sábado, 20 de marzo de 2021

¿Qué me pasa, doctor?

 


Una vez en casa, después de haber pasado casi tres meses en coma, sentía que no estaba solo, que había alguien viviendo conmigo.

En el hospital, al recuperar la consciencia, ya noté algo extraño, pero lo achaqué a que mi cerebro todavía no funcionaba correctamente. Todas las noches, cuando me quedaba solo en la habitación, oía unos pasos pesados, como si alguien arrastrara los pies, que se acercaban y se detenían junto a mi cama para, acto seguido, percibir una respiración entrecortada que no me dejaba pegar ojo en toda la noche. Ni los somníferos que me daban al quejarme de insomnio me ayudaban a dormir sin interrupciones. Me despertaba a menudo, sintiendo una presencia a mi lado. No veía a nadie, pero percibía claramente un sonido gutural cavernoso que me ponía los pelos de punta.

Pensé que una vez estuviera en casa todo volvería a la normalidad, que lo que experimentaba era producto de una alucinación provocada por la medicación o por el estrés postraumático. Pero me equivoqué. Esa presencia me siguió hasta mi hogar y día tras día y noche tras noche la tenía a mi lado, invisible pero audible.

—¿Qué me pasa, doctor? —le pregunté a un psiquiatra al que acudí en busca de ayuda.

—En su caso no es extraño. Hay personas que no superan fácilmente haber salvado milagrosamente la vida, como es su caso. Haber experimentado la cercanía de la muerte les provoca una suerte de alucinaciones en las que creen ver u oír a un difunto. Intente hablar con él y verá como al cabo de un tiempo desaparece. 

Y así lo hice. Ya que no podía librarme de esa presencia, decidí entablar contacto verbal y saber quién era y qué pretendía. Al cabo de poco, con mucha paciencia y no poco esfuerzo, llegué a entender sus balbuceos.

Se llamaba, o decía llamarse, Gerardo Iglesias. Había fallecido en el mismo hospital donde estuve ingresado, unos días antes de mi llegada. De algún modo que no entendía, había quedado atrapado entre aquellas cuatro paredes. Había oído decir que hay espíritus que no logran ir hacia “la luz” hasta que no aceptan que están muertos o bien hasta que no han resuelto algo que han dejado pendiente en este mundo. Y él lo único que sabía era que desde el momento en que llegué, notó que algo nos unía. De ahí que me había seguido hasta mi casa. Así pues, si yo lo retenía, deberíamos descubrir el motivo.

Me dio todos sus datos y me puse a indagar qué podíamos tener en común. Aunque ya no me asustaba su presencia, me incomodaba vivir con un fantasma.

Lo que descubrí me heló la sangre. Era un sicario. Su último encargo falló y fue él quien resultó herido de muerte. Así figuraba en un número atrasado de La Vanguardia digital que localicé por Internet.

Cuando se lo conté, recordó su identidad y su historial de asesino a sueldo. Solo quedaba por saber qué era lo que le retenía en este mundo. ¿Una cuenta pendiente? ¿Un perdón no pedido o no concedido? Y yo ¿qué tenía que ver en ese asunto?

Debía resolver el enigma si quería deshacerme de aquel fantasma que ahora, además, resultaba ser un criminal peligroso. «Tienes que temer a los vivos, no a los muertos», solía decirme mi padre. Pero convivir con un muerto con aquel historial, me producía mucho reparo. 

Decidí, pues, jugar al detective y colarme en su casa, pensando que seguiría deshabitada. Pero me equivoqué una vez más. En ella se habían instalado unos okupas. Sin embargo, tras el desconcierto inicial, ello me resultó favorable. Me presenté como un amigo íntimo del fallecido y, hasta hacia poco, propietario del piso con la excusa de recuperar algunos enseres personales que ellos no necesitarían, como cartas y documentos varios. Me creyeron y me franquearon el paso sin, eso sí, perderme de vista.

Salí de allí con un archivador entero que parecía contener el historial de los trabajos que le habían encargado durante su vida profesional. No había duda de que Gerardo había sido un tipo escrupuloso. Lo tenía todo muy detallado. Fechas, nombres, lugares, datos de interés, dinero recibido, etcétera. Una vez en casa, leí con calma cada entrada, cada apunte, con la intención de hallar algo interesante, aunque no sabía qué podía ser, cosa que no tardé en descubrir.

