miércoles, 3 de septiembre de 2025

Buscando el éxito

 


Tras cuatro largos años de estudio y dos de becario en un periodicucho del tres al cuarto, no veía la forma de prosperar como profesional de las letras, como me gustaba autodefinirme. No sabía qué me depararía el futuro, pero desde luego no me imaginaba cobrando una miseria en un diario cuya tirada era más propia de una gacetilla del género rosa. Envié mi CV a un montón de periódicos serios sin recibir ni una sola respuesta. Hasta que, pasados seis meses, recibí una llamada ofreciéndome un puesto en un diario especializado en sucesos y que tenía bastante reputación en ese género.

Pasé la prueba de ingreso con nota, pues a mí siempre me han gustado las novelas del género negro y la prueba consistía en escribir una notica inventada sobre algún suceso abyecto que pudiera alarmar a la población y hacer vender muchos ejemplares de una sola tirada.

Aún con un puesto laboral aparentemente más seguro, estaría a prueba durante los seis meses establecidos, así que durante ese periodo tendría que demostrar mi valía como fuera. Y no tardó en venir a mi rescate un accidente de tráfico que se salía de lo normal: Una joven, de unos treinta años, había sido atropellada y el conductor se había dado a la fuga. Lo que me llamó la atención y convertía la noticia en un notición fue que algunos testigos afirmaron que el atropello no fue fortuito sino intencionado. Las pruebas periciales —imágenes tomadas desde las cámaras de la calle y la falta de frenada del conductor justo antes de arrollar a la pobre chica—, así lo confirmaron. Ese fue el primer tema que cubrí con bastante acierto. Si seguía así, tenía el futuro garantizado, pero tendría que esforzarme mucho para encontrar temas de gran interés que me valieran un contrato indefinido, con el consiguiente aumento de salario, pues con el actual no podía permitirme muchas alegrías.

Pero la suerte no me sonreía, pues todas las noticias en las que podía trabajar no tenían la enjundia necesaria para atraer a los lectores ávidos de sucesos desgarradores.

Ante esta sequía de episodios jugosos, tuve que echar mano de mi iniciativa e imaginación. De este modo, el próximo caso que me daría un segundo espaldarazo lo tuve que provocar yo mismo. Fue en el andén del metro, abarrotado en la hora punta. Una joven rubia esperaba el próximo tren con impaciencia, acercándose peligrosamente al borde para ver si el dichoso convoy aparecía por la boca del túnel. Y entonces se me presentó la gran oportunidad: un empujoncito bastaría para que la chica cayera a las vías justo cuando el tren entraba en la estación a gran velocidad. Nadie se percató de mi intervención. Tan pronto como la gente se puso a gritar como condenados, me largué precipitadamente sin que nadie notara mi presencia y mi fuga. Era tal la confusión reinante que me fue muy fácil desaparecer entre la muchedumbre sin dejar rastro.

Al llegar a casa, con el corazón desbocado, me tomé un buen trago de whisky para relajarme. Y cuando lo hube conseguido, me asaltó, de repente, una terrible duda. ¿Habría alguna cámara en esa estación que me pudiera delatar? No me había fijado en ese detalle. Un fallo de principiante. ¡Cómo podía haber pasado por alto algo tan importante! Aquella noche no dormí, pensando que me atraparían tarde o temprano. Pero la suerte vino a mi encuentro de nuevo. Al día siguiente, las noticias se hicieron eco del “terrible accidente”. Las imágenes captadas por las dos cámaras instaladas, una a cada extremo del andén, solo permitían ver cómo una joven se abalanzaba contra las vías, pero no se podía apreciar qué era lo que realmente lo había provocado. ¿Un desvanecimiento, acaso? ¿Un resbalón? Nadie había visto nada extraño. Ya se sabe, la gente va a lo suyo, con los auriculares puestos o mirando el teléfono móvil, y no se entera de lo que ocurre a su alrededor.

¡Qué alivio sentí cuando fueron pasando los días y la policía era incapaz de aclarar lo ocurrido! Caso cerrado.

