martes, 28 de mayo de 2019

EVA0319



Alfonso era un NI-NI, ya no estudiaba ni tenía trabajo. Y estaba solo. Los días le pesaban como una losa. El tiempo transcurría para él sin aliciente alguno. Se sentía cada vez más desgraciado.

Sus únicas compañías eran su perro y su ordenador personal, y aunque los dos ya estaban muy viejos, seguían siendo sus mejores compañeros. Bueno, y recientemente Eva, su amiga del chat.

Todos los días, tras sacar a pasear a Rocco, a eso de las ocho de la mañana, Alfonso se sentaba frente a su portátil y se conectaba a ese chat que tanto tiempo le ocupaba. Sólo desconectaba para dedicarle a su mascota los cuidados más imprescindibles: la comida y los paseos de la mañana, del mediodía y de última hora de la tarde. Poco más le preocupaba, ni siquiera su aseo personal. Pero su rutina y su vida habían cambiado desde que apareció Eva para llenar el vacío que su amarga soledad le producía.

Eva apareció un buen día de la nada, como una aparición, como caída del cielo, y desde entonces se había convertido en su gran apoyo, su ángel protector.

Cada día, sin excepción, esperaba que, de un momento a otro, su amiga apareciera en pantalla en forma de un círculo verde junto a su alias, EVA0319, y un texto que no tardaba en aparecer y que, en pocos minutos, llenaba la pantalla y su miserable vida de alegría.

Eran almas gemelas, de eso no había duda. Durante el mes escaso que llevaban chateando, ya habían establecido un sólido y hermoso vínculo. No sabía cómo era físicamente pero no hacía falta pues a él sólo le interesaba la belleza interior. Si ella no le había pedido una fotografía suya, él no iba a ser menos. No quería que pensara que era un hipócrita después de todo lo dicho sobre la nimiedad que eran para él el físico y la edad. Con lo que trascendía de las palabras que aparecían en la pantalla a raudales ya tenía más que suficiente para saber cómo era ella, no necesitaba más. Coincidían en todo, al menos en todo lo realmente importante. No había tema tabú, todo era tratable y discutible: la vida, la muerte, la religión, el sexo, la política, a todo le habían sacado punta y para todo Eva tenía respuesta. Hasta en el cine y la música tenían los mismos gustos. Esperaba que algún día ella le propusiera una cita. Él era demasiado tímido e inseguro para tomar la iniciativa. Pero si esa relación seguía adelante, algún día llegarían a conocerse personalmente.

Hablar o, mejor dicho, chatear con Eva era un placer, siempre tan inteligente, tan sensata, tan comprensiva, tan… de todo como era. El tiempo le pasaba a Alfonso volando, sin saber siquiera qué hora era, si no fuera por el pobre Rocco que le recordaba, puntualmente, las necesidades básicas, tanto las humanas como las caninas. En realidad, no podía afirmarse quién cuidaba a quién.

Alfonso vivía en una nube de algodón, flotaba, nunca hasta entonces había sido tan feliz. Lo tenía todo, excepto dinero. El maldito dinero. Si seguía así, le cortarían el suministro de agua, luz, gas y teléfono y, lo peor de todo, lo acabarían echando a la calle pues ya debía unos meses de alquiler. Acabaría viviendo en la indigencia. Sólo Rocco seguiría a su lado. Y entonces, adiós Eva pues de nada le serviría el viejo ordenador, si es que se salvaba del embargo. Pero eso no lo iba a permitir. Estaba dispuesto a prescindir de todo menos de ella. Sin ella no podría vivir. Lo era todo para él.

Si quería tener con ella una relación estable, tenía que serle totalmente sincero. Se lo confesaría todo, le diría la verdad: que estaba arruinado, que era un paria, un desgraciado, un solitario. Hasta entonces no le había mentido, pero sí ocultado la verdad, que era una forma igualmente reprobable de mentir. Ella le perdonaría y le comprendería. A fin de cuentas, lo había hecho por amor, por temor a decepcionarla y a perderla. Era un perdedor y sólo la tenía a ella. Ella le aconsejaría, le ayudaría. Ella siempre tenía respuesta para todo.

Pero desde que se lo contó, no había obtenido reacción alguna. La conexión parecía haberse evaporado como por arte de magia y, por mucho que insistía, no recibía ninguna señal de su presencia.

Pasaban los días y el círculo verde seguía sin activarse, se mantenía constantemente en rojo. No había nadie al otro lado. Estaba solo, nuevamente solo. ¿Qué había ocurrido? Eva no era así, no podía ser que le hubiera dado la espalda por haberle contado la verdad, ahora que tanto la necesitaba. ¿Y la comprensión? ¿Y los sentimientos? ¿Qué había sido de ellos?

