A pesar de la innata tozudez de mi hermana, una tarde logré lo impensable: persuadirla para que, en lugar de echar la siesta, una obligación impuesta por nuestra madre y que ambas detestábamos, fuéramos a explorar los alrededores de la alberca donde nos bañábamos todas las mañanas hasta la hora de comer. La alberca era nuestra piscina particular y un lugar seguro para el baño, a diferencia del río, al que teníamos terminantemente prohibido acercarnos. Aun así, a pesar de que el agua nos llegaba, de puntillas, hasta el cuello, y sabíamos nadar como pescadillas ─como decía la tía Engracia─ nunca nos dejaban solas, ni dentro ni fuera del agua. “Lo que no ocurre en un año, ocurre en un instante” ─repetía sin cesar nuestra tía, aunque, en realidad, lo decía en catalán, que suena mejor porque rima─. Yo siempre he creído que esa sobreprotección a la que nos tenían sometidas, hizo de mi hermana un ser aún más temeroso y asustadizo. De ahí que me extrañara tanto que accediera a “fugarse” conmigo por la ventana aquella calurosa tarde de agosto. Supongo que el hastío también había hecho mella en ella y, por otra parte, aunque nunca ha querido reconocerlo, yo, siendo la pequeña, le infundía seguridad.
Es bien sabido que no hay nada mejor para exaltar la curiosidad infantil que prohibir a un niño hacer cualquier cosa. Por lo menos esa fórmula funcionaba en mí a las mil maravillas. Y es que siempre me he preguntado el porqué de las cosas. No hagas eso, no hagas aquello. A lo cual siempre preguntaba ¿por qué?, e indefectiblemente me respondían con esa frase tan odiosa de “porque lo digo yo y punto”. Pero para mí no había punto ni coma que valiera. Si no me explicaban la razón por la cual no podía hacer algo, me las ingeniaba para descubrirla. Por eso cuando un día, mientras mi hermana y yo decidíamos a qué jugar entre baño y baño, nuestros padres nos dijeron “y en ese bosque de ahí ni se os ocurra adentraros”, la aventura quedó irremediablemente servida.
Así que aquella tarde, contraviniendo la prohibición parental, decidimos ─bueno, lo decidí yo─ fugarnos. Armada yo con un bastón ─el del tío Anselmo, el difunto marido de tía Engracia─ y mi hermana con un palo ─que encontramos tirado por el camino─, nos dirigimos hacia la aventura, que no era otra que proceder a un reconocimiento del bosque que lindaba con la finca del señor Eusebio, el dueño de la alberca de nuestros baños diarios. De esta guisa, nos internamos en el bosque, yo abriendo paso con el bastón bien sujeto a mi mano derecha, y mi hermana pisándome literalmente los talones blandiendo el palo a diestra y siniestra para espantar cualquier bicho que quisiera atacarnos.
Y así fue como, tras un largo trecho siguiendo una angosta senda y tras múltiples rasguños producidos por las ramas que se empeñaban en cerrarnos el paso, llegamos a un claro. Y entonces la vimos. No pudimos evitar exclamar un “oh, qué chula”. Tal exclamación admirativa iba dirigida a una casa, a todas luces abandonada, que parecía estar esperando nuestra visita. ¿De quién sería esa casa? Y ¿qué hacía en medio del bosque? Como mi hermana era una bocazas, le hice jurar que no diría nada a nuestros padres ni a nadie. De lo contrario, no solo nos echarían una bronca de padre y señor mío, por habernos fugado y saltado la prohibición, sino que ya no podríamos volver nunca más allí pues la vigilancia a la que nos someterían desde entonces sería más propia para un reo peligroso que para unas niñas aventureras. Y teníamos que volver otro día ─al menos yo así lo deseaba con todas mis fuerzas─ pues, con tanto andar con tiento y sin rumbo fijo, habíamos perdido un tiempo precioso y ya no podíamos demorarnos más. La familia en pleno despertaría de su larga siesta veraniega de un momento a otro y nosotras debíamos estar dónde se esperaba que estuviéramos.
No sé cómo mis padres o nuestra tía, a la que no se le escapaba el más mínimo detalle, no se percataron de que algo raro ocurría. A la hora de cenar, sentados alrededor de la mesa, Clara no cesaba de mirarme de reojo y de comportarse de una forma extraña, ella que era la formalidad personificada. Vertió su vaso de agua dos veces sobre el mantel, derribó su silla al levantarse para ir a la cocina a por más agua, casi se le caen los platos al retirarlos de la mesa y no dejaba de sobresaltarse cada vez que alguien le dirigía la palabra.
Aquella noche ninguna de las dos pudo pegar ojo, pero por motivos muy distintos: ella por la impresión de la experiencia y el temor a ser descubiertas ─¿y si nos ha visto alguien?, no paraba de decir─, y yo por el entusiasmo que me había despertado aquel descubrimiento. Dicho esto, no es de extrañar que, a la mañana siguiente, nos enzarzáramos en una agria y violenta discusión. Clara se negaba rotundamente a volver al bosque para explorar la casa, como si esta se hubiera convertido de repente en la casita de chocolate del cuento de Hansel y Gretel.