Empecé el escrutinio por el final, sus últimos movimientos, sus últimos encargos. La última supuesta víctima era, en efecto, quien había acabado con su vida, tal como pude leer en el periódico, en un acto de defensa propia. Solo figuraba una entrada parcial de dinero, el que debió cobrar al aceptar el trato. El resto no llegó a cobrarlo por razones obvias: no había finiquitado el trabajo. Pero a continuación, había anotado un trabajo pendiente con el que no había acabado de atar cabos. Lo que sí quedaba claro era el nombre del individuo al que debía cargarse: ¡el mío! Junto a mi nombre aparecía mi fotografía, domicilio y lugar de trabajo. A continuación, había garabateado una cifra con un interrogante: 100.000 euros. El interrogante debía significar que no se había cerrado el trato y que, por lo tanto, estaba en el aire la cifra definitiva. ¿Cien mil euros para acabar con mi vida? Pero ¿por qué? Y ¿quién se lo había encargado?

Cuando le enseñé lo que había encontrado, Gerardo recuperó de inmediato la memoria.

—¡Ah, sí, es verdad! Tú eras el siguiente de la lista, ahora lo recuerdo. Ya decía yo que tu cara me sonaba de algo.

—¿Y quién te lo encargó?, le pregunté, ansioso.

—Eso no lo sé. No lo preguntaba. No era de mi incumbencia. Tampoco juzgaba los motivos, solo aceptaba el trabajo por dinero y este dependía de la dificultad del caso. Si pone cien mil euros es que sería difícil o tú muy importante para ese tío, pues yo, por mucho menos, ya aceptaba.

¿Quién querría liquidarme? Sometí a Gerardo a un interrogatorio para adivinar la identidad del individuo que había contactado con él. Solo pudo decirme que habló con él por teléfono y que tenía una voz de hombre joven con un ligero acento italiano, y que todo apuntaba a una venganza laboral, pues antes de colgar le había dicho algo así como «se va a enterar ese si cree que me va a echar». También le comentó que primero quería probar algo por su cuenta, y que si le salía mal volvería a contactar con él, cosa que ya no se produjo. Más claro el agua. Ahora todo cuadraba. Ya sabía de quién se trataba.

 Hacía días que tenía serias sospechas de que Marco Santoro, un joven italiano, jefe de mantenimiento de mi Empresa, desviaba dinero a sus bolsillos. Todo apuntaba a que inflaba las facturas de compra de material de repuesto, supuestamente en connivencia con el suministrador, y se repartían las ganancias. Como el tal Marco me caía muy bien y hasta entonces no había tenido ninguna queja de él, solo le advertí que llevaría a cabo una investigación en toda regla y que, en caso de que aquella sospecha se confirmara, se quedaría en la calle, sin indemnización alguna, y que podía dar gracias de que no lo denunciara a la policía.

Todo cobraba sentido. El accidente de automóvil que me llevó a la UCI fue orquestado por él. Un todoterreno se me echó encima en un cruce y se dio a la fuga. Por lo tanto, eso era lo que había querido probar antes de confiarle el encargo a Gerardo. Pero ahora Gerardo estaba muerto y yo seguía con vida. ¿Cuál sería el siguiente paso? Lo más probable era que Marco volviera a intentar liquidarme personalmente o pasara el encargo a otro. ¿Y si se lo contaba todo a la policía? ¿Me creerían? No sabía qué hacer. Y entonces Gerardo salió en mi ayuda.

—Ya me encargo yo, no te preocupes —me dijo, tajante.

—¿Cómo que te encargas tú? ¡Si estás muerto! —le repliqué, asombrado.

—¿Y qué? No podré matarlo con mis manos, pero sí provocar su muerte. Déjamelo a mí —me cortó cuando vio que iba a replicarle.

Y le dejé hacer. En cierto modo me siento culpable por omisión. Pero, de hecho, mi acto también podría calificarse de defensa propia, aunque con un intermediario, pues si yo no acababa con él, él acabaría conmigo de un modo u otro. Y Gerardo, o mejor dicho su fantasma, cumplió con su palabra. No quiso decirme cómo lo hizo ni yo se lo pregunté. Pero me enteré.

Solo habían pasado dos días cuando el director comercial me llamó para interesarse por mi estado y aprovechó para decírmelo.

—¿Te has enterado de lo de Marco?

—Pues no, ¿qué le ha pasado? — disimulé.

—Ha resultado muerto en un accidente de coche. Algo increíble.

