domingo, 12 de octubre de 2025

Objeto perdido

 


Llevo más de veinte años trabajando en una oficina de objetos perdidos del Ayuntamiento de Barcelona. Después de tanto tiempo en el mismo curro, os podéis imaginar la de cosas extrañas que he visto. Pero lo que me trajo un municipal un buen (o mal) día, una caja que alguien se había olvidado en un parque cercano, nunca lo hubiera imaginado. El policía, un joven que debía rondar los veintipocos años, sin duda un novato sin una pizca de curiosidad y que, según me dijo, tenía mucha prisa ─algún asunto de faldas, seguro─ ni siquiera se dignó a mirar su contenido. Ya se sabe: la ley del mínimo esfuerzo. Coje la caja abandonada y me la entrega sin saber qué es. Y listo. Aunque, bien pensado, hizo bien en este caso, porque si hubiera visto lo que contenía se habría cagado encima.

Yo es que estoy hecho de otra pasta. La verdad es que muy pocas cosas me asustan y menos aún me sorprenden. Pero entiendo que la gente, digamos normal, sea aprensiva cuando se halla frente a una asquerosidad como la que tuve que sacar de esa caja.

Por lo pequeña que era, pesaba más de lo que uno podía pensar. Cuando la sostuve y me percaté de ello, pensé por un momento en un artefacto explosivo. Pero, por fortuna, no fue así, de lo contrario ahora no lo estaría contando.

Una vez el joven guardia hubo salido de mí reducto, me decidí a abrirla, tomando todas las precauciones posibles que, en mí caso y a falta de algo mejor, fue poniéndome un casco de motorista, otro de los objetos perdidos que, junto con los paraguas, suelo recibir casi a diario (mira que los hay despistados). Habría tenido que hacerlo en su presencia, pero se largó tan rápidamente que no me dio tiempo a retenerlo. Ni siquiera firmó el estadillo describiendo el objeto, el lugar de su hallazgo y haciendo constar que me hacía entrega de él.

Lo primero que me llamó la atención fue su olor, o debería decir su pestilencia. ¿Cómo no se había percatado ese mentecato si lo debió tener en sus manos durante un buen trecho, desde el parque hasta mis dependencias? La única explicación plausible es que se le notaba la nariz muy tapada ─de hecho, hablaba como un gangoso─ por culpa de un resfriado.

Bueno, el caso es que, para no alargarme y teneros en vilo más de la cuenta, se trataba de una cabeza. Sí, sí, lo habéis leído bien, una cabeza. Y, por supuesto, de un ser humano.

Ahora pensaréis que di parte inmediatamente a los Mossos d'Esquadra para hacerles entrega de ese escabroso hallazgo, para que llevaran a cabo las pesquisas correspondientes hasta llegar a descubrir su identidad y posteriormente quién había sido el autor de tamaña fechoría. Pues os equivocáis. Dado que no constaba en ninguna parte su procedencia, dónde se había encontrado y quién me lo había entregado ─el papanatas del municipal ni se acordaría, ni preguntaría más tarde de qué se trataba, como así fue─ y dado mi natural gusto y atracción por lo macabro y coleccionista de objetos extraños, me lo llevé a casa. Y como no tengo mujer ni familia alguna que viva conmigo, estaría a salvo de preguntas incómodas.

Veréis que la historia es bastante rocambolesca y ahora, a tiro pasado, me pregunto por qué hice lo que hice, yo que suelo ser tan consecuente con todo lo que hago, salvo alguna excentricidad como ésta.

Por cómo estaba el cráneo cuando lo deposité por primera vez sobre la mesa de la cocina, deduje que su propietario había sido quemado (vivo o ya muerto) antes de decapitarlo, pues el olor que desprendía era característico de la carne quemada y a que seguramente no hacía mucho que se había producido el asesinato. El caso es que, hacendoso como soy, lo limpié de todos los restos orgánicos que todavía conservada ─por lo menos las cuencas de los ojos estaban vacías, pues los ojos es lo que más me impresiona de un cráneo─, arranqué el pelo que aún quedaba, eliminé los restos de carne que tenía pegada en algunas partes y lo dejé reluciente.

Una vez como los chorros del oro, lo deposité en una estantería, como sujeta libros. Y aunque no suelo recibir visitas, en el caso de recibirlas y alguien preguntara qué hacía un cráneo junto a los veintiún volumes de La Gran Enciclopedia Catalana, le diría que era falso, como esos esqueletos que adornan algunas consultas médicas, y listo. Prefiero que me consideren rarito que otra cosa peor.

Me imaginaba que tarde o temprano saltaría la noticia de que se había encontrado el cuerpo quemado de un desconocido en alguna zona boscosa a la que le faltaba la cabeza. Y así fue, aunque había transcurrido más de un mes desde el hallazgo del cráneo.

La policía, con el estudio del ADN y la lista de desaparecidos durante el período que el forense declaró que se había producido la muerte del interfecto, llegó a identificar la identidad del mismo, un hombre de negocios de cuarenta y cinco años, recién separado de su mujer y con problemas económicos, según sus allegados más cercanos.

Ello me picó la curiosidad e indagué quién era, en realidad, ese hombre. Gracias a la hemeroteca, supe que su mujer era la heredera única de un floreciente negocio inmobiliario de su padre, un anciano enfermo terminal. Así que ella era rica y más lo sería a la muerte de su progenitor. Qué putada (con perdón) para él que, en las puertas de una nueva vida repleta de dinero, le dejara su mujer, sobre todo cuando estaba pasando por un mal momento económico que seguramente llevaría a su empresa a la bancarrota.

Una vez conocidos estos detalles, sentí una enorme empatía por ese pobre diablo, a la vez que un odio visceral crecía dentro de mí contra esa malnacida. Así que, ni corto ni perezoso, se me ocurrió hacerle un regalito.

Como mis investigaciones me llevaron a descubrir el nuevo domicilio de esa mujer, le dejaría la caja con el cráneo ante su puerta, pues sospechaba que había tenido algo que ver con la muerte de su marido y quería amedrentarla y ver cómo reaccionaba. Llegado el momento, llamé al timbre del interfono de la calle y una voz de mujer con marcado acento sudamericano, que supuse sería su asistenta, me contestó. Dije, como la máxima naturalidad, que traía un paquete para la señora de la casa. Me abrió sin ningún problema. Una vez ante la puerta del piso, dejé el paquete en el suelo, llamé al timbre y me apresuré a abandonar el lugar a la velocidad del rayo.

Supuse que la mujer, pensando que alguien que conocía su implicación en el asesinato de su marido intentaba darle un toque, entraría en pánico y se desharía del cráneo para eliminar así una prueba material del delito. Pero al día siguiente, en contra de lo que pensaba, leí en el periódico que "Una mujer, en estado de shock, ha hecho entrega a los Mossos d'Esquadra de una caja conteniendo un cráneo humano que un desconocido le ha dejado en su puerta".

La cosa se estaba poniendo interesante. Por fin, algo animaría mi monótona vida. Parecía el argumento de una novela policíaca. ¿Cómo terminaría el asunto? Seguramente muy mal para el asesino, o mejor dicho asesina, pues tenía mis dudas sobre su identidad, ya que no me imaginaba a la “Bella” haciendo un trabajo sucio más propio de una “Bestia”. 

El caso es que la policía comprobó que el cráneo pertenecía al cuerpo hallado días atrás y analizó las huellas dactilares halladas en la caja. Una de ellas resultó, como es lógico, del policía municipal que me la había entregado. ¿Cómo las identificaron? Pues resultó que años atrás había sido detenido y fichado por haber participado en una manifestación que acabó en una batalla campal. Lo dejaron en libertad, pero sus huellas quedaron registradas.

