Volver a la casa en la que nací y viví hasta mi preadolescencia fue todo un reto al que no me pude resistir. Resultaba demasiado tentador, sobre todo después de leer aquel anuncio.
Fue por
casualidad, como suele ocurrir con muchas cosas importantes en esta vida. Se
vendía a un precio irrisorio, teniendo en cuenta a cómo estaba el precio de la
vivienda, a pesar de su antigüedad.
Antes de
interesarme en persona, indagué un poco y descubrí que desde que mis padres y
yo abandonamos aquella casa, hace de eso veinte años, había tenido una gran
cantidad de propietarios, que, a su vez, habían preferido mudarse al cabo de un
corto periodo de tiempo. Y yo presentía el motivo. La culpa de ello debía
tenerla el armario o, debería decir, su contenido.
Mis
padres nunca me creyeron, hasta que no tuvieron más remedio que rendirse.
Todo empezó
el día que cumplí diez años. Fueron tantos los regalos que recibí, que mi
cuarto ya no daba abasto para contener tantos cachivaches que había ido acumulando
desde que tuve uso de razón. Así que decidí ganar espacio para lo más nuevo y
trasladar mis viejos juguetes al armario de la buhardilla, en la que no había
puesto los pies desde que era muy pequeño y cuya impresión me obligó a no
repetir la experiencia. De aquella visita solo me quedó el recuerdo de aquel viejo
armario apoyado en una pared del desván.
Pues
bien, en mi décimo cumpleaños decidí volver a visitar aquel espacio tan lúgubre
diciéndome que ya era un chico mayor que nada tenía que temer de un carcomido
armatoste que no debía haber sido abierto desde tiempo inmemorial. Craso error.
Al
abrirlo, tras mucho esfuerzo, pues sus goznes estaban oxidados por el paso del
tiempo, comprobé que solo contenía algunos trajes de hombre y vestidos de mujer
totalmente apolillados. El olor que desprendían aquellos ropajes era muy
desagradable. Olor a muerto, me dije. El caso es que deposité en él todos los
juguetes que había decidido exiliar, pues por aquel entonces era incapaz de
tirar nada por muy viejo e inútil que fuera.
Fue por
la noche de ese mismo día cuando empezó mi pesadilla. Como mi habitación estaba
justo debajo de aquel desván, los ruidos que de él surgían eran perfectamente
audibles. Tras un chirriar producido probablemente por la apertura de una
puerta —que yo interpreté la del armario— oí claramente pasos, eso sí,
amortiguados, como el que quiere no ser descubierto en plena noche, y
seguidamente el típico ruido de unos cochecitos rodando por encima del techo de
mi alcoba. Parecía como si alguien estuviera jugando con mis coches de
miniatura, esos que había arrinconado hacía ya unos cuantos años y que habían
ido a parar al fondo de ese maldito armario.
Desde
aquella noche, todas las siguientes resultaron igualmente angustiosas. Sin
duda, alguien se movía por la buhardilla jugando con mis viejos juguetes.
Como ya
he dicho, mis padres jamás me creyeron y todo lo que conseguí, tras insistir
hasta la saciedad, fue que me permitieran mudarme a otra habitación de la
planta baja, la que había pertenecido a mi hermana, antes de morir.
La
oposición de mis padres a tal traslado se debía a que mi madre quería mantener
inalterable la habitación que había ocupado Ángela, mi única hermana, dos años
mayor que yo.
La verdad
es que a mí también me pareció una especie de profanación de un templo al que mi
madre acudía con frecuencia, como si quisiera rendir un homenaje a la memoria
de su querida hija.
Pero tras
unas noches de sosiego, volvieron los ruidos nocturnos, pero esta vez acompañados
de susurros y sonidos propios de arrastrar algún mueble o enser pesado. Mis
padres negaron tal hecho; o estaban sordos o tan profundamente dormidos que no
podían oír nada en absoluto. Y así fueron pasando los años, resignado y
agradeciendo que nada malo aconteciera tras esos enigmáticos sonidos. Hasta que
cumplí los catorce años.
Aunque a esa
edad ya no recibía tantos regalos como cuando era pequeño, también quise
desembarazarme de algunos trastos que había ido acumulando durante los últimos cuatro años sin que me hubiera atrevido hasta entonces volver a subir al trastero
en el que se había convertido la buhardilla. Pero ya tenía edad suficiente para
dejar atrás lo que ahora pensaba que había sido una alucinación derivada de mi
inconmensurable fantasía.