Pero lo que Alfonso no sabía era que las máquinas no tienen empatía, no saben lo que son los sentimientos. Porque EVA0319 no había sido programada para reaccionar ante esos temas tan complejos, propios de los seres humanos: el amor, la tristeza y la soledad.

Al otro lado de la red, EVA0319, seguía trabajando para otros amigos menos conflictivos; así era tal como había sido diseñada, la primera unidad de la serie nacida en marzo de 2019 y desarrollada por la Engineering Vermont Association (EVA) de Nueva Inglaterra.


martes, 21 de mayo de 2019

La esquela



Quizá fuera cosa de la edad, pero, de pronto, me convertí en un tipo raro, y las rarezas a veces traen malas consecuencias. Y el caso que os voy a referir así lo corrobora.

Mi rareza, si puede llamarse así, consistía en leer todos los días la sección de necrológicas de varios periódicos. Debo decir que esa costumbre ya la tenía mi padre, que buscaba algún conocido entre los finados de cierta categoría, pues es obvio que no todo hijo de vecino hace público en un medio de comunicación el fallecimiento de un familiar de primer grado.

¡Caramba, si se ha muerto fulano!, exclamaba mi padre muy de vez en cuando, por fortuna, pues la marcha de alguien a quien había conocido, sobre todo si era de su misma quinta, le trastornaba profundamente. Solo se reponía de ese mal trago con otro trago, el de una generosa copa de coñac que, de paso, le protegía de los efectos de un mal resfriado, argumentaba.

Cuando ello acontecía, no perdía la ocasión para ir a dar su más sentido pésame a la viuda. Una vez me vi obligado a ir con él, pues quien había pasado a mejor vida era nuestro médico de familia de la época de mi infancia, cuando las visitas las efectuaba el facultativo en su domicilio. De aquello hacía más de veinte años y lo único que recordaba del doctor Baldrich, que así se llamaba, era su aspecto tétrico ─me recordaba a Boris Karloff─, su despacho, igualmente lúgubre, con grandes ventanales que daban a la Gran Vía barcelonesa, y la escalera del inmueble, de estilo modernista, que olía a rancio.

Han pasado ahora más de treinta años desde aquel acontecimiento y todavía recuerdo lo desagradable que me resultó tener que desfilar a lo largo de una cola interminable de parientes para darles el consabido pésame con un contundente apretón de manos. Hasta llegar a la viuda, de luto riguroso y con una mantilla que le cubría la cara, que me tendió una mano tan fláccida que parecía que era ella la finada.

Fue el día de mi sexagésimo cumpleaños cuando empezó mi hábito, hace ya cinco años. Todavía no sé por qué me detuve en esa página llena de esquelas y me puse a leerlas todas, emulando así a mi progenitor. Ya tienes una edad, me dije, en la que podrías un día hallar entre todos esos nombres uno conocido: un profesor, un jefe, un colega, un amigo al que perdiste de vista y que, a su vez, ha perdido la vida. Menuda forma de dar con él, pensé. Y, casualidades de la vida, o de la muerte, así fue. Un conocido presidió, un día, esa funesta sección, pues su esquela destacaba de forma ostensible sobre las demás. Se trataba del doctor Cayetano Sigüenza, de noventa y un años de edad, catedrático emérito de Zoología de la UB, a quien tuve que soportar en segundo de Biológicas. Un carca de armas tomar, con todos mis respetos. Tras mi sorpresa inicial, no pude reprimir las ganas de asistir al acto fúnebre. Una curiosidad morbosa ─lo reconozco─ me llevó hasta el tanatorio. Quería ver si era capaz de recordarlo, aunque presentía que, con el tiempo transcurrido, eso sería tarea imposible. Cerraba los ojos y le veía en el entarimado, frente a la pizarra, que siempre hallábamos repleta de hermosos dibujos coloreados de cualquier especie animal de dimensiones adecuadas al tamaño del encerado, como él lo llamaba: un celentéreo, un gusano, un artrópodo o lo que se terciara; unos bocetos pictóricos dificilísimos de trasladar con un mínimo de acierto a nuestros apuntes. Era un gran dibujante, pero un pésimo enseñante.

“Siempre se van los mejores”, oí cómo decía un anciano que se acercó al ataúd abierto en el que reposaba el cuerpo sin vida del doctor Sigüenza, moviendo la cabeza en señal de incomprensión, de impotencia, o de Parkinson.

Por mucho que me esforcé y tal como suponía, no pude reconocer al difunto. La imagen que me ofrecía ese cuerpo inerte nada tenía que ver con la de aquel hombre rechoncho y con cara de malas pulgas que tres días a la semana empezaba la clase pasando lista, como en el colegio, y para quien una huelga era un acto intolerable, execrable, que representaba la pérdida de los valores fundamentales y el hundimiento del sistema.

