El sonido de las campanas marcaron un antes y un después en mi vida. Cuando salí del cementerio me encaminé hacia un oscuro futuro en busca de la luz.
Acababa de perder a la que había sido mi compañera, mi apoyo y mi vida durante más de diez años. Debía aprender a caminar solo por un sendero que se me antojaba abrupto y cuesta arriba. Ignoraba dónde llegaría pero, por muy largo y costoso que fuera el camino, mi búsqueda de la felicidad perdida no cesaría mientras viviera.
Desde el vagón de aquel tren nocturno solo miraba mi rostro reflejado en el sucio cristal de la ventanilla. Fuera, la oscuridad. No quería ver el paisaje de una noche sin luna. La imagen que me devolvía el cristal era la de un rostro desconocido, ajado y macilento. Me pareció el de un ser desvalido a quien debía ayudar.
Nunca sospeché que sin ella no sería nada y lo acababa de descubrir al poco de haberme abandonado. Ahora solo me quedaban mis lienzos y los había dejado atrás, como mis años junto a ella. Mi único equipaje era una maleta con escasa ropa, algunas telas vírgenes, mis pinturas, mi paleta y mis pinceles. No necesitaba nada más. Seguiría pintando, tal como me hizo prometer, pero no sabía de dónde sacaría las fuerzas ni la fuente de inspiración. El lugar al cual me dirigía encontraría naturaleza viva a raudales. Quería dejar la muerte atrás.
Necesitaría tiempo para adaptarme a aquel lugar tan apartado y solitario. Lo había visto en una fotografía del National Geographic y al instante quedé atrapado por la magnificencia de aquellos parajes. Las altas cumbres nevadas, los riscos imposibles, aquellas paredes en caída libre hacia el abismo, el manto de abetos que cubrían las inclinadas laderas en difícil equilibrio para mantener la verticalidad, apuntando al cielo, rozando las nubes. Y al fondo, un lago que otorgaba al conjunto un toque paradisíaco.
Jaime llegó donde había querido estar y, sin embargo, se sentía fuera de lugar. Toda aquella inmensidad le abrumaba. Por única compañía, el eco de su propia voz. Por único refugio, una cabaña de gruesos troncos, como la que siempre quiso tener pero para compartirla, no para añorar a quien pudo haber sido su compañía. ¡Cuánto la echaba de menos! Ya no volvería a oír aquellas melodías con las que Elisa le obsequiaba al atardecer, cuando se recluían en el saloncito, él con un libro en las manos y ella sentaba frente al piano de cola. Cierra los ojos y todavía ve sus suaves y delicadas manos recorriendo dulcemente el teclado.
Los primeros días, dedicó su ilimitado tiempo libre a recorrer los alrededores y al fin se decidió a bajar hasta el pueblecito que se distinguía desde su nueva morada. El día que llegó, como ya anochecía, no pudo ver gran cosa, pero le llamó la atención un minúsculo cementerio pegado a una pequeña iglesia románica casi en ruinas. No podía eludir hacerle una visita. Quizá le inspiraría. Hasta ahora siempre había pintado retratos y bodegones, jamás paisajes.
Plantado frente a la puerta de la iglesia, sentí un escalofrío. Aquel lugar y aquella situación me resultaban familiares. Elisa creía en la reencarnación y estaba convencida que había vivido otras vidas. Cada vez que veía algo que le resultaba conocido, lo achacaba a alguna de sus vidas anteriores. Yo, en cambio, incrédulo inveterado, estoy convencido de que la muerte es la última estación de nuestro viaje, en la que uno tiene que apearse forzosamente para no volver a subir al tren que le ha llevado hasta allí. Cuántas tardes y cuántas horas habíamos dedicado a discutir sobre este tema. Y ella siempre acababa enojada conmigo, por mi incredulidad. Ahora daría cualquier cosa para que ella estuviera en lo cierto y pudiéramos reencontrarnos algún día en algún lugar. Pero esa ilusión tiene un grave inconveniente: la altísima improbabilidad de que coincidiéramos en un mismo lugar y época y, por si eso fuera poco, reconocernos. Incluso los que creen en la reencarnación dicen que eso es imposible. Entonces casi prefiero la existencia de un cielo donde todos nos podamos reunir tarde o temprano, un cielo que me compensara por el infierno que ahora mismo estoy viviendo.
El lugar resultó deprimente. Al estado ruinoso del recinto, iglesia incluida, se le añadía la soledad y la dejadez de unas tumbas cuya piedra había sufrido el paso de los años en unas condiciones climáticas muy adversas. El texto grabado en algunas lápidas era ilegible. La erosión había hecho su trabajo. Una capa ocre y verde de líquenes cubría la superficie de las sepulturas. Aun así, el color gris oscuro dominaba el espacio. El sonido del viento sorteando las esculturas mortuorias amplificaba la atmósfera tétrica del lugar.