El joven, aturdido por ese descubrimiento, aclaró que sus huellas estaban en la caja porque fue él quien la encontró abandonada junto a un banco del parque de La Ciudadela y la entregó en la oficina de objetos perdidos más cercana. Aunque no había quedado un registro de dicha actuación ─algo que le valió una reprimenda por parte de su superior─ vinieron a interrogarme para, entre otras cosas, tomar mis huellas dactilares, que coincidieron con algunas de las halladas en la caja. Solo quedaban por identificar unas terceras huellas que debían pertenecer a quien abandonó la caja en el parque y, muy probablemente, al asesino.

Durante el interrogatorio, acabé reconociendo que me había quedado con la caja, aún habiendo comprobado su contenido y que fui yo quien se la dejó a la que suponía era la viuda ─por lo que me advirtieron de que tendría consecuencias penales, especialmente dado su origen─. ¿Qué otra cosa podía hacer? De haberlo negado, todo se habría complicado aún más. Llegado a ese punto, me arrepentí de haber actuado de forma tan inconsciente, en respuesta a un impulso irrefrenable, pero ya no había vuelta atrás, tendría que apechugar con lo que me esperaba.

En el interín, el comisario envió a un agente al domicilio de la viuda, para ponerla al corriente de las últimas noticias, pero, por lo que pudo comprobar, había volado cual ave migratoria. Se interrogó a los vecinos y a la asistenta, y todo parecía corroborar que había huido precipitadamente.


El día anterior, a las 13:00 h, un vuelo de ITA Airways, despegaba del aeropuerto de El Prat, con destino a Sao Paulo. En el asiento 12A, una rubia teñida despampanante, con unas enormes gafas de sol, se disponía a echar una cabezadita tan pronto como el avión hubiera alcanzado la altitud de crucero.

        A su lado, un apuesto joven leía el periódico. Antes de que la rubia cayera en brazos de Morfeo, se dieron un apretón de manos y ella le envió un beso al aire, sonriendo coquetamente.

Entretanto, en una cama del hospital oncológico Durán y Reynals, un hombre de ochenta años agonizaba pidiendo ver a su hija antes de morir.

 

 

La policía dio, cómo no, con el rastro de la fugada, comprobando que había huido en compañía de un hombre, pues ambos figuraban en asientos contiguos en la lista de pasajeros de un vuelo a Sao Paulo, pudiendo, además, ser identificados, en actitud cariñosa, por las cámaras de la sala de embarque. El individuo, aparentemente mucho más joven que su acompañante femenina, debía ser un gigoló que no tenía donde caerse muerto y que, no sólo era un guaperas sino también, afortunadamente para la policía, poco cuidadoso o desmemoriado pues, al registrar su piso, encontraron en un cajón del dormitorio un pendrive en el que había guardado, probablemente para cubrirse las espaldas, todos los correos y mensajes con su amante relativos al asesinato de su marido.

          Yo, lógicamente, no tuve acceso a esa correspondencia, pero mientras cumplía prisión provisional, por mi implicación en el caso y por el riesgo de fuga (según el señor juez), vino a verme el joven policía municipal que, desde mi punto de vista, lo había liado todo. Con el tiempo nos hicimos amigos, seguramente porque se sentía en parte culpable de lo que me había sucedido. Así que en una de sus visitas me contó lo que habían descubierto.

 

 

Resulta que el guaperas era, en realidad, el entrenador personal de la esposa del finado. Mucho músculo y poco cerebro. Entre ambos planearon el asesinato. De este modo, a punto de ser muy rica, pues su padre tenía los días contados, no quería que el inútil de su marido pudiera meter mano a la fortuna que esperaba heredar, ya que, siendo un perfecto negado para los negocios, seguro que la arruinaría. Y como el imbécil no quería darle el divorcio, no vio otra solución que hacerlo desaparecer. ¿Y quién mejor para hacerlo que su amante, del que estaba totalmente colada y al que tenía comiendo de su mano? Así pues, éste lo había matado y posteriormente quemado, esperando borrar así cualquier rastro de identidad ─el muy cretino no sabía que se puede obtener el ADN de un cadáver aun estando asado y bien asado─, pero debía hacer desaparecer la cabeza, pues sí sabía por las películas que la dentadura puede ser un medio de identificación. Entonces le rebanó el pescuezo con la intención de, en primer lugar, enseñárselo a su querida, demostrándole así que había cumplido con el trato, y en segundo lugar, para hacerlo desaparecer en una zona lo más recóndita posible, donde difícilmente pudieran encontrarlo. Pero durante el trayecto, cuando atravesaba el parque de La Ciudadela, se percató de que había una pareja de policías municipales rondando y que le pareció que le miraban mal ―algo propio de quien se sabe culpable de una fechoría─, lo que le hizo desistir de continuar con su objetivo y, acojonado ─algo propio de un inexperto principiante─, no se le ocurrió nada mejor que abandonar la caja en el primer banco que tuvo a su alcance, procurando que nadie le viese. Y así fue cómo se desarrollaron los hechos, por insólito que parezca. 

 

Durante mi estancia en la trena, urdí un plan para vengarme de esa pareja de asesinos que, indirectamente, eran culpables de que me encerraran cinco años de mi ingrata vida. El primer día de libertad compré un billete de avión a Sao Paulo. Gracias a mi amigo el municipal que, por las pesquisas que hicieron los Mossos en su día, en colaboración con la policía brasileña, conocía la dirección donde vivían estos dos sinvergüenzas, me propuse presentarme ante ellos y ver la forma de tomarme la justicia por mi mano.

 

 

Ayer estuve rondando la casa donde se suponia que vivían, ubicada en una urbanización de lujo, de esas que tienen control de seguridad, y como no vi ningún movimiento durante el día, me decidí a preguntar al guardia que custodia la entrada al recinto. Lo único que pudo decirme es que ya no vivían allí desde hacía algún tiempo, pero que preguntaría a su compañero, que llevaba más que él en el puesto, si sabía adónde se habían trasladado. Cuando volví por segunda vez, me dijo que su compañero le había comentado que se habían arruinado, que al parecer tenían que heredar una fortuna del padre fallecido de la “señora”, pero que las malas lenguas decían que el “señor padre” había desheredado a su hija y que lo había dejado todo a una de sus sirvientas, que lo había cuidado hasta el día de su muerte.

Me gasté gran parte de mis ahorros en localizar a esos dos pájaros. Pero lo que más tiempo y dinero (pagando a chivatos) me costó es saber dónde se fueron a vivir: en una de las favelas que abundan en esa capital, con cientos de miles de personas habitando en ellas. Sus nombres y descripción facilitaron la tarea. Aun así, han sido semanas de una búsqueda incansable.

Por fin los vi. Parecían un par de andrajosos. Hasta me dieron pena, mira por donde. Pero no podía dejarlos en paz, algo tenía que hacer. Me decidí por una de las cosas que había barajado desde que aterrizé en el aeropuerto: matarlo a él, quemar su cuerpo, cortarle la cabeza y dejársela a su pareja en la puerta de su chabola dentro de una caja con un gran lazo. Sólo con pensarlo me entraban escalofríos de satisfacción. Pero como yo no soy capaz de hacer tal cosa con mis propias manos, localicé a un sicario que lo haría todo por mí. Lo malo es que me exigía mucha pasta y no tenía suficiente, a menos que me quedara en la ciudad, trabajando de lo que fuera, como así he hecho.

