Al día siguiente de hallar al matrimonio Wells sin vida, me llamaron de la comisaría de policía. Querían que confirmara hasta qué punto conocía a George Wells Jr. Me temí que hubieran sabido de algún modo que fui yo quien les había llamado para informarles de que había visto el cuerpo inánime del joven en el salón. Pero solo fue una llamada rutinaria. Me citaron en comisaría y me hicieron las típicas preguntas: desde cuándo le conocía, si había estado alguna vez en su casa, si conocía a su esposa, si sabía que tuvieran algún problema conyugal o algún enemigo, si conocía sus planes de marcharse del país –encontraron las maletas preparadas en el recibidor y unos billetes de British Airways con destino a Sao Paulo para ese mismo día-, y así una retahíla de preguntas sin respuesta por mi parte.
Estuve a punto de confesarlo todo lo que sabía pero me contuve. ¿Por qué? Pues porque la historia me pareció tan descabellada que temí que me tomaran por loco o bien que me incriminaran de algún modo. No podía explicarles cómo había llegado la carta de George Wells a mis manos. ¿Cómo les explicaría mi conducta? Me acusarían de allanamiento de morada o, cuanto menos, de ocultamiento de información. Entrar y salir de un domicilio ajeno, en el que has encontrado dos cadáveres, y desaparecer tras hacer una llamada anónima a la policía no es algo normal. Preferí, pues, callar como un bellaco. Luego me arrepentí pero ya era demasiado tarde. Aunque me hubieran tomado por loco, por lo menos les hubiera hecho entrega de la urna y me habría ahorrado tener que hacer frente al fantasma de una demente peligrosa. Y dudo mucho que pudieran haberme inculpado de algo que no fuera haber actuado como un viejo entrometido.
Transcurrido un mes, la policía seguía sin saber qué les ocurrió a los Wells. La autopsia reveló un fallo cardiaco. ¿A ambos? ¿A la vez? Nadie se lo explicó ni sospechó remotamente que esas muertes pudieran estar relacionadas con la de George Wells padre ni con la “desaparecida” señora Wells. Solo yo lo sabía y estaba dispuesto a llevarme el secreto a la tumba. Insensato de mí.
Hace unos días, un amigo me preguntó si había hecho testamento o dejado por escrito mis últimas voluntades. La verdad es que, aunque parezca mentira, no había hecho ninguna de las dos cosas. Así que decidí hacerle caso. Y a la vuelta de la notaría, decidí hacer otra cosa: escribir este diario. Quizá resulte una tarea inútil pero me sirve de desahogo. Es como si se lo contara todo a un ser querido, que es lo único que el dinero no me puede conceder. De paso, si algo me ocurriera, siempre quedaría este testimonio escrito.
La urna sigue en su sitio. No he sido capaz de enterrarla ni de esparcir las cenizas que contiene. Debo confesar que últimamente me tiene muy alterado. Siento una presencia. Me da la sensación de que no estoy solo, que alguien me observa y me acompaña a todas partes y en todo momento. No la he vuelto a abrir. Cada vez que lo hacía me parecía que se hacía más liviana, como si algo se escapara de su interior. Luego volvía a su peso original, como si ese algo volviera a entrar. No sé dónde leí que el alma pesa veintiún gramos. Creo que incluso había una película que trataba de eso. Ya sé que un hombre de ciencia como yo no debería dar crédito a esas estupideces, pero después de lo que estoy viviendo ya no sé qué pensar. Pero es que, además, la variación de peso que se produce en la urna es mucho mayor. He estado dando vueltas al asunto mil veces. Si el espíritu de la difunda señora Wells fue capaz de matar a su marido cuando este se disponía a deshacerse de “ella”, o de lo que quedaba de ella, y también acabó con la vida de su hijo y de su nuera porque iban a hacerlo público en una declaración escrita, eso significa que el fantasma o lo que sea que habita en esa urna puede desplazarse libremente. Así que da igual que la urna esté abierta o cerrada, sellada o no, tal como presuponía George Wells Jr. He hecho varias pruebas y la variación de peso nada tiene que ver con la apertura de la vasija. De día suele pesar más que de noche, como si el fantasma saliera a dar un paseo nocturno para luego volver a su encierro voluntario. Debo estar sufriendo una demencia senil prematura. A veces me dan ganas de tomar la vasija y romperla en mil pedazos y que sea lo que Dios quiera.
No puedo seguir viviendo con esta turbación e inseguridad por más tiempo. He pensado que lo mejor será vender la casa y hacer como George Wells Jr.: dejar la urna donde la encontré y que sea el próximo propietario quien apechugue con las consecuencias, aunque me parece tremendamente injusto.
Ahora son muchas las preguntas que me hago sin hallar respuesta: ¿Por qué el espíritu no hizo desaparecer la carta de su hijo para que yo ni nadie supiera la verdad? ¿Quizá no puede actuar sobre los objetos? ¿Por qué a mí no me hace daño alguno? ¿Quizá me cree inofensivo o piensa que no contaré nada por temor? ¿Quizá porque me considera inocente? ¿Acaso se ha encaprichado de mí? Demasiados por qué y demasiados quizás. De seguir así acabaré loco. Por eso, antes de que pierda la cordura, he decidido ponerlo todo por escrito en este diario, contando mi historia y la de la familia que vivió en esta mansión antes que yo. Una vez haya terminado con esta narración, lo introduciré en un sobre lacrado, con la carta de George Wells Jr., y lo depositaré en la notaría junto a mi testamento.