Cuando, viendo lo inútil de la visita, iba a abandonar el lugar, oyó una suave melodía. Parecía proceder del interior de la vieja iglesia pero no era el sonido de un órgano, más propio de un templo, sino el de un piano. Y la melodía, aunque lejana, era reconocible: “Para Elisa”, de Beethoven, su pieza favorita. “Toca tu tema, Elisa, que el gran maestro te la dedicó a ti en alguna de tus anteriores reencarnaciones”, le decía él en broma. Y ella siempre le recordaba que, en realidad, ese título era un error, pues el original era “Für Therese” –Para Teresa-, una alumna de la que Beethoven estuvo enamorado; solo que, por su difícil caligrafía, se tradujo erróneamente por “Für Elise” –Para Elisa-, a partir de un manuscrito que el genio alemán dejó sin publicar.
Cuando entré en la ruinosa iglesia, tras forcejear con una puerta medio podrida y un cerrojo más que oxidado, me vi ante una pequeña nave de paredes desconchadas, con unos pocos bancos carcomidos y un altar desnudo de piedra pulida. En el ábside, un gran crucifijo de madera astillada pendía del techo. Debido al viento que penetraba a través de las vidrieras rotas, se balanceaba. Delante y atrás, delante y atrás. La música, ahora mucho más audible, procedía del coro, sobre mi cabeza, al que se accedía por unas empinadas escaleras de madera. Antes de subir, temiendo por mi seguridad, me dirigí al altar y, dando media vuelta, miré hacia la parte superior de la entrada. El coro, que parecía pender milagrosamente de la pared, estaba vacío. No había órgano ni piano, si siquiera bancos. No debía usarse, desde hacía años, por su peligrosidad. Pero “Para Elisa” seguía sonando y el eco hacía reverberar la melodía por toda la estancia. Salí corriendo como alma que lleva el diablo, tapándome los oídos para no volverme loco. Aquello no podía estar sucediendo. Fuera, el viento se tornó huracanado y un aguacero descargó en cuestión de minutos. Cuando llegué a la cabaña, extenuado, empapado y temblando de frio y de miedo, encendí como pude el hogar, me despojé de la ropa mojada, me tumbé junto al fuego y me quedé dormido.
Jaime soñó con Elisa. Tocaba su melodía favorita, sonriéndole e invitándole a sentarse a su lado, en la banqueta, para que le besara delicadamente el cuello como solo él sabía hacer. Qué sueño tan grato. Era tan real. Hasta que un trueno, retumbando como un cañonazo, le despertó sobresaltado. Las llamas, todavía vivas en la chimenea, iluminaban la pequeña estancia y proyectaban sombras chinas por doquier. Se incorporó. Se despojó de la manta que le cubría y fue a ver si la ropa que había tendido junto al fuego estaba ya seca. Entonces la vio. Sentada en un rincón, en una butaca rústica, como todo a su alrededor. Jaime creyó que todavía soñaba. Elisa se levantó lentamente y le tendió las manos, fundiéndose ambos en un abrazo apasionado. Las lágrimas de Jaime empapaban el pálido y suave cuello de Elisa que tantas veces había besado. Solo pudo decirle una frase entrecortada por el llanto: “Te extraño tanto, mi amor”. Y antes de que todo volviera a la triste realidad, tuvo ocasión de oír cómo ella le respondía: “No estás solo, amor mío, estoy aquí contigo”.
No sé si mi mente está jugando conmigo a un luego macabro. Todas las noches, sin excepción, Elisa viene a verme. Charlamos horas enteras. Recordamos el pasado, observa mis lienzos con interés y alaba mi trabajo. Al principio solo pintaba los paisajes que se abrían ante mis ojos desde la mañana hasta el atardecer. He pintado amaneceres anaranjados; puestas de sol rojizas sobre las blancas cumbres; el lago jugando a ser el espejo de todo lo que le rodea; las nubes borrascosas amenazando tormenta; el viento inclinando a duras penas los altos y robustos abetos de los que solo logra arrancarles la nieve. Las águilas reales, los urogallos, los mirlos y los rebecos han sido también modelos involuntarios de mis pinturas. Pero desde que Elisa está conmigo, he vuelto al retrato. Tengo ya más de una docena de cuadros de ella. No hace falta que pose para mí, como antaño hacía. La pinto con los ojos cerrados. Sentada junto a la lumbre; bajo el porche; tumbada sobre un verde prado, rodeada de amapolas, rododendros y edelweiss; caminando por el bosque; tendida al sol del invierno junto al rio, junto al lago, riendo, saltando, bailando.
Elisa quiere que vuelva al que fue nuestro hogar. Me dice que este no es mi lugar, que debo volver a mi estudio, a mis retratos, a mi vida anterior, la auténtica. Insiste en que ya he encontrado lo que vine a buscar: la alegría de vivir. En realidad no sé en busca de qué vine hasta aquí. Quería huir de todo lo que me recordara a mi amada. Empezar de nuevo, si es que podía sobrevivir a su pérdida. Pero no puedo ni quiero vivir borrándola de mi memoria sino con su recuerdo, en su compañía. Quizá ella tenga razón. Me siento un hombre nuevo, con renovadas ganas de vivir y de pintar. Sí, volveré a nuestro hogar. Ahora que la he recuperado y que no volverá a abandonarme. Me ha dicho que mientras pinte, ella me deleitará con aquellos nocturnos que tanto me gustan y, cómo no, con mi pieza favorita. Sí, lo haré por ella y para ella. Lo haré para Elisa.