En su encierro voluntario, Alberto apenas veía
la luz del sol. Su madre y abnegada cuidadora, siempre tan atenta a sus
necesidades, le animaba a salir a dar un paseo para que, por lo menos, cambiara
de ambiente y se distrajera un poco. No era bueno un enclaustramiento tan
prolongado, ni para su cuerpo ni para su alma. Pero él todavía no se sentía
preparado. Se pasaba horas y horas tumbado en la cama, con la única compañía de
sus libros y sus pensamientos. Ni siquiera la música, su, hasta hacía poco,
amiga inseparable, lograba sacarlo de ese estado melancólico al borde de la
depresión.
Julia, una viuda
todavía joven, se había convertido en la protectora y guardiana de ese hijo
único que estaba pasando por un trance muy difícil y peligroso, pero del que
confiaba saliera tarde o temprano. Si ella, enfermera de profesión y madre por
vocación, tomaba las riendas de la vida de ese adolescente, con una larga vida de
felicidad y proyectos por delante, y lograba que se dejara cuidar y aconsejar,
habría valido la pena tanto sacrificio.
El joven, por su parte,
hastiado de la insoportable sobreprotección a la que, desde muy niño, le tenía
sometido su progenitora y que tras el accidente se había intensificado, desplegó
una rebeldía como nunca antes había mostrado.
Así las cosas, no
resulta difícil de imaginar el aislamiento y el blindaje tras el que Alberto se
había parapetado.
Últimamente, a la
lectura Alberto le había sumado alguna que otra aplicación informática para
evitar que su cerebro estallara. Los juegos virtuales siempre le habían
gustado. ¡Cuántas horas había dedicado a los juegos de guerra, encerrado en su
habitación, hasta que su madre le llamaba insistentemente para cenar! Pero ahora
se trataba de otro tipo de diversión, más tranquila, menos violenta y más
saludable para la mente: mirar y remirar los álbumes de fotos en las que
almacenada multitud de recuerdos de cuando era un chico feliz. Ahora, todos sus
planes de futuro se habían esfumado. Todo aquello por lo que había suspirado se
había desvanecido como la escarcha ante el calor del sol. Sus amigos se habían
alejado de él. ¿O había sido él quien los había abandonado? Qué lejos quedaban
los momentos de camaradería y las aventuras amorosas del instituto. Solo habían
pasado dos años y parecía que hacía una eternidad. Solo recibió visitas de sus amigos durante los primeros meses. Luego debieron cansarse de su mal talante e
insociabilidad.
A simple vista, podía
parecer que se había resignado a su nuevo estado. Pero la rutina llevaba tiempo
minando, cada vez más, su maltrecha entereza. Y los lentos avances médicos no
auguraban que pudiera abandonar su situación actual y volver a una aceptable normalidad
a medio-largo plazo. Era desesperante verse convertido en un muñeco de trapo de
cintura para abajo.
Un día, por fin,
accedió a sentarse frente a la ventana de su habitación que daba al patio de
vecinos. «Por lo menos toma un poco el sol, que andas muy bajo de vitamina D»,
le había insistido su madre. Era un día luminoso y el calor del sol era
realmente reconfortante.
Hay que reconocer que
Julia tenía una entereza inusual. Si a la indomable tozudez de su hijo, le
añadimos su propio estado de salud, que, a sus cincuenta años, no era
precisamente muy boyante, habría sido comprensible que se hubiera batido en
retirada y dejar a Alberto en paz. Todo lo contrario. Parecía como si ambas
cosas le dieran más fuerzas, la convirtieran en una madre coraje. Pero ese
coraje no estaba dando sus frutos. A ella le habría gustado que su hijo por lo
menos le agradeciera sus esfuerzos y su abnegación, y que la desgracia les hubiera
unido más que nunca. ¿Acaso no dicen que las contrariedades unen a quienes las
padecen?, se decía.
Julia siempre consideró
que aquel amor incondicional hacia su hijo era algo natural en una madre, pero en
su caso también era el resultado de los acontecimientos que habían rodeado su
nacimiento. Ella deseaba con locura ser madre, pero otra madre, la Naturaleza,
se lo impedía. Pero cuando ya había desestimado ver esa ilusión hecha realidad,
a una edad poco recomendable para la maternidad, quedó embarazada del que sería
su único hijo. El embarazo fue, además, muy complicado y de riesgo. Tuvo que
guardar cama durante prácticamente todo el periodo de gestación. Por si ello
fuera poco, el parto se presentó difícil, llegándose a temer por ambos, madre e
hijo. Así pues, Julia creyó que todo había sido un milagro. Y ese milagro la unió
con una fuerza inusitada a su deseado hijo, un niño que creció débil y
enfermizo. Aun haciendo vida normal, el crío requería de una atención
constante, siempre pendientes de él. Tal estrés desmotivó a un padre poco dado
a las responsabilidades y con un nulo amor paternal, que ya demostró con una
mueca de desagrado cuando su mujer le notificó su estado de buena esperanza, de
modo que no tardó en poner tierra de por medio con esa nueva familia que no
deseaba.
