Nadie
habría pensado que esto fuera posible. Ni siquiera yo, cuando, de niño, me
preguntaban qué quería ser de mayor. Sabía que todo el mundo me tenía por un crío
extravagante, fuera de lo común, de ahí que me hicieran la misma pregunta una y
otra vez para ver si la lucidez volvía a mi alocada mente. Cuando lo mencioné
por primera vez, todos los presentes, exceptuando a mis padres, soltaron una
carcajada. Recuerdo sus miradas condescendientes, pensando que ello era seguramente
fruto de mi excéntrica imaginación. Mi padre, cómo no, torció el gesto, mirando
de soslayo a mi madre con cara de reproche. Siempre le recriminó que me llenara
la cabeza de pájaros, que para él debían ser, sin duda, de mal agüero. Ella, en
cambio, sonrió. Fue la única persona que entendía mis razones. Aun así, nunca
imaginó ─ni yo tampoco─ lo que me depararía el futuro.
La
mente fantasiosa de mi madre contrastaba brutalmente con el realismo más
prosaico de mi padre. Nunca pude entender cómo dos almas tan distintas podían
haberse unido, del mismo modo que mi progenitor nunca debió comprender cómo
había podido engendrar a alguien que, según sus palabras, estaba siempre en las
nubes.
Con el
tiempo adiviné que mi madre no era feliz al lado de quien la dejó embarazada
siendo una adolescente romántica e impulsiva. Hoy día esa unión no se habría
llevado a cabo, pero eran otros tiempos y ambas familias extremadamente
convencionales. Había que guardar las apariencias. Mi madre fue, a su manera,
la oveja negra, la ficha blanca en un tablero de piezas negras, la luz del sol
entre nubes borrascosas, la flor en un campo de malas hierbas. De ahí que se sintiera
incomprendida y aislada y se refugiara en mí como su único consuelo, su único
motivo para vivir y ser feliz.
“Soñar
es imprescindible. Si no soñáramos, moriríamos” ─me dijo mi madre un día,
siendo yo muy pequeño. Eso me aterró. De ahí que cuando me preguntaron poco
después qué quería ser de mayor dije, sin dudarlo, “fabricante de sueños”.
Mi
madre fue la que en realidad me hizo como soy. Le encantaba contarme historias
fantásticas, ante las duras reprimendas de mi padre, que creía que, con ello,
me convertiría en un ser débil y pueril. Yo disfrutaba con ellas hasta lo
indecible y esperaba con ansia el momento de oírlas. Cada noche, al acostarme, mi
madre se sentaba al borde de mi cama, me arropaba y entonces volcaba en mí toda
su desbordante imaginación. Tenía una increíble facilidad para la inventiva.
Mientras me contaba sus historias entornaba los ojos maliciosamente, atenta a
mis reacciones y reprimiendo una sonrisa ante mi cara de asombro. Luego, solo en
la oscuridad, yo prolongaba mentalmente la historia que me había relatado y,
como si de algo mágico se tratase, acababa introduciéndose en mis sueños. Soñar
se convirtió en algo fascinante para mí. Esperaba con ansia a que anocheciera
para repetir la experiencia. Y así, día a día y noche a noche, mi madre
alimentaba mis fantasías, las que luego invadían mis sueños. No sé cómo tenía
lugar ese extraordinario episodio. Con el tiempo llegué a adquirir una gran
pericia para inducir mis propias ensoñaciones. Debía de ser algo innato. Mi
madre, estoy seguro, tenía el “don” de provocar sueños y yo lo heredé, como
comprobaría más tarde.
Cuando,
siendo todavía un niño, supe que lo que me había dicho mi madre sobre la
necesidad vital de soñar no era cierto, sentí una gran decepción. Ignoro si simplemente
iba errada, si no supe interpretar sus palabras o bien si pretendía con ellas
azuzar mi imaginación. No era el hecho de no soñar lo que resultaba letal sino
la imposibilidad de dormir. Descubrirlo fue un duro golpe. Mi futuro como
fabricante de sueños dejaba de tener relevancia para la humanidad. Mis esperanzas
se vinieron abajo. El descubrimiento de algunas verdades resulta doloroso para
quien, como yo, vivía de ilusiones. Y la mayor de todas era regalar sueños a
quienes los necesitara.
