Los cinco años que Lucas pasó en el aquel circo le parecieron una eternidad.
¿En qué se había convertido aquel joven ilusionado? No era el payaso que quería ser y mucho menos el comediante que Ivo le había asegurado que sería. El cartel que lucía junto a la entrada principal lo dejaba muy claro. “Pasen y vean al engendro más espantoso nunca visto. El hombre-mono. Medio hombre, medio bestia”. Ni siquiera figuraba su verdadero nombre. Ya ni se acordaba de quién era en realidad. Solo era un monstruo que la gente quería ver, encerrado en una jaula o paseado por la pista atado con una correa para dar al público una imagen de peligrosidad, de animal salvaje cazado en tierras exóticas y lejanas, como así vociferaba en la pista Ivan Vorobiov, el histriónico Maestro de Ceremonias.
Cinco años que se habían convertido en un suplicio. Cierto que ahora nadie se reía de él, nadie le insultaba, ni le escupía, ni le tiraba piedras. Sin embargo, prefería el ocultamiento al que le habían tenido sometido sus padres a esta exhibición pública y vergonzante.
Creyó que con el paso del tiempo se acostumbraría a su nueva situación pero cada día se sentía peor. No se veía humano sino un animal al que alimentaban y poco más. Dormía en una jaula como la de los animales del circo, si bien tenía un jergón sobre el que yacer y una frazada con la que abrigarse en las noche frías. No le pagaban ni un mísero salario, ni una minúscula gratificación Todo lo que recibía como un extra por sus servicios era algún que otro cacahuete que algún espectador compasivo, o simplemente divertido, le lanzaba a través de los barrotes, como el que da furtivamente de comer a los animales de un zoológico, porque, a fin de cuentas, Lucas no era más que eso, un animal al que la gente se acercaba para satisfacer su curiosidad.
El día que cumplió los veintiún años, Lucas decidió que no seguiría viviendo en esas condiciones infrahumanas, pero las opciones que se le presentaban no eran nada halagüeñas: escapar y regresar con sus padres, con la consiguiente humillación que representaría contar la verdad, y volver a la reclusión, o escapar y valerse por sí mismo viviendo de la mendicidad, con el peligro de volver a ser vilipendiado por las gente con la que se cruzara y, quién sabe, si detenido y encerrado en alguna institución para anormales.
Una noche, aprovechando la oscuridad, la quietud reinante en el campamento y la escasa luz que reflejaba la luna, forzó el oxidado cerrojo de su jaula con una ganzúa de la que se había agenciado, se escabulló entre las sombras y partió hacia un destino desconocido en busca de la libertad. ¿Qué precio debería pagar por ello? No lo sabía pero había llegado el momento de liberarse de aquel tormento, de aquella humillación y probar fortuna. Nada podía ser peor que aquel calvario. Alguien se apiadaría de él y le ofrecería sustento a cambio de un trabajo digno. Quizá –pensó- en un convento podría hallar lo que buscaba: un retiro físico y espiritual, la paz y un poco de ese calor humano que tanto echaba en falta. Una vez conseguido este objetivo, ya enviaría aviso a sus padres quienes, después de los años transcurridos, seguramente se alegrarían de saber de él.
Pero la fortuna le era esquiva al pobre Lucas. Al cabo de poco más de un día de camino, tiempo durante el cual no cesó de mirar atrás por si alguien del circo iba en su busca y captura, llegó, exhausto y hambriento, a una granja en donde confió hallar descanso y cobijo temporal antes de proseguir su viaje. “O quién sabe si aquí encontraré lo que ando buscando” –pensó esperanzado.
Lo que Lucas halló y lo que sucedió en aquel aparentemente hospitalario lugar, nunca se sabrá con exactitud. Algunos vecinos afirmaron haber visto a un joven que el matrimonio propietario de la granja, ya ancianos, dijeron haber contratado como sirviente para que les ayudara en aquellas tareas domésticas que ellos, por su avanzada edad, ya no podían desempeñar con la facilidad de antaño. Nadie vio de cerca a ese joven y parecía como si los ancianos lo mantuvieran oculto. Hubo quien aseguró haber oído llantos y gritos, pero nadie dio crédito a tales afirmaciones.
Lo que allí tuvo lugar debió ser, sin duda, algo inconfesable porque, cuando un día, atraído por un insoportable hedor, su vecino más próximo entró en la vivienda de la pareja de ancianos, halló sus cuerpos sin vida. Habían sido acuchillados con saña. Por su estado de descomposición, debían llevar muertos, por lo menos, un mes. Haciendo memoria, alguien dijo haber visto por aquel entonces, de noche, algo que se movía por los alrededores de la casa y supuso que se trataba de una alimaña pues, por su tamaño y forma de andar, no podía ser humano. Del supuesto sirviente, no había rastro, pero algunos lugareños siguieron insistiendo en que habían visto a alguien viviendo con los viejos. Todo apuntaba, pues, a aquél como el autor material del doble asesinato. El motivo resulta todavía un enigma pues se descartó el robo, ya que todo parecía en orden y hallaron dinero y unas pocas joyas en una cómoda del dormitorio principal. Quizá una discusión que acabó violentamente, según unos. Quizá una venganza por malos tratos, según otros. Quién sabe. La policía abandonó, al cabo de un tiempo, la búsqueda del presunto asesino pero mantuvo en alerta a los ciudadanos de los pueblos de la comarca por si observaban a algún individuo sospechoso deambulando por los contornos.
