Hoy he rescatado tres relatos de terror (un género que no cultivo mucho, a pesar de que me gusta) que tenía encerrados en el cuarto oscuro desde hace mucho tiempo y que he decidido liberar. Espero que os gusten.
La sombra
Se proyectaba con tal nitidez que daba
escalofríos. Una forma humana en movimiento. Cada noche, a la misma hora.
Aterrorizado, me arrebujaba bajo la sábana para no verla ni que ella me viera a
mí. No me atrevía a contárselo a mis padres. Siempre me decían que tenía que
ser valiente y que si veía algo que me asustaba, debía hacerle frente,
plantarle cara, y vería cómo desaparecía.
Así pues, a la noche
siguiente, salté de la cama dispuesto a descubrir el origen y el significado de
aquella silueta fantasmagórica que, desplazándose por la pared de mi
habitación, me resultaba tan aterradora. Me flaqueaban las piernas, pero tenía
que hacerlo.
Antes lo hubiera hecho.
La imagen que tanto me perturbaba no era más que una sombra, la que proyectaba
un individuo desde el otro lado del patio de vecinos. Nuestras galerías daban
una enfrente de la otra. El hombre —mis padres me habían hablado de él—, era un
sastre que tenía el taller en su casa. Al parecer, pues, hacía horas extra
aprovechando la tranquilidad nocturna. Una potente luz proyectaba su sombra
justamente hacia la pared de mi cuarto, aprovechando que nada interceptaba el
rayo luminoso en una calurosa noche de verano de ventanas y puertas abiertas de
par en par. La distancia que nos separaba amplificaba y distorsionaba los
movimientos del sastre, que adquirían una forma aterradora.
Al día siguiente,
aliviado por tal descubrimiento, se lo conté a mis padres. Quise demostrarles
que había sido valiente. Pero, de pronto, palidecí al oír su respuesta.
—¿El hombre de ahí delante?
¿El sastre? Pero si está muerto y bien muerto, el pobre. Hace días que lo
encontraron tendido en el suelo de su taller sin vida, ¡Tú y tus tonterías!
Ahora está conmigo. No
el sastre, sino su verdugo. Hacía tiempo que rondaba por el barrio. Una vez
cumplido su trabajo, nuestro piso era su próximo destino. La sombra le dejó
entrar en casa. Me ha dicho que ahora es el turno de mis padres. Creo que no
les diré nada.
Las pesadillas de
Enrique
Enrique empezaba a estar realmente preocupado.
Sus pesadillas eran cada vez más frecuentes, terribles, tremendamente reales y
últimamente muy repetitivas. Soñaba que era un zombi, un muerto viviente, uno
de esos seres horribles y asquerosos de las películas de terror que tanto le
gustaban. Debía ser, sin lugar a dudas, por culpa de la serie de televisión The
Walking Dead que veía, desde hacía meses, sin haberse perdido ni un solo
capítulo. Pero lo peor de todo era que las sensaciones que experimentaba en sueños
se estaban trasladando a la vida real.
Desde que tenía esas
pesadillas, sus gustos habían sufrido un cambio más que notable: le apetecía
comer carne cruda, cuando hasta hacía muy poco solo le gustaba muy hecha, y los
olores que antes le resultaban nauseabundos ahora, en cambio, le atraían como
si de un perfume de alta cosmética se tratara. Su voz se tornó extraña, como si
sus cuerdas vocales emitieran un sonido de ultratumba.
En estas circunstancias,
decidió someterse a una revisión médica y quién mejor que Genaro, su buen
amigo y endocrinólogo, para hacérsela, ya que no se atrevía a confesarle a un
extraño estas anomalías, pues podría tacharlo, en el mejor de los casos, de
lunático.
Una vez en la sala de
espera de la consulta de su amigo, mientras fingía leer una revista, tuvo que
reprimir unos deseos brutales de abalanzarse sobre una mujer entrada en carnes,
que no cesaba de observarlo de reojo. ¿Intuiría sus inclinaciones
antinaturales? Pero Enrique pudo finalmente contenerse y se comportó con la
mejor naturalidad posible.
No sabría decir en qué
momento perdió el conocimiento. Solo recuerda que alguien golpeaba la puerta
del despacho de Genaro y que varias personas, al otro lado, gritaban a voz en
cuello: doctor, doctor, ¿se encuentra bien? ¿Va todo bien ahí dentro?
Cuando Enrique abandonó
la consulta, había dejado tras de sí un largo reguero de sangre y unos cuantos
cuerpos mutilados.
Aquella noche fue la
primera en varias semanas que Enrique no tuvo ninguna pesadilla.
