martes, 23 de febrero de 2016

Para Elisa


El sonido de las campanas marcaron un antes y un después en mi vida. Cuando salí del cementerio me encaminé hacia un oscuro futuro en busca de la luz.

Acababa de perder a la que había sido mi compañera, mi apoyo y mi vida durante más de diez años. Debía aprender a caminar solo por un sendero que se me antojaba abrupto y cuesta arriba. Ignoraba dónde llegaría pero, por muy largo y costoso que fuera el camino, mi búsqueda de la felicidad perdida no cesaría mientras viviera.

Desde el vagón de aquel tren nocturno solo miraba mi rostro reflejado en el sucio cristal de la ventanilla. Fuera, la oscuridad. No quería ver el paisaje de una noche sin luna. La imagen que me devolvía el cristal era la de un rostro desconocido, ajado y macilento. Me pareció el de un ser desvalido a quien debía ayudar.

Nunca sospeché que sin ella no sería nada y lo acababa de descubrir al poco de haberme abandonado. Ahora solo me quedaban mis lienzos y los había dejado atrás, como mis años junto a ella. Mi único equipaje era una maleta con escasa ropa, algunas telas vírgenes, mis pinturas, mi paleta y mis pinceles. No necesitaba nada más. Seguiría pintando, tal como me hizo prometer, pero no sabía de dónde sacaría las fuerzas ni la fuente de inspiración. El lugar al cual me dirigía encontraría naturaleza viva a raudales. Quería dejar la muerte atrás.

Necesitaría tiempo para adaptarme a aquel lugar tan apartado y solitario. Lo había visto en una fotografía del National Geographic y al instante quedé atrapado por la magnificencia de aquellos parajes. Las altas cumbres nevadas, los riscos imposibles, aquellas paredes en caída libre hacia el abismo, el manto de abetos que cubrían las inclinadas laderas en difícil equilibrio para mantener la verticalidad, apuntando al cielo,  rozando las nubes. Y al fondo, un lago que otorgaba al conjunto un toque paradisíaco.
 
 
 
Jaime llegó donde había querido estar y, sin embargo, se sentía fuera de lugar. Toda aquella inmensidad le abrumaba. Por única compañía, el eco de su propia voz. Por único refugio, una cabaña de gruesos troncos, como la que siempre quiso tener pero para compartirla, no para añorar a quien pudo haber sido su compañía. ¡Cuánto la echaba de menos! Ya no volvería a oír aquellas melodías con las que Elisa le obsequiaba al atardecer, cuando se recluían en el saloncito, él con un libro en las manos y ella sentaba frente al piano de cola. Cierra los ojos y todavía ve sus suaves y delicadas manos recorriendo dulcemente el teclado.

Los primeros días, dedicó su ilimitado tiempo libre a recorrer los alrededores y al fin se decidió a bajar hasta el pueblecito que se distinguía desde su nueva morada. El día que llegó, como ya anochecía, no pudo ver gran cosa, pero le llamó la atención un minúsculo cementerio pegado a una pequeña iglesia románica casi en ruinas. No podía eludir hacerle una visita. Quizá le inspiraría. Hasta ahora siempre había pintado retratos y bodegones, jamás paisajes.
 
 
 
Plantado frente a la puerta de la iglesia, sentí un escalofrío. Aquel lugar y aquella situación me resultaban familiares. Elisa creía en la reencarnación y estaba convencida que había vivido otras vidas. Cada vez que veía algo que le resultaba conocido, lo achacaba a alguna de sus vidas anteriores. Yo, en cambio, incrédulo inveterado, estoy convencido de que la muerte es la última estación de nuestro viaje, en la que uno tiene que apearse forzosamente para no volver a subir al tren que le ha llevado hasta allí. Cuántas tardes y cuántas horas habíamos dedicado a discutir sobre este tema. Y ella siempre acababa enojada conmigo, por mi incredulidad. Ahora daría cualquier cosa para que ella estuviera en lo cierto y pudiéramos reencontrarnos algún día en algún lugar. Pero esa ilusión tiene un grave inconveniente: la altísima improbabilidad de que coincidiéramos en un mismo lugar y época y, por si eso fuera poco, reconocernos. Incluso los que creen en la reencarnación dicen que eso es imposible. Entonces casi prefiero la existencia de un cielo donde todos nos podamos reunir tarde o temprano, un cielo que me compensara por el infierno que ahora mismo estoy viviendo.
 