Al entrar
en aquel habitáculo oscuro y maloliente, me asaltó, sin embargo, un repentino
temor. Presentí que el armario me estaba esperando. Solo con acercarme unos
pasos, su puerta se entreabrió con aquel chirrido que tan bien recordaba. Mis
piernas empezaron a temblar y estuve a punto de salir corriendo de aquella
lúgubre estancia. Pero cuando me disponía a hacerlo, oí una voz infantil que me
llamaba, una voz que me resultó familiar, la de mi hermana. Se me erizaron los
pelos de la nuca y un escalofrío me recorrió el espinazo. Me quedé inmóvil, no
podía moverme. Al final, pude articular unas palabras:
—¿Qui,
quién eres? — fue todo lo que logré decir.
—¿No me reconoces?
Soy Ángela, tu hermana.
—¿A, A,
Ángela? —balbucí—. Pe, pero si estás muerta —añadí.
—Lo
estaba, hasta que tú me trajiste de nuevo.
—¿Yo?
—Sí, tú,
gracias a los juguetes que me dejaste. Aquellos con los que solíamos jugar, ¿no
te acuerdas?
Y claro
que me acordaba. Aun siendo dos años mayor que yo, Ángela, además de hermana,
había sido mi mejor amiga y compañera de juegos.
El resto
del día lo pasé obnubilado. Debía parecer un zombi, porque mis padres se
percataron y me interrogaron. Ante mi resistencia a contarles lo que había
vivido unas horas antes, para que no me tomaran por loco, mi padre me conminó a
darles una explicación ya que teníamos invitados y mi comportamiento estaba
llamando la atención, pues creían que estaba enfermo.
—Ángela
ha vuelto y está en el armario de la buhardilla —les dije en un susurro.
Mi madre,
alarmada, puso su mano en mi frente para comprobar si tenía fiebre y me
interrogó sobre mi estado físico, convencida de que había contraído una
enfermedad.
Cuando
todo el mundo se hubo marchado, y ante mi insistencia pertinaz, mis padres
acabaron cediendo y subieron conmigo a la buhardilla, solo con la intención
—supuse— de convencerme de que todo había sido una alucinación, un delirio o
algo peor. Creo que llegaron a poner en duda mi estado mental.
El
armario estaba, en esta ocasión, cerrado y se resistió a ser abierto. Por
muchos esfuerzos que hacía mi padre no lograba que las puertas cedieran un
ápice. Cuando ya se daba por vencido, diciéndome que aquello era una prueba de
que allí no había nada ni nadie, la voz de mi hermana se oyó clara y grave
desde su interior, como si de una caja de resonancia se tratara. Mis padres,
espantados, dieron un paso atrás y me miraron horrorizados. Ante la insistencia
de mi hermana, que solo repetía mi nombre, probé a abrir aquel armazón de
madera carcomida. Las puertas cedieron sin oponer resistencia.
Su
interior apareció sin rastro de ningún ser vivo o muerto. Yo no sabía qué hacer
ni entendía el reclamo de Ángela. Entonces oí, en mi interior, como si alguien
me hablara muy bajito y pegado a mis oídos:
—Vete,
Manolito —siempre me había llamado así—. Déjame con ellos. Esto no va contigo.
Vete, por favor.
Obviamente,
mis padres no pudieron oírlo, era un mensaje solo para mí. Así que obedecí a mi
hermana y abandoné la estancia precipitadamente. Mis padres, pero sobre todo mi
madre, quiso demorarse un poco para inspeccionar a fondo el armario, pues
aquella voz que habían oído minutos antes era la inconfundible voz de su hija.
No sé qué
ocurrió a continuación. Solo sé que desde el piso de abajo oí unos gritos
ensordecedores de mi madre y unas palabras que parecían suplicantes de mi
padre. Cuando al cabo de un tiempo, que se me antojó larguísimo, bajaron mis
progenitores, parecían muertos vivientes, de tan lívidos y demacrados como
estaban, sin ser capaces de darme una explicación. Solo balbuceaban palabras
ininteligibles. Cuando se serenaron, me prohibieron tajantemente volver a subir
a aquella estancia, obligándome a jurarles que jamás lo haría. Estuve tentado
en más de una ocasión de faltar a mi juramento, pero decidí no hacerlo, Por el
momento.
Pero el
momento no llegó, porque a los pocos días nos mudamos a otra vivienda, lejos
del barrio donde habíamos vivido todos esos años. Nunca se volvió a hablar del
tema y cada vez que intentaba sacarlo a colación recibía una dura reprimenda. Y
así pasaron los años y, aunque parezca mentira, me olvidé del asunto. Acabé
creyendo, o mejor dicho autoconvenciéndome, de que todo había sido fruto de
alguna trampa mental, una especie de histeria colectiva.
