jueves, 3 de octubre de 2024

La Ley del Talión

 


Era un domingo de madrugada. Hacía tiempo, desde que enviudé, que no salía a tomar unas copas con mis amigos. Bebí más de la cuenta, lo reconozco. No sé cuántos Gintònics me tomé, pues perdí la cuenta. Y aun así me puse al volante de mi coche para regresar a casa. Solo pretendía relajarme, olvidarme de lo que por entonces me atormentaba, y pasármelo bien después de vivir prácticamente enclaustrado. De casa al trabajo y del trabajo a casa. En eso se había convertido mi vida a diario.

No recuerdo bien cómo ocurrió. Solo sé que, al doblar una esquina, seguramente algo más deprisa de lo prudencial, vi que un individuo cruzaba el paso de peatones trastabillando —seguramente iba tan perjudicado como yo— y sujetándose a una chica —probablemente su pareja— que, por sus andares, no parecía mucho más sobria. El caso es que se me nubló la vista y no pude reaccionar a tiempo, llevándomelos por delante. Paré, me bajé del coche y acudí a socorrerlos. Ella sangraba profusamente. La sangre le cubría prácticamente todo el rostro, pero estaba viva. El joven parecía muerto. La chica extendió un brazo hacia mí pidiendo socorro, y yo, paralizado por el trauma o por el alcohol, no solo no los auxilié sino que me di a la fuga.

Al día siguiente, las noticias comentaban el incidente. Por fortuna, ambos accidentados estaban vivos. Aunque el chico había resultado gravemente herido, su vida no corría peligro. A la chica ya le habían dado el alta hospitalaria.

Aunque aliviado por esa noticia, durante los primeros días no podía olvidar sus caras, ella mirándome fijamente y él con los ojos abiertos, inexpresivos, mirando al infinito sin siquiera pestañear. Lo siguiente que sentí fue terror. ¿Podrían identificarme ante la policía? ¿Se acordaría ella de mi cara? No dije absolutamente nada a nadie, ni siquiera a mis amigos más íntimos. Sería un secreto que me llevaría a la tumba.

Para aliviar todavía más mi estado de ánimo, se me ocurrió hacerle una visita al joven, no sé exactamente con qué intención. Probablemente solo buscaba satisfacer mi curiosidad y comprobar si evolucionaba favorablemente. Cuando me asomé a su habitación, observé que tenía visita, una pareja de cierta edad, que supuse serían sus padres, y la joven que lo acompañaba el día del accidente, sentada al pie de la cama. De pronto me quedé paralizado. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Acaso iba a presentarme como el conductor que, bajo los efectos del alcohol, atropelló a esa joven pareja y se dio a la fuga? De hacerlo, ¿serían más tolerantes que la propia policía? No lo creí plausible. Yo, en su caso, no permitiría que el culpable se librara de un castigo merecido.

Sin darme cuenta, antes de dar media vuelta y desaparecer, había entrado en la habitación un par de metros. Sus visitantes me daban la espalda, no podían verme, pero la chica sí que me vio y creo que él también, pues dirigió su mirada hacia donde ella había fijado la suya. Salí prácticamente corriendo de la planta y del hospital. Excitado y sin aliento, volví a mi refugio domiciliario.

Pasaron semanas desde esa aciaga madrugada, y aunque tenía alguna que otra pesadilla, comencé a sentirme mejor, más relajado y, a pesar de un cierto remordimiento, volví a hacer vida normal, como si aquello hubiera sido fruto de un sueño y no un hecho real.

Conocer tiempo después a Laura fue un motivo más para normalizar mi vida y olvidarme del pasado. A ella tampoco le confesé lo que había ocurrido meses atrás. Todo transcurría perfectamente, nuestra relación sentimental se iba afianzando y vi en ello un futuro prometedor.

Al cumplir un año de relación, decidimos celebrarlo cenando en un restaurante de alto copete, tal como requería la ocasión. Tras tomar los postres, le pedí matrimonio, mientras abría una cajita que contenía el anillo de compromiso. Sin dudarlo, me dijo que sí. ¡Que feliz me sentía!

Al salir del restaurante, Laura propuso ir a tomar una copa a un local que había frecuentado y que le gustaba mucho. Era muy acogedor y la música ambiental, de los años 90, le encantaba.

Me quedé de piedra cuando oí el nombre del local. Era el mismo al que acudí con mis amigos la noche del accidente. Laura, que debió notar algo extraño en mi expresión, me preguntó si me ocurría algo. Negué vehementemente alegando que no me sentía bien. Entre la abundante comida y la emoción de ese momento tan especial... No me dejó continuar e insistió. Solo una copa y nos vamos, dijo. No pude negarme.

Estuve intranquilo todo el tiempo que duró nuestra estancia en aquel lugar que tan malos recuerdos me traía. Para calmar los nervios, bebí más de una copa. Pero resistí, disimulé y, por fin, llegó la hora de retirarnos.

Una vez en el coche, Laura se ofreció a conducir, pues temía que, en caso de someterme a un control de alcoholemia, no lo superara y me multaran. Yo insistí en que estaba lo suficientemente bien para sentarme al volante y arranqué el vehículo.

Tras un breve recorrido, en un cruce, un coche oscuro apareció por mi derecha, a alta velocidad, colisionando contra el mío, a la altura del asiento del copiloto.

Tras el brutal impacto, Laura, sangrando abundantemente por la frente, no respondía a mis zarandeos. Yo sentía un vértigo tremendo y unas náuseas incontrolables. Mi visión se volvió borrosa y antes de perder el sentido vi que dos personas se apeaban del vehículo que había impactado contra nosotros y se dirigían raudas hacia mí. Pensé que nos iban a auxiliar, pero, contra todo pronóstico, me miraron a través de la ventanilla y me sonrieron. Aquellas caras me resultaron muy familiares. Lo último que vi fue que me hacían la peineta y me pareció oír que él me decía: Ojo por ojo, diente por diente. Y entonces todo se volvió oscuro.

Cuando volví en mí, me encontraba inmovilizado en la cama de un hospital. Me habían mantenido en coma inducido varios días. Tuvieron que operarme para extraer un gran coágulo cerebral y debería descansar algunos días más antes de darme el alta. «Ha tenido mucha suerte de haber sobrevivido», me dijo el médico. Cuando pregunté por Laura, solo observar su cara y la de la enfermera que le acompañaba, supe que había ocurrido lo peor.

Laura pagó con creces por lo que yo hice. Muchas veces pagan justos por pecadores. Qué injusta es, a veces, la Ley del Talión. ¿Vendrían a verme aquellos dos?


3 comentarios:

  1. Si se produjera esa futurible visita se podría entrar en un bucle de venganzas del destino y de la llamada Ley del Talión. Has trenzado un relato estupendo en el que van cuadrando los hechos hasta ese impactante final.
    Abrazos, Josep.

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  2. Si no por la muerte de Laura, seguramente se hubiera quitado un peso de encima.
    Buen relato.
    Un abrazo.

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  3. Esos dos a los que no socorrió tu protagonista tenían mucha mala baba, pero es cierto que la sed de venganza puede ser muy fuerte. Lo de ojo por ojo... a mí no me parece justo, porque nunca se devuelve lo mismo que se recibió, por ejemplo, en el primer accidente no murió nadie. En fin, qué se puede esperar de una ley, la del Talión, que es judía (y perdón por lo políticamente incorrecto de este último comentario).
    Besos.

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