lunes, 27 de octubre de 2025

Un día en la vida

 


José había aceptado ese trabajo porque no le quedaba otra opción. Hacía ya tiempo que se le había agotado el paro y sus escasos ahorros ya habían tocado fondo. Recordaba con amargura aquellas palabras de su madre asegurándole que una carrera le abriría muchas puertas. A él eso no le había funcionado, por ahora. Pero esta situación no iba a durar mucho, pues antes de pasar más penurias económicas estaba dispuesto a hacer lo que fuera.

Estar tras una barra de un bar de barrio era, para todo un licenciado como él, casi una humillación, pero al menos le permitía sobrevivir y dar rienda suelta a su natural extraversión. En poco tiempo había hecho muchos amigos, o al menos eso creía. Gente muy maja, currantes todos, que no tenían reparos en contarle sus penas y sus sueños. Y entre toda esa gente que a diario recalaba en ese modesto local destacaba, por su simpatía y desparpajo, Julián, un chico de su misma edad que se ganaba la vida “con lo que salía”, según sus propias palabras, y con el que conectó desde el primer momento.

Enseguida hicieron migas y Julián se convirtió, de la noche a la mañana, en su amigo y confidente. Mismo estrato social, mismos gustos, mismas inquietudes, aunque con distinta forma de enfocar su vida. Mientras José había sido siempre cauto y disciplinado, Julián era un remolino que quería tragarse el mundo en dos días y todo le parecía conseguible a corto plazo. «Sólo es cuestión de proponértelo», le repetía.

Y el caso es que la propuesta que le había hecho días atrás no podía ser más tentadora y parecía pan comido. Julián le había asegurado que no tenía nada que temer, que todo estaba bien calculado. Lo único que José tenía que hacer era guardar por unos días “una mercancía” y llevarla luego donde él le indicara. Así de fácil. Él no podía hacerlo porque era una cara muy conocida en el barrio donde vivía el destinatario del paquete y debía mantenerse en el anonimato.

José no sabía, ni quería saber de qué se trataba. Mejor así ─le había dicho su amigo─, cuanto menos sepas mejor. Y él no estaba para hacer preguntas. Sí se maginaba que debía ser algo ilegal, pero tal como está el patio, pensó, qué más da. ¿Drogas? No, eso no, le había asegurado Julián. «Otra cosa, tú no te preocupes, ya te digo, cuanto menos sepas mejor, tranquilo». Y él estaba relativamente tranquilo. Necesitaba el dinero. Por un día en la vida en que se le presentaba una oportunidad como aquella, no podía desaprovecharla. Sería la primera y última vez.

Y allí estaba al fin, con un sobre de gran tamaño que le había dado Julián, guardado en el cajón de esa vieja cómoda de ese cuartucho de esa oscura pensión de ese no menos oscuro barrio de esa triste ciudad, esperando a entregarlo, de un momento a otro, en la dirección que su amigo le indicara de un momento a otro.

Ahora, cuando ya era demasiado tarde para echarse atrás, José sentía una inesperada aprensión, casi remordimientos. Tanto dinero fácil no se gana así como así. Espero que todo salga bien y no me meta en un buen lío. Mis padres no están para verlo, pero, aun así, no soportaría dar con mis huesos en la cárcel. ¿En qué estaría pensando cuando accedí? !Quién me ha visto y quién me ve! Pero ahora ya no hay vuelta atrás, no me queda más remedio que apechugar. Que sea lo que Dios quiera, se repetía José.

Y en eso estaba cuando llamaron a la puerta de su habitación.

─Hay un chico que pregunta por usté─, oyó que le decía la señora Engracia, la patrona.

Minutos después, Julián le dejaba solo con un papel en las manos donde, con una letra casi ilegible, había anotada la dirección a la que debía acudir raudo con el sobre.

No había advertido ninguna señal de preocupación, ni siquiera de tensión, en la mirada de Julián, tan sólo una sonrisa cómplice, y esa palmadita en la espalda al marcharse parecía indicarle que todo iba a salir bien. Así que ¿para qué preocuparse innecesariamente?

