miércoles, 25 de marzo de 2020

Dos tiros por la culata



Jordi Vilagrassa, hijo único del señor Xavier Vilagrassa, a sus veinte años, era un granuja, un haragán y no sé cuántas cosas más. De jovencito siempre era el último de la clase. Con estos antecedentes, su padre decidió matricularlo en la Escuela Industrial para que aprendiera un oficio. Pero como el chico no sabía a qué dedicarse —más bien prefería no dar golpe y vivir a costa de su padre— el señor Jaume Matas, un buen amigo de su progenitor, padre y viudo como él, se hizo cargo de la situación y empleó al chico como aprendiz en su taller de ebanistería.
La única e indiscutible virtud de Jordi era su físico agraciado y su simpatía. Siempre halagador con todo aquel de quien pudiera sacar provecho. Vaya, lo que se dice un vividor. Con su innato atractivo y su innegable habilidad con las chicas, no resulta difícil imaginar que ligaba más que el ajo y el aceite.
Y he aquí que el señor Matas, le presentó un buen día, a Silvia, su queridísima y única hija, una jovencita de muy buen ver y tan vivaracha como para hacer perder la cabeza al Romeo del barrio. Y ligaron, como era de esperar, a la primera de cambio.
«Cuando mi padre se entere, dará saltos de alegría», pensaba Jordi. Pero el único salto que el pobre hombre dio fue directo al cementerio. Se fue tan discretamente como vivió y sin llegar a saber qué le esperaba a su hijo.
Para abreviar, os diré que, después de un noviazgo más breve que un suspiro y más rápido que un rayo, se casaron por todo lo alto, como comentaban en el barrio. Todo lo pagó el futuro suegro, claro está. Y es que la “nena” se lo merecía, qué caramba.
«Vaya un braguetazo que has dado, tío», le dijo más de uno con la suficiente confianza. Y él se encogía de hombros como quien no quiere la cosa. Pero ya lo creo que quería. El chico había conseguido todo aquello que más deseaba: un buen plato en la mesa y una buena mujer en la cama. ¿O debería decir una mujer buena? Sea como sea, disfrutaba de la vida. Tenía dinero a espuertas sin apenas dar el callo —dos años después de la boda seguía siendo un simple aprendiz—, tenía un coche de gama alta, un piso de lujo y todos los caprichos que su flamante mujer, la niña de los ojos de su jefe, todavía más caprichosa que él, le permitía.
Todo les iba muy bien a la parejita hasta que el señor Jaume Matas, mira por dónde, también pasó a mejor vida. Un infarto al pie del cañón se lo llevó al otro barrio. Solo dejó tras de sí los pocos ahorros que ese par de granujas chupa-sangre le dejaron arrinconar. Las malas lenguas decían que esos dos caraduras y la poca clientela que entraba por la puerta del taller fue el motivo de esa desgracia. Así las cosas, ya os podéis imaginar que en un plis plas no quedó ni un euro en la libreta de ahorros.
Silvia, enfurecida porque su antiguo enamorado era un frescales y un gandul —tarde o temprano acaba cayendo la venda de los ojos— que no podría ni por asomo mantener su ritmo de vida, lo plantó por otro, gordo como un cerdo y más feo que un rape, pero más atiborrado de dinero que un banquero. Y por si eso fuera poco, se quedó con la propiedad del taller paterno, como única heredera que era. No pretendía hacer nada con un negocio que hacía más aguas que el Titanic. Solo quería tocarle las narices y otra cosa bastante más abajo.
Pero al ahora ex, a pesar de haber montado en cólera por el desplante y la traición, conociendo el carácter indómito y testarudo de Silvia, no le dolieron prendas en humillarse, rebajándose hasta suplicarle, haciendo el llorica y el desgraciado, que le concediera una compensación económica para poder sobrevivir. Ella, después de meditarlo concienzudamente, acabó cediendo. 
La última vez que hablaron por teléfono, le dijo: «Muy bien, te compensaré, te cedo la propiedad de la ebanistería. Si espabilas, te podrás hacer tan rico como mi difunto padre». Estas fueron sus últimas palabras antes de colgar y echarse a reír a carcajadas en medio de la calle, mientras iba, como cada día, de compras.