 

Hoy se ha llevado a cabo mi encargo. Todo ha salido a pedir de boca. He alquilado una chabola junto a la de ella y la tengo vigilada de día y de noche. No parece muy apenada por lo ocurrido, diría que incluso se la ve relajada. Me parece que ejerce la prostitución en su vivienda. Un día de éstos, le haré una visita. A ver qué tal va. Aunque ya no está tan guapa como antes, todavía tiene su puntito. Yo no soy gran cosa físicamente y no sé quién gana ahora más dinero ─si ella como prostituta barriobajera o yo como albañil─, pero quién sabe si soy capaz de enamorarla. Ya os dije que me gusta coleccionar cosas especiales, ya sean objetos o personas, y bien podría ser una de ellas. Soy un morboso, lo reconozco. Una morbosidad la mía que mi psiquiatra no ha podido calificar ni erradicar. Qué le vamos a hacer…

 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Buscando el éxito

 


Tras cuatro largos años de estudio y dos de becario en un periodicucho del tres al cuarto, no veía la forma de prosperar como profesional de las letras, como me gustaba autodefinirme. No sabía qué me depararía el futuro, pero desde luego no me imaginaba cobrando una miseria en un diario cuya tirada era más propia de una gacetilla del género rosa. Envié mi CV a un montón de periódicos serios sin recibir ni una sola respuesta. Hasta que, pasados seis meses, recibí una llamada ofreciéndome un puesto en un diario especializado en sucesos y que tenía bastante reputación en ese género.

Pasé la prueba de ingreso con nota, pues a mí siempre me han gustado las novelas del género negro y la prueba consistía en escribir una notica inventada sobre algún suceso abyecto que pudiera alarmar a la población y hacer vender muchos ejemplares de una sola tirada.

Aún con un puesto laboral aparentemente más seguro, estaría a prueba durante los seis meses establecidos, así que durante ese periodo tendría que demostrar mi valía como fuera. Y no tardó en venir a mi rescate un accidente de tráfico que se salía de lo normal: Una joven, de unos treinta años, había sido atropellada y el conductor se había dado a la fuga. Lo que me llamó la atención y convertía la noticia en un notición fue que algunos testigos afirmaron que el atropello no fue fortuito sino intencionado. Las pruebas periciales —imágenes tomadas desde las cámaras de la calle y la falta de frenada del conductor justo antes de arrollar a la pobre chica—, así lo confirmaron. Ese fue el primer tema que cubrí con bastante acierto. Si seguía así, tenía el futuro garantizado, pero tendría que esforzarme mucho para encontrar temas de gran interés que me valieran un contrato indefinido, con el consiguiente aumento de salario, pues con el actual no podía permitirme muchas alegrías.

Pero la suerte no me sonreía, pues todas las noticias en las que podía trabajar no tenían la enjundia necesaria para atraer a los lectores ávidos de sucesos desgarradores.

Ante esta sequía de episodios jugosos, tuve que echar mano de mi iniciativa e imaginación. De este modo, el próximo caso que me daría un segundo espaldarazo lo tuve que provocar yo mismo. Fue en el andén del metro, abarrotado en la hora punta. Una joven rubia esperaba el próximo tren con impaciencia, acercándose peligrosamente al borde para ver si el dichoso convoy aparecía por la boca del túnel. Y entonces se me presentó la gran oportunidad: un empujoncito bastaría para que la chica cayera a las vías justo cuando el tren entraba en la estación a gran velocidad. Nadie se percató de mi intervención. Tan pronto como la gente se puso a gritar como condenados, me largué precipitadamente sin que nadie notara mi presencia y mi fuga. Era tal la confusión reinante que me fue muy fácil desaparecer entre la muchedumbre sin dejar rastro.

Al llegar a casa, con el corazón desbocado, me tomé un buen trago de whisky para relajarme. Y cuando lo hube conseguido, me asaltó, de repente, una terrible duda. ¿Habría alguna cámara en esa estación que me pudiera delatar? No me había fijado en ese detalle. Un fallo de principiante. ¡Cómo podía haber pasado por alto algo tan importante! Aquella noche no dormí, pensando que me atraparían tarde o temprano. Pero la suerte vino a mi encuentro de nuevo. Al día siguiente, las noticias se hicieron eco del “terrible accidente”. Las imágenes captadas por las dos cámaras instaladas, una a cada extremo del andén, solo permitían ver cómo una joven se abalanzaba contra las vías, pero no se podía apreciar qué era lo que realmente lo había provocado. ¿Un desvanecimiento, acaso? ¿Un resbalón? Nadie había visto nada extraño. Ya se sabe, la gente va a lo suyo, con los auriculares puestos o mirando el teléfono móvil, y no se entera de lo que ocurre a su alrededor.

¡Qué alivio sentí cuando fueron pasando los días y la policía era incapaz de aclarar lo ocurrido! Caso cerrado.

Mi artículo tuvo mucho éxito —ya se sabe lo morbosa que es la gente—, siendo incluso felicitado por mi jefe de la redacción. Mis cualidades como escritor, mi gran imaginación y, por supuesto, datos de mi propia cosecha, pero, alegué, obtenidos de unos presuntos testigos (totalmente imaginarios) que no quisieron identificarse, hizo del artículo un culebrón que duró varias semanas. Con cada ejemplar editado, añadía alguna información nueva, detalles sin mucha importancia pero que despertaban el interés del populacho, a base de conjeturas cada vez más disparatadas, que los lectores se tragaban con avidez.

Como es natural, a quien comete un delito y sale airoso del mismo, aunque sea por los pelos, le entra el gusanillo de volverlo a probar. De este modo, me puse a planificar nuevos crímenes del mismo signo, es decir, muertes violentas que entrañaran grandes incógnitas sobre el posible autor y su víctima.

Al cabo de varios meses me había granjeado la admiración de mis compañeros y la aceptación de mi valía como periodista de sucesos por parte de mis superiores. Ello me valió un puesto fijo y un considerable aumento de sueldo.

Los asesinatos se sucedían, al principio, con una frecuencia constante: uno cada dos meses, pues necesitaba una planificación concienzuda y una buena elección de las víctimas. El modus operandi era siempre el mismo, el que se me daba mejor: ahogamiento provocado por una bolsa de plástico en la cabeza de las ingenuas víctimas en su propio domicilio, chicas solitarias y poco agraciadas que buscaban compañía, afecto y, a ser posible, una pareja estable. Presas fáciles para cualquier asesino. Esa constante en la forma de actuar me valió el calificativo de asesino en serie, cosa que, debo reconocer, me llenó de orgullo. Me había convertido en el objetivo prioritario para la policía. Parecía estar viviendo una película de la serie negra.

A esas alturas, la rueda había empezado a girar y ya no podía detenerla. Me había zambullido en el submundo del mal y ya no podía abandonarlo a menos que quisiera perder todo lo que había ganado profesionalmente. Al cabo de un año ya era el director de la sección de sucesos del periódico. Había conseguido una reputación y, con ella, un ascenso meteórico. Un canal de televisión me contrató para un programa basado en esos hechos que yo había descrito previamente sobre el papel. ¡Quién podía imaginar que yo no solo era el protagonista del programa sino de los asesinatos! Me convertí en una figura famosa de la prensa amarilla y ya no había vuelta atrás. Pero no solo me sentía a gusto escribiendo esos sucesos y posteriormente presentándolos en un plató de televisión, también me daba placer cometer esos horribles asesinatos, como los calificaban mis lectores, que quedaban impunes.

Pero muy cierto es el refrán que dice que “tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”. Y eso es lo que me pasó. Ocurrió lo que la policía no cesaba de afirmar: que un día el asesino en serie más buscado cometería un error. De ser así, ese sería el final de mi carrera delictiva, y periodística. Todavía no me puedo perdonar el error que cometí, impropio de alguien que, como yo, había perpetrado tantos asesinatos sin dejar prueba alguna, ni en el habitáculo donde los cometía ni en la propia víctima.