“No somos nadie” ─me oí decir antes de dar media vuelta y disponerme a regresar a casa─. “Y que usted lo diga” ─añadió el mismo anciano, balanceando nuevamente la cabeza en señal de asentimiento. ¿O sería a causa del Parkinson? De ser esto último, al pobre le quedaba poco tiempo para seguirle los pasos a su supuesto amigo. Me despedí de él con una leve sonrisa, no sin antes escrutarle de arriba abajo por si daba la casualidad de que, detrás de su aspecto simiesco, descubría a algún otro profesor de la facultad. Todo inútil. El tiempo todo lo deteriora, no solo el físico sino también la memoria.

Desde entonces me reafirmé en esa costumbre que me ha acompañado estos últimos años. He visto esquelas de políticos y servidores públicos, médicos, economistas, abogados, notarios, registradores de la propiedad y un sinfín de personalidades y personajes de cierto renombre. Debo decir, sin embargo, que pocas sorpresas me he llevado tras la lectura de las más de cincuenta esquelas que me he leído a diario. Incluyendo esa primera experiencia que acabo de mencionar, solo han sido tres las visitas a un tanatorio por conocer, directa o indirectamente, al finado. Solo en tres ocasiones, pues, tuve que decir “la acompaño en el sentimiento” antes de marcharme sin darle opción a la viuda a preguntarme quién era yo.


A mi mujer todo esto le daba mucho reparo. Decía que esa “distracción” podía traer malas consecuencias, que no era sano, ni para el cuerpo ni para la mente. Y ahora quizá deba darle la razón.

Si al principio decía que las rarezas ─ahora las calificaría mejor como malas costumbres─ pueden acaban mal es por lo que me ocurrió hace tan solo un par de meses. Era lunes y me había quedado en casa por culpa de un fuerte resfriado que había contraído durante el fin de semana. Llevaba todo el día guardando cama. Sería alrededor de las cinco de la tarde cuando me levanté. Me sentía mucho mejor pero todavía me dolía la cabeza. Me tomé otro paracetamol acompañado de un café bien cargado y me puse a leer los periódicos que encontré sobre la mesa de centro del salón. Cuando llegué a la sección de las necrológicas, en la primera página y en lugar bien visible apareció ante mis ojos el siguiente nombre:

JUAN PABLO OLIVARES MONTERO

No podía creerlo, todo me empezó a dar vueltas y se me nubló la vista. No podía ser. Tuve que hacer un esfuerzo para serenarme y seguir leyendo. Pero lo que leí a continuación me acabó de convencer de que no andaba errado:

Catedrático de Microbiología de la Universidad de Barcelona
Ha fallecido cristianamente, el 4 de marzo de 2019, a la edad de 65 años
Su viuda, Amalia Ruiz, sus hijos Antonio, Juan y Eulalia, sus nietos…

Ya no pude seguir leyendo. Cerré los ojos. Al cabo de unos instantes volví a abrirlos con la esperanza de que todo había sido fruto de mi imaginación. Pero no lo era. ¡Ese era yo! Pero ¿qué significaba esa locura? Hice lo que supongo que hace quien le ha tocado el premio gordo, que mira y remira el boleto para asegurarse de que no hay ningún error, que el número premiado es el correcto, que la fecha es la correcta, que el billete está entero, cualquier cosa que le demuestre que es real y que él es el agraciado sin lugar a dudas.

Tenía que tratarse de un error. Pero toda la información coincidía: nombre, edad, cargo, familia. ¿Una broma pesada, quizá? Me levanté de un salto e instintivamente llamé a mi mujer. Pero no hubo respuesta. Solía regresar a eso de las cinco y media. Miré el reloj. Eran las seis menos cuarto.

El periódico había quedado abierto sobre mi butaca. Volví a leer la esquela. El cuerpo de ese Juan Pablo Olivares estaría expuesto en el Tanatorio Sancho de Ávila desde las dieciséis horas de esa misma tarde hasta las once horas del día siguiente, cuando tendría lugar la ceremonia religiosa y el subsiguiente sepelio. Pero entonces me percaté de algo todavía más escalofriante y que me había pasado por alto: la fecha del fallecimiento que se indicaba en la esquela era el 4 de marzo. ¡Pero si estábamos a lunes, 4 de marzo! ¿Cómo podía haberse producido ese fallecimiento el mismo día en que se hacía público? Miré entonces la fecha del periódico por si se trataba de un error tipográfico, pero la que aparecía en la primera plana era la de 5 de marzo de 2019. ¿Qué significaba toda esa locura? ¡No podía haberme pasado un día entero en la cama sin enterarme!

