Volver a la casa en la que nací y viví hasta mi preadolescencia fue todo un reto al que no me pude resistir. Resultaba demasiado tentador, sobre todo después de leer aquel anuncio.
Fue por
casualidad, como suele ocurrir con muchas cosas importantes en esta vida. Se
vendía a un precio irrisorio, teniendo en cuenta a cómo estaba el precio de la
vivienda, a pesar de su antigüedad.
Antes de
interesarme en persona, indagué un poco y descubrí que desde que mis padres y
yo abandonamos aquella casa, hace de eso veinte años, había tenido una gran
cantidad de propietarios, que, a su vez, habían preferido mudarse al cabo de un
corto periodo de tiempo. Y yo presentía el motivo. La culpa de ello debía
tenerla el armario o, debería decir, su contenido.
Mis
padres nunca me creyeron, hasta que no tuvieron más remedio que rendirse.
Todo empezó
el día que cumplí diez años. Fueron tantos los regalos que recibí, que mi
cuarto ya no daba abasto para contener tantos cachivaches que había ido acumulando
desde que tuve uso de razón. Así que decidí ganar espacio para lo más nuevo y
trasladar mis viejos juguetes al armario de la buhardilla, en la que no había
puesto los pies desde que era muy pequeño y cuya impresión me obligó a no
repetir la experiencia. De aquella visita solo me quedó el recuerdo de aquel viejo
armario apoyado en una pared del desván.
Pues
bien, en mi décimo cumpleaños decidí volver a visitar aquel espacio tan lúgubre
diciéndome que ya era un chico mayor que nada tenía que temer de un carcomido
armatoste que no debía haber sido abierto desde tiempo inmemorial. Craso error.
Al
abrirlo, tras mucho esfuerzo, pues sus goznes estaban oxidados por el paso del
tiempo, comprobé que solo contenía algunos trajes de hombre y vestidos de mujer
totalmente apolillados. El olor que desprendían aquellos ropajes era muy
desagradable. Olor a muerto, me dije. El caso es que deposité en él todos los
juguetes que había decidido exiliar, pues por aquel entonces era incapaz de
tirar nada por muy viejo e inútil que fuera.
Fue por
la noche de ese mismo día cuando empezó mi pesadilla. Como mi habitación estaba
justo debajo de aquel desván, los ruidos que de él surgían eran perfectamente
audibles. Tras un chirriar producido probablemente por la apertura de una
puerta —que yo interpreté la del armario— oí claramente pasos, eso sí,
amortiguados, como el que quiere no ser descubierto en plena noche, y
seguidamente el típico ruido de unos cochecitos rodando por encima del techo de
mi alcoba. Parecía como si alguien estuviera jugando con mis coches de
miniatura, esos que había arrinconado hacía ya unos cuantos años y que habían
ido a parar al fondo de ese maldito armario.
Desde
aquella noche, todas las siguientes resultaron igualmente angustiosas. Sin
duda, alguien se movía por la buhardilla jugando con mis viejos juguetes.
Como ya
he dicho, mis padres jamás me creyeron y todo lo que conseguí, tras insistir
hasta la saciedad, fue que me permitieran mudarme a otra habitación de la
planta baja, la que había pertenecido a mi hermana, antes de morir.
La
oposición de mis padres a tal traslado se debía a que mi madre quería mantener
inalterable la habitación que había ocupado Ángela, mi única hermana, dos años
mayor que yo.
La verdad
es que a mí también me pareció una especie de profanación de un templo al que mi
madre acudía con frecuencia, como si quisiera rendir un homenaje a la memoria
de su querida hija.
Pero tras
unas noches de sosiego, volvieron los ruidos nocturnos, pero esta vez acompañados
de susurros y sonidos propios de arrastrar algún mueble o enser pesado. Mis
padres negaron tal hecho; o estaban sordos o tan profundamente dormidos que no
podían oír nada en absoluto. Y así fueron pasando los años, resignado y
agradeciendo que nada malo aconteciera tras esos enigmáticos sonidos. Hasta que
cumplí los catorce años.
Aunque a esa
edad ya no recibía tantos regalos como cuando era pequeño, también quise
desembarazarme de algunos trastos que había ido acumulando durante los últimos cuatro años sin que me hubiera atrevido hasta entonces volver a subir al trastero
en el que se había convertido la buhardilla. Pero ya tenía edad suficiente para
dejar atrás lo que ahora pensaba que había sido una alucinación derivada de mi
inconmensurable fantasía.
Al entrar
en aquel habitáculo oscuro y maloliente, me asaltó, sin embargo, un repentino
temor. Presentí que el armario me estaba esperando. Solo con acercarme unos
pasos, su puerta se entreabrió con aquel chirrido que tan bien recordaba. Mis
piernas empezaron a temblar y estuve a punto de salir corriendo de aquella
lúgubre estancia. Pero cuando me disponía a hacerlo, oí una voz infantil que me
llamaba, una voz que me resultó familiar, la de mi hermana. Se me erizaron los
pelos de la nuca y un escalofrío me recorrió el espinazo. Me quedé inmóvil, no
podía moverme. Al final, pude articular unas palabras:
—¿Qui,
quién eres? — fue todo lo que logré decir.