Mientras tanto van pasando los días y las noches. Lo peor son las noches. Oigo susurros y risas sofocadas. La típica risa de una loca. Hasta he llegado a notar su aliento, frio y pegajoso, en mi cara, cuando intento conciliar el sueño. Estoy convencido de que últimamente está a mi lado a todas horas.
Ya no puedo aguantar más. Lo tengo decidido: mañana me acercaré a la inmobiliaria para pedirles que pongan la mansión en venta. Ya encontraré algo más modesto y, sobre todo, alejado de Chelmsford. Quizá me mude a Londres.
El anuncio saldrá publicado la semana que viene. He puesto la casa en venta por un precio algo inferior al que me costó, pues me urge venderla.
Cuento los días esperando a que me llamen de la inmobiliaria con la buena noticia de que hay alguien interesado.
Los días se me hacen muy largos y las noches mucho más. Esta pasada noche me ha parecido oír ruidos en la cocina, como si alguien estuviera trajinando con utensilios de cocinar. He bajado, no sin reparo, pero no había nadie. Pero esta mañana, al ir a desayunar, me he encontrado con una tarta de manzana en la nevera. Le he preguntado a la señora Higgins, mi cocinera, por si la había hecho ella. Me ha dicho que no y me ha mirado con extrañeza. He acabado diciendo que había olvidado que me la trajo una sobrina unos días atrás, cuando vino a visitarme. Su mirada ha sido todavía más extraña. Y es que creo que le dije en una ocasión que yo no tenía hermanos.
He ido a la despensa y he buscado por todas partes, hasta que he dado con lo que buscaba: una caja de raticida. Por su aspecto, debía llevar allí meses. He tirado la tarta y la caja a la basura. Me temo que la fantasma loca –ya la llamo así- no permitirá que la abandone y preferirá verme muerto antes que lejos de ella.
Por fin han llamado de la inmobiliaria. Ya hay un comprador interesado. Ha hecho una oferta a la baja, como era de esperar, y la he aceptado. Cuanto antes me vaya, mejor.
Mañana, antes de ir al notario para firmar la venta de la propiedad y, de paso, hacerle entrega de este diario, sellaré de nuevo la urna, por si acaso, y la enterraré en el jardín. No sé si eso la detendrá pero tengo que intentarlo. Si todo sale bien, no pienso volver.
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En la notaría de Chelmsford se personaron, intrigados, el alcalde y el abogado del Ayuntamiento, a quienes se les había citado para proceder a la lectura del testamento que Mr. Whitehouse había firmado semanas atrás en ese mismo despacho.
―Quién lo iba a decir. Con lo sano que parecía –fueron las escuetas palabras del alcalde, ansioso por conocer los detalles.
―Y que lo diga. Y pensar que ese mismo día debía comparecer ante mí para firmar la venta de la mansión… El presunto comprador se marchó bastante enojado por el plantón. Pero cómo íbamos a imaginar el motivo de su ausencia. Pero ya se sabe, el corazón no siempre avisa –concluyó el ilustre notario.
―No somos nada –añadió, muy poco imaginativo, el abogado.
―Bien, procedamos –sentenció el notario tras un ruidoso suspiro.
El alcalde, al conocer las disposiciones del testamentario, lógicamente se alegró. Una mansión así no pasa frecuentemente a manos públicas.
―Fue un acierto que un hombre tan adinerado, sin descendencia ni herederos, dejara en manos públicas una propiedad de estas características para ser convertida en un centro cívico para uso y disfrute de sus conciudadanos –afirmó el notario, tras la lectura y ante la vehemente aquiescencia de sus distinguidos visitantes.
―Desde luego. Nunca hubiera pensado que el Dr. Whitehouse fuera tan altruista –remató el alcalde, buscando el asentimiento de su acompañante.
―¿Y tienen alguna idea de lo que van a hacer con esa magnífica mansión? ¿En qué tipo de centro cívico les gustaría convertirla?
―Mmmm. Pues no lo sé todavía. Tendremos que discutirlo en la próxima reunión del consistorio –respondió, pensativo, el alcalde-. Quizá una biblioteca –añadió.
―O un museo –terció el abogado municipal.
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Los habitantes más adinerados de Chelmsford y alrededores celebraron la decisión del pleno municipal de acabar convirtiendo la mansión en una residencia geriátrica de lujo.
El día de la inauguración de la calificada como “Residencia Whitehouse”, en honor a su antiguo propietario y benefactor, un grupo de acaudalados residentes se congregó alrededor de una magnífica vasija, que presidía el salón principal desde lo alto de la repisa de la chimenea, para comprobar qué contenía. Uno de ellos, con más maña y menos artritis, logró abrirla. Todos quedaron intrigados al ver su contenido. El venerable anciano que la sostenía dijo que había notado que se volvía más liviana, “como si algo se hubiera escapado de su interior”.
La tarde se volvió tormentosa. En el jardín, las hojas otoñales revoloteaban por doquier. En un rincón apartado, entre el manto de humus y hojarasca, otros tipos de hojas, las de un pequeño cuaderno medio descompuesto, aleteaban frenéticas como queriendo llamar la atención.
FIN