Pero,
por fortuna, no todo estaba perdido. Mis esperanzas renacieron cuando más tarde
descubrí que podría ser igualmente útil a la sociedad, aunque no de la forma en
que yo había previsto. No salvaría vidas, pero podría ayudar a la gente a ser
feliz. Leí en un libro sobre el mecanismo de los sueños que todos soñamos y que
esta es una función vital y reparadora. De ser así, ¿cómo era posible que
hubiera personas aparentemente sanas que decían no soñar jamás? Mi interés por lo
que consideré una disfunción, cuyas causas y efectos desconocía, me condujo a
estudiar medicina y especializarme en psiquiatría. Con esos conocimientos,
añadidos al “don” que creía poseer, podría llevar a cabo mi propósito de forma
mucho más eficaz. No existiendo ningún tratamiento farmacológico para la
pérdida de la capacidad de soñar, decidí dedicar todo mi tiempo y esfuerzo a remediar
esa carencia, aunque no representara una dolencia de gravedad. Tal era mi
obsesión por ver cumplido mi deseo que mi vida giró exclusivamente en torno a
esta encomienda autoimpuesta. Me aislé de tal modo del mundo exterior que, como
si de una vocación sacerdotal se tratara, descuidé mi vida personal, no dejando
en ella tiempo ni espacio para formar una familia. Interrogué a un numeroso
grupo de individuos que decían no soñar y me percaté que ello les producía una
cierta congoja. Se quejaban de que, mientras todo el mundo hablaba de sus sueños,
ellos ignoraban qué era aquello aparentemente tan fantástico, se sentían
excluidos de esa normalidad y temían que esa carencia les pasara factura tarde
o temprano.
Todo
mi trabajo de investigación lo desarrollé en el más absoluto anonimato. No fue
hasta que las redes sociales se hicieron eco de mi teoría de que no soñar
provoca insatisfacción e infelicidad ─de eso estaba y sigo estando convencido,
y a las pruebas me remito─, que me convertí en un personaje público. En una
entrevista que me realizaron para la televisión, el presentador preguntó por
qué me empeñaba en querer hacer soñar a la gente. “¿Acaso resulta tan difícil
de comprender que alguien desee hacer feliz al prójimo?” ─le espeté, airado─.
“Pero no todos los sueños son agradables, los hay que son pesadillas y las
pesadillas no logran hacer feliz a nadie, todo lo contrario” ─me replicó
acertadamente. Eso me dio que pensar. Ese tipo llevaba razón: era peor tener
malos sueños que la imposibilidad de soñar. Así pues, improvisé una respuesta
que sería premonitoria. “Yo logro que mis clientes tengan únicamente experiencias
oníricas placenteras. Anulo la generación de todo tipo de pesadillas y, en su
lugar, les evoco sueños agradables” ─concluí, simulando una convicción de la
que carecía en aquel instante. Esa frase marcó un punto de inflexión en mi
vida.
Nadie
pareció creerme. Me llovieron las críticas en forma de dardos envenenados. Y,
sin embargo, no me faltaron clientes, no cesó de crecer el número de pacientes
que me llamaban pidiendo ayuda. Unos, los menos, sentían curiosidad y querían
simplemente resolver su incapacidad para soñar; otros, los más, deseaban evitar
las pesadillas y tener, en su lugar, sueños placenteros, como yo había
garantizado en público. Fueron precisamente estos últimos los que acabaron saturando
mi agenda. Nunca imaginé que hubiera tanta gente que sufre pesadillas.
No inventé
ningún aparato para hacer soñar, como muchos insinuaron. No he utilizado jamás
ningún artefacto ni droga alguna. Todo lo logro con la mente y así lo he
repetido hasta la saciedad para acallar los falsos rumores. Si bien inicié, por
cautela, mis experiencias con la ayuda de la psicoterapia convencional,
intentando hallar el origen y significado de las pesadillas o la ausencia de
sueños de mis pacientes, solo conseguí tener éxito cuando decidí poner a prueba
mi “don”. Les relataba historias fantásticas, como las que me contaba mi madre
de pequeño, que luego debían rememorar al acostarse. Era como seguir la
tradición familiar. De ese modo, logré con mis pacientes lo que ella lograba
conmigo con sus cuentos. Por fin me sentí útil. Era feliz haciendo felices a
los demás.
