lunes, 15 de abril de 2024

Los colores de la vida

El relato que hoy comparto, procede de un reto de la tertulia de escritura de la que formo parte y cuya consigna fue escribir una historia en la que los colores tuvieran un cierto portagonismo. Y esto es lo que salió. Espero que os guste.



Cuando nací, mi madre, angustiada por la precaria situación económica familiar, hizo creer a mi padre que salía de casa en busca de trabajo, pero lo que hacía en realidad era pedir limosna. Mi padre lo descubrió cuando un día, de camino a la oficina de empleo, se la encontró en la calle, sentada en el suelo, luciendo un rótulo que decía: «Soy viuda y no puedo dar de comer a mis tres hijos
». A sus pies, una caja de cartón contenía unas cuantas monedas de diez, veinte y cincuenta céntimos. A mi padre, con la cara más blanca que la leche, le dio un amago de infarto y lo tuvieron que ingresar en urgencias.

Ninguna de las excusas que le dio su mujer, llorosa y con los labios amoratados por el frío, le sirvió a mi padre como justificación, convencido que había perdido la cordura o sufría una depresión posparto.

Una vez superado el susto inicial, al salir del hospital, mi padre, todavía en estado de shock, cayó por las escaleras y se rompió una pierna. Otra vez ingresado en urgencias y después de un buen rato de espera, para casa con la pierna escayolada hasta la ingle. Y así durante tres meses, con lo cual la situación económica de la familia, compuesta por seis miembros, contando a mi abuela paterna, sí que recibió un fuerte golpe. Mi madre, ahora con motivo, tuvo que volver a mendigar con el conocimiento —que no consentimiento— de mi padre que, colorao como un tomate, se subía por las paredes.

Cuando, por fin, la situación se estabilizó, mi padre con un empleo estable y mi madre cosiendo para terceros, se murió mi abuela. La encontramos en su balancín, amarilla como la cera. Si eso, por si mismo, ya fue doloroso, lo que más nos alteró fue descubrir entre sus pertenencias una porrada de billetes de mil pesetas. Este hallazgo nos impulsó a iniciar una búsqueda frenética de dinero por todos los rincones de su habitación. Encontramos algo más de un millón de las antiguas pesetas, que todavía, por suerte, se podían cambiar por euros en el Banco de España.

No nos lo podíamos creer. Tan agarrada como había sido en vida, aun conociendo nuestras dificultades económicas, y ella amasando pasta gansa. Pero ¿de dónde habían salido tantos billetes verdes si la pensión de viudedad de la abuela era muy exigua?

Este misterio se resolvió al hallar un fajo de cartas atadas con una cinta rosa, una correspondencia que la abuela había mantenido durante muchos años con un supuesto amante. El hombre, que por motivos sociales y morales de la época, no pudo mantener relaciones más íntimas con ella, le había ido regalando joyas que la abuela debió haber ido vendiendo poco a poco. No encontramos otra explicación.

Así que mi venerable abuela había mantenido una relación amorosa que le había reportado, al cabo del tiempo, unos buenos dineros. El hombre, supusimos, debía haber muerto por ser tanto o más viejo que su amante epistolar. Pero en eso nos equivocamos. Cuando ya hacía unos meses del traspaso de la abuela, nos vino a ver. Su inesperada visita resultó en una nueva sorpresa. El susodicho, Ramon se llamaba —«pero ella siempre me llamó Ramoncín», nos dijo—, estaba sin blanca y tan pelado que nos pidió si le podíamos devolver las joyas con las que había obsequiado a su querida, y ahora finada, amante durante todo el tiempo que duró su idilio. «Al fin y al cabo ya no las necesitará», dijo tan tranquilo.

Pero los seis mil euros que encontramos hacía poco que habían volado con la entrada del coche nuevo, un reluciente Peugeot granate.

No podíamos hacerle entrar en razón. No quería largarse con las manos vacías. Por más que intentó darnos pena —el inminente desahucio del piso donde vivía, su miserable pensión como autónomo que apenas le llegaba para más de una comida al día, y una retahíla de desgracias—, no veíamos la manera de aplacar su exasperación ni de hallar una solución mínimamente satisfactoria para ambas partes. La discusión fue subiendo de tono hasta el punto que mi padre estuvo en un tris de ponerle un ojo morado.

De eso han pasado dos semanas. Ramón —que insiste en que le llamemos Ramoncín— tuvo que dejar su piso y ahora vive con nosotros ocupando el lugar —el físico, no el sentimental— de la abuela. Mi madre está negra viendo cómo se pasea arriba y abajo, vestido de punta en blanco y dejando por todo el piso un apestoso olor a tabaco, y cómo se pone morado devorando todo lo comestible que se le pone a su alcance. Esperemos, sin embargo, que la presencia de este hombre —que está a punto de cumplir los noventa años— dure poco y podamos, por fin, tener una vida de color de rosa.