—¿No me reconoces?
Soy Ángela, tu hermana.
—¿A, A,
Ángela? —balbucí—. Pe, pero si estás muerta —añadí.
—Lo
estaba, hasta que tú me trajiste de nuevo.
—¿Yo?
—Sí, tú,
gracias a los juguetes que me dejaste. Aquellos con los que solíamos jugar, ¿no
te acuerdas?
Y claro
que me acordaba. Aun siendo dos años mayor que yo, Ángela, además de hermana,
había sido mi mejor amiga y compañera de juegos.
El resto
del día lo pasé obnubilado. Debía parecer un zombi, porque mis padres se
percataron y me interrogaron. Ante mi resistencia a contarles lo que había
vivido unas horas antes, para que no me tomaran por loco, mi padre me conminó a
darles una explicación ya que teníamos invitados y mi comportamiento estaba
llamando la atención, pues creían que estaba enfermo.
—Ángela
ha vuelto y está en el armario de la buhardilla —les dije en un susurro.
Mi madre,
alarmada, puso su mano en mi frente para comprobar si tenía fiebre y me
interrogó sobre mi estado físico, convencida de que había contraído una
enfermedad.
Cuando
todo el mundo se hubo marchado, y ante mi insistencia pertinaz, mis padres
acabaron cediendo y subieron conmigo a la buhardilla, solo con la intención
—supuse— de convencerme de que todo había sido una alucinación, un delirio o
algo peor. Creo que llegaron a poner en duda mi estado mental.
El
armario estaba, en esta ocasión, cerrado y se resistió a ser abierto. Por
muchos esfuerzos que hacía mi padre no lograba que las puertas cedieran un
ápice. Cuando ya se daba por vencido, diciéndome que aquello era una prueba de
que allí no había nada ni nadie, la voz de mi hermana se oyó clara y grave
desde su interior, como si de una caja de resonancia se tratara. Mis padres,
espantados, dieron un paso atrás y me miraron horrorizados. Ante la insistencia
de mi hermana, que solo repetía mi nombre, probé a abrir aquel armazón de
madera carcomida. Las puertas cedieron sin oponer resistencia.
Su
interior apareció sin rastro de ningún ser vivo o muerto. Yo no sabía qué hacer
ni entendía el reclamo de Ángela. Entonces oí, en mi interior, como si alguien
me hablara muy bajito y pegado a mis oídos:
—Vete,
Manolito —siempre me había llamado así—. Déjame con ellos. Esto no va contigo.
Vete, por favor.
Obviamente,
mis padres no pudieron oírlo, era un mensaje solo para mí. Así que obedecí a mi
hermana y abandoné la estancia precipitadamente. Mis padres, pero sobre todo mi
madre, quiso demorarse un poco para inspeccionar a fondo el armario, pues
aquella voz que habían oído minutos antes era la inconfundible voz de su hija.
No sé qué
ocurrió a continuación. Solo sé que desde el piso de abajo oí unos gritos
ensordecedores de mi madre y unas palabras que parecían suplicantes de mi
padre. Cuando al cabo de un tiempo, que se me antojó larguísimo, bajaron mis
progenitores, parecían muertos vivientes, de tan lívidos y demacrados como
estaban, sin ser capaces de darme una explicación. Solo balbuceaban palabras
ininteligibles. Cuando se serenaron, me prohibieron tajantemente volver a subir
a aquella estancia, obligándome a jurarles que jamás lo haría. Estuve tentado
en más de una ocasión de faltar a mi juramento, pero decidí no hacerlo, Por el
momento.
Pero el
momento no llegó, porque a los pocos días nos mudamos a otra vivienda, lejos
del barrio donde habíamos vivido todos esos años. Nunca se volvió a hablar del
tema y cada vez que intentaba sacarlo a colación recibía una dura reprimenda. Y
así pasaron los años y, aunque parezca mentira, me olvidé del asunto. Acabé
creyendo, o mejor dicho autoconvenciéndome, de que todo había sido fruto de
alguna trampa mental, una especie de histeria colectiva.
Pero
cuando leí en el periódico que aquella casa estaba en venta y me enteré que por ella
habían pasado tantos inquilinos, abandonándola sin explicación alguna, quise
retomar el tema donde lo había dejado muchos años atrás. A fin de cuentas —me
dije— los muertos no viajan ni cambian de residencia. Si todo fue real, Ángela
debe seguir allí —concluí mentalmente.
¿Qué
pretendía con ello? ¿Reencontrarme con el espíritu de mi hermana y que me
contara qué había ocurrido en aquella estancia en la que la dejé a solas con
mis padres? ¿Por qué no? No tengo nada que perder, excepto la cordura—me dije—.
Gracias a mi desahogada posición económica, el dispendio para la compra de
aquella vieja casa no suponía problema alguno. Lo consideraría una inversión.
Si la cosa salía mal, la volvería a vender después de remodelarla y quizá
lograría hacer un buen negocio. Es a lo que, de hecho, me dedico.