miércoles, 18 de marzo de 2020

Miedo a lo desconocido



Sentí miedo, lo reconozco, pues debía afrontar lo desconocido a solas. Si me capturaban, nadie vendría en mi ayuda. Estaba en un planeta inhóspito. Era la primera misión de este tipo. Habíamos tenido que esperar muchos años para poder hacerla realidad. Y allí estaba yo.
En esta ocasión, la visita tenía como objetivo contactar con sus habitantes. La misión era sencilla, pero tenía su riesgo pues no sabíamos cómo reaccionarían esos seres aparentemente agresivos. Por mi parte, sólo verlos me producía repulsión, pero estaba decidido a llevar a cabo lo que me habían encomendado.
Me habían concedido muy poco tiempo. Debía mezclarme con ellos, investigar su hábitat y forma de vida, y aprender, aunque sólo fuera rudimentariamente, su extraño lenguaje. Y todo sin levantar sospechas. Luego, debía volver a la nave con todo el material y abandonar el planeta sin que me vieran despegar. Toda esa información era vital para saber hasta qué punto podríamos, en un futuro, establecer un contacto pacífico con ellos.
Habían sido muchos años de investigación, preparativos y grandes inversiones, y todo en el más absoluto secreto. Primero, logramos convertir su atmosfera en respirable gracias a un convertidor de gases que me implantarían en mi aparato respiratorio. Luego conseguimos emular su aspecto físico con esta especie de segunda piel, un trabajo magnífico de nuestros expertos en síntesis de polímeros. Pero no fue hasta que conseguimos mimetizar la nave con el entorno cuando el proyecto recibió luz verde.
¡Y pensar que todo nació gracias a esos especímenes que logramos capturar tantos años atrás! ¡Vaya revuelo que se armó! Que si el Gobierno conocía la existencia de vida en otros planetas y lo negaba, que si se había capturado unos seres de una nave procedente de otra galaxia y se estaba experimentando con ellos, etcétera, etcétera. Hasta ahora hemos podido ocultar todos los ensayos, pero, de salir bien esta misión, las autoridades estaban decididas a revelar la verdad.

Y ahí estaba yo, con una réplica perfecta de su caparazón externo. Lo único que desentonaba era mi estatura, demasiado baja para ellos, pero me tranquilicé al saber que también había algunos individuos con mi complexión.
Cuando aterricé, su sol se había ocultado ya. Afortunadamente, no tardé mucho en vislumbrar algunas de sus guaridas, así que dirigí mis pasos hacia mi primer objetivo: una estructura baja y rodeada por una barrera no más alta que yo. Supuse que debía actuar de defensa. Por culpa de la ansiedad, inspiré tan hondo que, a pesar del convertidor de gases, su atmósfera casi me tumba.
Pero lo peor vino después, justamente cuando acababa de franquear la entrada exterior de ese habitáculo. Un ser extraño que no teníamos catalogado, surgió de entre la oscuridad y se abalanzó sobre mí profiriendo unos horribles aullidos. Creía que me iba a despedazar. Sus rugidos debieron despertar a los habitantes de la guarida porque, de repente, se encendieron unas luces, escuché unos gritos y poco después noté cómo unas garras me sujetaban con fuerza. Acababa de realizar mi primera incursión y ya había sido descubierto. Debía comportarme con la máxima naturalidad si quería sobrevivir, hacerme pasar por uno de ellos, ese era el plan, pero era incapaz de articular una sola palabra sin desenmascararme.
El pánico se apoderó de mí. Tantos preparativos para nada. Tenía que poner en práctica el plan de emergencia. Para empezar, debía simular una incapacidad para emitir sonido alguno. Me mostraría dócil y ya vería el modo de escaparme cuando se confiaran.