 
 
El lugar resultó deprimente. Al estado ruinoso del recinto, iglesia incluida, se le añadía la soledad y la dejadez de unas tumbas cuya piedra había sufrido el paso de los años en unas condiciones climáticas muy adversas. El texto grabado en algunas lápidas era ilegible. La erosión había hecho su trabajo. Una capa ocre y verde de líquenes cubría la superficie de las sepulturas. Aun así, el color gris oscuro dominaba el espacio. El sonido del viento sorteando las esculturas mortuorias amplificaba la atmósfera tétrica del lugar.

Cuando, viendo lo inútil de la visita, iba a abandonar el lugar, oyó una suave melodía. Parecía proceder del interior de la vieja iglesia pero no era el sonido de un órgano, más propio de un templo, sino el de un piano. Y la melodía, aunque lejana, era reconocible: “Para Elisa”, de Beethoven, su pieza favorita. “Toca tu tema, Elisa, que el gran maestro te la dedicó a ti en alguna de tus anteriores reencarnaciones”, le decía él en broma. Y ella siempre le recordaba que, en realidad, ese título era un error, pues el original era “Für Therese” –Para Teresa-, una alumna de la que Beethoven estuvo enamorado; solo que, por su difícil caligrafía, se tradujo erróneamente por “Für Elise” –Para Elisa-, a partir de un manuscrito que el genio alemán dejó sin publicar.
 
 
 
Cuando entré en la ruinosa iglesia, tras forcejear con una puerta medio podrida y un cerrojo más que oxidado, me vi ante una pequeña nave de paredes desconchadas, con unos pocos bancos carcomidos y un altar desnudo de piedra pulida. En el ábside, un gran crucifijo de madera astillada pendía del techo. Debido al viento que penetraba a través de las vidrieras rotas, se balanceaba. Delante y atrás, delante y atrás. La música, ahora mucho más audible, procedía del coro, sobre mi cabeza, al que se accedía por unas empinadas escaleras de madera. Antes de subir, temiendo por mi seguridad, me dirigí al altar y, dando media vuelta, miré hacia la parte superior de la entrada. El coro, que parecía pender milagrosamente de la pared, estaba vacío. No había órgano ni piano, si siquiera bancos. No debía usarse, desde hacía años, por su peligrosidad. Pero “Para Elisa” seguía sonando y el eco hacía reverberar la melodía por toda la estancia. Salí corriendo como alma que lleva el diablo, tapándome los oídos para no volverme loco. Aquello no podía estar sucediendo. Fuera, el viento se tornó huracanado y un aguacero descargó en cuestión de minutos. Cuando llegué a la cabaña, extenuado, empapado y temblando de frio y de miedo, encendí como pude el hogar, me despojé de la ropa mojada, me tumbé junto al fuego y me quedé dormido.
 
 
 
Jaime soñó con Elisa. Tocaba su melodía favorita, sonriéndole e invitándole a sentarse a su lado, en la banqueta, para que le besara delicadamente el cuello como solo él sabía hacer. Qué sueño tan grato. Era tan real. Hasta que un trueno, retumbando como un cañonazo, le despertó sobresaltado. Las llamas, todavía vivas en la chimenea, iluminaban la pequeña estancia y proyectaban sombras chinas por doquier. Se incorporó. Se despojó de la manta que le cubría y fue a ver si la ropa que había tendido junto al fuego estaba ya seca. Entonces la vio. Sentada en un rincón, en una butaca rústica, como todo a su alrededor. Jaime creyó que todavía soñaba. Elisa se levantó lentamente y le tendió las manos, fundiéndose ambos en un abrazo apasionado. Las lágrimas de Jaime empapaban el pálido y suave cuello de Elisa que tantas veces había besado. Solo pudo decirle una frase entrecortada por el llanto: “Te extraño tanto, mi amor”. Y antes de que todo volviera a la triste realidad, tuvo ocasión de oír cómo ella le respondía: “No estás solo, amor mío, estoy aquí contigo”.
 
