Siempre me han disgustado los insectos, de
todas las familias, géneros y especies, pero lo que menos soporto es la
presencia de moscas en casa, algo casi inevitable en verano. Cuando menos te lo
esperas, zas, entran por un resquicio de una ventana o por la puerta que da al
jardín, salvando cualquier escollo, ya sean plantas repelentes de insectos,
cortinas disuasorias o incluso mosquiteras que pretenden hacer de cortafuegos.
Da igual, en cuanto llega el calorcillo se nos cuela en casa algún ejemplar de
mosca, por no hablar de sus congéneres los mosquitos chupasangre.
Pero con un poco, o
mucha paciencia, siempre hemos acabado con esos intrusos, a base de tortazos
con la pala matamoscas o, cuando no hay otro remedio, con un buen chorro de
insecticida, y que el medio ambiente me perdone.
Generalmente era mi
mujer la que se encargaba de la exterminación de todos esos okupas. Le dejaba a
ella ese menester porque se le daba muy bien. Y le encantaba, sea dicho de
paso. Lo hacía con tanta enjundia que casi me daba miedo mirarla a la cara en
pleno trance. Parecía una psicópata asesina.
Como habréis adivinado,
si hablo en pasado es porque mi mujer ya no vive conmigo. Me dejó hace cosa de
un año. Y todo por culpa de una mosca cojonera, como ella la llamaba.
Resultó que no había
forma de matarla. Era muy lista. Estaba por todas partes. Tenía el don de la
ubicuidad. Pero, en realidad, no molestaba. Se quedaba quieta sobre cualquier
superficie, ya fuera una lámpara, un cuadro, el televisor o cualquier otro mueble
de la casa. Inmóvil, como si desde su puesto de observación nos vigilara. Mi
mujer se volvió histérica ante la imposibilidad de acabar con ella, bien aplastándola,
bien echándola mediante toda clase de aspavientos blandiendo un trapo de cocina
u otro objeto que tuviera a mano.
El caso es que, al cabo
de unos días, le pedí que abandonara el intento y que la dejara tranquila, que
ya se iría cuando quisiera o se cansara de nosotros. Pero no fue así y acabó
convirtiéndose en un miembro más de la familia. Hasta el perro se acabó
acostumbrando a su presencia y dejó de dar bocados al aire cuando la veía
volar. Para mí acabó siendo otra mascota, pero con la ventaja de que no
teníamos que cuidarla, se cuidaba sola.
Desde que la dejamos
tranquila, me seguía a todas partes. Debió verme como su protector. Cuando me
sentaba ante el ordenador, se quedaba junto a mí, posada sobre el marco de la
pantalla o bien a una distancia prudencial, pero siempre alerta. Acabé creyendo
que su presencia tenía un motivo providencial y no tardé mucho en darme cuenta
de cuál era. Y es que desde que apareció en mi vida, mis ideas brotaban con una
facilidad pasmosa, rebosaba inspiración y nunca había sentido tantas ganas
de escribir. La novela que tenía encallada desde hacía meses, la completé en
tres semanas. Increíble pero cierto.
Cuando se lo confesé a
mi mujer, me tomó por loco. Nuestras discusiones por culpa de “mi mosca” —así fue
como acabó refiriéndose a mi musa díptera— se hicieron cada vez más frecuentes
y violentas, hasta que decidió marcharse a casa de su madre. Y encima se llevó
con ella al perro. Así pues, como nuestros dos hijos ya hace tiempo que se independizaron,
me he quedado completamente solo en casa. Bueno, solo no, con mi
mosca. Y es que, ahora más que nunca, me hace mucha compañía. Solo tengo que
llamarla y acude veloz a mi lado. Cuando veo la televisión, se posa en mi
hombro o en el reposabrazos de mi sillón, y cuando me acuesto en la cama
matrimonial lo hace sobre la otra almohada. Somos una pareja feliz. Cuando se
lo conté —no sin cierto reparo— a mi mujer, me amenazó con declararme
mentalmente incapacitado si seguía con esa historia.
Mi novela se publicó y, según mi editor, promete
ser todo un éxito. Reservé un ejemplar para dedicárselo a mi mujer. Así vería mi
buena disposición y el resultado de tanto sacrificio. Furioso como estaba
cuando me dejó, no la mencioné en el apartado que suele utilizarse para las
dedicatorias. Solo puse “A mi musa, que me ha acompañado en todo momento a
lo largo de esta aventura”. Y, claro, sabría que no me refería a ella. Eso
podría soliviantarla todavía más y no deseaba más disputas sino la
reconciliación. Tenía que pensar, pues, en una dedicatoria apropiada para
doblegar su animadversión hacia mí y mi mosca.
El día del lanzamiento
oficial del libro acabé agotado. Demasiadas emociones. El brindis, los
beneplácitos, la firma de ejemplares, para terminar con una cena con un
reducido grupo de críticos invitados por la Editorial —supongo que los tienen
en nómina.
Al llegar a casa, de
noche, vino a saludarme mi amiga voladora. Como no estaba para cháchara, me fui
directamente a la cama con un ejemplar de mi novela en la mano. Lo abrí por la
página donde quería escribir mi dedicatoria personal, pero no se me ocurría
nada mínimamente imaginativo y romántico. Se me cerraban los ojos y tenía la cabeza
cada vez más turbia. Me había pasado con el Cava. Aun así, hice un esfuerzo y
logré escribir: “Para mi querida Isabel, por haber tenido que soportar mis
ausencias físicas y mentales a lo largo de la creación de esta obra”. No
era precisamente una dedicatoria romántica ni original, pero fue todo lo que se
me ocurrió en mi estado de semiinconsciencia. Una vez cumplido mi propósito, cerré
el libro, lo lancé sobre la cama y, rendido, apagué la luz.