***

Lo que tenía que ser un breve cautiverio, tras el cual debía poder reanudar mi proyecto en otra parte, sin levantar sospechas sobre mis orígenes e intenciones, se ha convertido en algo que nunca habría llegado a imaginar.
Siento que, después de tantos años de esfuerzos, les haya fallado de esta forma, pero quién me iba a decir que me encontraría con algo así, algo superior a mis fuerzas. No me habían preparado para esto.
Según su calendario solar, han pasado ya tres años de mi llegada. He aprendido su lenguaje, si bien ellos creen que me han enseñado a hablar tras superar un grave problema de fonación. Su aparente agresividad no es tal y se han mostrado muy sociables. Me han acogido como a uno de los suyos, pues eso es lo que creen que soy. Mucha inventiva he tenido que utilizar para que no descubrieran mi verdadera naturaleza. Ahora, tras un gran esfuerzo de adaptación, me siento muy cómodo entre ellos. Y es que, la verdad sea dicha, viven mucho mejor que nosotros. Si bien están más atrasados en algunos aspectos, en otros nos llevan la delantera.
Me siento un traidor. Ya no quiero volver a mi lugar de origen. Y aunque me imagino que me estarán buscando, esta segunda piel que ellos mismos diseñaron resulta un perfecto sistema de camuflaje. Sólo espero que resista bien el paso del tiempo y que, antes de que se deteriore y deje de serme útil, haya podido disfrutar mucho tiempo de esta nueva vida.
No quiero pensar qué harán mis anfitriones cuando, si llega el caso, descubran que han sido engañados durante tanto tiempo. Y respecto a mis congéneres, espero que, si me atrapan, sean indulgentes. No sé si me comprenderán, no sé si entenderán mi debilidad, lo que me ha motivado a traicionarles, pero es que eso que aquí se conoce como Big Mac es lo mejor que nunca he probado.

(900 palabras)


miércoles, 11 de marzo de 2020

Trilogía de terror



Hoy he rescatado tres relatos de terror (un género que no cultivo mucho, a pesar de que me gusta) que tenía encerrados en el cuarto oscuro desde hace mucho tiempo y que he decidido liberar. Espero que os gusten.


La sombra

Se proyectaba con tal nitidez que daba escalofríos. Una forma humana en movimiento. Cada noche, a la misma hora. Aterrorizado, me arrebujaba bajo la sábana para no verla ni que ella me viera a mí. No me atrevía a contárselo a mis padres. Siempre me decían que tenía que ser valiente y que si veía algo que me asustaba, debía hacerle frente, plantarle cara, y vería cómo desaparecía.

Así pues, a la noche siguiente, salté de la cama dispuesto a descubrir el origen y el significado de aquella silueta fantasmagórica que, desplazándose por la pared de mi habitación, me resultaba tan aterradora. Me flaqueaban las piernas, pero tenía que hacerlo.
Antes lo hubiera hecho. La imagen que tanto me perturbaba no era más que una sombra, la que proyectaba un individuo desde el otro lado del patio de vecinos. Nuestras galerías daban una enfrente de la otra. El hombre —mis padres me habían hablado de él—, era un sastre que tenía el taller en su casa. Al parecer, pues, hacía horas extra aprovechando la tranquilidad nocturna. Una potente luz proyectaba su sombra justamente hacia la pared de mi cuarto, aprovechando que nada interceptaba el rayo luminoso en una calurosa noche de verano de ventanas y puertas abiertas de par en par. La distancia que nos separaba amplificaba y distorsionaba los movimientos del sastre, que adquirían una forma aterradora.
Al día siguiente, aliviado por tal descubrimiento, se lo conté a mis padres. Quise demostrarles que había sido valiente. Pero, de pronto, palidecí al oír su respuesta.
—¿El hombre de ahí delante? ¿El sastre? Pero si está muerto y bien muerto, el pobre. Hace días que lo encontraron tendido en el suelo de su taller sin vida, ¡Tú y tus tonterías!
Ahora está conmigo. No el sastre, sino su verdugo. Hacía tiempo que rondaba por el barrio. Una vez cumplido su trabajo, nuestro piso era su próximo destino. La sombra le dejó entrar en casa. Me ha dicho que ahora es el turno de mis padres. Creo que no les diré nada.