Me contó que en el coche iba otro ocupante, el dueño de una Empresa de accesorios, cuando Marco perdió inexplicablemente el control del vehículo. El acompañante, que resultó herido de gravedad, pero salvó la vida, contó que algo asustó a Marco, como si viera un fantasma, a través del retrovisor, sentado en el asiento trasero. Solo repetía ¿quién eres?, ¿qué quieres? Y dio un volantazo que lo sacó de la carretera. El coche dio varias vueltas de campana.

Ahora duermo de un tirón y Gerardo se ha dado por satisfecho. Nunca había dejado un trabajo sin terminar, aunque en este caso el finiquitado no fuera el que había previsto. Hace días que voló, no sé adónde.

Hoy he ido a ver de nuevo al psiquiatra para decirle que tenía razón, que seguí su consejo y que ya no tengo esas alucinaciones.


jueves, 11 de marzo de 2021

La herencia

El relato que hoy os traigo responde a un reto de un taller de escritura de mi localidad en el que participo y que consistía en iniciarlo con lel texto marcado en negrita. 



En su lecho de muerte, la madre dispuso que una de sus hijas dividiera la herencia en dos lotes y la otra eligiera el suyo primero. Hasta el último momento de su vida, María quería sembrar cizaña entre sus hijas.

Ángela y Remedios siempre habían andado a la greña. Desde muy pequeñas, se peleaban por cualquier cosa, especialmente por el amor de su padre. Este las quería con locura y no hacía distingos. Al morir el cabeza de familia, siendo ellas adolescentes, tuvieron que hacer frente a muchas dificultades económicas y sacar adelante la casa familiar, pues su madre solo se interesaba por hallar un sustituto para su difunto marido.

Cuando Manuel falleció, todo el escaso patrimonio familiar pasó a manos de María: la casa familiar, el huerto, una vaca lechera, dos cerdos y unas cuantas gallinas ponedoras. Pero la nueva propietaria no estaba por la labor; ni el campo ni el ganado eran de su interés. Así pues, sus hijas, que trabajaban en la ciudad, tuvieron que hacerse cargo de la situación. Contrataron a Aurelio, un amigo de la familia, para que se ocupara de la tierra y de los pocos animales que tenían, una tarea que podía perfectamente compaginar con el trabajo en sus tierras y en su granja. Aun debiendo pagarle una parte de las ganancias, lo que les quedaba, junto con el sueldo que ambas percibían fuera de casa, era suficiente para cubrir las necesidades familiares más básicas.

El único quehacer de María era dedicar tiempo y esfuerzo en buscar un pretendiente lo suficientemente acomodado para que le permitiera llevar la vida que nunca pudo disfrutar por culpa de las penurias económicas a las que Manuel la había condenado. Hombre pusilánime donde los hubiera, nunca aspiró a más de lo que tenía. Un estúpido conformista, según ella, que nunca cumplió lo que le había prometido de novios. Casándose con ella solo pretendía tener una mujer que cuidara de él y de la casa, cosa que nunca vio cumplida, pues ella no había nacido para esos menesteres. Y ahora que su marido ya no estaba, le había dejado vía libre para procurar que sus sueños se hicieran realidad.

Pero el destino le tenía otro futuro preparado: un cáncer de útero fulminante. ¿Qué heredarían sus hijas? Una casa vieja, unos bancales con legumbres, algunos árboles frutales y unos pocos animales era toda su posesión. Nunca había pensado en hacer testamento, como sí hizo Manuel, dejándoselo todo a ella. Conociéndolas, supuso que se pelearían por esas propiedades como dos lobas hambrientas. De este modo, cuando vio que tenía los días contados, las llamó para decirles lo que había pensado. Ella ya no lo vería, pero se divertía imaginando lo que les depararía su decisión. Sin embargo, le sorprendió la serenidad con que se lo tomaron.

Solo habían pasado veinticuatro horas, cuando Ángela y Remedios se presentaron de nuevo al pie de la cama de la moribunda.

—Madre, ya hemos llegado a un acuerdo —dijo Remedios. Y ante la cara de intriga de María, Ángela continuó:

—Se lo venderemos todo a Aurelio. Nos ha ofrecido un buen precio. Con esto y el dinero que papá guardó para nosotras, en un escondrijo que nos reveló antes de morir, tendremos suficiente para comprarnos un pisito en la ciudad y vivir holgadamente.

No se sabe si fue por la impresión recibida, pero el caso es que María expiró en cuestión de minutos. En el ataúd sus labios exhibían un rictus de amargura que ni los de la funeraria lograron corregir.

* Ilustración: Mujer en su lecho de muerte. Vincent van Gogh, 1919