Una vez en casa, después de haber pasado casi tres
meses en coma, sentía que no estaba solo, que había alguien viviendo conmigo.
En el hospital, al
recuperar la consciencia, ya noté algo extraño, pero lo achaqué a que mi
cerebro todavía no funcionaba correctamente. Todas las noches, cuando me
quedaba solo en la habitación, oía unos pasos pesados, como si alguien
arrastrara los pies, que se acercaban y se detenían junto a mi cama para, acto
seguido, percibir una respiración entrecortada que no me dejaba pegar ojo en
toda la noche. Ni los somníferos que me daban al quejarme de insomnio me
ayudaban a dormir sin interrupciones. Me despertaba a menudo, sintiendo una
presencia a mi lado. No veía a nadie, pero percibía claramente un sonido
gutural cavernoso que me ponía los pelos de punta.
Pensé que una vez estuviera en casa todo volvería a la normalidad, que lo que experimentaba era producto de una alucinación provocada por la medicación o por el estrés postraumático. Pero me equivoqué. Esa presencia me siguió hasta mi hogar y día tras día y noche tras noche la tenía a mi lado, invisible pero audible.
—¿Qué me pasa, doctor?
—le pregunté a un psiquiatra al que acudí en busca de ayuda.
—En su caso no es extraño. Hay personas que no superan fácilmente haber salvado milagrosamente la vida, como es su caso. Haber experimentado la cercanía de la muerte les provoca una suerte de alucinaciones en las que creen ver u oír a un difunto. Intente hablar con él y verá como al cabo de un tiempo desaparece.
Y así lo hice. Ya que
no podía librarme de esa presencia, decidí entablar contacto verbal y saber
quién era y qué pretendía. Al cabo de poco, con mucha paciencia y no poco
esfuerzo, llegué a entender sus balbuceos.
Se llamaba, o decía
llamarse, Gerardo Iglesias. Había fallecido en el mismo hospital donde estuve
ingresado, unos días antes de mi llegada. De algún modo que no entendía, había
quedado atrapado entre aquellas cuatro paredes. Había oído decir que hay
espíritus que no logran ir hacia “la luz” hasta que no aceptan que están
muertos o bien hasta que no han resuelto algo que han dejado pendiente en este
mundo. Y él lo único que sabía era que desde el momento en que llegué, notó que
algo nos unía. De ahí que me había seguido hasta mi casa. Así pues, si yo lo retenía,
deberíamos descubrir el motivo.
Me dio todos sus datos
y me puse a indagar qué podíamos tener en común. Aunque ya no me asustaba su
presencia, me incomodaba vivir con un fantasma.
Lo que descubrí me heló
la sangre. Era un sicario. Su último encargo falló y fue él quien resultó
herido de muerte. Así figuraba en un número atrasado de La Vanguardia digital que
localicé por Internet.
Cuando se lo conté, recordó
su identidad y su historial de asesino a sueldo. Solo quedaba por saber qué era
lo que le retenía en este mundo. ¿Una cuenta pendiente? ¿Un perdón no pedido o
no concedido? Y yo ¿qué tenía que ver en ese asunto?
Debía resolver el
enigma si quería deshacerme de aquel fantasma que ahora, además, resultaba ser
un criminal peligroso. «Tienes que temer a los vivos, no a los muertos», solía
decirme mi padre. Pero convivir con un muerto con aquel historial, me producía
mucho reparo.
Decidí, pues, jugar al
detective y colarme en su casa, pensando que seguiría deshabitada. Pero me
equivoqué una vez más. En ella se habían instalado unos okupas. Sin embargo, tras
el desconcierto inicial, ello me resultó favorable. Me presenté como un amigo
íntimo del fallecido y, hasta hacia poco, propietario del piso con la excusa de
recuperar algunos enseres personales que ellos no necesitarían, como cartas y
documentos varios. Me creyeron y me franquearon el paso sin, eso sí, perderme
de vista.
Salí de allí con un
archivador entero que parecía contener el historial de los trabajos que le
habían encargado durante su vida profesional. No había duda de que Gerardo
había sido un tipo escrupuloso. Lo tenía todo muy detallado. Fechas, nombres,
lugares, datos de interés, dinero recibido, etcétera. Una vez en casa, leí con
calma cada entrada, cada apunte, con la intención de hallar algo interesante,
aunque no sabía qué podía ser, cosa que no tardé en descubrir.