En menos de una hora había llegado a su destino. El lugar no podía ser más sórdido. La situación le recordaba una de esas películas en la que el poli bueno se adentra solo, sin protección alguna, en una de esas callejuelas apestosas donde se esconden los peligrosos rufianes a quienes espera reducir en cuestión de segundos gracias al efecto sorpresa.

Pero no se trataba de ninguna película, estaba allí plantado delante de una mugrienta puerta y llevaba un buen rato desde que había tocado el timbre sin que nadie se dignara abrirla. Y entonces le sobresaltó una voz a sus espaldas.

─¿Quién eres y qué coño quieres ─le preguntó una sombra.

─So…, soy José y me envía Julián ─atinó a balbucear, un tanto acobardado.

─¿Traes algo para mí? ─preguntó el individuo, mirando a su alrededor, para asegurarse que nadie los veía.

─Sí, aquí lo tengo ─le contestó José enseñándole su pequeña mochila.

─Bien, pues pasemos dentro, venga, que no quiero fisgones indeseables.

 

No dio tiempo a que ambos traspasaran el umbral, que varios individuos armados aparecieron de la nada, con gritos de “policía, al suelo, venga, venga”.

Al oír aquellas palabras a José le dio un vahído, todo empezó a girar en torno suyo, se le nubló la vista y hasta tuvo que apoyarse en la puerta para no desplomarse. Una vez tendido en el suelo, mientras era esposado, una sensación de ahogo le oprimía la garganta y el corazón parecía que le iba a estallar.

Tanto él como el individuo que lo había recibido, que resultó ser un alto mando de la policía judicial, fueron llevados a Comisaría para ser interrogados y pasar posteriormente a disposición judicial.  

Por fortuna para José, el juez decretó para él libertad bajo fianza, pues no tenía antecedentes de ningún tipo y entendió que no era más que un pardillo que había sido utilizado por unos delincuentes desaprensivos.

Tan pronto quedó en libertad, consternado por lo ocurrido, José decidió volver raudo a la pensión y ponerse en contacto con Julián como fuera para que le explicara qué había significado todo aquel montaje. Apenas había entrado en la pensión, la señora Engracia se le acercó decidida.

─Hace un momento que se ha marchao ese joven que vino el otro día y me ha dejao esto pa usté. Y extendiendo su regordeta mano le entregó un sobre ─este mucho más pequeño─ que José abrió para comprobar que contenía un fajo de dinero ─el que le había prometido Julián─  y una nota, escrita con una caligrafía que le resultó familiar. Se acercó a la ventana para leer mejor unas pocas líneas, que decían así:

Lo siento, tío, pero eras la persona perfecta para lo que se tenía que hacer. Lamento que todo se haya torcido pero, por lo menos, tengo entendido que saldrás de esta. Eres un tío majo y los que son como tú siempre salís bien parados. Yo voy a desaparecer durante un largo tiempo. Supongo que no nos volveremos a ver. Gracias por todo y siento, una vez más, las molestias. Supongo que ya te enterarás de la historia por los medios. Espero que lo entiendas. A tí te dejarán libre y a mí me habrían enchironao durante unos cuantos años.

 

 Efectivamente, los medios se hicieron eco de todo lo acaecido:

 

El sobre que Julián le dio a José contenía una relación de políticos y hombres de negocios susceptibles de ser extorsionados por causas, tanto de su vida pública como privada, y el destinatario primero de la misma era el jefe de la unidad responsable de emitir los informes comprometedores.

Julián trabajaba, como correo, para un grupo de mafiosos que se lucraban con esos chantajes. Recababan información confidencial sobre las víctimas a cambio de mucho dinero.

Julián, sabedor de que Asuntos Internos iba tras el responsable policial de la trama, temía que, de un momento a otro, se le echaran encima durante uno de esos contactos con el alto cargo receptor de los informes, pensó enviar a José en su lugar y desaparecer de inmediato tras la entrega, pues a José no le podrían inculpar más que de ser un ingenuo intermediario que había caído en una trampa por dinero y poco más. Irse de rositas bien valía haber compartido con José parte del dinero cobrado por su participación.