Y aquí llegamos al presente, cuando tras un
aparatoso accidente de tráfico, un Alberto adolescente queda parapléjico al
venírsele encima un automóvil, con un conductor ebrio al volante a quien su
mujer le acababa de abandonar. De este modo, un marido desdeñado acabó truncando
la felicidad de un chico también abandonado por alguien que debía haberle
querido incondicionalmente.
Tras dos años viviendo
entre la cama y la silla de ruedas, la infelicidad del joven ha ido en aumento
y su madre ya no sabe qué hacer para devolverle la sonrisa. Lo único que ha
logrado Julia en todo ese tiempo ha sido moderar el abatido estado de ánimo de
Alberto y crear un ambiente de relativa concordia entre ellos, aunque sigue
sintiéndose impotente para lograr una mínima muestra de cariño y gratitud de un
hijo que más bien parece que la culpa de todo lo ocurrido, empezando por su
nacimiento.
Pero cuando los cada
vez más negros nubarrones están a punto de descargar más quebranto sobre esa
tensa calma materno-filial, se hace la luz, o mejor dicho la música. Y esa
música no procede de un aparato, sino de una voz femenina, dulce y
aterciopelada, una voz angelical que atrae al joven de tal modo que lo obliga a
incorporarse de la cama, a sentarse en su silla de ruedas y acercarse a la
ventana. Y entonces la ve.
Irene es una chica de dieciséis años, cuatro
menos que Alberto. Está asomada a la ventana de enfrente. Tararea una canción
de los Beatles que a Andrés le encanta: Norwegian wood. En más de una
ocasión había tocado unos acordes con la guitarra que ahora yace en el fondo de
un armario.
Ambas ventanas distan
unos diez metros. Pertenecen a inmuebles distintos, pero comparten ese patio
interior al que se asoma la gente que no se conoce ni hace nada por conocerse.
A pesar de la distancia
que les separa, su voz le llega a Alberto con nitidez. Sus miradas confluyen
unos segundos, los suficientes para que la chica le sonría antes de apartarse
un tanto turbada y desaparecer en el interior de la vivienda.
Alberto no logra adivinar
qué es lo qué le ha atraído de aquella chica, con una cara tan angelical como
su voz y su sonrisa, para que no pueda quitársela de la cabeza en toda la
noche. Incluso ha soñado con ella. A la mañana siguiente, su madre no puede dar
crédito a lo que ve. Alberto, su hijo triste y malcarado, la ha saludado con
unos «buenos días» acompañados de un asomo de sonrisa. Pero esa sonrisa no va
destinada a Julia sino a la chica de sus sueños. En toda la mañana, Alberto anda
nervioso sin que su madre pueda sonsacarle el motivo. Se ha acicalado como
nunca antes había hecho. Incluso ha elegido la camisa que siempre le había
gustado y que había rechazado llevar porque era la que llevaba puesta el día de
aquel desgraciado accidente.
Al mediodía, vuelve a
situarse en el mismo lugar del día anterior, alegando que el sol le había hecho
bien, pero su objetivo no es otro que volver a ver a aquella chica desconocida.
Si aparece de nuevo, le preguntará cómo se llama. Así tendrá un nombre que
ponerle a ese sueño hecho realidad.
¿Realidad? ¡Qué
ingenuo! La cruda realidad es lo que les separa y no la distancia entre sus
ventanas. ¿Cómo puede esperar que una chica “normal” y, por si fuera poco, tan
bonita, pueda tener con él algo más que un trato de cortesía y, a lo sumo, de
amistad? Ella solo le ha visto de torso para arriba. Si lo viera de cuerpo
entero…
Y cuando, abatido por
la dura bofetada de esa realidad tan hiriente, se dispone a retirarse a su
habitáculo de enfermo enclaustrado, la vuelve a oír, pero esta vez no canta,
sino que le habla.