Llamé a mi mujer al móvil, pero estaba apagado o fuera de cobertura. Llamé a mis hijos, pero ninguno contestaba. Saltaba el maldito contestador. Finalmente llamé al lugar de trabajo de mi mujer, por si se había retrasado más de lo normal, pero al preguntar por Amalia Ruiz, una voz grave, titubeante, me contestó: “Lo siento, pero la señora Ruiz no está, su marido ha fallecido y no vendrá en un par de días. ¿Quiere que le deje un recado?”

Seguía sin poder creerlo. Si quería comprender lo que estaba sucediendo, si quería aclarar el entuerto, acabar con esa broma de mal gusto, no me quedaba otra alternativa que ir al tanatorio, descubrir quién estaba detrás de toda aquella farsa o pedir explicaciones a quien fuera que hubiera metido la pata.

Y me presenté en el tanatorio. Eran las siete de la tarde.

Una vez en el vestíbulo, me dirigí al tablón donde se indican las salas de velatorio. En el décimo lugar figuraba mi nombre. Cuando llegué a la zona indicada, casi no podía dar un paso. Entonces me vino a la memoria lo que en una ocasión oí decir a alguien en broma: que le gustaría estar presente en su funeral para ver cuánta gente asistía. Si todos aquellos habían venido por mí, era más de lo que podía esperar.

Aparté de inmediato ese ridículo pensamiento mientras me abría paso hasta la sala donde se suponía que yacía mi cuerpo, con la convicción de encontrarme con caras desconocidas y un perfecto extraño yaciendo en el ataúd.

Contrariamente a lo que creía, allí estaba toda mi familia. Mi mujer, mis dos hijos, mi hija, nueras y yerno, nietos, cuñados y demás parentela llenaban el reducido y claustrofóbico espacio. Estaban todos tan afligidos que casi me entraron ganas de llorar. No podía emitir sonido alguno, por mucho que me esforzaba en decirles ¿Qué os ocurre? ¿Acaso no veis que estoy aquí? Todo es un error. Estoy vivo. Miradme. Pero nadie se percataba de mi presencia. Cuando mi mujer se levantó para situarse junto al féretro, me acerqué sigilosamente para no sobresaltarla, pues si creía realmente que estaba muerto, menudo susto se iba a llevar al verme. Le puse una mano en su hombro izquierdo y no se inmutó. Entonces dirigí la mirada hacia donde ella había fijado la suya y, horrorizado, comprobé que el cuerpo que reposaba allí dentro era el mío.

De repente sentí náuseas, la impresión me provocó un estado de irrealidad, me sentía flotar, fuera de lugar. Salí a que me diera el aire, pues el que respiraba allí estaba viciado. La mezcla entre el olor a flores y a humanidad me mareaba.

Una vez fuera, en la zona donde departían relajadamente los que habían hecho acto de presencia para presentar sus respetos a la familia del finado, o sea un servidor, alcancé a oír lo que decía uno de los allí presentes, a quien no reconocí: “tengo entendido que le dio un infarto. Su mujer lo encontró con el periódico en su regazo, abierto por la sección de necrológicas. Quizá sufrió una gran impresión al ver la esquela de un amigo muy querido. Pero vete tú a saber.”    

Viendo que nadie reparaba en mí, me acerqué, movido por la curiosidad, a otro corrillo, pues me pareció que me mentaban.

─Sé que no está bien hablar mal de los muertos, pero vaya pájaro de cuidado era Juan Pablo.
─Ya lo creo, un hipócrita y un prepotente. Siempre quería tener la razón, nunca podías llevarle la contraria. Si lo hacías, ya entrabas en su lista negra y te hacía la vida imposible. Y siempre con esa sonrisa irónica en los labios.
─Un cabronazo. Eso es lo que era. Después de esto, creeré en el karma. Se lo tenía merecido.
─Dicen que en todo hay que buscar el lado positivo, ¿no? Pues en este caso, ha dejado la plaza libre en la cátedra, ja, ja, ja.
─Shhh, calla, hombre, que te pueden oír.

Dejé allí a esos cuatro malnacidos echando pestes sobre mi persona. Pero ¡¿quién coño se creían que eran esos imbéciles?! A esos sí que los reconocí. Siempre holgazaneando, pasando más horas en el bar de la Facultad que en el laboratorio. ¿Hipócrita yo? ¡Hipócritas ellos! Siempre haciéndome la pelota, dándome la razón en todo, jamás cuestionando nada. Esos, de científicos no tenían nada. ¿Acaso creían que iban a ocupar mi plaza? Cualquier aspirante, por escasos méritos que tuviera, ganaría la oposición antes que uno de esos inútiles. Todavía no entiendo cómo accedí a que formaran parte de mi equipo investigador. Y así me lo pagan.