Pero
cuando leí en el periódico que aquella casa estaba en venta y me enteré que por ella
habían pasado tantos inquilinos, abandonándola sin explicación alguna, quise
retomar el tema donde lo había dejado muchos años atrás. A fin de cuentas —me
dije— los muertos no viajan ni cambian de residencia. Si todo fue real, Ángela
debe seguir allí —concluí mentalmente.
¿Qué
pretendía con ello? ¿Reencontrarme con el espíritu de mi hermana y que me
contara qué había ocurrido en aquella estancia en la que la dejé a solas con
mis padres? ¿Por qué no? No tengo nada que perder, excepto la cordura—me dije—.
Gracias a mi desahogada posición económica, el dispendio para la compra de
aquella vieja casa no suponía problema alguno. Lo consideraría una inversión.
Si la cosa salía mal, la volvería a vender después de remodelarla y quizá
lograría hacer un buen negocio. Es a lo que, de hecho, me dedico.
Al cabo
de una semana, entraba en la casa familiar decidido a descubrir la verdad, si
es que había algo que descubrir.
Lógicamente,
lo primero que hice fue dirigirme a la buhardilla para abrir el misterioso
armario. Con treinta y cuatro años, ya no me flaquearon las piernas y, decidido
como estaba, me apresuré a abrir aquellas raídas puertas, que esta vez no opusieron
ninguna resistencia. El armario estaba como la primera vez que lo abrí.
Seguramente todos los anteriores inquilinos no se habían atrevido a tocar nada,
por reparo o por haber tenido algún tipo de experiencia paranormal.
Al
principio nada sucedió, pero al transcurrir un minuto o dos, volví a escuchar
la voz de mi hermana, que me daba la bienvenida y acto seguido se materializó.
Era la niña que todavía recordaba de mis juegos y de las fotografías que
abundaban por la casa y especialmente en su antigua habitación, esa especie de
mausoleo que mi madre había creado en su memoria.
Lo que
aquella aparición me reveló me sacudió de tal forma que no podía dar crédito a
sus palabras: Ángela murió por culpa de mis padres.
Por aquel
entonces, yo estaba pasando las vacaciones en unas colonias de verano y al
regresar, mis padres me contaron que Ángela había sufrido un accidente y no
pudieron hacer nada por salvarla. Por mucho que pregunté, no hubo forma de que
me dijeran qué tipo de accidente había acabado con su vida. Todo eran
vaguedades y yo, con tan solo siete años, dejé de preguntar.
Pero lo
que realmente ocurrió fue que mis padres se fueron una noche a cenar con unos
amigos y, no teniendo con quién dejarla, decidieron que, como con nueve años ya
era lo suficientemente mayor para cuidar de sí misma, podía quedarse sola en
casa. Siendo Ángela una niña inquieta y rebelde, y temiendo que pudiera hacer
alguna travesura, la dejaron encerrada bajo llave en el desván, donde podría
jugar con los juguetes que guardábamos allí.
Con lo
que no contaron nuestros padres era que unos ladrones entraran, aprovechando su
ausencia, en casa. Ángela, alertada por el ruido, se refugió en el armario.
Pero ello no le sirvió de nada, pues los intrusos, al descubrir que existía un
desván y que en la casa no había nada de valor, forzaron la puerta del armario
esperando encontrar algo que valiera la pena. Pero lo que encontraron fue a mi
hermana que, presa del pánico, intentó huir de aquellos delincuentes. Pero resultó
del todo inútil, pues cayó en sus garras. En la lucha para lograr zafarse de
ellos, recibió un tremendo golpe en la cabeza que le provocó un severo
traumatismo craneoencefálico que le causó la muerte.
Ignoro cuál
sería la explicación que dieron mis padres a la policía, pero desde luego no
les contaron toda la verdad y creyeron a pies juntillas la versión de aquella
pobre pareja destrozada por tal horrible pérdida. Como no pudieron dar con los
ladrones, nunca se supo todo lo ocurrido y, al cabo de un tiempo, el caso se
cerró.
Así pues, mis padres mintieron a todo el mundo
—a mi incluido— para evitar ser acusados de abandono y negligencia grave. Y
mantuvieron el engaño durante todos estos años. El cuerpo de mi hermana yace en
el panteón familiar, pero su espíritu ha estado “viviendo” en el fondo del
armario que fue en realidad su tumba.