Cuando José recuerda esa amarga experiencia, reconoce que le ha enseñado que no hay que escuchar los cantos de sirena que prometen una vida regalada sin esfuerzo alguno, que no hay que fiarse de alguien a quien no conoces del todo a pesar de su buena apariencia y, finalmente que, aunque las cosas se tuerzan en la vida, hay que perseverar y confiar en uno mismo.

Aquel día, un día en su vida, pudo haber acabado con José entre rejas y con un futuro mucho más negro de lo que lo veía.

          De momento, volvería al bar, si lo readmitían, esperaría a que el futuro le sonriera y que la frase de su querida madre se hiciera realidad.


domingo, 12 de octubre de 2025

Objeto perdido

 


Llevo más de veinte años trabajando en una oficina de objetos perdidos del Ayuntamiento de Barcelona. Después de tanto tiempo en el mismo curro, os podéis imaginar la de cosas extrañas que he visto. Pero lo que me trajo un municipal un buen (o mal) día, una caja que alguien se había olvidado en un parque cercano, nunca lo hubiera imaginado. El policía, un joven que debía rondar los veintipocos años, sin duda un novato sin una pizca de curiosidad y que, según me dijo, tenía mucha prisa ─algún asunto de faldas, seguro─ ni siquiera se dignó a mirar su contenido. Ya se sabe: la ley del mínimo esfuerzo. Coje la caja abandonada y me la entrega sin saber qué es. Y listo. Aunque, bien pensado, hizo bien en este caso, porque si hubiera visto lo que contenía se habría cagado encima.

Yo es que estoy hecho de otra pasta. La verdad es que muy pocas cosas me asustan y menos aún me sorprenden. Pero entiendo que la gente, digamos normal, sea aprensiva cuando se halla frente a una asquerosidad como la que tuve que sacar de esa caja.

Por lo pequeña que era, pesaba más de lo que uno podía pensar. Cuando la sostuve y me percaté de ello, pensé por un momento en un artefacto explosivo. Pero, por fortuna, no fue así, de lo contrario ahora no lo estaría contando.

Una vez el joven guardia hubo salido de mí reducto, me decidí a abrirla, tomando todas las precauciones posibles que, en mí caso y a falta de algo mejor, fue poniéndome un casco de motorista, otro de los objetos perdidos que, junto con los paraguas, suelo recibir casi a diario (mira que los hay despistados). Habría tenido que hacerlo en su presencia, pero se largó tan rápidamente que no me dio tiempo a retenerlo. Ni siquiera firmó el estadillo describiendo el objeto, el lugar de su hallazgo y haciendo constar que me hacía entrega de él.

Lo primero que me llamó la atención fue su olor, o debería decir su pestilencia. ¿Cómo no se había percatado ese mentecato si lo debió tener en sus manos durante un buen trecho, desde el parque hasta mis dependencias? La única explicación plausible es que se le notaba la nariz muy tapada ─de hecho, hablaba como un gangoso─ por culpa de un resfriado.

Bueno, el caso es que, para no alargarme y teneros en vilo más de la cuenta, se trataba de una cabeza. Sí, sí, lo habéis leído bien, una cabeza. Y, por supuesto, de un ser humano.

Ahora pensaréis que di parte inmediatamente a los Mossos d'Esquadra para hacerles entrega de ese escabroso hallazgo, para que llevaran a cabo las pesquisas correspondientes hasta llegar a descubrir su identidad y posteriormente quién había sido el autor de tamaña fechoría. Pues os equivocáis. Dado que no constaba en ninguna parte su procedencia, dónde se había encontrado y quién me lo había entregado ─el papanatas del municipal ni se acordaría, ni preguntaría más tarde de qué se trataba, como así fue─ y dado mi natural gusto y atracción por lo macabro y coleccionista de objetos extraños, me lo llevé a casa. Y como no tengo mujer ni familia alguna que viva conmigo, estaría a salvo de preguntas incómodas.

Veréis que la historia es bastante rocambolesca y ahora, a tiro pasado, me pregunto por qué hice lo que hice, yo que suelo ser tan consecuente con todo lo que hago, salvo alguna excentricidad como ésta.