Empecé el escrutinio
por el final, sus últimos movimientos, sus últimos encargos. La última supuesta
víctima era, en efecto, quien había acabado con su vida, tal como pude leer en
el periódico, en un acto de defensa propia. Solo figuraba una entrada parcial
de dinero, el que debió cobrar al aceptar el trato. El resto no llegó a
cobrarlo por razones obvias: no había finiquitado el trabajo. Pero a
continuación, había anotado un trabajo pendiente con el que no había acabado de
atar cabos. Lo que sí quedaba claro era el nombre del individuo al que debía
cargarse: ¡el mío! Junto a mi nombre aparecía mi fotografía, domicilio y lugar
de trabajo. A continuación, había garabateado una cifra con un interrogante:
100.000 euros. El interrogante debía significar que no se había cerrado el
trato y que, por lo tanto, estaba en el aire la cifra definitiva. ¿Cien mil
euros para acabar con mi vida? Pero ¿por qué? Y ¿quién se lo había encargado?
Cuando le enseñé lo que había encontrado, Gerardo recuperó de inmediato la memoria.
—¡Ah, sí, es verdad! Tú
eras el siguiente de la lista, ahora lo recuerdo. Ya decía yo que tu cara me
sonaba de algo.
—¿Y quién te lo
encargó?, le pregunté, ansioso.
—Eso no lo sé. No lo preguntaba. No era de mi incumbencia. Tampoco juzgaba los motivos, solo aceptaba el trabajo por dinero y este dependía de la dificultad del caso. Si pone cien mil euros es que sería difícil o tú muy importante para ese tío, pues yo, por mucho menos, ya aceptaba.
¿Quién querría liquidarme?
Sometí a Gerardo a un interrogatorio para adivinar la identidad del individuo
que había contactado con él. Solo pudo decirme que habló con él por teléfono y
que tenía una voz de hombre joven con un ligero acento italiano, y que todo
apuntaba a una venganza laboral, pues antes de colgar le había dicho algo así
como «se va a enterar ese si cree que me va a echar».
También le comentó que primero quería probar algo por su cuenta, y que si le
salía mal volvería a contactar con él, cosa que ya no se produjo. Más claro el
agua. Ahora todo cuadraba. Ya sabía de quién se trataba.
Todo cobraba sentido. El accidente de automóvil que me llevó a la UCI fue orquestado por él. Un todoterreno se me echó encima en un cruce y se dio a la fuga. Por lo tanto, eso era lo que había querido probar antes de confiarle el encargo a Gerardo. Pero ahora Gerardo estaba muerto y yo seguía con vida. ¿Cuál sería el siguiente paso? Lo más probable era que Marco volviera a intentar liquidarme personalmente o pasara el encargo a otro. ¿Y si se lo contaba todo a la policía? ¿Me creerían? No sabía qué hacer. Y entonces Gerardo salió en mi ayuda.
—Ya me encargo yo, no
te preocupes —me dijo, tajante.
—¿Cómo que te encargas
tú? ¡Si estás muerto! —le repliqué, asombrado.
—¿Y qué? No podré matarlo con mis manos, pero sí provocar su muerte. Déjamelo a mí —me cortó cuando vio que iba a replicarle.
Y le dejé hacer. En
cierto modo me siento culpable por omisión. Pero, de hecho, mi acto también podría
calificarse de defensa propia, aunque con un intermediario, pues si yo no
acababa con él, él acabaría conmigo de un modo u otro. Y Gerardo, o mejor
dicho su fantasma, cumplió con su palabra. No quiso decirme cómo lo hizo ni yo
se lo pregunté. Pero me enteré.
Solo habían pasado dos días cuando el director comercial me llamó para interesarse por mi estado y aprovechó para decírmelo.
—¿Te has enterado de lo
de Marco?
—Pues no, ¿qué le ha
pasado? — disimulé.
—Ha resultado muerto en un accidente de coche. Algo increíble.
Me contó que en el
coche iba otro ocupante, el dueño de una Empresa de accesorios, cuando Marco
perdió inexplicablemente el control del vehículo. El acompañante, que resultó
herido de gravedad, pero salvó la vida, contó que algo asustó a Marco, como si
viera un fantasma, a través del retrovisor, sentado en el asiento trasero. Solo
repetía ¿quién eres?, ¿qué quieres? Y dio un volantazo que lo sacó de la
carretera. El coche dio varias vueltas de campana.
Ahora duermo de un tirón y Gerardo se ha dado por satisfecho. Nunca había dejado un trabajo sin terminar, aunque en este caso el finiquitado no fuera el que había previsto. Hace días que voló, no sé adónde.
Hoy he ido a ver de nuevo al psiquiatra para decirle que tenía razón, que seguí su consejo y que ya no tengo esas alucinaciones.