Pero
esa felicidad duró lo que tardaron los celos en abrirse paso entre mis colegas.
Mi consulta, que yo mismo califiqué como “gabinete de inducción de sueños”,
acabó siendo la envidia de mis compañeros de profesión. Algunos llegaron a comentar,
con sorna, que en la placa de la consulta debería poner “Dr. Roberto Arce –
fabricante de sueños”, en lugar de psiquiatra. De todo lo que dijeron de mí,
eso fue lo único que no me ofendió. A fin de cuentas, era la pura verdad y me
sentía orgulloso por ello.
Fue
tanta la notoriedad que adquirí en este campo que algunos miembros de la Sociedad
Española de Psiquiatría tildaron de mala
praxis mis actividades sin atender a los resultados, me criticaron, me
denigraron y me persiguieron hasta lograr ser expulsado de la Sociedad primero
y del Colegio de Médicos después, retirándome así la licencia para ejercer. Según
ellos era una vergüenza para la profesión. Pasé a ser considerado un lunático,
un curandero, un farsante, un vendedor de humo. Me condenaron al ostracismo,
acabé siendo un paria. Por mucho que mis pacientes defendieran mis prácticas y
elogiaran los resultados de las mismas, se les tachó de ignorantes o de
testimonios comprados.
De
este modo, denostado por la clase médica y ridiculizado por los medios de
comunicación, no me quedó otra salida que huir de la vida pública y de mi
propio hogar, refugiándome donde creí que nadie conocería mis antecedentes.
******
En el
anonimato me sentí a salvo. Por los periódicos tuve conocimiento de que mis
antiguos pacientes intentaban localizarme, pues se habían cansado de tener cada
noche los mismos sueños y deseaban sustituirlos por otros nuevos, como si de un
plan Renove se tratara, pues esa
reiteración ya no los hacía tan placenteros. Lo lamenté por ellos, pero no me
atrevía a salir de mi refugio so pena de sufrir una nueva persecución mediática
que, dada mi introversión natural y mi dañada autoestima, no estaba dispuesto a
soportar.
Mi
suerte cambió el día que el alcalde de la pequeña población donde me instalé,
hombre culto y leído, me acabó reconociendo y vino a verme para que le sometiera
al tratamiento que, según sabía, había aplicado a otros desgraciados como él.
Se sentía agredido, con total nocturnidad e inmerecida alevosía, por las pesadillas.
Ya ni se atrevía a acostarse por temor a sufrirlas. La política, afirmó, era muy
ingrata, no solo le quitaba el sueño, sino que le regalaba pesadillas aterradoras
que le despertaban bañado en un sudor helado como un cadáver. La causa no era
el peso de la conciencia ─se apresuró a aclarar─ sino de la responsabilidad.
Tanto me rogó que le ayudara, que no pude negarme a hacer el bien a un pobre hombre
atormentado que juró guardar secreto sumarísimo, un secreto que solo desveló,
como comprobé poco después, a su querida esposa y eterna confidente.
Tanto
fue el éxito conseguido con el alcalde, hombre bondadoso y buen marido donde
los haya, que también tuve que claudicar ante las súplicas de su mujer. Como
esposa de la máxima autoridad civil, no estaba exenta de responsabilidades y
quebraderos de cabeza que le provocaban sueños indeseables, que quería y
necesitaba borrar de su mente. Yo me preguntaba cómo la alcaldía de una
localidad como aquella podía ser la fuente de tanto desasosiego, pero preferí callar
y no hacer preguntas indiscretas. Quien
no ejerció, en cambio, la discreción fue la primera dama del
Consistorio, como no tardé en constatar.
La
fama es como la pólvora, una vez prende ya no se apaga, sobre todo si uno desea
que lo haga. La mía, la que me granjeé sin quererlo en el pueblo, corrió tan
veloz como esa sustancia explosiva, de boca en boca y de casa en casa, hasta
alcanzar a todo el vecindario, de forma que volví a tener una larga cola de pretendientes
a la puerta de mi humilde casa, todos reclamando el tratamiento milagroso, como
le llamaron. ¿Cómo era posible que en un municipio tan pequeño hubiera tal
cantidad de almas en pena? Otra incógnita que no llegué a desvelar.