—Hola, buenos días —escucha
Alberto a sus espaldas, obligándole a girarse con mucha cautela para que no se
note la rotación de su silla de ruedas. Pero esa es una auténtica misión
imposible.
—Ho…, hola —le devuelve
el saludo Alberto, azorado, no tanto por su timidez sino por el embarazo al
verse, muy probablemente, descubierto.
—Me llamo Irene, y soy
nueva en el vecindario —se le adelanta la chica—. Mis padres y yo acabamos de
mudarnos. Perdona lo de ayer, pero…
—Yo soy Alberto, la interrumpe
el muchacho. ¿Qué es lo que tengo que perdonarte? —inquiere, nervioso.
—Pues por haberte
dejado plantado sin despedirme. Es que me pillaste desprevenida y sentí vergüenza.
Fue como si me hubieras sorprendido haciendo algo ridículo —añade sonriendo.
—Tarareabas un tema de
los Beatles.
—Sí, era…
—Norwegian Wood —vuelve
a cortarla Alberto.
—Veo que la conoces. ¿Te
gustan los Beatles?
—¿Qué si me gustan? ¡Me
encantan! A la mayoría de los de mi edad les resulta pasados de moda, pero para
mí son tan actuales como cuando estaban en activo.
—¿Cuántos años tienes?
—pregunta la chica, curiosa.
—Acabo de cumplir los
veinte. ¿Y tú?
—Yo tengo dieciséis,
pero voy para los diecisiete —añade vanidosa.
Tras un embarazoso
silencio, Irene le pregunta:
—¿Desde cuándo estás
así?
Me lo temía —piensa
Alberto—. Se ha dado cuenta.
—¿Te refieres a… esto?
—una pregunta retórica, mientras se mueve hacia atrás y hacia delante
impulsándose con los brazos.
—Sí, a eso.
—Pues hará pronto dos
años —le confirma apesadumbrado.
—¡Pues sí que es
casualidad!
—¿Casualidad? ¿A qué te
refieres? —pero no hace falta aclaración alguna, porque Irene le imita con los
mismos movimientos de vaivén.
—Yo llevo así más
tiempo que tú. En Navidad hará cinco años.
Desde aquel día, Alberto experimenta una
metamorfosis vital. Su estado de ánimo ha cambiado de tal modo que no parece el
mismo. Y no parece el mismo porque ya no lo es.
Ahora se han invertido
los papeles. Alberto se ha vuelto comunicativo con su madre a la vez que ella
se ha encerrado en un caparazón impermeable. Cuando él habla, Julia no le
presta atención y cuando es ella quien lo hace, él no la escucha, pero no por
desinterés, como antes, sino porque no puede dejar de pensar en Irene a todas
horas.
Poco a
poco, la situación va mutando a algo indefinible. Cuanto más animado está el
joven, más se le agria el carácter a la mujer. Y Todavía irá a peor.
Alberto e Irene se han hecho
inseparables y su amistad se ha trasformado en amor, un amor físico y
espiritual. Salen todos los días a pasear por la mañana y mantienen largas
conversaciones por la tarde, prácticamente hasta la hora de acostarse. Sus
ventanas ya no son el vehículo de sus confidencias. Pasan largas horas juntos,
para conocerse mejor, en casa de uno o del otro.
Están convencidos de
ser la pareja perfecta. Pero Julia discrepa totalmente. Esa relación no tiene
ningún futuro, opina. Pero esa opinión es, en realidad, fruto de los celos y
del miedo. Celos al verse desplazada por una niñata, y miedo por verse sola en
la madurez de su vida. ¡Después de lo que se ha sacrificado! Cómo puede robarle
a su hijo una desconocida que ha aparecido en sus vidas hace apenas… ¿Cuánto
hace que se ha interpuesto entre madre e hijo, la verdadera pareja perfecta?
Qué más da, pero se le está haciendo cada vez más insoportable.
Los celos que siente
Julia hacia esa advenediza han llegado a extremos enfermizos. En su fuero
interno la odia y la considera una inútil, una minusválida seguramente incapaz
de procrear, de ser una buena esposa y madre, como ella. Aunque años atrás un
médico especialista, del que ya ni recuerda el nombre, le informó que los
parapléjicos podían, en muchos casos, tener relaciones sexuales e incluso
llegar a tener hijos, no quiere ni puede imaginarse a su hijo haciéndolo con
“esa”. Simplemente grotesco y asqueroso. Y aun siendo cierto, ¿cómo van a criar
un niño si ellos mismos necesitan el cuidado por parte de otras personas?