 
 
No sé si mi mente está jugando conmigo a un luego macabro. Todas las noches, sin excepción, Elisa viene a verme. Charlamos horas enteras. Recordamos el pasado, observa mis lienzos con interés y alaba mi trabajo. Al principio solo pintaba los paisajes que se abrían ante mis ojos desde la mañana hasta el atardecer. He pintado amaneceres anaranjados; puestas de sol rojizas sobre las blancas cumbres; el lago jugando a ser el espejo de todo lo que le rodea; las nubes borrascosas amenazando tormenta; el viento inclinando a duras penas los altos y robustos abetos de los que solo logra arrancarles la nieve. Las águilas reales, los urogallos, los mirlos y los rebecos han sido también modelos involuntarios de mis pinturas. Pero desde que Elisa está conmigo, he vuelto al retrato. Tengo ya más de una docena de cuadros de ella. No hace falta que pose para mí, como antaño hacía. La pinto con los ojos cerrados. Sentada junto a la lumbre; bajo el porche; tumbada sobre un verde prado, rodeada de amapolas, rododendros y edelweiss; caminando por el bosque; tendida al sol del invierno junto al rio, junto al lago, riendo, saltando, bailando.

Elisa quiere que vuelva al que fue nuestro hogar. Me dice que este no es mi lugar, que debo volver a mi estudio, a mis retratos, a mi vida anterior, la auténtica. Insiste en que ya he encontrado lo que vine a buscar: la alegría de vivir. En realidad no sé en busca de qué vine hasta aquí. Quería huir de todo lo que me recordara a mi amada. Empezar de nuevo, si es que podía sobrevivir a su pérdida. Pero no puedo ni quiero vivir borrándola de mi memoria sino con su recuerdo, en su compañía. Quizá ella tenga razón. Me siento un hombre nuevo, con renovadas ganas de vivir y de pintar. Sí, volveré a nuestro hogar. Ahora que la he recuperado y que no volverá a abandonarme. Me ha dicho que mientras pinte, ella me deleitará con aquellos nocturnos que tanto me gustan y, cómo no, con mi pieza favorita. Sí, lo haré por ella y para ella. Lo haré para Elisa.
 
 

 

miércoles, 10 de febrero de 2016

El internado



Mi vida es ejemplarizante. Me he hecho a mí mismo. Empecé trabajando en las minas de carbón. Luego probé fortuna en tierras ignotas donde trabajé, de sol a sol, en yacimientos de plata que solo beneficiaban a mis patronos. Con el tiempo, la experiencia y los conocimientos técnicos adquiridos darían sus frutos. Gracias a mi intuición, pericia y habilidad para los negocios acabé enriqueciéndome. Descubrí por mi cuenta un yacimiento y, de la noche a la mañana, me convertí en propietario de una modesta mina de plata, a la que le puse el nombre de “El internado”. Nadie conoció mis razones. No tuvo una larga vida pero cuando se agotó la riqueza de sus entrañas, ésta ya había llenado mis arcas. Ahora soy millonario. Y eso que nadie hubiera apostado ni un centavo por mí.

No conocí a mis padres. Nunca quise saber quiénes eran ni por qué me abandonaron. Crecí en un orfanato -al que todos llamábamos internado como forma ilusoria de eludir la cruda realidad-, en donde me infligieron todo tipo de humillaciones. Permanecí en él durante más de quince años. Cuando recién cumplí los dieciocho, pisé por fin la calle, libre para hacer con mi vida lo que quisiera. Abandoné aquella institución sin volver la vista atrás, mirando siempre adelante. Y dueño de mi futuro, me marché lejos. Juré no volver pero a veces los juramentos, como las palabras, se los lleva el viento.