                                                 
Las pesadillas de Enrique

Enrique empezaba a estar realmente preocupado. Sus pesadillas eran cada vez más frecuentes, terribles, tremendamente reales y últimamente muy repetitivas. Soñaba que era un zombi, un muerto viviente, uno de esos seres horribles y asquerosos de las películas de terror que tanto le gustaban. Debía ser, sin lugar a dudas, por culpa de la serie de televisión The Walking Dead que veía, desde hacía meses, sin haberse perdido ni un solo capítulo. Pero lo peor de todo era que las sensaciones que experimentaba en sueños se estaban trasladando a la vida real.
Desde que tenía esas pesadillas, sus gustos habían sufrido un cambio más que notable: le apetecía comer carne cruda, cuando hasta hacía muy poco solo le gustaba muy hecha, y los olores que antes le resultaban nauseabundos ahora, en cambio, le atraían como si de un perfume de alta cosmética se tratara. Su voz se tornó extraña, como si sus cuerdas vocales emitieran un sonido de ultratumba.
En estas circunstancias, decidió someterse a una revisión médica y quién mejor que Genaro, su buen amigo y endocrinólogo, para hacérsela, ya que no se atrevía a confesarle a un extraño estas anomalías, pues podría tacharlo, en el mejor de los casos, de lunático.
Una vez en la sala de espera de la consulta de su amigo, mientras fingía leer una revista, tuvo que reprimir unos deseos brutales de abalanzarse sobre una mujer entrada en carnes, que no cesaba de observarlo de reojo. ¿Intuiría sus inclinaciones antinaturales? Pero Enrique pudo finalmente contenerse y se comportó con la mejor naturalidad posible.
No sabría decir en qué momento perdió el conocimiento. Solo recuerda que alguien golpeaba la puerta del despacho de Genaro y que varias personas, al otro lado, gritaban a voz en cuello: doctor, doctor, ¿se encuentra bien? ¿Va todo bien ahí dentro?
Cuando Enrique abandonó la consulta, había dejado tras de sí un largo reguero de sangre y unos cuantos cuerpos mutilados.
Aquella noche fue la primera en varias semanas que Enrique no tuvo ninguna pesadilla.