Lo que me llevó a cometer la imprudencia que me costó tan cara fue el hecho de que, de pronto, pasaban las semanas y no había forma de hallar una nueva víctima. Frecuentaba todas las discotecas y lugares de ocio, pero no encontraba al objetivo que reuniera todos los supuestos que requería (anonimato, soledad y busca de compañía). Todas las jóvenes en las que me fijaba estaban acompañadas, de modo que me resultaba imposible acercarme a una de ellas con cualquier pretexto y llevármela a un lugar apartado. Achaqué esa falta de oportunidades a que, habiéndose convertido mis fechorías en algo muy notorio y viral, las jóvenes ya no se atrevían a salir solas; o no salían o lo hacían en grupo. De este modo, tan necesitado estaba de carne fresca para mi caza personal que tuve que aventurarme hacia otros derroteros más fecundos, y estos no fueron otros que las callejuelas del Raval (el antiguo barrio chino barcelonés), donde las prostitutas (y los camellos) campan a sus anchas. No era un escenario que me apeteciera mucho, pues temía por mi propia seguridad, pero no tenía otra salida si quería continuar con el historial de víctimas, y con mi éxito periodístico. Sabía que, dada la abundancia de “género”, mi iniciativa tenía la victoria asegurada.

Ya el primer día de mi nueva ruta me di de bruces con una atractiva mujer que claramente ejercía la prostitución en plena calle. Estaba sola fumando en un rincón que apestaba a orines. Era lo que andaba buscando: una mujer a la que seguramente nadie echaría en falta, ni siquiera su familia. Tomada la decisión, todo sucedió en cuestión de segundos. Tan pronto como me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, la susodicha me aplicó una llave que me dejó aturdido e inmóvil. Acto seguido aparecieron unos individuos que se identificaron como policías. Me había salido el tiro por la culata. Esa mujer era una poli, esperando a que apareciera un famoso narcotraficante —como más tarde pude saber—, que solía frecuentar la zona, y al que llevaban semanas buscando. Tuvieron tanta buena suerte al dar conmigo como yo mala al caer atrapado de la forma más estúpida e inesperada. Así que mi detención, en realidad, no estaba entre sus planes, querían atrapar a un traficante de drogas y atraparon a un asesino en serie (es decir, yo) por casualidad. Creo que a eso se le llama serendipia.

Cuando se hizo pública mi detención, la sorpresa y consternación invadió la redacción de mi periódico. ¿Cómo alguien como yo, un buen periodista que cubría esos asesinatos tan terribles podía ser el autor de los mismos? Debía haber un error, sin duda.

Pero la intensa y concienzuda investigación policial acabó corroborando mi autoría. Las imágenes captadas por algunas cámaras cercanas a los lugares de los hechos esta vez sí que me delataron. Las pruebas reunidas fueron abrumadoras. La policía científica se aplicó al máximo. Unos grandes profesionales, debo reconocer. Estaba claro que no había sido tan cauteloso como creía. Más bien resulté ser un asesino de pacotilla. Los interrogatorios me hicieron papilla. No tenía escapatoria. Soy muy bueno ideando historias, pero no así inventando coartadas. La suerte estaba echada.

Y aquí estoy, encerrado, probablemente de por vida. Me han sentenciado a prisión permanente revisable, una especie de cadena perpetua pero dicho de un modo más suave y moderno.

Ahora tengo entendido que un colega de la redacción, que desde un principio me tenía ojeriza, o más bien envidia por mis éxitos periodísticos, va diciendo que ya intuía que yo no era trigo limpio. ¡Será cretino! Nunca llegará tan lejos como yo, desde luego. Supongo que ahora no me envidia tanto como antes. Ya no debe desear estar en mi pellejo. Y mira por dónde, ahora es él quien se encarga de los artículos más apreciados por el público, sobre todo escribiendo sobre mí. Pero ¡qué sabrá ese! Nada. Todo lo que leo desde la biblioteca de la prisión son meras suposiciones, pura basura.

Para pasar el rato, he decidido escribir mis memorias. Eso sí que será algo memorable, valga la redundancia. Ya hay una editorial interesaba en publicarlas, y no me extrañaría que acabaran haciendo con ellas una película, como la del Vaquilla, que tuvo mucho éxito hace ya muchos años.

El caso es que empecé mi carrera periodística buscando el éxito, y desde luego ya lo he conseguido. ¿O no?


miércoles, 25 de junio de 2025

En un bar de cuyo nombre no quiero acordarme

Hoy he vuelto a recuperar un relato breve que publiqué en este blog en febrero de 2015 y que tuvo muy poca repercusión seguramente porque por aquel entonces no tenía muchos seguidore/as. Así, pues, he querido rescatarlo y darlo a conocer de nuevo como despedida del curso. Espero que os guste. 



Siempre sentado en el mismo rincón. Allí pasaba las horas y los días en silencio, pensando, haciendo planes ilusorios para salir del pozo en el que me hallaba. Delirios que me mantenían momentáneamente vivo.

Entre esas cuatro paredes me sentía a salvo de las inclemencias de la vida del vagabundo y también de las climatológicas, que todo hay que decirlo. Horas y horas consumidas ante un vaso de vino peleón que Juan, siempre tan amable conmigo, no me cobraba, hasta que éste me insinuaba sutilmente que ya era hora de abandonar el local y dejar la mesa libre. Cada día igual. Hasta el día siguiente.

El tiempo transcurrido en aquel viejo bar, más viejo que yo, fue el más feliz de mi pobre existencia. Desde que despuntaba el alba hasta media mañana y desde que oscurecía hasta la hora de cerrar, ya de madrugada, ese bar era mi refugio, mi hogar de adopción. Allí convivían mis recuerdos con mis esperanzas. Cada día igual. Hasta el día siguiente.

Algún día saldría a flote, una mano amiga me sacaría de la indigencia —pensaba. Presentía que hallaría mi salvador en ese bar. Imaginaba que el día menos pensado aparecería alguien que me ofrecería una oportunidad, la que llevaba tanto tiempo esperando. Soy pobre pero no inútil —me decía—. Aquí todos me conocen y alguien pensará en mí. Cada día soñaba en lo mismo. Cada día igual. Hasta el día siguiente.

Cuando Juan murió, cerraron aquel bar. Allí dentro quedaron sepultadas mis ilusiones.

 

martes, 10 de junio de 2025

Detrás de la puerta

 


La puerta crujió levemente. Absorto como estaba en la lectura del informe, Matías ni se inmutó. Si firmaba el documento que tenía en sus manos, dejaría en la calle a cientos de familias. No era la primera vez que se veía en esa tesitura. Había hecho mucho dinero con la especulación urbanística pero aquel proyecto era el mejor de su vida y no podía dejar escapar la oportunidad. Cuando estaba a punto de estampar su firma, volvió a oír el dichoso crujido. Por el sonido, parecía ser la puerta de la biblioteca. Había hecho engrasar los goznes de esa maldita puerta cientos de veces y, aun así, seguía crujiendo cada dos por tres. Estaba harto de esa vieja casona familiar que más bien parecía un castillo medieval. Algún día se mudaría a una casa moderna. Si no lo había hecho todavía no era por motivos sentimentales, sino porque no hallaba a nadie dispuesto a pagar lo que pedía.

Matías dejó los papeles sobre la mesa y se dirigió hacia el que había sido el Sancta Sanctorum de su padre, esa biblioteca que contenía miles de volúmenes y millones de ácaros del polvo. La lluvia arreciaba por momentos. El viento soplaba con fuerza. Pero la puerta estaba cerrada. Qué raro. Juraría que el ruido procedía de allí. Cuando se disponía a abrirla, le sorprendió el ya habitual apagón de los días de tormenta, dejándolo sumido en la oscuridad más absoluta. Aun así, entró. No vio nada extraño, todo parecía en orden, aunque era difícil saberlo con certeza pues solo iluminaba aquel espacio el resplandor de los relámpagos. El viento, furioso, se colaba por los resquicios de los ventanales. Las ramas de los árboles del jardín, con su vaivén frenético, parecían haber enloquecido. Mientras observaba el exterior de aquella fortaleza, oyó otro crujido, esta vez a sus espaldas. Se dio la vuelta. Una oscura silueta le cerraba el paso. Intentó tumbar de un puñetazo al supuesto intruso, pero antes de que pudiera levantar el brazo, un fuerte golpe en la frente le dejó sin sentido.