Con todo esto, podéis ver que nuestra vida ha estado siempre llena de colores.


domingo, 7 de abril de 2024

Para Elisa 2

Por una vez me he decidido a dar continuidad a un relato que, en principio, solo debía tener un episodio, y todo para dar satisfacción a más de uno/a de mis querido/as lectore/as. Para refrescar la memoria y comprender mejor esta continuación, podéis pinchar AQUÍ y el enlace os llevará al relato original que participó en el microrreto de El Tintero de Oro que pedía escribir un microrrelato en el que la música fuera parte de la historia.


Aquella noche soñé con Teresa. Estaba sentada al piano y tocaba Para Elisa, sonriéndome e invitándome a sentarme a su lado, en la banqueta, para que le besara delicadamente el cuello como solía hacer. ¡Qué sueño tan grato! Fue tan real... Hasta que un trueno, retumbando como un cañonazo, me despertó sobresaltado. Las llamas, todavía vivas en la chimenea, iluminaban la pequeña estancia y proyectaban sombras chinescas por doquier. Me incorporé. Me despojé de la manta que me cubría y fui a ver si la ropa que había tendido junto al fuego estaba ya seca. Entonces la vi. Sentada en un rincón, en una butaca rústica, como todo a su alrededor. Creí que todavía soñaba. Teresa se levantó lentamente y me tendió las manos. Nos fundimos en un abrazo apasionado. Mis lágrimas empapaban el pálido y suave cuello que tantas veces había besado. Solo pude decirle una frase entrecortada por el llanto: «Te extraño tanto, mi amor». Y antes de que todo volviera a la triste realidad, tuve ocasión de oír cómo ella me respondía: «No estás solo, amor mío, estoy aquí contigo».

No sé por qué, pero no me atreví a volver a aquella ruinosa iglesia en la que días atrás había sonado Para Elisa en un piano inexistente, aun sospechando que había sido el espíritu de Teresa quien había obrado tal prodigio y que —ahora lo sé— con toda seguridad fue el modo que empleó para comunicarse conmigo. Pero tampoco he sido capaz de marcharme de aquí y volver a casa como si nada hubiera ocurrido. Me había tomado unos días de descanso para superar el duelo, relajarme y pensar en lo que sería mi vida a partir de entonces, pero en lo único en lo que pensaba era en mi amada. Así que me quedé en la cabaña que había alquilado para aquel menester e hice lo que me había propuesto hacer cuando llegué y lo que mejor se me da: pintar.

No sé si mi mente está jugando conmigo a un juego macabro. Todas las noches, sin excepción, Teresa viene a verme. Charlamos horas enteras. Recordamos el pasado, observa mis lienzos con interés y alaba mi trabajo. Al principio solo pintaba los paisajes que se abrían ante mis ojos desde la mañana hasta el atardecer. He pintado amaneceres anaranjados; puestas de sol rojizas sobre las blancas cumbres; el lago jugando a ser el espejo de todo lo que le rodea; las nubes borrascosas amenazando tormenta; el viento inclinando a duras penas los altos y robustos abetos de los que solo logra arrancarles la nieve. Las águilas reales, los urogallos, los mirlos y los rebecos han sido también modelos involuntarios de mis pinturas. Pero últimamente he vuelto al retrato. Tengo ya más de una docena de cuadros de Teresa. No hace falta que pose para mí, como antaño hacía. La reproduzco con los ojos cerrados. Sentada junto a la lumbre; bajo el porche; tumbada sobre un verde prado, rodeada de amapolas, rododendros y edelweiss; caminando por el bosque; tendida al sol del invierno junto al rio, junto al lago, riendo, saltando, bailando.

Teresa quiere que vuelva al que fue nuestro hogar. Me dice que este no es mi lugar, que debo volver a mi estudio, a mi vida anterior, la auténtica. Insiste en que ya he encontrado lo que vine a buscar: la alegría de vivir. En realidad, no sé en busca de qué vine hasta aquí. Quería huir de todo lo que me recordara la pérdida de mi amada y empezar de nuevo, si es que podía sobrevivir a su ausencia. Pero no puedo ni quiero vivir borrándola de mi existencia, sino en su compañía. Quizá ella tenga razón. Me siento un hombre nuevo, con renovadas ganas de vivir y de pintar. Sí, volveré a nuestro hogar. Ahora que la he recuperado y que no volverá a abandonarme. Me ha dicho que mientras pinte, ella me deleitará con aquellos nocturnos que tanto me gustan y, cómo no, con nuestra pieza favorita Para Elisa. Sí, lo haré por ella y para ella. Lo haré por nosotros.