A la mañana siguiente,
cuando fui a la cocina para desayunar, me sorprendió no encontrar a mi querida
mosca revoloteando por la cocina o bien posada sobre la mesa, esperando a que
sirviera, como cada mañana, las tostadas con mantequilla y mermelada de naranja
que tanto le gustan. La busqué por todas partes. Ni rastro de ella. Se había
esfumado. Intenté hacer memoria de dónde la había visto por última vez. En el
dormitorio, ayer por la noche, recordé. De pronto, me invadió un sobresalto. Un
terrible mal presagio me dominó de tal modo que me dirigí corriendo hacia allí ¡No,
no, no, por favor, no!, no dejaba de repetir.
En mi cama, todavía
revuelta, yacía el ejemplar del libro. Lo tomé con manos temblorosas. Un grito
de horror brotó de mis entrañas. ¡No podía ser! Mi mosca yacía espachurrada sobre
la colcha. Debí aplastarla al lanzar el libro sin reparar en ella. La pillaría
desprevenida; últimamente había engordado mucho, se había vuelto lenta y
descuidada. Y eso, en un insecto, se paga caro. ¡Pobre mosca! ¿Qué sería de mí?
A pesar de todo, le
envié a mi mujer el libro dedicado. Al poco recibí un mensaje por WhatsApp: “Muy
bonita la dedicatoria, pero ¿qué es ese asqueroso manchón negro que hay en la
portada? Podrías, al menos, haber tenido el detalle de enviarme un ejemplar
inmaculado, ¿no? Por cierto, ¿sigue en casa aquella mosca?” No le
contesté. No me sentía con fuerzas para contarle lo ocurrido.
Desde ese luctuoso
acontecimiento no levantaba cabeza. Caí en un estado depresivo y de una pasividad
creativa sin precedentes. Debía buscar una solución sin demora. ¿No dicen que
un clavo saca otro clavo? Resultaba mezquino, pero quizá debía ponerlo en
práctica. Encontrar una sustituta. A tal fin decidí dejar la puerta del jardín
permanentemente abierta. Quizá volvería a repetirse el prodigio. Pero lo único
que conseguí fue vivir rodeado de bichos de todo tipo y calaña que no dejaban
de importunarme. Mi cuerpo se llenó de picaduras, ronchas e hinchazones. No dejaba
de tomar antihistamínicos, que solo me producían más y más somnolencia.
Tuve que acabar adoptando
una decisión drástica y pragmática: fumigar toda la casa. Ya no habría más
puertas ni ventanas abiertas. Decidí olvidar todo ese increíble episodio y
concentrarme única y exclusivamente en la escritura siguiendo el consejo de mi
editor: “Escribe, escribe y escribe. Cada día, a todas horas. Algo bueno
acabará saliendo. Debes confiar en ti”. Pero, por mucho que me esforzaba, no
lograba escribir nada decente.
Por si fuera poco, unos días más tarde hallé una araña en una esquina del salón. Debió colarse sin que me diera
cuenta. Iba a liquidarla cuando recordé que días atrás había leído que existe
la creencia de que las arañas dan buena suerte y que, por ello, no hay que
matarlas. No sé cuánto tiempo debía haber estado el animalillo en ese rincón,
pero ya había tejido una pequeña red, desde la cual me observaba atentamente
con sus cuatro pares de ojos. Me miraba y tejía a la vez. Muy hacendosa ella. Me
cayó bien. Quizá también tenga el don de inspirarme, pensé, esperanzado.
Como, lógicamente, no podía
seguirme a todas partes, decidí trasladar mi lugar de trabajo al salón. Tras
dos días y sus noches ante el teclado no se me ocurría absolutamente nada.
Quizá mi nueva inquilina necesitaba aclimatarse y tomarme confianza. Pero lo
único que noté en ese tiempo fue que el tamaño de la telaraña había aumentado
considerablemente. ¿Y si solo es una vulgar araña? Debería tener a mano, por si
acaso, una escoba y el insecticida, me dije.
Consulté la Wikipedia y
se trataba, por su morfología y tamaño, de una hembra de la especie Araneus
diadematus, conocida también como araña de jardín o araña de la cruz. Es
una especie bastante inofensiva, no suele picar a menos que se sienta
acorralada y, aun así, su picadura, aunque molesta, es inocua. Menos mal, pensé.
Pero con lo que yo no
contaba es que, la muy pícara, había copulado antes de buscar refugio en mi
salón, pues me percaté, de pronto, que había tejido un capullo, que protegía
celosamente y del que emergerían en breve vete tú a saber cuántas arañitas
tocapelotas. Muy a mi pesar, no tuve más remedio que echar mano de mis armas mortíferas.
Y si eso me traía mala suerte, pues que así fuera. Peor ya no me podía ir. ¡Qué
ingenuo fui! Creer que podía repetirse el prodigio…
A falta de mi mosca viva, enmarqué una de las
fotos que le hice cuando todavía gozaba de buena salud. Podría ser un buen
sucedáneo, mi amuleto de la suerte, pensé. Y si algún día venía a verme mi
mujer, solo tenía que esconderla y ya está. Pero han pasado ya tres meses y las
ideas siguen sin fluir. ¡Cuánto echo de menos a mi mosca! Y también me pregunto
si hice mal cargándome a aquella pobre araña y a toda su prole. Quizá sí que, a
la larga, me habría traído suerte. Estoy hecho un lío. No sé qué hacer ni a
quién recurrir. No sé…, quizá podría escribir una historia sobre todo lo que me
ha ocurrido. ¡Qué gran idea! Siempre me
ha fascinado el género fantástico. Nadie tiene que saber que está basada en
hechos reales. Y si llega a publicarse, espero que mi mujer sepa mantener la
boca cerrada.