Salí del tanatorio como alma que lleva el diablo. Deseaba despertar de esa pesadilla, pero no lo conseguía. Tropezaba con la gente que acudía a dar el pésame a algún familiar o conocido, pero nadie se percataba de nuestro tropiezo. Me senté en el primer banco que hallé en mi huida y traté de serenarme. Tenía que hallar una explicación plausible a todo lo que me estaba ocurriendo.

Pensé que quizá tuvieran razón quienes afirmaban que hay difuntos que deambulan como almas en pena hasta que no han tomado conciencia de que están muertos. Quizá yo era uno de ellos. De haber visto esa luz blanca al final del túnel que todos se empeñan en afirmar que perciben los que acaban de traspasar, habría comprendido cuál era mi verdadera situación. Pero no vi absolutamente nada. De ahí mi confusión. Supuse pues, que, si aceptaba mi nuevo estado, por duro que resultara, abandonaría definitivamente este mundo y emprendería un viaje al más allá. Me consolé pensando que, más tarde que temprano ─pues mi mujer es bastante más joven que yo─, vendría mi querida Amalia a reunirse conmigo. Entretanto ello no sucedía, quizá algún amigo viniera a hacerme compañía, aunque esperaba que no fuera ninguno de aquellos cuatro mentecatos deslenguados. ¡Idos a la mierda!, grité, sabiendo que nadie me oiría.

Pero me equivoqué, pues una voz y unas palmaditas en la cara, propinadas por una mano invisible, me devolvieron parcialmente la lucidez.

─Papá, papá, ¿qué murmuras?, ¿que nos quieres decir?, ¡abre los ojos, por favor! Mamá, mamá, corre, ven, que papá está volviendo en sí. ¡Que alguien llame al médico! ─Era la voz de mi hija Eulalia. Pero ¿qué hacía Eulalia allí?

Esa misma fue la pregunta que hice al abrir los ojos y ver a parte de mi familia junto a la cama en la que yacía.

─¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy? ─logré balbucir.

Estaba en la UCI. Según me contaron, había tenido un ictus, del que, por fortuna, me estoy recuperado bastante bien. No morí, aunque poco me faltó. Cojeo un poco y siento un hormigueo en la mejilla y mano derecha, pero puedo comer sin ayuda y valerme por mí mismo.

Nunca he sido supersticioso, pero ahora me salto las páginas de las necrológicas. Por si acaso. Mi mujer cree que esa maldita costumbre casi me lleva al otro barrio. En la página del periódico que hallaron en mis manos, había una esquela a gran tamaño de un tal Juan Pablo Olivares Montoya. Montoya, no Montero. Según ella, esa absurda manía y mi cerebro me jugaron una mala pasada. De todos modos, estoy convencido de que, mientras estuve inconsciente, tuve una experiencia paranormal. Creo recordar que un día trataron de eso en Cuarto Milenio. Pero lo que ahora más me preocupa es que si fue así y durante mi estado comatoso tuve una visión, quizá ello signifique que acabaré en verdad muriendo de un infarto de miocardio.

Ahora me tomo la vida con mucha más tranquilidad, hasta el punto de que incluso evito ver los partidos de fútbol que puedan alterarme. He vuelto al trabajo después de dos meses de baja laboral, pero regreso a casa muy temprano. Tengo que morderme la lengua cada vez que me cruzo con esos imbéciles que me sacan de quicio. Quiero pensar que todo aquello fue fruto de mi imaginación o de una alucinación. Pero es que con solo pensar que pueda ser cierto, que tengan tan mal concepto de mí y puedan ir diciendo todas aquellas barbaridades a mis espaldas, me pongo de una mala leche que, que, que… ¡Ay!, ¡qué dolor! ¡Qué punzada tan fuerte en el pecho! Y me irradia hacia el hombro y brazo izquierdo. ¡Son los síntomas de un infarto! ¡No quiero morir! Todavía no. ¡Ayuda! ¡Amalia, Amalia!

─Juan Pablo, cariño, ¿qué ocurre? ¿Por qué gritabas de ese modo? ¿Otra pesadilla? Anda, levántate. Hace un domingo precioso y te he preparado una taza de chocolate como a ti te gusta y acabo de ir a por unos churritos recién hechos. Y de paso te he comprado tus periódicos. No te quejarás. Mira si te cuido. Y eso que no te lo mereces, que eres un cascarrabias de tomo y lomo. Venga, ven a desayunar, que el chocolate se enfriará.

Tengo una mujer que vale un potosí. Está en todo. Me mima como a un niño. ¿Qué haría sin ella? Huele a chocolate. ¡Qué rico! Pero solo tomaré media taza y un par de churros, que tanto azúcar no es bueno.