Al cabo
de una semana, entraba en la casa familiar decidido a descubrir la verdad, si
es que había algo que descubrir.
Lógicamente,
lo primero que hice fue dirigirme a la buhardilla para abrir el misterioso
armario. Con treinta y cuatro años, ya no me flaquearon las piernas y, decidido
como estaba, me apresuré a abrir aquellas raídas puertas, que esta vez no opusieron
ninguna resistencia. El armario estaba como la primera vez que lo abrí.
Seguramente todos los anteriores inquilinos no se habían atrevido a tocar nada,
por reparo o por haber tenido algún tipo de experiencia paranormal.
Al
principio nada sucedió, pero al transcurrir un minuto o dos, volví a escuchar
la voz de mi hermana, que me daba la bienvenida y acto seguido se materializó.
Era la niña que todavía recordaba de mis juegos y de las fotografías que
abundaban por la casa y especialmente en su antigua habitación, esa especie de
mausoleo que mi madre había creado en su memoria.
Lo que
aquella aparición me reveló me sacudió de tal forma que no podía dar crédito a
sus palabras: Ángela murió por culpa de mis padres.
Por aquel
entonces, yo estaba pasando las vacaciones en unas colonias de verano y al
regresar, mis padres me contaron que Ángela había sufrido un accidente y no
pudieron hacer nada por salvarla. Por mucho que pregunté, no hubo forma de que
me dijeran qué tipo de accidente había acabado con su vida. Todo eran
vaguedades y yo, con tan solo siete años, dejé de preguntar.
Pero lo
que realmente ocurrió fue que mis padres se fueron una noche a cenar con unos
amigos y, no teniendo con quién dejarla, decidieron que, como con nueve años ya
era lo suficientemente mayor para cuidar de sí misma, podía quedarse sola en
casa. Siendo Ángela una niña inquieta y rebelde, y temiendo que pudiera hacer
alguna travesura, la dejaron encerrada bajo llave en el desván, donde podría
jugar con los juguetes que guardábamos allí.
Con lo
que no contaron nuestros padres era que unos ladrones entraran, aprovechando su
ausencia, en casa. Ángela, alertada por el ruido, se refugió en el armario.
Pero ello no le sirvió de nada, pues los intrusos, al descubrir que existía un
desván y que en la casa no había nada de valor, forzaron la puerta del armario
esperando encontrar algo que valiera la pena. Pero lo que encontraron fue a mi
hermana que, presa del pánico, intentó huir de aquellos delincuentes. Pero resultó
del todo inútil, pues cayó en sus garras. En la lucha para lograr zafarse de
ellos, recibió un tremendo golpe en la cabeza que le provocó un severo
traumatismo craneoencefálico que le causó la muerte.
Ignoro cuál
sería la explicación que dieron mis padres a la policía, pero desde luego no
les contaron toda la verdad y creyeron a pies juntillas la versión de aquella
pobre pareja destrozada por tal horrible pérdida. Como no pudieron dar con los
ladrones, nunca se supo todo lo ocurrido y, al cabo de un tiempo, el caso se
cerró.
Así pues, mis padres mintieron a todo el mundo
—a mi incluido— para evitar ser acusados de abandono y negligencia grave. Y
mantuvieron el engaño durante todos estos años. El cuerpo de mi hermana yace en
el panteón familiar, pero su espíritu ha estado “viviendo” en el fondo del
armario que fue en realidad su tumba.
La rabia
de saberse traicionada por haber mentido sobre su suerte, hizo que Ángela, o su
fantasma, saliera como un genio furioso encerrado injustamente en una lámpara
mágica cuando mis padres abrieron aquel día el armario. Les recriminó su traición,
su cobardía y su irresponsabilidad por dejar a una niña de nueve años sola y
encerrada. Ellos eran los verdaderos culpables de su muerte.
Por lo
tanto, mientras nosotros abandonamos aquella casa y a mi hermana en ella, Ángela
ha estado viendo pasar el tiempo a la espera de que sus padres le mostraran un
sincero arrepentimiento. No pedía más. Y en lugar de eso, tuvo que soportar la
soledad y la presencia de extraños a los que no tuvo más remedio que expulsar a
su antojo.
Cuando
hubo terminado su relato, me sentí tremendamente desolado, considerándome
culpable por haberla ignorado yo también todos estos años, dejándola vagando
como alma en pena. Pero todavía estaba a tiempo de compensarla mínimamente. No
la abandonaría. No podía vivir con ese peso en la conciencia. Su hermano
también le había fallado. Mis padres ya no estaban para pedirle perdón, pero yo
sí, y no volvería a darle la espalda.
Pienso
envejecer a su lado. Ahora solo me resta hacerle compañía hasta el fin de mis
días. Haré reformas, tal como había presumido. Lo primero que haré será
remodelar esa buhardilla y convertirla en mi habitación. Así estaré cerca de
ella y podremos seguir charlando y jugando juntos. A fin de cuentas, solo tiene
once años. Siento que así repararé un poco la gran injusticia cometida.