Debajo de la cama

Siempre me han gustado las historias de terror. Mi abuela materna me contaba cuentos y leyendas sobre brujas y fantasmas. Aunque disfrutaba escuchándola, por la noche no podía conciliar el sueño y cuando lo lograba solía tener pesadillas terribles. La más frecuente consistía en que un ente demoníaco, agazapado bajo mi cama, me agarraba con una fuerza colosal y me arrastraba hacia lo más profundo del averno. Cuando despertaba, aterrorizado, todavía notaba, en brazos y piernas, la presión de sus garras.
Desde entonces, aun sabiendo lo ridículo que era, no podía acostarme sin haber mirado antes debajo de la cama para comprobar que no había nada ni nadie. Aun así, esa pesadilla continuaba atormentándome cada noche.
Cuando avergonzado, se lo conté a mi abuela, me dijo que rezara diez padrenuestros y dos avemarías, y que me encomendara a mi ángel de la guarda para que me protegiera. Así no me pasaría nada malo. Y la creí.
Pero a pesar de eso, el monstruo seguía visitándome cada noche, momento en el que me despertaba empapado de un sudor frío y con el corazón galopándome como un potro desbocado. Abría la luz, miraba bajo la cama y, lógicamente, no había nada de nada. Pero la sensación de una presencia extraña no desaparecía. Decidí, entonces, dormir con la luz abierta. Cuando creía que mis padres estaban dormidos, encendía la lamparilla de la mesilla de noche y así conseguía relajarme y me quedaba dormido.
Al principio funcionó. Lo que fuera que intentaba capturarme desde debajo de mi cama, dejó de manifestarse en sueños. Así pues, lo que había logrado hacerle huir no fueron los rezos sino la luz, concluí.
Pero una noche, estando adormilado, noté de nuevo como una fuerza invisible me atraía enérgicamente. Abrí los ojos sobresaltado. No veía nada, pero mi cuerpo era arrastrado fuera de la cama por mucho que me resistía agarrándome al colchón, al somier y a todo lo que podía con todas mis fuerzas. Entonces grité como nunca hubiera imaginado que sería capaz y, al momento, esa fuerza invisible se detuvo. Mis padres, asustados y desconcertados, acudieron rápidamente en mi auxilio, por si me ocurría algo grave. No tuve más remedio que contarles lo que me había estado pasando.
Mi madre intentó, afectuosamente, convencerme de que todo había sido fruto de mi desmesurada imaginación y culpó de ello a mi abuela por llenarme la cabeza de bobadas y a las películas de terror que tanto me gustaban. Mi padre, en cambio, se burló de mí diciendo que ya era muy mayor para todas esas tonterías. Y como yo no dejaba de lloriquear y temblar de miedo, se cabreó todavía más y añadió que tenía que comportarme como un hombre y no como una niña, que a él nunca le había ocurrido algo igual en su vida porque, simplemente, no creía en fantasías de críos ni supercherías de viejas.
—La próxima vez que veas a ese demonio o lo que sea que tanto te asusta, le dices que venga a mi cama, que sabrá lo que es bueno —dijo en plan de mofa mi padre, dando así zanjado el asunto, ante la cara de circunstancias de mi madre.
Lejos de haberlas expulsado, mis pesadillas nocturnas continuaron diariamente, incluso con la luz encendida, Hasta que un día, al acostarme, después de rezar mis oraciones, haciendo un esfuerzo extraordinario, me dirigí al ente que me tenía aterrorizado.
—Conmigo eres muy valiente porque solo soy un niño, pero seguro que a mi padre no te atreverías hacerle lo que a mí. La próxima vez, ve a su cama y verás —le dije en voz baja pero firme, esperando que el desafío funcionara.
Aquella noche fue la primera de muchas que el demonio de mis pesadillas me dejó tranquilo. Dormí de un tirón sin despertarme ni una sola vez.
Por la mañana, a pesar de ser un día festivo, me desperté muy temprano y salté de la cama contento por haber pasado, por primera vez, una noche en paz. Con la urgencia de decírselo a mis padres, aunque pudieran regañarme por despertarles antes de tiempo, corrí hacia su habitación.
Cuando abrí la puerta, hallé a mi madre llorando, acurrucada contra el cabezal de la cama, con la manta hasta la barbilla, como si quisiera ocultarse o protegerse de algo. Al verme, me miró aterrada, con los ojos como platos y temblando. El lugar que ocupa mi padre en la cama de matrimonio estaba vacío y las sábanas revueltas como si se hubiera librado una batalla.
—¿Y papá? —pregunté, temiendo la respuesta.
—No lo sé, hijo. Algo… algo se lo ha llevado. Esta madrugada… le he oído gritar y agitarse violentamente. Cuando he abierto la luz solo he podido ver cómo desaparecía debajo de la cama.