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De eso hace ya muchos años y Lucas es, por fin, feliz. De su paso por el circo ya casi no se acuerda y quedan ya muy lejos los meses de sufrimiento que pasó en casa de aquellos viejos miserables que le propinaban palizas y le mantenían atado como si de un perro se tratara. Afortunadamente apareció aquel hombre que le libró de las vejaciones a las que le sometían. Al principio no supo quién era aunque su voz y sus maneras le resultaron familiares pero, embozado como iba, su voz sonaba apagada y no pudo verle la cara. Su salvador apareció de la nada una noche sin luna. Irrumpió como una aparición en el comedor de la casa y, sin mediar palabra, sacó un cuchillo de su alforja, con el que amenazó a los viejos mientras liberaba a Lucas de las ataduras y le indicaba que huyera hacia la oscuridad del aire libre.
Cuando, una vez liberado del cautiverio, Lucas se disponía a emprender, por segunda vez en su vida, camino hacia cualquier parte, apareció tras de sí el hombre embozado. Éste, manteniendo su mutismo, le dio una alforja y, tras darle un fuerte abrazo, desapareció. La talega de cuero que le entregó resultó contener una carta, una bolsa repleta de dinero, un mapa y un documento de propiedad de lo que era una pequeña parcela con una casa, vieja pero en buen estado, donde ahora vivía y tenía previsto pasar los años que le quedaran de vida.
Cuando recuerda ese episodio, a Lucas todavía se le aguan los ojos. Nunca pensó que su padre se hubiera interesado por él hasta el punto de que, tras la inesperada muerte de su esposa y siendo ya anciano, le buscara sin cesar hasta dar con él y procurarle un lugar retirado donde vivir tranquila y holgadamente.
Cuando supo de la identidad de aquel hombre, que se había esfumado tras entregarle aquellos enseres que le habían procurado este retiro feliz, estuvo tentado de ir en su búsqueda pero desistió para respetar sus deseos, tal como había dejado escrito.
En las noches de nostalgia, Lucas relee una y otra vez la carta manuscrita de su padre:
Queridísimo hijo,
Que Dios me perdone por todo el mal que he ocasionado pero Él es testigo de que lo he hecho por tu bien. Si por ello me condena al fuego eterno, que así sea.
Después de dejarte marchar con aquella troupe, supimos de ti por gentes que decían haberte visto y que nos contaron cómo y dónde te tenían. Cuando, al poco, tu pobre madre enfermó de unas fiebres tifoideas, me hizo jurar, antes de morir, que no permitiría que te trataran como a un animal más del circo, así que fui a rescatarte pero cuando, después de mucho buscar, di con el circo tú ya no estabas. Me dijeron que te habían dejado marchar pero pronto averigüé la verdad y cuando volví a pedirle explicaciones a quien, en su día, nos embaucó con su sonrisa y sus promesas, se burló de ti de tal manera que, en un arrebato, le hice pagar cara su desvergüenza. Nunca antes había matado a un hombre pero la ira me cegó y no pude evitar clavarle el cuchillo en lo más hondo de su abultada tripa.
Huyendo de la justicia te seguí buscando, día y noche, sin tregua. Fui en tu busca con la esperanza de encontrarte y decidido a salvar cualquier obstáculo y a eliminar a quienquiera que me impidiera dar con tu paradero. De ser necesario, estaba dispuesto a sembrar de cadáveres el camino. Decidí que si te encontraba sano y salvo, te compensaría por todo lo que tuviste que pasar por no haberte sabido defender y proteger como unos padres bien nacidos deben hacer con sus hijos.
Si lees esta carta es que te he hallado, que he cumplido con mi propósito y que ahora, por fin, puedo descansar en paz.
Toma el dinero que hay en la bolsa, son todos mis ahorros más lo que saqué de la vieja granja, yo ya no necesito nada. Desde la muerte de tu querida madre, ya no me queda nada que hacer en este mundo salvo resarcirte por la mala vida que te procuramos sin querer. El mapa te guiará hasta una casa y un huerto que ya son de tu propiedad. Es un buen lugar, tranquilo y apartado. Trabaja el huerto y utiliza las técnicas de trampero como te enseñé. Todo ello te proporcionará sustento. No malgastes el dinero, ponlo a buen recaudo. No dejes que nada ni nadie te impida vivir libremente y a tu antojo. Y, sobre todo, no dejes que nadie te humille. Haz oídos sordos a lo que puedan decir de ti. Hazte valer, así te respetarán. Defiéndete, si es necesario.
Sé feliz, hijo mío. Espero haber cumplido mi objetivo y pido nuevamente a Dios que me perdone por haber faltado por tres veces al quinto mandamiento. Sé que puede condenarme por ello y aceptaré el castigo eterno aunque todavía confío en su misericordia.
Haz lo que te pido hijo y no me busques pues mi existencia y mi destino ya no son de este mundo. Me retiraré a un monasterio para seguir rezando al Señor todos los días que me quedan de vida.
Hasta siempre.
Tu padre.
17 de junio de 1950