Estoy en la comisaría de los Mossos d’Esquadra dispuesto a prestar declaración. Me han pedido que cuente lo sucedido de la forma más detallada posible, pero no sé por dónde empezar. Temo que no me crean. Pero ya que estoy aquí no puedo dar marcha atrás. La cara expectante del agente que me ha atendido me obliga a hacer un esfuerzo y sincerarme con él. Como me ha visto muy nervioso, me ha recomendado que me relaje —como si eso fuera tan fácil— y que me tome mi tiempo. Finalmente me ha dado papel y bolígrafo para que escriba pormenorizadamente todo lo que me ha pasado y luego él lo transcribirá al formulario oficial que deberé firmar. También me ha dicho que si necesito más papel que se lo pida. Menos mal, porque creo que esto irá para largo. Cuando he estado frente a la hoja en blanco, he recordado cuando en el colegio teníamos que hacer una redacción sobre las vacaciones o el fin de semana pasado con la familia. Pero esto es mucho más serio y complicado. Allá voy.
Desde que me jubilé, bajo todas las mañanas de los días laborables al bar de la esquina para desayunar y, entretanto, hago el crucigrama de La Vanguardia. Cuando trabajaba, mi mujer y yo nos tomábamos un desayuno exprés a base de dos tostadas con mermelada y un café con leche y corre, corre, hacia el trabajo. Ahora no. Tan pronto como ella sale por la puerta, me visto y bajo al bar donde, solo con verme entrar, Liú, el propietario, me pregunta ¿lo de siemple? Es chino, claro, pero me prepara el pan con tomate y jamón de bellota (o al menos eso dice) como si fuera del país. Lo que no sepan hacer estos chinos...
El caso es que un día
vi como a un cliente habitual, uno que suele jugar a la máquina tragaperras,
esta le vomitaba una gran cantidad de euros. No paraban de caer monedas y más
monedas ante la gran expectación de los allí presentes. Alguien dijo que había
sabido esperar el momento propicio, cuando la maquina “está caliente”.
Aunque nunca me ha
atraído el juego, aquello me invitó a probar fortuna. Como lo de esperar a que
la máquina estuviera “caliente” no sabía muy bien lo que era, supuse que debía
esperar un buen rato hasta que estuviera bien cebada y acabara arrojando todo
el contenido de sus tripas.
Así me pasé varios
días, esperando ese momento mágico, pero la suerte no me sonreía. A lo sumo me
caían unos cuantos euros que no llegaban a compensar los que me había gastado
jugando a la dichosa maquinita acertadamente llamada tragaperras.
Un día, cuando ya
estaba decidido a abandonar mis infructuosos intentos, oí como un tipo sentado
en la mesa de al lado comentaba que él jugaba online con bastante éxito, pues
con frecuencia se sacaba un buen pellizco y con una inversión mucho menor.
Al día siguiente ya lo
tenía claro. Tan pronto terminara de desayunar y de hacer el crucigrama —esto es
sagrado—, me conectaría a internet y buscaría una web de juego online. De paso,
no daría que hablar en el barrio sobre mi reciente afición al juego, cosa que irritaría
a mi mujer, que siempre ha odiado a los ludópatas.
Tras probar fortuna
durante casi un mes sin ganar un solo euro, un buen día —o debería decir un
aciago día—, apareció en la pantalla un rimbombante mensaje, acompañado de
música tipo marcha triunfal, comunicándome que había sido agraciado ¡con diez
mil euros! Tras unos segundos de desconcierto, pues no me lo podía creer,
apareció un mensaje que decía que se pondrían en contacto conmigo a través del
correo electrónico con el que me había registrado para indicarme el modo de
cobrar el dinero que me acababa de corresponder.
Transcurridas
veinticuatro horas recibí, efectivamente, un correo en el que me indicaban que
fuera a cobrar el premio personalmente a la dirección que figuraba al pie del
mensaje, pero que antes debía concertar una cita a través del número de
teléfono que también me facilitaban a tal efecto.
Cumplido ese requisito,
me presenté en el lugar y a la hora convenidos. El lugar me dio muy mala
impresión: una oficina siniestra, como la que uno ve en una película de clase B
en la que un detective privado malvive tratando con clientes de baja estofa y de
escasa solvencia económica. Aun así, no le di demasiada importancia. ¿Qué más
daba si el lugar era un garito de mala muerte en vez de una lujosa oficina? El
caso era cobrar los diez mil euros, y a otra cosa mariposa.
Tras llamar al timbre,
me abrió la puerta una rubia despampanante con una voz grave, casi siniestra,
gafas oscuras y cara de pocos amigos. ¿Por qué será que las rubias
despampanantes siempre tienen aspecto —o lo simulan— de femme fatale? Argumentando
que todavía no tenían preparado mi dinero, me tendió un recibo para firmar y me
hizo pasar a una minúscula sala de espera que olía a rancio. El escaso
mobiliario, un armario archivador y una mesita de centro, tenían el aspecto que
haber vivido tiempos mejores, al igual que la tapicería de las cuatro sillas
dispuestas alrededor de la estancia.
Que tuviera que firmar
un recibo sin haberme entregado el dinero me pareció muy poco ortodoxo, pero
habría hecho cualquier cosa con tal de tener aquella suma de dinero en mis
manos cuanto antes. Así pues, no me preocupé lo más mínimo por ese detalle. Lo
que sí me preocupaba era cómo le ocultaría todo a mi mujer, pues no quería que
montara en cólera por lo que había hecho. Ya se me ocurriría algo. Por lo tanto,
firmé el recibo y me dispuse a esperar el tiempo que hiciera falta.