martes, 3 de marzo de 2020

Historia de un asesino



¿Cómo se convierte uno en asesino? Es difícil contestar a eso. Yo solo puedo contar mi experiencia. He leído algo y hay quienes creen que se lleva dentro, en la sangre. Pero en mi familia no ha habido ningún caso, que yo sepa. Cabrones sí, y muchos, empezando por mi padre, pero asesinos no. Debo de ser el primero de la serie. No sé si mis hijos heredarán mi defecto, o vicio, si lo puedo llamar así. Si es un defecto con el que se nace, nadie me lo dijo, y si es un vicio. no me di cuenta.
Según me contó mi madre, crecí como un niño normal hasta que cumplí los diez años. Algo debió pasar para que experimentase esa trasformación. Me volví, de pronto, violento, en un niño conflictivo. Me expulsaron varias veces del colegio, primero, y del Instituto, después. Era un buscabulla, me divertía pegando a los demás niños, incluso mayores que yo. Pero creo que lo que me acabó empujando a lo que soy, fue una pedrada tan certera que acabó con la vida de un chaval que ni tan solo conocía. La visión de la sangre me produjo un impacto indescriptible. Lo que a los demás les resultó algo espantoso, a mí me hizo sentir un placer inusitado, pero sobre todo poderoso.
Contrariamente a lo que sería de esperar, no me encerraron en un reformatorio o en uno de esos centros donde meten a los menores que han cometido un delito grave. Mi padre sobornó a no sé quién y todo acabó como un desgraciado accidente de juegos de niños. Como castigo, mis padres me enviaron a vivir con mis abuelos paternos creyendo que mi abuelo, un militar retirado, me trataría con mano dura. El viejo, por fortuna, cayó enfermo y al poco murió. Llegué a creer que fue por los disgustos que le daba, qué tontería, pero después supe que tenía cáncer. Mi castigo, pues, duró muy poco, porque mi abuela fue, en cambio, muy tolerante conmigo. Hacía todo lo que me apetecía sin que pusiera coto a mis actos de rebeldía. Simplemente pasaba de mí.
Luego vinieron los pequeños hurtos, tirones de bolso a mujeres mayores y, como siempre salía bien parado, la cosa fue a mayores. Tenía una gracia especial para eso y mis piernas nunca me fallaban. Corría como una liebre. Jamás me dieron alcance.
Más tarde apareció Paquito, un amigo de la infancia, y su grupo. Ellos me enseñaron las técnicas para emprender aventuras de mayor envergadura. Me propusieron integrarme en su grupo, pero decidí seguir actuando solo, es mucho más seguro y no tienes que depender de nadie ni nadie puede delatarte. Robos a comercios y a alguna gasolinera, amedrentando al personal con una navaja trapera, hasta que, vista la violencia con que algunos trataban de repeler mis atracos, me agencié una pistola y ya la cosa se disparó, nunca mejor dicho. Si la gente no opusiera resistencia, todo iría mejor, carajo. Es lo que recomienda la policía, ¿no? No hacer frente al atacante. Pero aquel joyero hijo de puta tuvo que hacerlo. Cuando vi que sacaba un arma de debajo del mostrador, un acto reflejo me impulsó a dispararle a bocajarro. Cayó como un saco de patatas. Una o dos empleadas, no lo recuerdo bien, chillaban histéricas. Otro en mi lugar se habría largado por piernas, pero yo me quedé tan frio que incluso me sorprendí de mí mismo. Me llevé un buen botín, aunque de no haber sido por ese contratiempo, habría podido arrasar con mucho más. En ese momento inicié una escalada de violencia que me llevó a las portadas de los periódicos. Me sentía importante, pero intuía que, trabajando así, a la luz del día y a pecho descubierto, me acabarían trincando. Hoy día hay cámaras por todas partes. Si no quería acabar en el trullo o, pero aun, en el cementerio, tenía que cambiar de práctica. Y lo único que se me ocurrió fue convertirme en asesino a sueldo. Seguro que clientes no me faltarían.
No podía poner un anuncio en el periódico: «Se ofrece sicario. Puntería excelente y total discreción. Precio a convenir según la dificultad del encargo», ja, ja, ja. Entonces pensé en Paquito. Hacía tiempo que le había perdido la pista, pero las malas lenguas decían que se ganaba muy bien la vida haciendo “trabajitos bajo encargo”. Este era mi hombre para que me introdujera en ese mundo tan excitante como novelesco. Y aunque me costó lo mío dar con él, lo conseguí. Efectivamente, resultó ser quien buscaba.
Al principio, para demostrarle mi valía, solo me pasaba trabajos fáciles. Poco a poco, gané confianza a la par que experiencia. Había llegado el momento de independizarme. Y en ese preciso momento cavé mi propia tumba. Bueno no es más que una forma de expresión, porque, como puedes ver, sigo con vida, ja, ja, ja.