Por cómo estaba el cráneo cuando lo deposité por primera vez sobre la mesa de la cocina, deduje que su propietario había sido quemado (vivo o ya muerto) antes de decapitarlo, pues el olor que desprendía era característico de la carne quemada y a que seguramente no hacía mucho que se había producido el asesinato. El caso es que, hacendoso como soy, lo limpié de todos los restos orgánicos que todavía conservada ─por lo menos las cuencas de los ojos estaban vacías, pues los ojos es lo que más me impresiona de un cráneo─, arranqué el pelo que aún quedaba, eliminé los restos de carne que tenía pegada en algunas partes y lo dejé reluciente.

Una vez como los chorros del oro, lo deposité en una estantería, como sujeta libros. Y aunque no suelo recibir visitas, en el caso de recibirlas y alguien preguntara qué hacía un cráneo junto a los veintiún volumes de La Gran Enciclopedia Catalana, le diría que era falso, como esos esqueletos que adornan algunas consultas médicas, y listo. Prefiero que me consideren rarito que otra cosa peor.

Me imaginaba que tarde o temprano saltaría la noticia de que se había encontrado el cuerpo quemado de un desconocido en alguna zona boscosa a la que le faltaba la cabeza. Y así fue, aunque había transcurrido más de un mes desde el hallazgo del cráneo.

La policía, con el estudio del ADN y la lista de desaparecidos durante el período que el forense declaró que se había producido la muerte del interfecto, llegó a identificar la identidad del mismo, un hombre de negocios de cuarenta y cinco años, recién separado de su mujer y con problemas económicos, según sus allegados más cercanos.

Ello me picó la curiosidad e indagué quién era, en realidad, ese hombre. Gracias a la hemeroteca, supe que su mujer era la heredera única de un floreciente negocio inmobiliario de su padre, un anciano enfermo terminal. Así que ella era rica y más lo sería a la muerte de su progenitor. Qué putada (con perdón) para él que, en las puertas de una nueva vida repleta de dinero, le dejara su mujer, sobre todo cuando estaba pasando por un mal momento económico que seguramente llevaría a su empresa a la bancarrota.

Una vez conocidos estos detalles, sentí una enorme empatía por ese pobre diablo, a la vez que un odio visceral crecía dentro de mí contra esa malnacida. Así que, ni corto ni perezoso, se me ocurrió hacerle un regalito.

Como mis investigaciones me llevaron a descubrir el nuevo domicilio de esa mujer, le dejaría la caja con el cráneo ante su puerta, pues sospechaba que había tenido algo que ver con la muerte de su marido y quería amedrentarla y ver cómo reaccionaba. Llegado el momento, llamé al timbre del interfono de la calle y una voz de mujer con marcado acento sudamericano, que supuse sería su asistenta, me contestó. Dije, como la máxima naturalidad, que traía un paquete para la señora de la casa. Me abrió sin ningún problema. Una vez ante la puerta del piso, dejé el paquete en el suelo, llamé al timbre y me apresuré a abandonar el lugar a la velocidad del rayo.

Supuse que la mujer, pensando que alguien que conocía su implicación en el asesinato de su marido intentaba darle un toque, entraría en pánico y se desharía del cráneo para eliminar así una prueba material del delito. Pero al día siguiente, en contra de lo que pensaba, leí en el periódico que "Una mujer, en estado de shock, ha hecho entrega a los Mossos d'Esquadra de una caja conteniendo un cráneo humano que un desconocido le ha dejado en su puerta".

La cosa se estaba poniendo interesante. Por fin, algo animaría mi monótona vida. Parecía el argumento de una novela policíaca. ¿Cómo terminaría el asunto? Seguramente muy mal para el asesino, o mejor dicho asesina, pues tenía mis dudas sobre su identidad, ya que no me imaginaba a la “Bella” haciendo un trabajo sucio más propio de una “Bestia”. 

El caso es que la policía comprobó que el cráneo pertenecía al cuerpo hallado días atrás y analizó las huellas dactilares halladas en la caja. Una de ellas resultó, como es lógico, del policía municipal que me la había entregado. ¿Cómo las identificaron? Pues resultó que años atrás había sido detenido y fichado por haber participado en una manifestación que acabó en una batalla campal. Lo dejaron en libertad, pero sus huellas quedaron registradas.