Cuando volvió en sí, se hallaba sentado en el viejo sillón orejero que tanto le gustaba a su difunto padre y, frente a él, una figura, a la que no lograba verle la cara, le observaba. Con un leve quejido, se incorporó para verla mejor. Lo que fuera que estaba parado a escasos metros de él, se acercó e inclinó su cuerpo hasta que sus caras estuvieron a la misma altura. Matías no podía creer lo que estaba viendo. La visión de aquel engendro le puso los pelos de punta. Parecía un ser humano, pero tenía, a la vez, el aspecto de una bestia. Tras unos instantes de vacilación, Matías se atrevió a preguntarle: ¿Quién eres y qué quieres de mí? A lo que aquella criatura, tras emitir una risita cavernosa, contestó: ¿No me reconoces? Y ante la cara de ignorancia de su interpelado, añadió: Mírame bien, Matías, porque yo soy tú o, mejor dicho, tu conciencia. Mira en lo que me has convertido.

Nadie en la empresa pudo explicar aquel repentino cambio de opinión ante un proyecto de tal envergadura, pero siendo el socio mayoritario, no tuvieron más remedio que acatar su decisión. Matías alegó, sin más explicaciones, que aquel negocio no le inspiraba confianza y que, en lo sucesivo, dirigirían sus esfuerzos hacia asuntos menos turbios.

Matías duerme ahora más tranquilo, al igual que su conciencia, pero, por si acaso, mantiene cerrada, a cal y canto, la puerta de la biblioteca.


jueves, 29 de mayo de 2025

Un carnaval sangriento

 

A falta de nuevas ideas (mis musas parecen haber adelantado las vacaciones), he recuperado un antiguo relato, de enero de 2015, que tras varios cambios y retoques, ha quedado así:


Mientras limpiaba la pistola, una Glock 20, 10 mm, de segunda mano, Julio sentía, de nuevo, la rabia y el odio que experimentó el día que descubrió quien había sido el amante de su mujer: su mejor amigo. En la fotografía que le mostró el detective privado aparecía ese indeseable acompañado de su ahora ex mujer, ambos en actitud cariñosa.

¿Cuándo empezó ese idilio? ¿Antes o después de quedarse en el paro? Fuera como fuese, a la vergonzosa traición que había sufrido por parte de ambos, ahora se le añadía una tremenda sed de venganza. No importaba el tiempo transcurrido, su objetivo era acabar con los dos. ¿Acaso no se dice que la venganza se sirve en plato frío?

Tenía un plan. El resultado: cosidos a balazos. La fecha: el día de carnaval. Ocultándose bajo un disfraz podría perpetrar el asesinato, o mejor llamarlo ajusticiamiento, con total impunidad. Julio esperaba ansiosamente el momento de saborear la venganza cuando los viera tendidos en medio de un gran charco de sangre.

Llevaba varias semanas haciendo un seguimiento exhaustivo de sus futuras víctimas. El investigador que había contratado, nada escrupuloso a la hora de allanar moradas, colocó micrófonos por todo el apartamento, intervino el teléfono fijo, hackeó su ordenador y sus teléfonos móviles para rastrear sus correos y llamadas.

Gracias a ese minucioso seguimiento, supo que asistirían a una fiesta de carnaval, con baile de disfraces incluido, organizada por el Ayuntamiento en el Palacete Albéniz, al que asistiría la flor y nata de la sociedad barcelonesa. El meteórico ascenso de su antiguo amigo en la escala social de la ciudad le ponía en bandeja su cabeza y, de paso, la de su ex. Sería el lugar y el momento perfectos, nadie repararía en él, pasaría desapercibido entre tanto disfraz y, una vez cumplida su misión, solo tenía que despojarse del suyo y huir tan veloz como pudiera.

Llegado el día, a eso de las nueve de la tarde, los vio salir, él de Conde Drácula y ella de vampiresa. No sería difícil identificarlos entre los asistentes a la fiesta. Tras subir a un taxi que les estaba esperando, pusieron rumbo a su destino fatal, y Julio, vestido de hombre-lobo, se dispuso a seguirles, en su propio coche, hasta las cercanías del palacete.

El bullicio era ensordecedor. El edificio resplandecía. Su invitación resultó una falsificación perfecta. Pasó el control sin ningún problema. Estaba satisfecho. En poco más de una hora todo habría acabado.

Antes de entrar en el salón principal, se palpó el arma y los cuatro cargadores de repuesto con quince balas cada uno que llevaba pegados al cuerpo con cinta aislante. Tal como le había asegurado su hombre, no hubo ningún control de metales pues, de lo contrario, todo habría sido en balde.

Tras comprobar que todo estaba en orden, levantó la mirada hacia la concurrencia dispuesto a mezclarse con el resto de invitados. No podía dar crédito a lo que veía: todos iban de igual guisa, todos los hombres disfrazados de Conde Drácula, y las mujeres de vampiresa. Y todas las caras ocultas tras una máscara negra sin distintivo alguno. Esa debió ser la consigna recibida por los verdaderos invitados.

Dio unos pasos dubitativos y, en cuestión de segundos, se vio rodeado de una multitud que se reía de él a carcajadas, pensando, con toda seguridad, que había sido objeto de una broma pesada o que se había confundido de fiesta.

De pronto, se sintió ridículo, como un colegial del que se burlan sus compañeros. Se vio nuevamente en el despacho de su ex director, el día de su despido, humillado, desolado, paralizado, y le vinieron de nuevo a la mente aquellas palabras, llenas de hipocresía, que le quedaron grabadas a fuego: “No es nada personal”. Pero él había venido a cumplir su objetivo y no se marcharía de allí sin haberlo hecho. El problema era que no sabía quién era quién, todos con idéntico disfraz.

Se sobresaltó cuando alguien posó una mano en su hombro. Era un hombre poco más alto que él. Le dijo: “no te lo tomes a mal, hombre, no es nada personal”. Al oír esas palabras, Julio sintió un acaloramiento repentino y una rabia incontrolable. Sacó su arma de debajo del disfraz y apuntó a la cabeza del que le había hablado así, creyendo haber reconocido aquella voz.

Los invitados quedaron mudos por unos segundos para estallar nuevamente en carcajadas, suponiendo que se trataba de una broma y que el arma era de juguete. Cuando adivinaron que no había chanza alguna en aquel acto, se abalanzaron sobre él para arrebatarle la pistola. Entonces empezó la fiesta.

Julio vació, uno tras otro, los cinco cargadores que, en total, formaban su pequeño pero efectivo arsenal, hasta que ya no quedaron balas que disparar.

La escena era dantesca, sangre y cuerpos desparramados por todas partes, unos tendidos sobre los sofás, otros bajo las mesas, refugios inútiles, cristales rotos de lámparas y ventanas, cortinas rasgadas por quienes pretendieron, en vano, esconderse tras ellas, jarrones hechos añicos, al igual que algún que otro cráneo.

De los que no habían podido huir, nadie sobrevivió a la ejecución en masa, ni siquiera el personal del catering. Los guardias jurados, tomados desprevenidos, también yacían aquí y allá. Pero Julio no podía abandonar el lugar sin antes cerciorarse de que, entre aquel amasijo de cuerpos retorcidos, estaban los de sus víctimas.

Con manos temblorosas de excitación fue arrancando, una a una, las máscaras que cubrían las caras de sus víctimas hasta que dio con las que buscaba. Estaban muertos, los dos, no había duda. Había cumplido su venganza.

Entonces fue cuando sintió una punzada en el costado izquierdo, un dolor intenso que le irradiaba hasta el brazo. Se quitó, con gran esfuerzo, su disfraz y vio una gran mancha de sangre que le cubría el tórax hasta casi la cintura. Había sido alcanzado por una bala de alguno de los vigilantes jurado.