─Si tuviera que expresar en pocas palabras lo que ha sido su vida de delincuente y asesino profesional, ¿cómo la definiría?
—Hombre, pues, desde luego muy agitada, je, je. Ahora hablando en serio, una puta mierda. Aunque también he tenido mis momentos de gloria.
—¿Cómo cuáles?
—¿Te parece poco haber sido el centro de atención de todos los medios de comunicación? Durante un tiempo ocupé las primeras noticias de los telediarios y fui el protagonista de esos programas basura que tratan de la delincuencia. ¡Pura hipocresía! Estos programas lo único que pretenden es ganar audiencia.
—Desde luego no se puede negar que hizo ganar muchos puntos a ciertas cadenas televisivas.
—Y hasta escribí un libro que fue todo un éxito de ventas. Bueno, en realidad no lo escribí yo. No me imagino escribiendo un libro, ja, ja, ja. Vino un periodista, como tú, ofreciéndome un trato. Quería contar mi vida a cambio de una bonita suma de dinero, aunque creo que me timó porque habría podido ganar más pasta. Si lo tuviera delante ya sabría lo que es bueno. Lo único que no me gustó fue el título que le puso al libro: “Historia de un asesino”. Ni que fuera Jack “el destripador”. Pero acepté, claro; por mis hijos. Su madre tiene miedo de que sigan mis pasos. Así, podrán pagarse los estudios y convertirse en hombres de bien, no como yo. Eso dice la parienta. Porque si tengo que confiar en mis padres voy listo. Me han dado la espalda. Mi padre llegó a decir que ya no era hijo suyo. Y mi madre, pues lo que dice el cabeza de familia. Y eso que les hacía cada regalo por sus cumpleaños, por Navidad… ¡Ingratos!
—¿Se arrepiente de haber seguido esta vida delictiva y haberse llevado por delante a tantos inocentes?
—A ver, chaval, vayamos por partes. Eso de que me he cargado a inocentes es un decir. Todos eran unos completos hijos de puta y se lo merecían. Aunque los que me contrataron no es que fueran precisamente unos angelitos. ¿No conoces ese refrán que dice que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón? Pues eso.
—Entonces, ¿no se arrepiente de nada?
—Pues claro que sí, ¡no te jode! Me arrepiento, y mucho, de haber confiado en Paquito, ese que ahora se hace llamar Frank “el guapo”. Tiene guasa la cosa. Lo de Frank tiene un pase, pero lo de guapo… ¡si el capullo es más feo que el feo de los hermanos Calatrava! No debe de andar bien de la azotea. No me extraña, con tantos chutes que se ha metido en su vida...
—Pero ¿no ha dicho que era su amigo de la infancia?
—En este mundo, me refiero a mi mundo, no hay amigos. Los que más lo parecen son los peores. Y ese cabrón ha sido el peor de todos.
—¿Por qué dice eso?
—Pues porque se convirtió en un confidente de la pasma y acabó delatándome. Debió llegar a un acuerdo a cambio de rebajarle la pena cuando lo trincaron o yo qué sé. Él sí supo hacerlo bien, hacía de intermediario, nunca se ensució las manos, pero se llenaba los bolsillos encargando el trabajo sucio a otros.
—Ahora que lo ha mencionado, si no estoy equivocado, tengo entendido que ese tal Frank “el guapo” está cumpliendo condena en esta misma prisión.
—Pues sí, casualidades de la vida, pero por poco tiempo, te lo digo yo.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que, habiéndome caído cadena perpetua, por muy revisable que sea, tanto me da un asesinato más o menos. Ese tipejo tiene los días contados. Y con él ya serían veinticinco los cabrones que me he llevado por delante. A lo mejor, a tu revista le interesaría una exclusiva. Sería un bombazo, ¿no crees? Ya veo el titular: “Juan Saldaña, alias “el limpio”, se carga al cabrón de su antiguo colega y delator en la trena”. Bueno, con palabras más finas, claro. Y os lo dejaría por solo ciento cincuenta mil euros de nada. Piensa que la Esteban esa cobra más, que lo he leído. Y a la gente le gusta el morbo. Sigo necesitando dinero, tío. La familia es la familia, ya sabes.
—Pues no le digo que no. Pero antes tengo que hablar con mis superiores.
—Pues habla, habla, hombre. Ya sabes dónde encontrarme, total, no me voy a mover de aquí, ja, ja, ja.


Ilustración: Josh Hartnett, en una escena de El caso Slevin (titulo original: Lucky Number Slevin)