Siempre he detestado aquel orfanato de tan malos recuerdos. Las monjas, a cual más cruel, y sobre todo la reverenda madre superiora y su adlátere, el capellán y confesor del centro, fueron artífices de la peor época de mi vida. Todos ellos fueron los protagonistas de mis recurrentes pesadillas. Las tocas aladas, los hábitos negros y las cruces de metal en el pecho se convirtieron en símbolos de hostilidad y castigo. Todo allí resultaba siniestro. El tintinear del rosario colgado al cinto, los pasos arrastrados de la monja vigilante deteniéndose ante nuestro dormitorio en su inspección nocturna, la mirada de sus ojos vidriosos escrutándonos entre un mar de arrugas, fríos e inquisitivos, antes de apagar las luces. El olor a incienso y a cera derretida, omnipresentes en aquel lúgubre lugar, acabaron por producirme náuseas. Todas esas imágenes y olores, mezclados y fijados en mi cerebro, me provocaron durante aquellos años de reclusión terrores nocturnos que me impedían conciliar el sueño.

Aquella loable institución de la que todos, menos nosotros, sus huéspedes forzados, se sentían tan orgullosos, fue el peor hogar que hubiera podido tener. Todo, absolutamente todo lo ocurrido entre aquellas paredes, ha quedado tan grabado en mi mente que al volver a la ciudad, tras largos años de ausencia, la visión del vetusto edificio, majestuosamente erguido en lo alto de la colina, me produjo un escalofrío incontrolable.

Han pasado más de cuarenta años desde que experimenté aquella extraña sensación de libertad, como el reo al abandonar la cárcel tras un largo cautiverio. Desde entonces, mi vida ha dado un gran salto. Pero los recuerdos no mueren, en todo caso permanecen agazapados en un rincón del alma. Cierto que a los sesenta las cosas ya no son como cuando uno es joven. Todo se relativiza. La distancia y la edad diluyen las malas experiencias. Uno se vuelve menos impetuoso y más tolerante. Pero siempre queda la herida. El maltrato psicológico deja más huella que el físico. Las heridas del cuerpo sanan, las del alma no.

Nunca me creyeron. Me avergonzaron diciéndome que yo le había provocado. Que me lo tenía bien merecido. Me hicieron sentir culpable de aquella atrocidad. Su hábito negro deslucido, la sotana de mil botones con olor a viejo, todavía me devuelve la imagen de aquel hombre que, siendo nuestro confesor, no dudó en abusar de mí y de muchos otros. Pero solo yo hablé, nadie secundó mi terrible confesión y pagué por ello. Cinco largos años soportando el asco y la amargura de la sumisión, una sumisión vejatoria que llegó a congelarme la garganta, impidiéndome declarar la verdad a los cuatro vientos cuando, una vez libre, tuve la oportunidad de hacerlo. Me fui para olvidar pero una fuerza renovada me ha hecho volver para hacer lo que debía. Por muchos años que hayan pasado, no podía dejarlo estar. Sé que pagarán justos por pecadores pues éstos ya no están para ser juzgados.
 
 
 
Aproveché la jornada de puertas abiertas para introducirme de nuevo en la vieja cárcel de niños. Nada había cambiado, excepto que ya no hay tocas aladas, ni crucifijos balanceándose, ni rosarios colgando del cinto. Sus caras parecen amigables pero sé que es pura fachada. Me he perdido por el laberinto de pasillos y escaleras. Me he paseado impunemente por los lugares más íntimos, al abrigo de la luz y de miradas indiscretas. He recorrido palmo a palmo salas y corredores antaño tan familiares. Me marché cuando ya había elaborado mi plan. Esta vez sí giré la vista atrás pensando en que volvería cuando todo estuviera en silencio y en la oscuridad. De algo me servirían mis años de minero.
 
 
 
Acabo de leer en el periódico que, esta madrugada, un pavoroso incendio se ha cebado con el orfanato, que las llamas han lamido con fruición las paredes y techumbre de todo el viejo edificio, hambrientas de venganza. Solo ha quedado en pie un esqueleto calcinado. Los internos, por fortuna, fueron evacuados a tiempo gracias a una llamada anónima. Se desconoce la autoría de tal descomunal atentado perpetrado contra una comunidad ejemplar dedicada a proteger al menor desamparado. En mi interior ha explosionado un tremendo sentimiento de satisfacción. Nadie hallará jamás al culpable. Debí hacerlo mucho antes.