Aquello es antinatural. Serán, como asegura Alberto, almas gemelas, pero no están
hechos el uno para el otro. Se lo tiene que hacer ver a su hijo, quitarle
aquella insensatez de la cabeza. Y cuando antes mejor.
Si las ventanas que dan
al patio de vecinos no estuvieran cerradas, esta noche los gritos de Alberto se
oirían por todo el vecindario, tal es el estado de cólera del muchacho. Los improperios
que salen de su boca son los peores que ha proferido a su madre ni en uno de
sus peores arrebatos.
—¡Lo que tú quieres es
retenerme a tu lado para siempre! ¡Eres una maldita egoísta!
—No es verdad, tú no lo
entiendes, hijo. Vuestra relación no es posible.
—Ah, ¿no? ¿Por qué?
—Sois dependientes.
¿Cómo podréis vivir solos? ¿Quién os cuidará? ¿Cómo…?
—¡Basta ya! ¡Déjame en
paz! ¡Largo de aquí! ¡Te odio!
Y con un estruendoso
portazo se da por terminada la discusión.
—¡Eso no acabará así,
te lo juro! —grita Julia desde el pasillo, mientras se aleja, trastornada.
«Prefiero mil veces la
indiferencia a la que me tenía sometida ese mocoso malcriado, que la soledad
que me espera si no logro evitar este desatino. Si no encuentro una solución
para acabar con esta locura, la que terminará loca seré yo», se dice, tendida
en la cama, llorando amargamente.
«Desagradecido, después
de lo que he hecho por ti y así me lo pagas. ¡Y encima me tachas de egoísta!
¡Egoísta tú! Pero quien ríe el último, ríe mejor. Tengo que urdir un plan para
llevar a cabo mi cometido» Y convencida de que algo infalible se le ocurrirá,
se queda dormida sin siquiera haberse desnudado.
Han pasado días y semanas, y la mente de Julia
bulle y está a punto de estallar como un géiser propulsado por la energía
incontrolable de su ira ciega. Su hijo la nota más inquieta de lo normal, pero
lo que él percibe solo es la punta del iceberg.
Hasta que, por fin, a
Julia se le ocurre una gran idea para acabar de una vez con todo, recuperar a
su hijo pródigo y volver a la vida normal, a la que se había acostumbrado
después de tantos años y a la que Alberto deberá volver a aclimatarse. La
inquietud y el mal humor de Julia se torna en sosiego y alborozo.
—¿Estás bien, mamá? Te
noto, no sé…, distinta —le pregunta Alberto durante el desayuno.
—Estoy estupendamente,
cariño, mejor que nunca. Por cierto, ¿a qué hora has quedado con Irene?
—Pues…, dentro de media
hora, como siempre —le contesta, mirando su reloj, ignorante de lo que
acontecerá treinta minutos más tarde.
—Pues hoy yo también
voy a salir. Voy a vestirme. — le dice Julia mientras se levanta y Alberto
termina, distraídamente, su café con leche.
Nadie sabe contar cómo ha sucedido exactamente.
Alguien dice que le ha parecido ver cómo una mujer, con un pañuelo en la cabeza
y gafas de sol, empujaba contra la calzada a una joven en silla de ruedas cuando
el semáforo estaba todavía en rojo.
Un vendedor de cupones,
que hoy se ha apostado frente al paso de peatones, para ver si de este modo
vende más billetes, cuenta que le ha parecido ver a un muchacho que, a unos
metros del lugar del trágico suceso, se ha levantado de su silla de ruedas para
evitar, seguramente, que la joven acabara atropellada. Su opinión, sin embargo,
se ha puesto en duda, pues este testigo tiene una visión bastante mermada y no
es de fiar. ¡¿Cómo va a levantarse un tullido de su silla de ruedas?! Lo que nadie
puede explicar —¡todo ha ocurrido tan rápido! — es cómo ha acabado la mujer
arrollada en lugar de la chica. ¡Qué hecho más paradójico y desgraciado! Una
pobre mujer intenta evitar el atropello de una minusválida y es ella la que
acaba bajo las ruedas de un autobús.
Cuando llega la policía
para tomar declaración a los testigos, ambos jóvenes, con sus sillas de ruedas,
han desaparecido.
Esa misma tarde, por el
patio de vecinos se oyen unos acordes de guitarra, acompañados por una voz
melodiosa. Si alguien de los vecinos la escuchara y fuera un amante de los
Beatles, reconocería que se trata de Norwegian Wood.