Mi artículo tuvo mucho éxito —ya se sabe lo morbosa que es la gente—, siendo incluso felicitado por mi jefe de la redacción. Mis cualidades como escritor, mi gran imaginación y, por supuesto, datos de mi propia cosecha, pero, alegué, obtenidos de unos presuntos testigos (totalmente imaginarios) que no quisieron identificarse, hizo del artículo un culebrón que duró varias semanas. Con cada ejemplar editado, añadía alguna información nueva, detalles sin mucha importancia pero que despertaban el interés del populacho, a base de conjeturas cada vez más disparatadas, que los lectores se tragaban con avidez.

Como es natural, a quien comete un delito y sale airoso del mismo, aunque sea por los pelos, le entra el gusanillo de volverlo a probar. De este modo, me puse a planificar nuevos crímenes del mismo signo, es decir, muertes violentas que entrañaran grandes incógnitas sobre el posible autor y su víctima.

Al cabo de varios meses me había granjeado la admiración de mis compañeros y la aceptación de mi valía como periodista de sucesos por parte de mis superiores. Ello me valió un puesto fijo y un considerable aumento de sueldo.

Los asesinatos se sucedían, al principio, con una frecuencia constante: uno cada dos meses, pues necesitaba una planificación concienzuda y una buena elección de las víctimas. El modus operandi era siempre el mismo, el que se me daba mejor: ahogamiento provocado por una bolsa de plástico en la cabeza de las ingenuas víctimas en su propio domicilio, chicas solitarias y poco agraciadas que buscaban compañía, afecto y, a ser posible, una pareja estable. Presas fáciles para cualquier asesino. Esa constante en la forma de actuar me valió el calificativo de asesino en serie, cosa que, debo reconocer, me llenó de orgullo. Me había convertido en el objetivo prioritario para la policía. Parecía estar viviendo una película de la serie negra.

A esas alturas, la rueda había empezado a girar y ya no podía detenerla. Me había zambullido en el submundo del mal y ya no podía abandonarlo a menos que quisiera perder todo lo que había ganado profesionalmente. Al cabo de un año ya era el director de la sección de sucesos del periódico. Había conseguido una reputación y, con ella, un ascenso meteórico. Un canal de televisión me contrató para un programa basado en esos hechos que yo había descrito previamente sobre el papel. ¡Quién podía imaginar que yo no solo era el protagonista del programa sino de los asesinatos! Me convertí en una figura famosa de la prensa amarilla y ya no había vuelta atrás. Pero no solo me sentía a gusto escribiendo esos sucesos y posteriormente presentándolos en un plató de televisión, también me daba placer cometer esos horribles asesinatos, como los calificaban mis lectores, que quedaban impunes.

Pero muy cierto es el refrán que dice que “tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”. Y eso es lo que me pasó. Ocurrió lo que la policía no cesaba de afirmar: que un día el asesino en serie más buscado cometería un error. De ser así, ese sería el final de mi carrera delictiva, y periodística. Todavía no me puedo perdonar el error que cometí, impropio de alguien que, como yo, había perpetrado tantos asesinatos sin dejar prueba alguna, ni en el habitáculo donde los cometía ni en la propia víctima.

Lo que me llevó a cometer la imprudencia que me costó tan cara fue el hecho de que, de pronto, pasaban las semanas y no había forma de hallar una nueva víctima. Frecuentaba todas las discotecas y lugares de ocio, pero no encontraba al objetivo que reuniera todos los supuestos que requería (anonimato, soledad y busca de compañía). Todas las jóvenes en las que me fijaba estaban acompañadas, de modo que me resultaba imposible acercarme a una de ellas con cualquier pretexto y llevármela a un lugar apartado. Achaqué esa falta de oportunidades a que, habiéndose convertido mis fechorías en algo muy notorio y viral, las jóvenes ya no se atrevían a salir solas; o no salían o lo hacían en grupo. De este modo, tan necesitado estaba de carne fresca para mi caza personal que tuve que aventurarme hacia otros derroteros más fecundos, y estos no fueron otros que las callejuelas del Raval (el antiguo barrio chino barcelonés), donde las prostitutas (y los camellos) campan a sus anchas. No era un escenario que me apeteciera mucho, pues temía por mi propia seguridad, pero no tenía otra salida si quería continuar con el historial de víctimas, y con mi éxito periodístico. Sabía que, dada la abundancia de “género”, mi iniciativa tenía la victoria asegurada.