El joven, aturdido por ese descubrimiento, aclaró que sus huellas estaban en la caja porque fue él quien la encontró abandonada junto a un banco del parque de La Ciudadela y la entregó en la oficina de objetos perdidos más cercana. Aunque no había quedado un registro de dicha actuación ─algo que le valió una reprimenda por parte de su superior─ vinieron a interrogarme para, entre otras cosas, tomar mis huellas dactilares, que coincidieron con algunas de las halladas en la caja. Solo quedaban por identificar unas terceras huellas que debían pertenecer a quien abandonó la caja en el parque y, muy probablemente, al asesino.

Durante el interrogatorio, acabé reconociendo que me había quedado con la caja, aún habiendo comprobado su contenido y que fui yo quien se la dejó a la que suponía era la viuda ─por lo que me advirtieron de que tendría consecuencias penales, especialmente dado su origen─. ¿Qué otra cosa podía hacer? De haberlo negado, todo se habría complicado aún más. Llegado a ese punto, me arrepentí de haber actuado de forma tan inconsciente, en respuesta a un impulso irrefrenable, pero ya no había vuelta atrás, tendría que apechugar con lo que me esperaba.

En el interín, el comisario envió a un agente al domicilio de la viuda, para ponerla al corriente de las últimas noticias, pero, por lo que pudo comprobar, había volado cual ave migratoria. Se interrogó a los vecinos y a la asistenta, y todo parecía corroborar que había huido precipitadamente.


El día anterior, a las 13:00 h, un vuelo de ITA Airways, despegaba del aeropuerto de El Prat, con destino a Sao Paulo. En el asiento 12A, una rubia teñida despampanante, con unas enormes gafas de sol, se disponía a echar una cabezadita tan pronto como el avión hubiera alcanzado la altitud de crucero.

        A su lado, un apuesto joven leía el periódico. Antes de que la rubia cayera en brazos de Morfeo, se dieron un apretón de manos y ella le envió un beso al aire, sonriendo coquetamente.

Entretanto, en una cama del hospital oncológico Durán y Reynals, un hombre de ochenta años agonizaba pidiendo ver a su hija antes de morir.

 

 

La policía dio, cómo no, con el rastro de la fugada, comprobando que había huido en compañía de un hombre, pues ambos figuraban en asientos contiguos en la lista de pasajeros de un vuelo a Sao Paulo, pudiendo, además, ser identificados, en actitud cariñosa, por las cámaras de la sala de embarque. El individuo, aparentemente mucho más joven que su acompañante femenina, debía ser un gigoló que no tenía donde caerse muerto y que, no sólo era un guaperas sino también, afortunadamente para la policía, poco cuidadoso o desmemoriado pues, al registrar su piso, encontraron en un cajón del dormitorio un pendrive en el que había guardado, probablemente para cubrirse las espaldas, todos los correos y mensajes con su amante relativos al asesinato de su marido.

          Yo, lógicamente, no tuve acceso a esa correspondencia, pero mientras cumplía prisión provisional, por mi implicación en el caso y por el riesgo de fuga (según el señor juez), vino a verme el joven policía municipal que, desde mi punto de vista, lo había liado todo. Con el tiempo nos hicimos amigos, seguramente porque se sentía en parte culpable de lo que me había sucedido. Así que en una de sus visitas me contó lo que habían descubierto.

 

 

Resulta que el guaperas era, en realidad, el entrenador personal de la esposa del finado. Mucho músculo y poco cerebro. Entre ambos planearon el asesinato. De este modo, a punto de ser muy rica, pues su padre tenía los días contados, no quería que el inútil de su marido pudiera meter mano a la fortuna que esperaba heredar, ya que, siendo un perfecto negado para los negocios, seguro que la arruinaría. Y como el imbécil no quería darle el divorcio, no vio otra solución que hacerlo desaparecer. ¿Y quién mejor para hacerlo que su amante, del que estaba totalmente colada y al que tenía comiendo de su mano? Así pues, éste lo había matado y posteriormente quemado, esperando borrar así cualquier rastro de identidad ─el muy cretino no sabía que se puede obtener el ADN de un cadáver aun estando asado y bien asado─, pero debía hacer desaparecer la cabeza, pues sí sabía por las películas que la dentadura puede ser un medio de identificación. Entonces le rebanó el pescuezo con la intención de, en primer lugar, enseñárselo a su querida, demostrándole así que había cumplido con el trato, y en segundo lugar, para hacerlo desaparecer en una zona lo más recóndita posible, donde difícilmente pudieran encontrarlo. Pero durante el trayecto, cuando atravesaba el parque de La Ciudadela, se percató de que había una pareja de policías municipales rondando y que le pareció que le miraban mal ―algo propio de quien se sabe culpable de una fechoría─, lo que le hizo desistir de continuar con su objetivo y, acojonado ─algo propio de un inexperto principiante─, no se le ocurrió nada mejor que abandonar la caja en el primer banco que tuvo a su alcance, procurando que nadie le viese. Y así fue cómo se desarrollaron los hechos, por insólito que parezca. 