Una vez en el jardín, respiró hondo e hizo acopio de fuerzas para llegar hasta su coche, aparcado a un centenar de metros de aquel lugar. Se dejó caer en el asiento del copiloto y trató de relajarse. Todo había salido a pedir de boca excepto el final. Pero él había previsto hasta el último detalle, así que abrió la guantera, tomó el cargador que había guardado para esa eventualidad y lo introdujo en la pistola.

El día de Carnaval, a las 23:30 horas, un fogonazo iluminó por un segundo la oscuridad reinante en un recodo del parque que circunda el palacete Albéniz.

Al día siguiente, todos los periódicos se hicieron eco de la tragedia. Nadie daba crédito a lo sucedido. Las conjeturas iban desde un ataque terrorista a un ajuste de cuentas. Uno de los testigos que pudo salvarse de esa atrocidad solo pudo decir que el atacante iba disfrazado de hombre-lobo.

Días después, hallado el cadáver del asesino en su coche, se hizo pública su identidad y se aventuró que el móvil podía ser pasional, al hallarse entre los fallecidos, el cadáver de su ex mujer y el de su nueva pareja. Al leer esta información, su ex director, aquel que lo había enviado al paro, le dijo a su mujer: “Ya decía yo que ese tipo no era de fiar. Mira que asesinar a su ex mujer por haberle sido infiel mientras estaban casados...” Su esposa, al oír aquello, dio un respingo. Menos mal que su marido no tenía una pistola. ¿O sí? En adelante tendría que ir con más cuidado. Y tras un profundo suspiro de resignación se retiró a su habitación pensando que el divorcio debería esperar tiempos mejores.



lunes, 12 de mayo de 2025

Anselmo

 


«Soy viejo, muy viejo. Solo me falta una semana para cumplir los noventa. Nunca creí que llegaría a una edad tan avanzada.

»Mi mujer, Manuela, hace un año que me dejó más solo que la una. Y eso que era nueve años más joven. Pero la vida da estas sorpresas. Manuela falleció a los ochenta recién cumplidos y estaba aparentemente muy sana y era muy vigorosa. Imaginaos que a esa edad no quería tener en casa a una asistenta. Todo lo hacía ella sola. En cambio, yo soy un perfecto inútil para las tareas domésticas, así que, desde que enviudé, dispongo de ayuda externa.

»Tengo dos hijas, pero están tan ocupadas por culpa del cargo que ostentan —ya se sabe cómo exprimen hoy en día las grandes empresas a sus trabajadores—, que no les queda mucho tiempo para dedicármelo. A mis nietos, los veo con muy poca frecuencia porque cuando llega el fin de semana, mis hijas y yernos lo aprovechan para huir de la ciudad y largarse lo más lejos posible. Lo entiendo, pero es triste. Me siento solo y desvalido, como muchos ancianos a mi edad. No sé cuántos años me quedan de vida, pero el caso es que los días se me hacen muy largos y tediosos.

»He llegado a pensar en quitarme de en medio, pero no tengo valor para hacerlo. He pensado en diversas formas de llevarlo a cabo, pero me asaltan las dudas. El gas sería la opción ideal, moriría dulcemente, sin dolor. Solo me retiene pensar en el que infligiría a mis hijas, pues, aunque me tienen prácticamente abandonado, sé que me quieren y las haría sentir culpables».

 

 

Lo que Anselmo no sabe es que está bajo los efectos de una depresión. No tiene ganas de vivir. Cada noche, al acostarse, piensa y desea que sea la última y que ya no despierte. Ya no tiene miedo a la muerte, como cuando era joven, ahora la desea. Siente que no tiene sentido vivir más en esas condiciones. El aislamiento que siente y el poco interés que demuestran sus hijas, a las que tanto amó, cuidó y educó con esmero, por las que hizo muchos sacrificios para que pudieran tener un futuro prometedor entre tanto machismo, le han sumido en un estado anímico que nunca antes había experimentado.

La única persona que parece interesarse por él es su médico, un hombre entrado en la sesentena, que no solo se preocupa por su estado de salud, sino también por su estado mental. Será porque él empieza a pensar en lo que le espera cuando llegue (si llega) a la edad de Anselmo. Es él quien le aconsejó insistentemente que llevara colgado del cuello, a todas horas, un pulsador de teleasistencia, pues la asistenta que ha contratado no está todo el día con él y en su ausencia podría tener algún problema grave de salud. Sus hijas, en lugar de esto, le han comprado un reloj inteligente, que detecta una caída accidental y con el que puede comunicar cualquier accidente doméstico o problema de salud.

Pero él, más terco que una mula, no lleva ni lo uno ni lo otro. El aparatito no llegó a solicitarlo y el reloj lo deja en un cajón de la mesilla de noche. Solo se lo pone cuando, muy de vez en cuando, vienen a verle sus hijas.

¿Para qué?, piensa. Si me sucede algo grave, que la Parca se me lleve de una vez por todas.

Y así estaban las cosas hasta que un día ocurrió algo inesperado.

 

 

«Hoy me he cruzado en la calle con un viejo amigo al que hacía muchos años que no veía. Se trata de Xavier, un compañero del colegio y luego de la Facultad. Fuimos inseparables, hasta que se casó y se fue a vivir al otro extremo de la península. La última vez que le vi fue en una cena de ex alumnos, y de eso hace más de cuarenta años. Tras ese breve encuentro, nos carteamos de vez en cuando, pero luego los contactos se hicieron menos frecuentes, ya se sabe, así es la vida. Pero jamás me olvidé de él y, por lo que parece, tampoco él de mí, así me lo ha demostrado con el fuerte abrazo con el que me ha saludado.

»Ha sido él quien me ha reconocido. No sé cómo lo ha logrado, pues yo no habría sabido ver en él ningún parecido con el joven que conocí. Lógicamente, ha cambiado muchísimo. Ha perdido todo el cabello, está muy flaco y todo en su cara son arrugas. Supongo que él también me habrá encontrado muy envejecido. Y es que los dos ya somos viejos, eso ya lo sé. Lo único que ha conservado es su vozarrón, al igual que su agudeza mental.

»Sentados en un bar, me ha referido su vida a grandes rasgos. Al terminar su relato, he reconocido que hay casos peores al mío. Su vida matrimonial fue un infierno desde un principio; se divorció, tuvo que pasarle a su mujer una pensión para sus tres hijos, que casi lo dejó en la ruina. Con el divorcio, no solo rompió toda relación con su ex mujer, sino también con sus hijos, a quienes ella les llenó la cabeza de mentiras contra él. Cuando se liberó de la obligación paterna de manutención, Xavier pasó a engrosar la lista del paro. Agotado el subsidio de desempleo y todos sus ahorros, se buscó la vida con trabajitos mal pagados y tras varios años de vivir de la economía sumergida, ahora sobrevive gracias a la caridad. Vive en la calle y duerme en un refugio para los sintecho. Ahora entiendo por qué va vestido de una forma tan lamentable».

 

 

Unos días más tarde de ese encuentro, Xavier se trasladó al piso de Anselmo, donde no solo ha encontrado cobijo y comida caliente, sino también compañía, una compañía que Anselmo agradece. Ya no está, ni se siente, solo. Pasan las horas recordando viejos tiempos, tiempos felices, y compartiendo aficiones. Salen de paseo cada día, haga sol o llueva. Han vuelto a ser inseparables como lo eran hace sesenta años. Son como dos niños grandes, se ríen de las mismas tonterías que antaño y de las anécdotas de la adolescencia. Anselmo sospecha que la gente del barrio, cuando les ve juntos, interpretan erróneamente esa relación, pero le importa un pimiento lo que puedan pensar.

