Pero no vi absolutamente nada. De ahí mi
confusión. Supuse pues, que, si aceptaba mi nuevo estado, por duro que resultara,
abandonaría definitivamente este mundo y emprendería un viaje al más allá. Me
consolé pensando que, más tarde que temprano ─pues mi mujer es bastante más
joven que yo─, vendría mi querida Amalia a reunirse conmigo. Entretanto ello no
sucedía, quizá algún amigo viniera a hacerme compañía, aunque esperaba que no
fuera ninguno de aquellos cuatro mentecatos deslenguados. ¡Idos a la mierda!,
grité, sabiendo que nadie me oiría.
Pero
me equivoqué, pues una voz y unas palmaditas en la cara, propinadas por una
mano invisible, me devolvieron parcialmente la lucidez.
─Papá,
papá, ¿qué murmuras?, ¿que nos quieres decir?, ¡abre los ojos, por favor! Mamá,
mamá, corre, ven, que papá está volviendo en sí. ¡Que alguien llame al médico! ─Era
la voz de mi hija Eulalia. Pero ¿qué hacía Eulalia allí?
Esa misma
fue la pregunta que hice al abrir los ojos y ver a parte de mi familia junto a
la cama en la que yacía.
─¿Qué
hago aquí? ¿Dónde estoy? ─logré balbucir.
Estaba
en la UCI. Según me contaron, había tenido un ictus, del que, por fortuna, me estoy
recuperado bastante bien. No morí, aunque poco me faltó. Cojeo un poco y siento
un hormigueo en la mejilla y mano derecha, pero puedo comer sin ayuda y valerme
por mí mismo.
Nunca
he sido supersticioso, pero ahora me salto las páginas de las necrológicas. Por
si acaso. Mi mujer cree que esa maldita costumbre casi me lleva al otro barrio.
En la página del periódico que hallaron en mis manos, había una esquela a gran
tamaño de un tal Juan Pablo Olivares Montoya. Montoya, no Montero. Según ella,
esa absurda manía y mi cerebro me jugaron una mala pasada. De todos modos,
estoy convencido de que, mientras estuve inconsciente, tuve una experiencia
paranormal. Creo recordar que un día trataron de eso en Cuarto Milenio. Pero lo
que ahora más me preocupa es que si fue así y durante mi estado comatoso tuve
una visión, quizá ello signifique que acabaré en verdad muriendo de un infarto
de miocardio.
Ahora me
tomo la vida con mucha más tranquilidad, hasta el punto de que incluso evito ver
los partidos de fútbol que puedan alterarme. He vuelto al trabajo después de
dos meses de baja laboral, pero regreso a casa muy temprano. Tengo que morderme
la lengua cada vez que me cruzo con esos imbéciles que me sacan de quicio.
Quiero pensar que todo aquello fue fruto de mi imaginación o de una
alucinación. Pero es que con solo pensar que pueda ser cierto, que tengan tan
mal concepto de mí y puedan ir diciendo todas aquellas barbaridades a mis
espaldas, me pongo de una mala leche que, que, que… ¡Ay!, ¡qué dolor! ¡Qué
punzada tan fuerte en el pecho! Y me irradia hacia el hombro y brazo izquierdo.
¡Son los síntomas de un infarto! ¡No quiero morir! Todavía no. ¡Ayuda! ¡Amalia,
Amalia!
─Juan
Pablo, cariño, ¿qué ocurre? ¿Por qué gritabas de ese modo? ¿Otra pesadilla?
Anda, levántate. Hace un domingo precioso y te he preparado una taza de
chocolate como a ti te gusta y acabo de ir a por unos churritos recién hechos.
Y de paso te he comprado tus periódicos. No te quejarás. Mira si te cuido. Y
eso que no te lo mereces, que eres un cascarrabias de tomo y lomo. Venga, ven a
desayunar, que el chocolate se enfriará.
Tengo
una mujer que vale un potosí. Está en todo. Me mima como a un niño. ¿Qué haría
sin ella? Huele a chocolate. ¡Qué rico! Pero solo tomaré media taza y un par de
churros, que tanto azúcar no es bueno.
Me
levanto y, tras asearme un poco, salgo al comedor, y ahí está todo preparado.
La taza de chocolate todavía está humeando y los churros dicen cómeme. Me
siento a la mesa y, mientras degusto esas dulces exquisiteces, ojeo el primer
periódico del montón. Cuando llego a las necrológicas, no sé qué hacer. Levanto
la mirada y veo cómo mi mujer me observa con cara de reprobación. Dudo, pero
finalmente opto por saltarme toda la sección y pasar a la de deportes. Hoy el
Barça juega el partido de vuelta contra el Liverpool. Puedo estar tranquilo. Seguro que nos
clasificamos para la final de la Champions.