Ya el primer día de mi nueva ruta me di de bruces con una atractiva mujer que claramente ejercía la prostitución en plena calle. Estaba sola fumando en un rincón que apestaba a orines. Era lo que andaba buscando: una mujer a la que seguramente nadie echaría en falta, ni siquiera su familia. Tomada la decisión, todo sucedió en cuestión de segundos. Tan pronto como me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, la susodicha me aplicó una llave que me dejó aturdido e inmóvil. Acto seguido aparecieron unos individuos que se identificaron como policías. Me había salido el tiro por la culata. Esa mujer era una poli, esperando a que apareciera un famoso narcotraficante —como más tarde pude saber—, que solía frecuentar la zona, y al que llevaban semanas buscando. Tuvieron tanta buena suerte al dar conmigo como yo mala al caer atrapado de la forma más estúpida e inesperada. Así que mi detención, en realidad, no estaba entre sus planes, querían atrapar a un traficante de drogas y atraparon a un asesino en serie (es decir, yo) por casualidad. Creo que a eso se le llama serendipia.

Cuando se hizo pública mi detención, la sorpresa y consternación invadió la redacción de mi periódico. ¿Cómo alguien como yo, un buen periodista que cubría esos asesinatos tan terribles podía ser el autor de los mismos? Debía haber un error, sin duda.

Pero la intensa y concienzuda investigación policial acabó corroborando mi autoría. Las imágenes captadas por algunas cámaras cercanas a los lugares de los hechos esta vez sí que me delataron. Las pruebas reunidas fueron abrumadoras. La policía científica se aplicó al máximo. Unos grandes profesionales, debo reconocer. Estaba claro que no había sido tan cauteloso como creía. Más bien resulté ser un asesino de pacotilla. Los interrogatorios me hicieron papilla. No tenía escapatoria. Soy muy bueno ideando historias, pero no así inventando coartadas. La suerte estaba echada.

Y aquí estoy, encerrado, probablemente de por vida. Me han sentenciado a prisión permanente revisable, una especie de cadena perpetua pero dicho de un modo más suave y moderno.

Ahora tengo entendido que un colega de la redacción, que desde un principio me tenía ojeriza, o más bien envidia por mis éxitos periodísticos, va diciendo que ya intuía que yo no era trigo limpio. ¡Será cretino! Nunca llegará tan lejos como yo, desde luego. Supongo que ahora no me envidia tanto como antes. Ya no debe desear estar en mi pellejo. Y mira por dónde, ahora es él quien se encarga de los artículos más apreciados por el público, sobre todo escribiendo sobre mí. Pero ¡qué sabrá ese! Nada. Todo lo que leo desde la biblioteca de la prisión son meras suposiciones, pura basura.

Para pasar el rato, he decidido escribir mis memorias. Eso sí que será algo memorable, valga la redundancia. Ya hay una editorial interesaba en publicarlas, y no me extrañaría que acabaran haciendo con ellas una película, como la del Vaquilla, que tuvo mucho éxito hace ya muchos años.

El caso es que empecé mi carrera periodística buscando el éxito, y desde luego ya lo he conseguido. ¿O no?


2 comentarios:

  1. Como decía aquél: «Lo importante es que hablen de uno, aunque sea BIEN».
    Te han inspirado las vacaciones.
    Un abrazo.

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  2. Tu relato es muy interesante: ¿hasta donde puede llevarnos la ambición y la búsqueda del reconocimiento? Por otro lado, es cierto que sin darnos cuenta entramos en dinámicas de la que no se puede salir. Hay que estar alerta incluso con uno mismo.
    Enhorabuena por tu creatividad.
    ABrazos.

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