Seguramente otro orfanato se erigirá en el mismo lugar para seguir cumpliendo con la elogiosa labor de criar y educar a unos niños que tuvieron la desventura de perder a sus padres. De ser así, evitaré que se convierta en un nuevo sepulcro blanqueado en el que, como yo, pierdan la dignidad. Contribuiré a su reconstrucción. Seré su mayor benefactor y defensor. Estaré vigilante, al acecho. Me ganaré este derecho gracias a mi antigua mina de plata, a mi “internado” particular. Para algo servirá la fortuna que he amasado. Lo haré por los niños y por mí mismo.

*Imagen obtenida de internet, totalmente ajena al contenido de este relato 

 

martes, 2 de febrero de 2016

Very Inspiring Blogger Award


De igual modo que en televisión se interrumpe un programa con un “pasamos a publicidad”, yo me veo en la necesidad de hacer un pequeño paréntesis en la habitual programación de este blog de relatos para decir “vuelvo en una semana” (tiempo más que suficiente para que os dé tiempo a felicitarme) y hacer un corte publicitario dedicado total y exclusivamente a este premio bautizado con este nombre en inglés que significa, más o menos, "Premio al bloguero más inspirador”. Viene a ser como decir “The Muppets” en lugar de “Los Teleñecos”.

El caso –y no es moco de pavo- es que este nuevo y para mí hasta ahora desconocido galardón me ha sido concedido, a la vez, por mis dos estimadas compañeras, María Campra Peláez (Escritora mamá) y Julia C. Cambil (Palabras y latidos) que, por si fuera poco, no es la primera vez que me nominan a un premio.

Como no se especifica a través de cuál de mis blogs resulto más inspirador, me he permitido la licencia de dedicar esta mención al que estáis leyendo porque es, sin duda, el que más inspiración necesita para mantenerse vivo.

Así pues, aúno en uno (vaya cacofonía) los dos premios recibidos de las manos escritoras de María y Julia y lo hago público aquí y ahora, por lo que también me permito la libertad de cumplir en una sola acometida los requisitos ligados a la aceptación de ambos, evitando así duplicidades, y que son:

- Dar las gracias y vincular a la persona que le nominó
- Enumerar las normas y mostrar el premio
- Compartir siete cosas sobre sí mismo
- Informar a los nominados
- Exhibir con orgullo el logotipo del premio en tu blog
- Seguir el blog que te nominó
- Nominar otros 15 blogs que te sorprendan

Los que me conocéis un poquito, probablemente sabréis que no soy persona a quien le agrade seguir al pie de la letra las consignas inherentes a estos premios. Y como considero que la originalidad también es “very inspiring”, lo haré a mi estilo o, lo que es lo mismo “in my own style”:

1. Doy las gracias, tanto a María como a Julia, por la deferencia que han tenido, ahora y en el pasado, para conmigo y/o mi blog.

2. Solo puedo mostrar la imagen o logo del premio porque el premio físico –y mucho menos en metálico- no existe. Lo de enumerar las normas me lo salto pues parecería un bucle: entre las normas está la de enumerar las normas.

3. Compartir 7 cosas 7 sobre mí:
¿Qué voy a decir que no sea repetitivo? La última vez que me vi en la misma tesitura escribí once cosas sobre mi persona. Como siga recibiendo premios de esta índole, acabaré descubriendo mis partes más íntimas (literariamente hablando) y soy demasiado tímido para ello. Por lo tanto, me he inspirado (a fin de cuentas un blog inspirador puede inspirarse en otros) en algunas de las confidencias que hicieron mis nominadoras al recibir este premio. Así que ahí van siete cosas sobre mí:

  1. Mis ojos son marrones y, por desgracia, siguen siendo marrones les dé el sol o la sombra. En todo caso prefiero decir que son de color miel, que queda mucho mejor.
  2. Me gusta mucho comprar libros y pasarme mucho rato dando vueltas en una librería. Casi siempre voy a La Casa del Libro.
  3. Cuando me tallaron para ir a la mili (tendría unos 19 ó 20 años) medía 1,69 m. En una de las revisiones médicas que me hicieron en la última empresa donde trabajé (rondaría los 58) me dijeron que medía 1,68 m. Así que no solo el agua encoge sino también la edad.
  4. No solo ha variado mi estatura con los años, también mi sensibilidad emocional. Ahora me emociono con mucha facilidad. Ante una escena especialmente conmovedora, tanto mi mujer como mi hija menor me dirigen sus miradas para ver cuánto tardo en lagrimear. Ya no soy el tipo duro de antes.
  5. Casi nunca desayuno algo solido. Por la mañana solo soy capaz de ingerir un café con leche. Empiezo a sentir apetito hacia el mediodía, por lo que ya me espero a la hora de comer para saciar mis apetencias gastronómicas. Casi nunca meriendo. Así pues, contraviniendo las normas saludables para nuestra especie, solo como dos veces al día. Como mi perro.
  6. Soy de los que tiran las cosas a la basura con demasiada presteza y luego, al cabo de un tiempo, me arrepiento de haberlo tirado. Por eso no tengo ninguna de las colecciones de mi infancia y juventud. Cuando tuve que ir a la mili, para recaudar fondos le vendí a un amigo toda la colección de discos de vinilo de los Beatles. Al cabo de los años, me los tuve que comprar en versión CD, en una edición especial que me costó un ojo de la cara.
  7. No sé por qué, pero hay una serie de nombres que se me resisten y debo hacer un gran esfuerzo memorístico para recordarlos y se dividen en dos grandes grupos: actores y plantas. En el grupo de los actores destacan Kevin Kosner, Tom Cruise y Meryl Streep, entre otros; en el de las plantas el magnolio, el ciclamen y la orquídea. Ahora mismo he tenido que usar sistemas varios para recordarlos. ¿Por qué será?
 
4. Puedo prometer y prometo que informaré a mis nominados de su nominación. Lo que no puedo prometer y, por lo tanto, no prometo es que sigan con la cadena de nominaciones. En anteriores ocasiones, que yo sepa y recuerde, ninguno/a lo ha hecho por distintas causas que no vienen al caso.

5. El logo queda exhibido como imagen en el encabezamiento de este post. El orgullo no se ve pero está ahí. Tened fe.

6. Tanto María Campra como Julia C. saben de sobra que sigo sus blogs desde hace tiempo. Y lo hago voluntariamente. Juro que nadie ni ningún premio me obliga a ello.

7. Saltándome nuevamente las normas, solo nominaré a 6 blogs 6 -y que conste que soy anti-taurino (no sé si todavía se dice aquello de 6 toros 6), cosa que podría haber mencionado antes pero se me olvidó-. Para ello me ceñiré al hecho de que me sorprenden por motivos dispares que tampoco vienen al caso. Además, cada vez se pone más difícil esto de nominar pues no hay que nominar a quienes han nominado nuestros nominadores, ni a los que ya hemos nominado recientemente, ni  a nuestros nominadores, ni a los que les salen los premios por las orejas, ni…
¿Sabéis qué? Pues que voy a nominar a los 6 blogs con los que mejor me lo paso desde hace mucho tiempo y Santas Pascuas, exceptuando, claro está, los de María y Julia.
 
And the nominated are:
(in alphabetical order)
 
-Pedro Fabelo
-Mª Jesús Fernández
-Elda Gallego
-Soledad Gutiérrez
-Aida Ramos
-San
 
Sé que a alguno/a de ello/as no les va esto de los premios. Vaya por delante que lo comprendo y lo respeto. Así pues, en este caso haré una excepción y no se lo comunicaré directamente para evitar ponerle/as en un aprieto y que tengan que darme calabazas. Pero como sé que son asiduo/as a este blog, ya se enterarán cuando lo lean. Pensar en ello/as es, en realidad, el premio que les otorgo.