Podía haber ido sola, pues agallas no me faltaban, pero prefería tenerla conmigo de cómplice que en casa como delatora. Visto que su negativa superaba con creces a mi poder de persuasión, no me quedó más remedio que optar por algo que siempre he considerable deleznable: el chantaje. Mi hermana guardaba un terrible secreto que solo yo conocía: estaba enamorada de un chico de su clase con el que se intercambiaba notitas de amor, que ella leía a escondidas. Hasta que un día la pillé con las manos en la nota. ¡Vaya secreto el suyo! Pobre Clara, siempre tan pánfila e inocente. Hasta yo, a mis seis años, sabía que aquello no era algo vergonzoso e inconfesable, pero ella creía que, de saberlo nuestros padres, le caería una penitencia de por vida. Así que, sin ningún tipo de escrúpulos ni remordimiento alguno la chantajeé. Si no me acompañaba se lo contaría a nuestros padres y, algo peor, en presencia de tía Engracia. Obviamente claudicó muy a su pesar. Creo que desde aquel día me odió un poquito más.
La mala suerte hizo, sin embargo, que nuestra segunda visita a la casita blanca sufriera un pequeño percance. En realidad, solo fue pequeño para mí. A mi hermana la miedica le puso los pelos de punta. Después de aquello no tuve más remedio que prescindir de su compañía.
Cuando llegamos a la casita y entramos para curiosear ─yo prefería llamarlo investigar─, no observamos nada fuera de lo común. En honor a la verdad, yo era quien investigaba, mirando por todos los rincones, porque Clara se dedicó a vigilar como un perro guardián. Así fue como ella lo descubrió. Gritó como una posesa diciendo que había alguien merodeando entre los árboles. Había visto moverse unos arbustos y luego a alguien ocultándose entre el espeso follaje. Sus gritos histéricos debieron oírse a kilómetros a la redonda. No sé cómo no llegaron a despertar a nuestros padres y a todo aquel que en el pueblo estuviera echando la siesta. Cuando salí corriendo al claro solo vi a una bandada de pájaros alzando el vuelo, asustados por aquel alarido más propio de una película de terror.
Por toda respuesta a mis preguntas, solo atinaba a señalar con el dedo índice el lugar donde había visto el movimiento sospechoso. Para disuadirla de que todo había sido resultado de su imaginación, me dirigí sin dudarlo hacia donde apuntaba su dedo acusador, a pesar de sus ruegos para que no lo hiciera. Cuando ya estaba a escasos metros del lugar, yo también percibí que allí había algo o alguien agazapado, observándonos. Me quedé helada. No sabía qué hacer. Y entonces recordé que mi padre nos contó en una ocasión que un cazador se topó cara a cara con un oso. En lugar de huir, se quedó inmóvil y a continuación le gritó con tanta furia, mientras agitaba los brazos como si quisiera levantar el vuelo, que el animal se alejó sin siquiera intentar atacarle. Así que, simulando una valentía que se me escurría piernas abajo, hice lo mismo ante lo que fuera que estuviera ahí delante. El caso es que mi treta funcionó, pero en lugar de alejarse, una sombra decidió abandonar su escondite para salir a la luz del día. Tanto Clara como yo nos quedamos boquiabiertas.
Era un hombre mayor pero su forma de hablar y de gesticular parecían las de un niño. Iba muy sucio, desaliñado y sin afeitar, y su dentadura, o lo que quedaba de ella, estaba horriblemente ennegrecida. Andaba encorvado, lo más parecido al jorobado de Notre Dame. Su miraba, como la de un loco, daba pavor, pero enseguida me percaté de que no era peligroso. Aun así, mi reacción involuntaria fue dar unos pasos atrás gritándole que se alejara o de lo contrario ─inocente de mí─ llamaría a mi padre. Pero por sus gestos y muecas entendí que no quería hacernos daño y que lamentaba habernos asustado.
Aquella tarde, ya de vuelta, el nerviosismo de mi hermana era tan evidente que, para no alertar a toda la familia, decidí recurrir a nuestra tía, a la que prácticamente acorralé en un aparte. Gracias a mi astucia pude endosarle una historia que, por un lado, esperaba que tranquilizara a mi hermana y, por otro, pudiera aclararnos la identidad de aquel que nos había abordado en el claro. Le conté que aquella tarde habíamos visto rondando por la calle a un hombre, al que describí como el del bosque, y que Clara estaba muy asustada pensando que podía ser alguien peligroso que andaba merodeando con malas intenciones.
─Ese es Pedrito ─afirmó categóricamente nuestra tía─. Si lo volvéis a ver, no os asustéis. No es nada peligroso, el pobre.
Pedrito era lo que por aquel entonces la gente llamaba un retrasado mental o, de forma más familiarmente burlona, el tonto del pueblo. Según nos contó nuestra tía, tendría unos cincuenta años ─nadie lo sabía a ciencia cierta, ni siquiera él mismo─ y vivía solo. Generalmente se refugiaba en una casa abandonada en el bosque, pero siempre andaba de un lugar a otro. Habían pensado en internarlo en un centro psiquiátrico, pero todos en el pueblo consideraron que sería un acto cruel. A fin de cuentas, no hacía daño a nadie y allí era feliz. La gente le daba comida y ropa, y en el bar siempre tenía el desayuno gratis. También cazaba. Ponía trampas para pájaros y otros pequeños animales, que luego se comía. Se conocía el bosque como la palma de su mano.
Después de esa explicación, hubiéramos debido quedarnos totalmente tranquilas, pero una zozobra tampoco nos dejó dormir aquella noche. No era por ese hombre que tanto nos había sobresaltado, y que ahora sabíamos inofensivo, sino por lo que él nos había contado sobre la casita blanca.