 

 

«A mis hijas no les agrada que viva con un pordiosero, como así lo calificaron al conocerlo, pero les he dicho que con él he recobrado las ganas de vivir. Me dicen que vive a mi costa, de mis ahorros, y que un día desaparecerá con todo lo que pueda haber arramblado, que le vigile, que un día suplantará mi identidad y me vaciará la libreta de ahorros.

»Si ya las podía acusar de hijas distantes, ahora veo que también tienen una gran dosis de inhumanidad. No les importa que sea feliz. Dicen velar por mi seguridad, pero solo les interesa los pocos ahorros que puedan quedar tras mi muerte. A ellas el dinero no les falta, pero ya se sabe: el que tiene dinero quiere más. En plena discusión y en un momento de crispación, así se lo hice saber. El resultado fue que, si antes las veía poco, ahora ni me llaman. He perdido a mis hijas y he ganado un amigo. Todo a la vez.

»Xavier y yo somos dos viejos, pero viejos bien avenidos. Juntos hemos logrado superar, él su pasado y yo mis penas del presente. Ahora puedo considerarme aceptablemente feliz».

 

 

Unos meses más tarde, Anselmo falleció mientras dormía, como él siempre había querido. Fue Xavier quien lo encontró sin vida al extrañarle su tardanza en levantarse, él que era tan madrugador. Buscó entre sus pertenencias el teléfono de sus hijas y las llamó para darles la triste noticia.

          Tras el funeral, pusieron el piso de su padre a la venta y Xavier tuvo que volver a la calle, agradeciendo el tiempo que había podido vivir con su amigo.

          Por fortuna para Xavier, una vez fallecida su esposa, sus hijos quisieron reconciliarse con él y lo acogieron bajo su techo, alternándose las estancias en casa de cada uno de ellos.

          Sus nietos disfrutan de sus historias. Una de las que más les gusta es la que habla de un amigo, llamado Anselmo, al que encontró un día por la calle y que le brindó la posibilidad de sentirse querido durante un tiempo que se le hizo muy corto.

 

sábado, 3 de mayo de 2025

Sala de espera

 


─¡No sé qué hago aquí! ¡No creo en las vacunas!

─Yo me encuentro perfectamente y aquí estoy ─tercia el que está sentado a su derecha. Es ella ─señala a la mujer que tiene a su lado─ la que se empeña en que me hagan un reconocimiento. 

─Más vale prevenir ─asiente uno.

─Nosotros hemos venido para conocer los resultados de unas pruebas. Como tenga un tumor, me queda poco ─comenta el que está sentado enfrente. Yo preferiría dejar las cosas como están. Ya soy demasiado viejo.

─Pues lo siento ─dice quien inició la conversación.

─Y yo ─añade el que está a su derecha.

─Yo también soy de esa opinión ─afirma el que está más apartado. Cuando sea viejo, no quiero que me prolonguen la vida inútilmente.

─Joder, tíos, sois patéticos ─les increpa un cachas negro de aspecto peligroso.

─Eres un maleducado ─tercia una rubia con un flequillo que le oculta los ojos.

─Si supieras quién soy, ni te atreverías a dirigirme la palabra ─le espeta el cachas en plan matón.

─Como te acerques, te dejo esa cara de mastín hecha puré ─responde la rubiales.

─¿Cómo puedes hablarle así a esta joven? Seré viejo, pero todavía me quedan arrestos ─tercia el que espera el diagnóstico.

─Pero ¿qué les pasa? ─pregunta la recepcionista.

Se abre una puerta.

─¡Silencio! Hagan callar a estos animales. ¿Quién es el siguiente?

─¡Nosotros! ─afirma una mujer. Vamos, Black, no seas miedica, que no es para tanto. Ay, qué perro ─añade arrastrando a un gran mastín negro.




sábado, 12 de abril de 2025

Un divorcio malogrado

 


Estaba muy preocupada y no sabía a quién acudir. Ya sé que hay divorcios muy traumáticos, en los que la pareja acaba muy mal, incluso con el uso de la violencia de por medio. Cuando nos casamos, mi marido no era para nada violento, todo lo contrario, era una persona muy atenta y cariñosa conmigo. Sin embargo, todo cambió cuando descubrimos, tras cinco años de matrimonio, que yo no podía darle hijos. Nunca pensé que este hecho, tan triste para ambos, le afectara hasta el punto de empezar a distanciarse de mí, e incluso a despreciarme. Nuestra relación se convirtió en un infierno, de tal modo que me planteé el divorcio. Y así se lo propuse. Encontraría, sin lugar a dudas, una mujer que le proporcionara tantos hijos como quisiera.

Cuando se lo sugerí, se puso hecho una furia, alegando no sé cuántos motivos que no se sostenían, dada la intolerable situación de nuestra relación matrimonial. «Si ya no me quieres, ¿por qué no aceptas el divorcio? Todavía podemos rehacer nuestras vidas, sobre todo tú», le dije.

El motivo de su negativa me lo insinuó el abogado de la familia, al que consulté en vistas a una separación legal y, preferiblemente, amistosa.

—Señora, la única explicación que se me ocurre es la económica —me dijo seriamente, mirándome a los ojos de una forma que dejaba traslucir pesadumbre—. Usted resultó ser la heredera universal de todo el patrimonio de su señor padre, que Dios le tenga en la gloria, y al que serví y asesoré durante muchos años. Y ahora me veo en la obligación moral de hacer lo mismo por usted.

—Pero vivimos en régimen de separación de bienes, lo mío es mío y lo suyo, suyo —alegué.

—Precisamente por eso. Si se divorcian, él no tendrá acceso a sus bienes, ni dinerarios ni mobiliarios. Estará prácticamente en la bancarrota, pues me consta que su último negocio fracasó y del puesto de trabajo que le facilité, a petición de usted, acabaron despidiéndole, cosa que ya le predije porque ese hombre con el que usted se casó en contra de la voluntad de sus padres, que en paz descansen, no es ni será jamás un hombre de provecho, y disculpe mi atrevimiento. Usted prácticamente le mantiene, ¿no es así?

—Pues sí, esa es la verdad —contesté, avergonzada— entonces ¿qué me aconseja? —pregunté, angustiada.

—Mi consejo es que, aunque se oponga, solicite el divorcio. Yo se lo prepararé todo, no se preocupe. Déjelo en mis manos.

Y así volví a casa, reflexionando sobre lo que pudo ser y no fue, y en lo que me esperaba cuando mi marido recibiera la petición de divorcio. Seguro que montaría una de sus escenas, con gritos y amenazas, y quién sabe si algo peor.

Pero no es eso lo que més me preocupó después, sino el hecho de que cuando, pasados unos días desde la visita a mi abogado, me atreví a anunciarle nuevamente mi intención de divorciarme de él, en lugar de mostrar enojo y montar en cólera, como esperaba, me dijo que había que tomarse de la mejor forma posible las cosas malas que nos ocurren. Y añadió:

—No te preocupes, ya encontraré una salida a esta situación tan embarazosa.

En el testamento lo nombré mi heredero cuando yo faltase. Era lo lógico. Y ahora, teniendo en cuenta que no tenemos descendencia y que mi familia es muy escasa, ¿a quién podía nombrar como beneficiario? Cuando nos casamos éramos felices. Nada presagiaba un final así. Y, además, ¿qué me importaba ya si, una vez muerta, se quedaba con todo?

Pero de pronto me asaltó un terrible presentimiento: podría intentar matarme antes del divorcio y simular un accidente. Sería un viudo muy rico y apetecible. Pero ¿sería capaz de acabar con mi vida para heredarlo todo? Al principio me pareció una locura, una paranoia, pero aun así estaba atenta a cualquier movimiento suyo que me resultara sospechoso. Le vigilaba constantemente, registraba sus cosas por si encontraba alguna prueba de sus maquinaciones. Por fin, mi desconfianza se reafirmó cuando descubrí un arma de fuego, una pistola con silenciador, en el maletín que yo le regalé. Conocía el código de apertura —4515, 4 de mayo de 2015, la fecha de nuestra boda, qué ironía—. ¿Lo habría dejado a mi alcance para atemorizarme, a sabiendas de que yo lo abriría, o fue un simple descuido?