Lo que más me llamó la
atención de esa austera sala de espera fue que era ciega, no había ni un pobre
ventanuco por donde entrara siquiera un minúsculo haz de luz exterior. Eso me
provocó una sensación de claustrofobia que nunca antes había experimentado. Me
sentía como si me hubieran encerrado en una mazmorra. El ambiente se volvió
asfixiante, o al menos me lo pareció, de modo que fui a abrir la puerta para
que así pasara un poco de aire, aunque fuera viciado. Pero la puerta estaba
cerrada a cal y canto.
Como mis llamadas no
obtenían respuesta por parte de la supuesta secretaria, decidí llamarla con mi
móvil. Pero saltaba el mensaje de que el teléfono al que llamaba estaba apagado
o fuera de cobertura. Estaba preso, de eso no había duda. Pero ¿por qué? De
pronto, el pánico se apoderó de mí.
Acto seguido, mi
pituitaria detectó un olor extraño y cuando miré a mi alrededor para
identificar su origen, me percaté que de una rejilla de ventilación que había
sobre la puerta salía una densa nube que impregnaba todo el reducido espacio en
el que me encontraba. Empecé a toser cada vez más compulsivamente, me ahogaba,
no podía articular palabra, no podía pedir auxilio, me sentí morir, hasta que
perdí la consciencia.
Cuando desperté, con
náuseas y un terrible dolor de cabeza, me hallaba tendido en el suelo. El
recibo que había firmado había desaparecido y la puerta estaba abierta. Recorrí
la oficina en busca de ayuda, pero estaba vacía. El único mobiliario existente
era el de la recepción y el de la siniestra salita. Salí precipitadamente,
dándome de bruces con un presunto vecino a quien interpelé.
—¿Una oficina, dice? —exclamó,
intrigado—. Que yo sepa, ahí no hay nadie. El piso está vacío y a la venta desde
hace meses.
Al oír esto, volví la
mirada hacia la puerta por la que acababa de salir y vi que ya no estaba la
placa distintiva de la empresa en la que yo había entrado una hora antes. De
camino a la calle, me crucé con otros dos vecinos y ninguno supo darme razón de
quién había podido ocupar aquel piso recientemente. No había duda, acababa de
ser estafado y robado deliberadamente. Todo había sido un montaje. Me habían
hecho firmar un documento según el cual había recibido diez mil euros, pero el
dinero había volado junto con los estafadores.
Al llegar a casa, me
conecté de inmediato con la web de juego online y llamé al teléfono de contacto
que figuraba al pie de página. Lo único que pudieron confirmarme es que les
constaba que, efectivamente, me había correspondido diez mil euros y que había
firmado el correspondiente recibo. No sirvió de nada mis alocadas explicaciones
de lo que me había sucedido. Debieron tacharme de loco o de esquizofrénico.
Desesperado, frustrado,
temiendo además la llegada de mi mujer de un momento a otro, que notara mi
desazón y tuviera que contarle lo sucedido, decidí ir la cocina a beber un vaso
de agua para tranquilizarme. Y entonces lo vi.
Un papel sujeto a la
nevera por uno de los imanes que utilizamos para sostener todo tipo de notas y
recordatorios me llamó poderosamente la atención. Era del tamaño de una
cuartilla y la letra era de mi mujer.
La nota decía lo
siguiente:
Adiós cariño. gracias
por los 10.000 euros. Nos han venido de perlas. Juan y yo empezaremos una nueva
vida lejos de aquí. Puede parecerte poco dinero, pero no es la primera vez que
lo hacemos, así que ya tenemos más que suficiente para nuestros planes de
futuro. Por una vez, no haber seguido mis consejos me ha resultado beneficioso.
A Juan seguramente no lo
recordarás. Para tu información, era uno de los clientes habituales del bar al
que has estado acudiendo todas las mañanas. Él fue quien te empujó sutilmente a
jugar online. Para él, que es muy bueno en informática, hackear tu ordenador ha
sido coser y cantar.
P.D.- Parece mentira
que, después de tantos años que llevamos casados, no me hayas reconocido. Pero
ya contaba con ello, pues nunca me has prestado la más mínima atención. Sabía
que un buen atrezzo bastaría para ocultarle mi identidad al tonto de mi marido.
Que te vaya bien.
He firmado mi
declaración a sabiendas de que nadie será capaz de ayudarme y que esa fechoría
perpetrada por mi mujer y su amante quedará impune.
Cuando el agente ha
leído lo declarado —cosa que le ha tomado casi tanto tiempo como a mí
redactarlo—, me ha dirigido una mirada intrigante, no sé si de conmiseración o
de incredulidad. Por lo menos no se ha reído. Acto seguido, ha colocado mi
declaración en una bandeja archivadora repleta de papeles. Tras un suspiro de hastío,
ha vuelto a mirarme para decirme:
—Estudiaremos con calma
su denuncia y ya le diremos algo en cuanto hayamos podido aclarar este extraño
asunto. Le sugiero que tenga paciencia, pues estas cosas suelen ser muy
difíciles de probar y no digamos de aprehender a los estafadores. Mi dilatada
experiencia me ha confirmado que siempre se salen con la suya.
Y ahora estoy volviendo a casa. Son casi las
tres de la tarde y no tengo ganas de cocinar. La cocina se me da fatal. Ella sí
que era una buena cocinera. Espero que Liú me haga un descuento si a partir de
ahora desayuno, almuerzo y ceno en su establecimiento. Lo único que se me
atragantará será la maldita musiquilla de la máquina tragaperras.