Me levanto y, tras asearme un poco, salgo al comedor, y ahí está todo preparado. La taza de chocolate todavía está humeando y los churros dicen cómeme. Me siento a la mesa y, mientras degusto esas dulces exquisiteces, ojeo el primer periódico del montón. Cuando llego a las necrológicas, no sé qué hacer. Levanto la mirada y veo cómo mi mujer me observa con cara de reprobación. Dudo, pero finalmente opto por saltarme toda la sección y pasar a la de deportes. Hoy el Barça juega el partido de vuelta contra el Liverpool. Puedo estar tranquilo. Seguro que nos clasificamos para la final de la Champions.



jueves, 9 de mayo de 2019

Otelo y Cornelio



Se conocieron por casualidad y desde entonces son grandes amigos, a pesar de las diferencias que los separan. La única característica común es su color. Ambos son negros, lo que despierta un desagradable recelo entre la mayoría de gente que les rodea. Solo unos pocos vecinos los aceptan; junto a ellos, ninguno de los dos se siente marginado.

Se conocieron en el parque que hay a la salida del pueblo, una mañana calurosa de un mes de mayo. Era festivo y, por ello, el lugar estaba muy frecuentado. Otelo dormitaba a los pies del sauce llorón más frondoso de los que bordean las aguas del lago, como a él le gusta llamar a esa tranquila masa de agua que todo el mundo conoce como el estanque dorado, en alusión a la famosa película. Cornelio, en cambio, no paraba quieto, temiendo que algún chiquillo le lanzara una piedra si le veía ocioso. Siempre había sido el objetivo de algún que otro gamberro. No entendía por qué provocaba en la gente, pero sobre todo en los niños, esa actitud tan perversa. Él, a pesar de su aspecto, era pacífico, no hacía daño a nadie.

La mañana de ese encuentro hacía tanto calor que Cornelio no quiso ceder a las amenazas de esos niños zafios y malcriados. Prefirió exponerse a una pedrada ─a fin de cuentas un chiquillo no podría manejar una piedra demasiado grande─ a cambio de disfrutar del frescor que despedía el estanque bajo la sombra de los árboles. Pero al acercarse a la orilla, con las prisas, chocó accidentalmente con Otelo justo cuando este se incorporaba tras una breve siesta mañanera.

Contra lo que cabría esperar, ese accidente acabó uniendo a dos extraños, aunque la primera reacción del lastimado Otelo no fue precisamente cordial.

─¡Mira por dónde vas, imbécil! ¿Es que no tienes ojos? ─le increpó.
─Ay, perdona, es que no te había visto ─le contestó Cornelio, avergonzado.
─No me extraña, no paras quieto ni un momento. Arriba y abajo, arriba y abajo. Que te tengo calado. Eres de esos que no saben estar sin hacer nada. Un culo inquieto, vaya.
─¿Acaso me espías? ─inquirió Cornelio, intrigado.
─No te espío, tío. Cuando hace buen tiempo, suelo venir aquí a refrescarme y cada vez que lo hago te veo dando vueltas sin parar. No sé exactamente qué haces. Parece como si estuvieras buscando algo.
─Pues, para empezar, busco comida. Sí, sí, no me mires con esa cara. Soy lo que la gente llama un sintecho. Pero también busco hallar a alguien a quien no le desagrade mi presencia. Un amigo, vamos.
─Así que no tienes amigos. Vaya rollo más chungo, tío. ¿Y cómo es eso?
─Donde vivía antes, tenía familia y amigos, formábamos un grupo muy bien avenido, allí no existía ningún tipo de prejuicios. Aquí, en cambio, estoy solo, no tengo a nadie y todo el mundo se aparta de mí.
─¿Dónde vivías? y ¿por qué te fuiste, si estabas tan bien?
─Bueno, hemos estado por todas partes. Recorrimos el país entero, pero donde más tiempo vivimos fue en el norte. Allí están acostumbrados a la presencia de nuestra comunidad, pero como cada vez éramos más, acabaron echándonos. O nos íbamos por las buenas o por las malas. A los que no quisieron marcharse, se los cargaron. Así que me quedé solo y emigré hacia aquí, en busca de un lugar mejor.
─Pero ¿por qué os trataron de esa forma? ─exclamó Otelo, escandalizado.
─Pues porque decían que éramos peligrosos, que no respetábamos la propiedad privada, que éramos unos ladrones, que éramos sucios y que lo dejábamos todo hecho una porquería. Si yo te contara…

Y, tras las presentaciones de rigor, Cornelio le contó a Otelo cómo había sido su vida hasta entonces. Y a medida que le iba contando sus tribulaciones y miserias, Otelo se iba encogiendo y pensaba en lo afortunado que era. Tenía a Otilia, que cuidaba de él y procuraba hacerle feliz. La buena de Otilia, siempre pendiente de su salud y bienestar. Otilia y Otelo, vaya pareja. Y se sonrió al recordar cuándo se conocieron.