Transcurridos
unos meses y viendo mi altruismo, el alcalde, hombre agradecido y generoso como
pocos, deseando ganarse, además, la simpatía y consideración de sus
conciudadanos, quiso compensarme por mis desvelos nombrándome, sin atender a
mis escrupulosas protestas, concejal de bienestar social, un cargo hasta entonces
inexistente. Desde entonces, haciendo gala de mi flamante cargo y
responsabilidad, me entregué en cuerpo y alma a procurar que todos los
habitantes de ese recóndito pueblecito tuvieran un sueño agradable y reparador.
Todos deseaban que llegara la hora de acostarse para ser felices con sus sueños.
Incluso el tiempo dedicado a la siesta se alargó más de lo habitual, pues
sesteando también se sueña. Todos me trataban con la máxima deferencia, no me
faltaba de nada. Entre el sueldo de concejal y los generosos donativos en
especie y en metálico, vivía a cuerpo de rey. Disfrutaba de una vida tan
placentera como lo eran mis sueños y los de toda esa pequeña comunidad.
Pero,
por lo visto, hasta de lo bueno se cansa el hombre y, de este modo, el
descontento empezó a hacer mella en los hasta entonces felices ciudadanos.
Estos, también hastiados por tener cada día los mismos sueños y, sobre todo,
los mismos que el resto del vecindario, pidieron que se los renovara. Cada uno
quería tener su propio sueño, sin compartirlo con nadie más. Pero ochocientos
vecinos, incluyendo ancianos y niños, equivalen a ochocientos sueños distintos
y que, con toda seguridad, tendría que modificar con frecuencia. La avidez del
ser humano es inagotable. Eso superaba mis posibilidades. Mi imaginación ya no
daba para tanto. La sola idea de no ser capaz de cumplir con las exigencias de
esa buena gente que me había acogido con tanto cariño me angustió. Por primera
vez en mi vida empecé a sufrir esas pesadillas de las que tanto me habían
hablado.
Y como
las desgracias nunca vienen solas, la noticia de mi “don” se extendió de pueblo
en pueblo y de comarca en comarca, contándose ya por miles los que acudían al
pueblo en busca de sueños que les ayudase a mitigar su malestar. Incluso mis
antiguos pacientes, que se habían sentido abandonados y traicionados, acabaron
localizándome y reclamaban mis servicios. Y viendo mi falta de determinación y
diligencia en acceder a sus peticiones, me llegaron a amenazar con denunciarme
por fraude, enriquecimiento indebido, blanqueo de capitales y lo que hiciera
falta. Estaban dispuestos a todo con tal de ver satisfechas sus exigencias. La
felicidad se había tornado en desdicha y los amigos en adversarios.
Nunca
me había sentido tan impotente y frustrado. La situación era incontrolable. Llegando
a temer por mi integridad física, decidí huir de nuevo, como un vulgar ladrón, abandonando
casa y pertenencias, al amparo de la oscuridad reinante en una noche con luna
nueva. Solo me llevé lo puesto y todo el dinero que pude reunir.
Estaba
más decidido que nunca a que no me encontraran. Trabajaría de lo que fuera en
el lugar más remoto, donde nunca pudieran dar con mis huesos. Y así fue como,
tras varias semanas vagando sin rumbo fijo, conocí casualmente a un viejo
pastor del que aprendí el oficio y al que, con el tiempo, acabé sustituyendo
tras comprarle el rebaño, invirtiendo en ello todos mis ahorros.
******
Habré
envejecido pero mi memoria se mantiene intacta. En una libreta he vuelto a
escribir los cuentos que me contaba mi madre y que me sirvieron para ayudar a
mis pacientes y convecinos antes de que se levantaran contra mí. Todas las
noches, antes de acostarme, bajo la luz de un candil y yaciendo junto al
rebaño, mi única compañía, leo en voz alta esas historias fantásticas que
tantos buenos recuerdos me traen.
No sé
si son imaginaciones mías, pero desde hace un tiempo, los animales parecen dormir
mucho más plácidamente. A fin de cuentas, los animales también sueñan.