¿Qué hacer ante ese hallazgo? Entonces recordé la máxima de mi padre ante cualquier tipo de amenaza o agresión: ojo por ojo, diente por diente. Y a la vez recordé que él guardaba una pistola en la caja fuerte, de la que mi marido no tenía la combinación. Y así fue cómo yo también me agencié de un arma, que puse a buen recaudo en mi mesilla de noche. Aunque hacía tiempo que ya no compartíamos cama, tomé la precaución de cambiar la mesilla por una que cerrara con llave, que llevaba siempre encima. Y por la noche, dormía con el arma bajo la almohada.

Todo volvió a parecerme surrealista y fruto de mi alocada imaginación, pero dejé de creer en esa posibilidad cuando recibí aquella carta.

Era una carta anónima, escrita con recortes de letras, en la que se me amenazaba de muerte por algo que, decía el autor, le había hecho mi padre y que le había llevado a la ruina. No decía nada más, ni qué ni cómo. Todo muy misterioso y extraño. La policía, a quien puse en antecedentes, no pudo hacer otra cosa que prometerme una vigilancia discreta, y todo gracias a que el comisario al que acudí había sido amigo de mi padre. De lo contrario, seguro que no se habrían tomado esa molestia.

Pasados dos días, volví a recibir el mismo anónimo. Lo que le extrañó a la policía fue que no pidiera dinero a cambio. Aun así, el comisario ordenó que unos agentes de paisano se apostaran discretamente cerca de mi domicilio, permitiéndoles, de este modo, una intervención inmediata en caso de aparecer un sospechoso que pudiera perpetrar su amenaza. Pero nadie extraño apareció en los siguientes días, lo que la policía interpretó como una broma pesada o que el tipo que había enviado esos anónimos se había echado atrás al sospechar la presencia de la policía, de modo que abandonaron la vigilancia.

Yo no era tan confiada y seguí pensando que todo formaba parte de un plan que había pergeñado mi futuro asesino, el cual no vendría de la calle, sino que lo tendría en casa. Cuando así se lo mencioné al comisario, puso los ojos en blanco y me dijo que no veía porqué querría matarme mi propio marido, y por mucho que le conté mis argumentos, no me creyó. Me sentí tratada como a una niña mimada y embustera, que solo quiere llamar la atención de los mayores.

Pero yo me mantuve fiel a mis sospechas. Si mi marido me asesinaba mientras dormía, podría argumentar que había sido cosa de un intruso, el mismo que había enviado los anónimos, que no había hallado otra forma de ejecutar su amenaza que allanando nuestro hogar y acabando con mi vida. Argumentaría que no había oído nada, pues dormíamos en habitaciones separadas y el silenciador, que seguramente utilizaría mi asesino, había ahogado el sonido del disparo. Él quedaría fuera de toda sospecha —seguro que el arma no estaba registrada y no sería extraño encontrar huellas dactilares suyas por todas partes, viviendo allí. Sería el crimen perfecto. Él se saldría con la suya y yo pasaría a engrosar la población del cementerio.

Ante esa posibilidad, que cada vez veía más factible y más cercana, me vino nuevamente a la mente la ley del Talión. No me dejaría asesinar sin ofrecer resistencia. Cuando mi marido viniera a liquidarme, le estaría esperando con el arma en la mano. Pero no podía mantenerme despierta todas las noches. Puse, pues, un pequeño sensor en la puerta de mi dormitorio, que compré por internet, de forma que cuando aquella se abriera, oiría un pitido en el pinganillo que llevaría acoplado a la oreja. Probé el artilugio y funcionaba perfectamente. Tendría que seguir con este sistema de protección hasta que mi abogado lograra que mi marido firmara el divorcio. Aun así, no podía descartar la posibilidad de que, como venganza, me liquidara después, allí donde le viniera en gana. ¿Tendría que contratar a un guardaespaldas? Cada vez me sentía más asustada e impotente.

Pero si mi plan surtía efecto, y era yo quien le mataba a él, sería en defensa propia, todo habría acabado y nadie podría acusarme de nada. Quedaría todo justificado. Mi marido quiso matarme antes de divorciarnos para quedarse con la herencia que le correspondía al quedar viudo, cosa que no habría sido posible de haberse llevado a cabo el divorcio mientras yo vivía.

Al cabo de unos días, mi marido me dijo que, al día siguiente por la mañana, muy temprano, tenía una entrevista de trabajo en Madrid y que tomaría el último AVE de esa tarde. Así pues —pensé—, con mi marido ausente, esa noche estaría a salvo.

No fue así. Cuando ya dormía, un pitido en el pinganillo me despertó, a la vez que oí el sonido de la puerta al abrirse. ¿Cómo era posible? ¿Me había engañado mi marido para que me confiara, pensado que no estaba en casa? Fingí estar dormida y tomé la pistola de debajo de la almohada con sumo cuidado. Oí unos pasos acercándose con cautela hasta llegar a mi lado de la cama y a continuación ese clic propio de un arma de fuego cuando se amartilla. Yo ya tenía amartillada la mía, así que reaccioné de inmediato y en cuestión de un segundo disparé a la silueta que vislumbré en la oscuridad. El fogonazo y el estruendo del disparo fueron brutales, mi oído empezó a pitar, la habitación olía a pólvora y oía muy amortiguados los quejidos de mi atacante. Encendí la luz, me incorporé, y vi un cuerpo tendido a mis pies. No parecía mi marido. Abultaba más. Cuando, con reparo, le di la vuelta al sujeto, todavía con vida, me quedé helada. ¡Era mi abogado!, que me miraba con cara de impotencia o quizá de disculpa.

Llamé a la policía y a una ambulancia. Tras colgar el teléfono, trasladé, como pude, al abogado al salón y lo tendí en un sofá.

—Menos mal que no tiene muy buena puntería, porque, de lo contrario... Aunque a mi edad, no sé que habría sido mejor, pues la cárcel no es el lugar donde pueda pasar los últimos años de su vida un viejo achacoso como yo. ¡Qué insensato fui! —Y dicho esto, cerró los ojos tras un profundo suspiro.

Cuando llegó la ambulancia, precedida por una patrulla de policía y un coche con el comisario amigo de mi padre, el abogado ya me había confesado el plan.

Fue él, a quien, tras contarle mis problemas conyugales y mi deseo de divorciarme, se le ocurrió el plan. Propuso a mi marido ser él mi asesino, solo tenía que procurarle una pistola con silenciador —pues él no contaba con medios para hacerlo—. Nadie sospecharía de ninguno de los dos, pues quién iba a sospechar del abogado de la víctima y de un marido que tenía una coartada perfecta —la cita en Madrid sí tuvo lugar por mediación del abogado, que se las apañó, gracias a sus contactos, para montarle una entrevista de trabajo, que por supuesto no progresaría— a seiscientos kilómetros de casa, y todo a cambio de un generoso pago por sus “servicios”. Otra de las tareas de mi marido fue mandar los anónimos, otro dato que despistaría a los investigadores. Si el plan funcionaba, el abogado se aseguraría una jubilación muy generosa, pues últimamente sus ingresos habían caído en picado.

 

El abogado está en prisión preventiva, pendiente de juicio, y mi marido en busca y captura. Ahora comprendo sus palabras cuando afirmó que ya encontraría una salida a esta situación tan embarazosa. Lo que ignoro es qué quiso decirme con que había que tomarse de la mejor forma posible las cosas malas que nos ocurren. Espero que se aplique esta recomendación, porque yo lo estoy intentando.

Solo espero que lo encuentren pronto, porque, si no aparece, no podré divorciarme de él.