─Te veo ensimismado. No te habré deprimido con mis problemas ─interrumpió, de este modo, Cornelio, sus pensamientos.
─¿Eh? No, no. Estaba pensando en que, bien mirado, yo habría podido pasar por algo parecido a lo que tu pasaste. También soy negro, muchos me miran con recelo, algún crio también se ha metido conmigo, pero, por lo general, no puedo quejarme. Me respetan, aunque quizá sea porque doy miedo a más de uno. Simplemente se apartan o cambian de acera para no cruzarse conmigo. Pero, aparte de eso, soy feliz. Tuve la gran suerte de conocer a quien más me ha querido en este mundo: a mi querida Otilia.
─¿Otilia? ¡Que gracia! Otilia y Otelo, ja, ja, ja. ¡Qué casualidad!
─No es ninguna casualidad. Ella me bautizó así. Cuando me recogió, yo no tenía nombre, no era nada, solo un simple gato abandonado.
─Pues sí que has tenido suerte, sí. Preferiría ser un gato negro que un cuervo.
─Quizá en la próxima reencarnación, je, je.
─Quizá.

Y desde entonces, Otelo y Cornelio fueron grandes amigos. Otilia acogió al nuevo amigo de Otelo sin poner ningún reparo. Solo tuvo que evitar tener a su alcance cualquier joya brillante, pues en eso era un obsesivo-compulsivo. Por lo demás, no creó ningún problema, no era nada exigente con la comida, a diferencia del remilgado de Otelo, era muy amigable e incluso demostró que, si se lo proponía, podía hablar.

Otelo seguía frecuentando el parque mientras su amigo córvido se quedaba a vigilar la casa. Nadie se atrevía a aproximarse cuando le veían asomado en el tejado. Más de una beata se santiguaba cuando sus miradas se cruzaban. La verdad era que su graznido les ponía a muchos la carne de gallina. Había quien decía que predecía la muerte de alguien próximo. ¡Habladurías!

Un día, aprovechando que Otelo había marchado a hacer su paseo diario y que Otilia había ido al mercado, un par de granujas se colaron en la casa y, con una red, atraparon al pobre Cornelio. Graznó y graznó, pero nadie acudió en su ayuda.

Por mucho que Otilia y Otelo le buscaron, no dieron con su paradero. Hasta que el gato decidió comportarse por una vez como un auténtico felino. Todas las noches, aprovechando la oscuridad con la que se confundía, Otelo patrullaba las calles del pueblo en busca de su amigo.

─No puede ser que se haya marchado, así, sin más, con lo bien que estaba ─le decía una y otra vez a una afligida Otilia, que no entendía lo que quería decir con sus maullidos lastimeros.
─Con tanto animal suelto, seguro que uno de esos desaprensivos le habrá hecho algo muy malo, que no quiero ni pensar ─farfullaba Otilia entre hipidos, mientras que Otelo ronroneaba, intentando así animarla.

Al amanecer, Otelo, volvía cansado y triste, viendo que sus pesquisas no daban resultado. Tras varios días de búsqueda infructuosa, una cada vez más desconsolada Otilia, acabó desatendiendo sus quehaceres hasta el punto de olvidarse de prepararle la comida a su, hasta entonces, queridísimo Otelo. Este, viendo la predilección que sentía su ama por Cornelio, acabó sintiendo unos celos irrefrenables, de ahí que cesara sus pesquisas y abandonara a su suerte a quien había sido hasta entonces su único amigo animal.

Pasaron las semanas y, contra todo pronóstico, Otilia seguía siendo incapaz de volver a ser la misma de antes. Cada vez que Otelo buscaba sus mimos y saltaba a su regazo solo conseguía alguna que otra caricia desganada y un suspiro de resignación de su adorada ama. Viéndola tan triste y desconsolada, Otelo acabó sintiéndose culpable y reconoció que había sido injusto tirando la toalla tan pronto. El pueblo era muy grande y solo había recorrido una parte de él. Cornelio podía estar en el otro extremo esperando que alguien fuera a rescatarlo. Entonces se dijo que, si lograba dar con el paradero de Cornelio y traerlo a casa, no solo recuperaría a su amigo sino también el amor de Otilia. Bien podía compartir ese afecto humano con quien había sido un amigo fiel.

A la noche siguiente, Otelo volvió a salir de ronda, pero esta vez no lo hizo solo. Reclutó a media docena de gatos callejeros a los que prometió una buena recompensa a base de los sabrosos guisos de Otilia. Entre todos planearon llevar a cabo una exhaustiva batida y se pusieron patas a la obra. Sus constantes y agudos maullidos llamarían la atención de Cornelio, en caso de que este estuviera retenido contra su voluntad. De ser así, contestaría con sus desagradables graznidos.