 

Durante mi estancia en la trena, urdí un plan para vengarme de esa pareja de asesinos que, indirectamente, eran culpables de que me encerraran cinco años de mi ingrata vida. El primer día de libertad compré un billete de avión a Sao Paulo. Gracias a mi amigo el municipal que, por las pesquisas que hicieron los Mossos en su día, en colaboración con la policía brasileña, conocía la dirección donde vivían estos dos sinvergüenzas, me propuse presentarme ante ellos y ver la forma de tomarme la justicia por mi mano.

 

 

Ayer estuve rondando la casa donde se suponia que vivían, ubicada en una urbanización de lujo, de esas que tienen control de seguridad, y como no vi ningún movimiento durante el día, me decidí a preguntar al guardia que custodia la entrada al recinto. Lo único que pudo decirme es que ya no vivían allí desde hacía algún tiempo, pero que preguntaría a su compañero, que llevaba más que él en el puesto, si sabía adónde se habían trasladado. Cuando volví por segunda vez, me dijo que su compañero le había comentado que se habían arruinado, que al parecer tenían que heredar una fortuna del padre fallecido de la “señora”, pero que las malas lenguas decían que el “señor padre” había desheredado a su hija y que lo había dejado todo a una de sus sirvientas, que lo había cuidado hasta el día de su muerte.

Me gasté gran parte de mis ahorros en localizar a esos dos pájaros. Pero lo que más tiempo y dinero (pagando a chivatos) me costó es saber dónde se fueron a vivir: en una de las favelas que abundan en esa capital, con cientos de miles de personas habitando en ellas. Sus nombres y descripción facilitaron la tarea. Aun así, han sido semanas de una búsqueda incansable.

Por fin los vi. Parecían un par de andrajosos. Hasta me dieron pena, mira por donde. Pero no podía dejarlos en paz, algo tenía que hacer. Me decidí por una de las cosas que había barajado desde que aterrizé en el aeropuerto: matarlo a él, quemar su cuerpo, cortarle la cabeza y dejársela a su pareja en la puerta de su chabola dentro de una caja con un gran lazo. Sólo con pensarlo me entraban escalofríos de satisfacción. Pero como yo no soy capaz de hacer tal cosa con mis propias manos, localicé a un sicario que lo haría todo por mí. Lo malo es que me exigía mucha pasta y no tenía suficiente, a menos que me quedara en la ciudad, trabajando de lo que fuera, como así he hecho.

 

Hoy se ha llevado a cabo mi encargo. Todo ha salido a pedir de boca. He alquilado una chabola junto a la de ella y la tengo vigilada de día y de noche. No parece muy apenada por lo ocurrido, diría que incluso se la ve relajada. Me parece que ejerce la prostitución en su vivienda. Un día de éstos, le haré una visita. A ver qué tal va. Aunque ya no está tan guapa como antes, todavía tiene su puntito. Yo no soy gran cosa físicamente y no sé quién gana ahora más dinero ─si ella como prostituta barriobajera o yo como albañil─, pero quién sabe si soy capaz de enamorarla. Ya os dije que me gusta coleccionar cosas especiales, ya sean objetos o personas, y bien podría ser una de ellas. Soy un morboso, lo reconozco. Una morbosidad la mía que mi psiquiatra no ha podido calificar ni erradicar. Qué le vamos a hacer…