La rabia
de saberse traicionada por haber mentido sobre su suerte, hizo que Ángela, o su
fantasma, saliera como un genio furioso encerrado injustamente en una lámpara
mágica cuando mis padres abrieron aquel día el armario. Les recriminó su traición,
su cobardía y su irresponsabilidad por dejar a una niña de nueve años sola y
encerrada. Ellos eran los verdaderos culpables de su muerte.
Por lo
tanto, mientras nosotros abandonamos aquella casa y a mi hermana en ella, Ángela
ha estado viendo pasar el tiempo a la espera de que sus padres le mostraran un
sincero arrepentimiento. No pedía más. Y en lugar de eso, tuvo que soportar la
soledad y la presencia de extraños a los que no tuvo más remedio que expulsar a
su antojo.
Cuando
hubo terminado su relato, me sentí tremendamente desolado, considerándome
culpable por haberla ignorado yo también todos estos años, dejándola vagando
como alma en pena. Pero todavía estaba a tiempo de compensarla mínimamente. No
la abandonaría. No podía vivir con ese peso en la conciencia. Su hermano
también le había fallado. Mis padres ya no estaban para pedirle perdón, pero yo
sí, y no volvería a darle la espalda.
Pienso
envejecer a su lado. Ahora solo me resta hacerle compañía hasta el fin de mis
días. Haré reformas, tal como había presumido. Lo primero que haré será
remodelar esa buhardilla y convertirla en mi habitación. Así estaré cerca de
ella y podremos seguir charlando y jugando juntos. A fin de cuentas, solo tiene
once años. Siento que así repararé un poco la gran injusticia cometida.
Aunque no vaya a hacerlo, debería escribir algo para participar en el concurso y darte mi voto. Me ha absorbido tu narración de principio a fin y me ha encantado el final. Felicidades.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pues a ver si te animas, Chema, que a tí se te dan muy bien los relatos.
EliminarYo no tenía previsto participar, pero al fin se me encendió una bombilla trémula en mi cerebro y pensé en escribir una historia de este tipo que pudiera encajar más o menos en el tema que se proponía en las bases del concurso.
De todos modos, aunque quisieras, no podrías darme tu voto porque participo fuera de concurso, ya que la longitud del relato excede con creces el límite de 900 palabras. De este modo ( y que conste que no lo he hecho por esto) no veré frustradas mis expectativas, pues siempre he quedado fuera del podium de ganadores, je, je.
Un abrazo.
Me he acomodado a la extensión de los micros y en ellos sí que participo siempre.
EliminarLuego de escribir mi comentario ví el tuyo en el que comentabas que te habías pasado de palabras. Tan embebido estaba en la lectura que se me hizo hasta corto. Creía que habías estado en el podio alguna vez. Cerca sí has estado. En cualquier caso el premio es algo anécdotico.
Un abrazo.
Un relato muy trabajado que nos sumerge en esos miedos atávicos que pueden en ser en forma de armarios, muñecas o apariciones de ultratumba. Por cierto, un texto que además de en El Tintero podría seguir teniendo recorrido para Hallowen je, je. Por otro lado ese sentimiento de culpa está perfectamente expresado a través de los personajes.
ResponderEliminarUn abrazo, Josep.
Pues sí, todos esos elementos que mencionas son los que suelen dar pie a muchos relatos o películas de terror. Con esta historia, yo no he pretenido llegar de lleno a este género, pero sí aproximarme un poco, je, je.
EliminarMuchas gracias, Miguel, por tu comentario.
Un abrazo.
Muy logrado. Un relato de fantasma infantil que se queda en una buhardilla, en el armario. Esos padres seguro que vivieron un infierno interior durante demasiado tiempo. El hermano narrador compensa el daño en lo posible.
ResponderEliminarEl texto es magnífico. Un abrazo
Ocultar algo tan importante y escalofriante tiene que ser muy doloroso para un padres que se sienten culpables, pero aun más doloroso tiene que ser el descubrimiento de la verdad por parte de un hermano que ha vivido engañado tantos años.
EliminarMuchas gracias, amiga, por tu comentario.
Qué historia tan terrible y tan bien contada. Yo me hubiera muerto de miedo ante aquel armario a los catorce, a los treinta y cuatro y a los sesenta y cuatro. Aunque igual no porque a veces pienso que me gustaría que me visitaran los fantasmas de mis seres queridos. Pobre Ángela y qué padres tan egoístas que con tal de salvarse de su responsabilidad mintieron a todo el mundo. Ahora se ha convertido de hermana mayor en hija del protagonista que la va a acompañar.