Debajo de la cama
Siempre me han gustado
las historias de terror. Mi abuela materna me contaba cuentos y leyendas sobre
brujas y fantasmas. Aunque disfrutaba escuchándola, por la
noche no podía conciliar el sueño y cuando lo lograba solía tener pesadillas
terribles. La más frecuente consistía en que un ente demoníaco, agazapado bajo
mi cama, me agarraba con una fuerza colosal y me arrastraba hacia lo más
profundo del averno. Cuando despertaba, aterrorizado, todavía notaba, en brazos
y piernas, la presión de sus garras.
Desde entonces, aun
sabiendo lo ridículo que era, no podía acostarme sin haber mirado antes debajo
de la cama para comprobar que no había nada ni nadie. Aun así, esa pesadilla
continuaba atormentándome cada noche.
Cuando avergonzado, se
lo conté a mi abuela, me dijo que rezara diez padrenuestros y dos avemarías, y
que me encomendara a mi ángel de la guarda para que me protegiera. Así no me
pasaría nada malo. Y la creí.
Pero a pesar de eso, el
monstruo seguía visitándome cada noche, momento en el que me despertaba
empapado de un sudor frío y con el corazón galopándome como un potro desbocado.
Abría la luz, miraba bajo la cama y, lógicamente, no había nada de nada. Pero
la sensación de una presencia extraña no desaparecía. Decidí, entonces, dormir
con la luz abierta. Cuando creía que mis padres estaban dormidos, encendía la
lamparilla de la mesilla de noche y así conseguía relajarme y me quedaba
dormido.
Al principio funcionó.
Lo que fuera que intentaba capturarme desde debajo de mi cama, dejó de
manifestarse en sueños. Así pues, lo que había logrado hacerle huir no fueron
los rezos sino la luz, concluí.
Pero una noche, estando
adormilado, noté de nuevo como una fuerza invisible me atraía enérgicamente.
Abrí los ojos sobresaltado. No veía nada, pero mi cuerpo era arrastrado fuera
de la cama por mucho que me resistía agarrándome al colchón, al somier y a todo
lo que podía con todas mis fuerzas. Entonces grité como nunca hubiera imaginado
que sería capaz y, al momento, esa fuerza invisible se detuvo. Mis padres,
asustados y desconcertados, acudieron rápidamente en mi auxilio, por si me
ocurría algo grave. No tuve más remedio que contarles lo que me había estado
pasando.
Mi madre intentó,
afectuosamente, convencerme de que todo había sido fruto de mi desmesurada
imaginación y culpó de ello a mi abuela por llenarme la cabeza de bobadas y a
las películas de terror que tanto me gustaban. Mi padre, en cambio, se burló de
mí diciendo que ya era muy mayor para todas esas tonterías. Y como yo no dejaba
de lloriquear y temblar de miedo, se cabreó todavía más y añadió que tenía que
comportarme como un hombre y no como una niña, que a él nunca le había ocurrido
algo igual en su vida porque, simplemente, no creía en fantasías de críos ni
supercherías de viejas.
—La próxima vez que
veas a ese demonio o lo que sea que tanto te asusta, le dices que venga a mi
cama, que sabrá lo que es bueno —dijo en plan de mofa mi padre, dando así
zanjado el asunto, ante la cara de circunstancias de mi madre.
Lejos de haberlas
expulsado, mis pesadillas nocturnas continuaron diariamente, incluso con la luz
encendida, Hasta que un día, al acostarme, después de rezar mis oraciones,
haciendo un esfuerzo extraordinario, me dirigí al ente que me tenía
aterrorizado.
—Conmigo eres muy
valiente porque solo soy un niño, pero seguro que a mi padre no te atreverías
hacerle lo que a mí. La próxima vez, ve a su cama y verás —le dije en voz baja
pero firme, esperando que el desafío funcionara.
Aquella noche fue la
primera de muchas que el demonio de mis pesadillas me dejó tranquilo. Dormí de
un tirón sin despertarme ni una sola vez.
Por la mañana, a pesar
de ser un día festivo, me desperté muy temprano y salté de la cama contento por
haber pasado, por primera vez, una noche en paz. Con la urgencia de decírselo a
mis padres, aunque pudieran regañarme por despertarles antes de tiempo,
corrí hacia su habitación.
Cuando abrí la puerta,
hallé a mi madre llorando, acurrucada contra el cabezal de la cama, con la manta
hasta la barbilla, como si quisiera ocultarse o protegerse de algo. Al verme,
me miró aterrada, con los ojos como platos y temblando. El lugar que ocupa mi
padre en la cama de matrimonio estaba vacío y las sábanas revueltas como si se
hubiera librado una batalla.
—¿Y papá? —pregunté,
temiendo la respuesta.
—No lo sé, hijo. Algo…
algo se lo ha llevado. Esta madrugada… le he oído gritar y agitarse
violentamente. Cuando he abierto la luz solo he podido ver cómo desaparecía
debajo de la cama.