Ninguna de las excusas
que le dio su mujer, llorosa y con los labios amoratados por el frío, le
sirvió a mi padre como justificación, convencido que había perdido la cordura o
sufría una depresión posparto.
Una vez superado el
susto inicial, al salir del hospital, mi padre, todavía en estado de shock,
cayó por las escaleras y se rompió una pierna. Otra vez ingresado en urgencias
y después de un buen rato de espera, para casa con la pierna escayolada hasta
la ingle. Y así durante tres meses, con lo cual la situación económica de la
familia, compuesta por seis miembros, contando a mi abuela paterna, sí que
recibió un fuerte golpe. Mi madre, ahora con motivo, tuvo que volver a mendigar
con el conocimiento —que no consentimiento— de mi padre que, colorao
como un tomate, se subía por las paredes.
Cuando, por fin, la
situación se estabilizó, mi padre con un empleo estable y mi madre cosiendo
para terceros, se murió mi abuela. La encontramos en su balancín, amarilla
como la cera. Si eso, por si mismo, ya fue doloroso, lo que más nos alteró fue
descubrir entre sus pertenencias una porrada de billetes de mil pesetas. Este
hallazgo nos impulsó a iniciar una búsqueda frenética de dinero por todos los
rincones de su habitación. Encontramos algo más de un millón de las antiguas
pesetas, que todavía, por suerte, se podían cambiar por euros en el Banco de
España.
No nos lo podíamos
creer. Tan agarrada como había sido en vida, aun conociendo nuestras
dificultades económicas, y ella amasando pasta gansa. Pero ¿de dónde habían
salido tantos billetes verdes si la pensión de viudedad de la abuela era
muy exigua?
Este misterio se
resolvió al hallar un fajo de cartas atadas con una cinta rosa, una
correspondencia que la abuela había mantenido durante muchos años con un
supuesto amante. El hombre, que por motivos sociales y morales de la época, no
pudo mantener relaciones más íntimas con ella, le había ido regalando joyas que
la abuela debió haber ido vendiendo poco a poco. No encontramos otra
explicación.
Así que mi venerable
abuela había mantenido una relación amorosa que le había reportado, al cabo del
tiempo, unos buenos dineros. El hombre, supusimos, debía haber muerto por ser
tanto o más viejo que su amante epistolar. Pero en eso nos equivocamos. Cuando
ya hacía unos meses del traspaso de la abuela, nos vino a ver. Su inesperada
visita resultó en una nueva sorpresa. El susodicho, Ramon se llamaba —«pero
ella siempre me llamó Ramoncín», nos dijo—, estaba sin blanca
y tan pelado que nos pidió si le podíamos devolver las joyas con las que había
obsequiado a su querida, y ahora finada, amante durante todo el tiempo que duró
su idilio. «Al fin y al cabo ya no las necesitará», dijo tan tranquilo.
Pero los seis mil euros
que encontramos hacía poco que habían volado con la entrada del coche nuevo, un
reluciente Peugeot granate.
No podíamos hacerle
entrar en razón. No quería largarse con las manos vacías. Por más que intentó
darnos pena —el inminente desahucio del piso donde vivía, su miserable pensión
como autónomo que apenas le llegaba para más de una comida al día, y una
retahíla de desgracias—, no veíamos la manera de aplacar su exasperación ni de hallar
una solución mínimamente satisfactoria para ambas partes. La discusión fue
subiendo de tono hasta el punto que mi padre estuvo en un tris de ponerle un
ojo morado.
De eso han pasado dos
semanas. Ramón —que insiste en que le llamemos Ramoncín— tuvo que dejar su piso
y ahora vive con nosotros ocupando el lugar —el físico, no el sentimental— de
la abuela. Mi madre está negra viendo cómo se pasea arriba y abajo,
vestido de punta en blanco y dejando por todo el piso un apestoso olor a
tabaco, y cómo se pone morado devorando todo lo comestible que se le
pone a su alcance. Esperemos, sin embargo, que la presencia de este hombre —que
está a punto de cumplir los noventa años— dure poco y podamos, por fin, tener
una vida de color de rosa.
Con todo esto, podéis
ver que nuestra vida ha estado siempre llena de colores.