ResponderEliminarMe ha encantado. Mucha suerte en el concurso.
Un beso.
Curiosamente, de niño a mi jamás me dieron miedo los armarios, pero en cambio no podía meterme en la cama sin antes mirar debajo, je, je. Siempre he pensado qué sentiría si viera una aparición de, por ejemplo, mis padres fallecidos, ¿miedo o placer? Pero como no creo en el más allá, ya hace tiemp que he dejado de planteármelo.
EliminarLas historias de fantasmas solo son buenas para alimentar la imaginaciñon infantil y para escribir relatos para adultos a los que les guste este género. Así que me alegro mucho que te haya gustado.
Un beso.
Qué bueno, como siempre me has atrapado y no podía parar de leer. Esos padres son unos egoístas.
ResponderEliminarEnhorabuena y suerte en el concurso.
Cuánto me alegro, Gemma, que te haya atrapado.
EliminarEste relato, sin embargo, participa fuera de concurso, por su escesiva longitud, pero no he querido recortarlo. De haberlo hecho, creo que habría perdido intensidad.
Un abrazo.
Creo que ni regalada hubiera regresado a la casa, aunque por otro lado entiendo que la hermana necesitaba que se supiera la verdad. Dicen que por eso las almas quedan penando. Lo que sí me parece inquietante es que, después de haberse sabido la verdad, siguiera presente.
ResponderEliminarEl protagonista no habrá querido tener pareja, porque en caso de desearlo creo que no lo tendría fácil.
Buen relato
Un abrazo
Hola, Alís. Creo que los misterios sin resolver tienen un poder de atracción especial, sobre todo para el curioso que quiere conocer la verdad.
EliminarY no, el protagonista no puede tener pareja, pues ha decidido dedicar lo que le queda de su vida a acompañar al espíritu dolido de su querida hermana. Son cosas de la fantasía, je, je.
Un abrazo.
¡Hola, Josep! Un relato sobre la culpa y el arrepentimiento que has sabido presentar en un planteamiento que quizá esté inspirado en la desaparición de la niña Madelaine. Es un relato estupendo que quizá te diera para desarrollarlo con más extensión. Pienso en esos padres, debatiéndose entre la culpa, los reproches, la decisión de no reconocer su negligencia, quizá pensando en que tienen otro hijo; su deseo de venganza; el hijo descubriendo la verdad; esos ladrones que mataron a la niña... Veo muchos ingredientes para ello. Un abrazo!
ResponderEliminar¡Hola, David! Últimamente hemos tenido conocimiento de casos de franca irresponsabilidad parental, de padres que han dejado solos en casa a sus hijos pequeños y en su ausencia ha ocurrido un desgraciado accidente que ha acabado con sus vidas. Esto es algo que siempre me ha perturbado e indignado.
EliminarCuando empecé a escribir este relato no tenía del todo claro qué derrotero tomar para explicar el fallecimiento de la niña y lo antedicho me sirvió de inspiración.
Un abrazo.
Jobar, vaya historia chula y llena de misterio. Me la leído completamente enganchada a la trama y averiguar más de la "hermana del armario". Genial, Josep Mª, me ha gustado mucho. Da para para un cortometraje, o quizás algo más largo incluso.
ResponderEliminarUn besote.
Hola, Paloma. Me alegro de que te haya enganchado esta historia. A mí también me enganchó mientras la escribía, ja, ja, ja.
EliminarSi alguien me propusiera hacer de ella un guion para una película de terror, lo le diría que no. A lo mejor hasta podría concursar en el festival de cine fantástico de Sitges, je, je.
Un beso.
Qué relato más curioso. Primero nos pones el corazón en un puño con el armario, algo que vive dentro que no parece nada amigable, luego, menos mal que resultó ser un fantasma amigo. Me ha resultado de lo más original, un final impredecible.
ResponderEliminarSAludos.
Un fantasma selectivo, pues lógicamente no sentía lo mismo hacia sus padres, a quienes odiaba, que hacia su querido hermano, a quien adoraba. Aquellos la abandonaron por un interés malsano y este solo por ignorar la verdad.
EliminarTras todo el dramatismo incicial, me pareció oportuno finalizar la historia con una reconciliación fraterna.
Un saludo.
He leído con avidez e intriga tu relato Josep, al menos tiene un final bonito para ambos.
ResponderEliminarAbrazos.