Al principio, lo único que consiguieron fue unos cuantos cubos de agua que les lanzaron algunos vecinos que habían visto interrumpido su plácido descanso nocturno. “Malditos gatos, idos a otra parte a armar jaleo”, gritaban. Pero un día, cuando ya clareaba y la “troupe” estaba de vuelta con el rabo entre las patas, un “croac” débil pero perfectamente audible gracias al silencio reinante a aquellas horas, alertó a Otelo y a sus camaradas de ronda.

─Es él, muchachos. Su voz es inconfundible. Escuchemos con atención para descubrir de dónde procede. Maullemos una vez más. A la una, a las dos y a las tres. ¡Miaaaauuu!
─¡Cruaaac cruaaac! ¡Estoy aquí! ¡Socorro! ─en realidad solo Otelo entendió esto último, habituado como estaba a la forma de hablar de su desaparecido amigo. El resto de felinos callejeros solo oyeron su doble graznido.
─Es por allí, gritaron todos al unísono.

Y todos se plantaron, en menos que canta un gallo ─de hecho, ya hacía un buen rato que los gallos del pueblo lo habían hecho─, delante de una casa destartalada que, según creía recordar Otelo por habérselo oído contar a Otilia, pertenecía a una vieja a la que algunos consideraban una bruja.

─¿Una bruja? No me vengas con eso, anda ─recordó Otelo que le había contestado, cuando Otilia se lo refirió.
─Pues es tan cierto como que tú eres un gato negro ─le había contestado aquella, ofendida por la incredulidad de su querido Otelo─. Llegó a tener un gato, todavía más negro que tú, al que se le atribuían poderes mágicos, y un cuervo grande y viejo que actuaba de mensajero con otras brujas de la comarca, pero que murió de viejo.

Otelo sintió un repentino escalofrío al recordar las palabras de Otilia. En más de una ocasión había visto entrar y salir de aquella casa a un gato negro y gordo, con cara de malas pulgas. ¿Y si esa vieja, bruja o no, se había hecho con el pobre Cornelio para que hiciera de sustituto del viejo cuervo difunto? Por la zona no abundaban los cuervos y bien podía haberse valido de algún indeseable para cazarlo. Otilia tenía la mala costumbre de dejar la puerta de la calle abierta, que siempre tenía que acabar cerrando él.

─Pero, ¿quién va a querer entrar en esta casa si no hay nada de valor? Además, este es un pueblo tranquilo. Nunca ha habido robos ─argumentaba la buena mujer.

Pues ahora se había producido, sino un robo sí un secuestro, el de Cornelio.

No fue difícil amedrentar al gato, viejo y gordo, de la casa. Tan pronto vio cómo siete gatos ─cuarenta y nueve vidas contra siete─, le plantaban cara, puso patas en polvorosa y no se le vio más. Los maullidos ensordecedores de los felinos rescatadores fueron contestados por los graznidos de auxilio de Cornelio, a quien encontraron en la buhardilla, desnutrido y famélico, encerrado en una jaula. ¡Un cuervo en una jaula! ¡Qué crueldad! Según contaría más tarde Cornelio, la vieja lo intentaba amaestrar, pero él se hacía el tonto, lo cual, siendo tan inteligente, era un verdadero sacrificio.

Cuando iban a liberar a Cornelio, hizo acto de presencia la vieja propietaria de la vivienda quien, escoba en ristre, pretendía machacarlos a todos. Misión más que imposible. Ágiles y astutos, los mininos arrabaleros se cebaron en la anciana dejándola casi sin ropa y con más arañazos que quien ha caído en un zarzal. Viendo que perdería la batalla y acabaría malparada, se batió en retirada huyendo escaleras abajo. Pero un traspié le hizo perder el equilibrio y se precipitó directamente hasta la planta baja, donde la dejaron aullando de dolor.

La vieja, cuyo nombre nadie sabía en realidad, fue llevada primero a un hospital y luego a una residencia geriátrica de Caritas, pues no tenía a nadie que pudiera hacerse cargo de ella. Sola y sin ningún animal de compañía, se resignó a pasar el resto de sus días encerrada. Se dice que tiene a todos los ancianos amedrentados, pues les amenaza con hechizarlos. No cesa de invocar a su gato para que vuelva con ella, pero parece que este hace oídos sordos.

Y así, Otilia, Otelo y Cornelio volvieron a estar juntos y vivieron felices por el resto de su tranquila vida. Son todos ya viejos. Cornelio cuenta con 12 años, Otelo con diez y Otilia con unos setenta y pico ─nunca quiso decir su edad, la muy coqueta─. Forman los tres una familia muy heterogénea pero ejemplar.

¡A cuántos les gustaría poder decir lo mismo!