Lo que os voy a contar, por
increíble que parezca, le ocurrió a un buen amigo mío. Yo fui testigo directo
del desenlace de esta historia y aun hoy me pregunto cómo pudo suceder. Siempre
me reprocharé haber permitido que llegara a ese extremo.
Al
cumplir la treintena, Luis empezó a obsesionarse por su futuro. Por mucho que
le dijeran que lo verdaderamente importante en esta vida es el presente y que
lo viviera con intensidad sin importarle el mañana, él hacía oídos sordos.
Consultó
a videntes, echadores de cartas, lectores de los posos del café, quirománticos
y toda clase de adivinadores, quedándole siempre la impresión de haber sido
engañado. No perdió, sin embargo, la esperanza de hallar a alguien realmente
cualificado para predecir el futuro.
Aseguraba
que sin conocer lo que le depararía el día de mañana no podría tomar ninguna
decisión acertada, pues nada es fruto de la casualidad y que lo que uno hace y
cómo lo hace hoy es la base de su vida futura, tanto en lo profesional como en
lo personal. Decía que deseaba lo mismo que cualquier agente de bolsa o
apostador: disponer de información privilegiada para jugar sobre seguro.
Una
noche de copas, volvió a salir el tema a colación. Éramos cuatro y el alcohol
corría por nuestras venas a rienda suelta. En respuesta a nuestras burlas sobre
su ─para nosotros─ ridícula obsesión, afirmó con rotundidad que estaba
dispuesto a ofrecer una considerable suma de dinero a quien le asegurara sin un ápice de duda su
porvenir.
Alguien
debió oír esta propuesta porque al día siguiente recibió una misteriosa llamada
telefónica. Una voz al otro lado de la línea le citaba, a las ocho de la tarde,
en un parque de la periferia, asegurándole que, si acudía, obtendría lo que
tanto deseaba: conocer su futuro. Aunque con reservas, Luis aceptó la
invitación. A la hora convenida estaría en el lugar indicado por el misterioso
personaje.
En el
último momento, sin embargo, Luis tuvo un mal presentimiento. Algo le indicaba
que fuera con cuidado, que quien le había citado no era de fiar. ¿Por qué, si no,
le había invitado a acudir a un lugar tan aislado y solitario a aquella hora en
pleno invierno? Aunque se consideraba un hombre valiente, que no se amedrentaba
ante ningún peligro, sus dudas acabaron obligándole a confesarme lo que iba a
hacer. Obvia decir que intenté persuadirle de que no cometiera tal disparate,
que lo más probable era que se tratara de un desaprensivo que había oído la
conversación y lo único que pretendía era estafarle. Ante su rotunda negativa, me
ofrecí a acompañarle. Me mantendría oculto a una distancia prudencial, atento a
lo que ocurría, por si acababa necesitando ayuda.
A la
hora indicada, en el punto de encuentro se hallaba esperándole un individuo a
quien no pude ver con claridad. Estaba agazapado bajo un gran plátano e iba
vestido con un chándal. Llevaba puesta la capucha. Eso me dio mala espina. Por
su complexión no parecía ser un hombre fuerte. En caso de que intentara agredir
a mi amigo, podría fácilmente tumbarlo con un par de derechazos. De algo
podrían servir mis horas de gimnasio.
Habíamos
convenido que, antes de soltar la pasta, le pediría al sujeto pruebas de su fiabilidad
como vidente, como que le adivinara algo que solo él y sus más íntimos
allegados supieran. Luis debió quedar satisfecho, pues observé cómo le extendía
un cheque. Una vez este hubo desaparecido en uno de sus bolsillos, el
encapuchado extrajo del mismo un cuchillo de considerables dimensiones. En
cuestión de segundos vi cómo el supuesto vidente le clavaba el arma en el pecho
y cómo Luis se derrumbaba como un títere al que le han cortado los hilos.
Tal fue
el estado de estupor que me invadió al ver a mi amigo desplomarse a sus pies, que tardé en reaccionar más de lo debido. Mientras corría
para intentar auxiliarlo, el asesino desaparecía entre la espesura del parque.
Cuando
llegué al lado del cuerpo inerte de Luis, vi cómo emergía de su pecho, a la
altura del corazón, la empuñadura del cuchillo. Con manos temblorosas llamé al
061 para que enviaran de inmediato una ambulancia. Mientras hablaba con la
operadora vislumbré que algo revoloteaba junto al cuerpo de mi amigo. Era un
cheque al portador por valor de varios miles de euros, el que Luis había firmado hacía tan
solo unos minutos. ¿Por qué su asesino había dejado tirado el cheque con el que
le pagaba su servicio? ¿Se le habría caído del bolsillo al sacar el cuchillo? De
pronto, oí un gorgoteo que me hizo dar un respingo. Era Luis, que intentaba
infructuosamente respirar entre borbotones de sangre. Me miró con ojos
vidriosos. Parecía querer decirme algo. Me agarró de la solapa y me atrajo sin
apenas fuerzas. Acerqué mis oídos a sus labios. Solo pudo decir unas pocas
palabras antes de exhalar su último aliento: “He visto sus ojos brillantes y su
sonrisa cruel. Tenía que haberlo adivinado”.
Hasta
al cabo de unos días no acerté a comprender lo ocurrido. Nadie me cree. Luis no
deliraba, dijo la verdad. Descubrió la identidad de aquel sujeto, o debería
decir ente, demasiado tarde. Solo la muerte conoce nuestro futuro.