Sí, el final es, dentro de lo que cabe, feliz para ambos hermanos.
EliminarMuchas gracias por comentar.
Un abrazo.
Ya me estaba preguntando qué le pasaría al amigo Josep María que no había escrito nada para este reto, ¡por fortuna lo has hecho y con relatazo!
ResponderEliminarEl armario como epicentro de la historia, que ya desde caso las primeras estrofas cobra protagonismo y nos incita la curiosidad.
Bien narrado, pausado pero no lento, en su justa medida.
¿Cómo iba a creer los pobres padres semejante despropósito de su hija fallecida habitando el armario?, hasta que…
Y de nuevo nos picas la curiosidad… ¿por qué la niña quiso hablar con sus padres, que hecho o hechos ocurrieron en el pasado cómo para cambiar de vivienda?, y no digo más para no hacer spoiler ;)
Un relato paranormal de la relativa reparación de una injusticia.
Buen trabajo, Josep. Te felicito.
Pues sí, amiga, al final me decidí, aunque debo confesar que cuando ideé este relato no sabía muy bien si encajaría con las exigencias del guion, je, je. Una vez concluido, me dije que sí, pero como excedía notablemente de las 900 palabras exigidas y me pareció un sacrilegio recortarlo (je, je), pensé que sería bueno compartirlo pero en la modalidad de fuera de concurso.
EliminarEs una historia un tanto truculenta, como a mí me gustan, ja, ja, ja. A pesar de que no creo en el más allá, me gusta imaginarme que sí existe, aunque solo sea para escribir historias de este tipo.
Me alegro que te haya gustado.
Un abrazo.
Muy buen relato, a ver si me pongo a escribir y me vienen las musas que me tienen abandonadas. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Mamen. Pues a ver si te pones las pilas, je, je.
EliminarUn abrazo.
Hola, Josep, pues no había visto tu entrada ni participación en la edición, aunque fuera fuera de concurso. Un relato típico de la época a la que nos acercamos. A mi me dan miedo los armarios. Una año, viviendo de alquiler, te í uno bien viejo en mi propio cuarto, de esos empotrados.y con una puerta.acolchada de color ocre. Creo que solo lo abrí el primer día, para ver qué había, y nunca más lo hice. Me aterraba, jajaja.
ResponderEliminarTu relato es excepcional, una mezcla de terror y redención con un final que te deja una sonrisa en la boca. Me al final la hermana hy podido revelar su verdad y que por fin haya podido descansar con su hermano como compañero.
Un fuerte abrazo, Josep!
¡Hola, tocayo! No lo viste porque a Marta, la administradora de esta edición, se le había pasado por alto incluirlo en la lista de relatos fuera de concurso, hasta que se lo hice notar.
EliminarLos armarios no solo pueden contener enseres varios y trastos viejos sino que pueden encerrar misterios y secretos inconfesables. En muchas películas de terror estos muebles tienen su protagonismo. A mí me inspiran, más bien, curiosidad, pero, claro, nunca se me han revelado fantasmas a la espera de que me aercara a ellos, je, je.
Si tengo que ser sincero, no sabía muy bien como terminar la historia, hasta que me sobrevino la idea de esa redención y acto de amor final.
Un fuerte abrazo.
¡Menuda historia, Josep! Un relato de fantasmas cargado de tensión y de misterio. Mantienes muy bien el suspense sobre lo ocurrido hasta el último momento y trasladas también muy bien el desamparo de la pobre fantasmita. Me ha encantado.
ResponderEliminarHola, Marta. Un relato de fantasmas muy familiar, je, je.
EliminarMuchas gracias por tu amable comentario.
Un abrazo.
Hola Josep. Un relato propio de estas fechas de difuntos, en el que Ángela vuelve del más allá para reclamar justicia a su memoria. El hermano, que parecía cuerdo, se nos revela al final traumatizado por la experiencia que vivió en su infancia y sacrifica su vida supeditado a la memoria de su hermana. Posiblemente la mayor tragedia la vivieron los padres, que no supieron enfrentar la muerte de la hija a la que un día encerraron en el desván. Toda una tragedia familiar que se perpetúa en generaciones. Un abrazo.
ResponderEliminarHola, Jorge. En esa familia, la tragedia está servida, pues todos sus integrantes sufrieron la pérdida de la joven, la más afectada, por supuesto, y en la que todos tienen motivos (cada uno a su manera) para sufrir las consecuencias de aquel desgraciado accidente.
EliminarUn abrazo y gracias por comentar.