Tras
cuatro largos años de estudio y dos de becario en un periodicucho del tres al
cuarto, no veía la forma de prosperar como profesional de las letras, como me
gustaba autodefinirme. No sabía qué me depararía el futuro, pero desde luego no
me imaginaba cobrando una miseria en un diario cuya tirada era más propia de
una gacetilla del género rosa. Envié mi CV a un montón de periódicos serios sin
recibir ni una sola respuesta. Hasta que, pasados seis meses, recibí una
llamada ofreciéndome un puesto en un diario especializado en sucesos y que
tenía bastante reputación en ese género.
Pasé la prueba de ingreso con nota, pues
a mí siempre me han gustado las novelas del género negro y la prueba consistía
en escribir una notica inventada sobre algún suceso abyecto que pudiera alarmar
a la población y hacer vender muchos ejemplares de una sola tirada.
Aún con un puesto laboral aparentemente
más seguro, estaría a prueba durante los seis meses establecidos, así que
durante ese periodo tendría que demostrar mi valía como fuera. Y no tardó en
venir a mi rescate un accidente de tráfico que se salía de lo normal: Una
joven, de unos treinta años, había sido atropellada y el conductor se había
dado a la fuga. Lo que me llamó la atención y convertía la noticia en un notición
fue que algunos testigos afirmaron que el atropello no fue fortuito sino
intencionado. Las pruebas periciales —imágenes tomadas desde las cámaras de la
calle y la falta de frenada del conductor justo antes de arrollar a la pobre
chica—, así lo confirmaron. Ese fue el primer tema que cubrí con bastante
acierto. Si seguía así, tenía el futuro garantizado, pero tendría que
esforzarme mucho para encontrar temas de gran interés que me valieran un
contrato indefinido, con el consiguiente aumento de salario, pues con el actual
no podía permitirme muchas alegrías.
Pero la suerte no me sonreía, pues todas
las noticias en las que podía trabajar no tenían la enjundia necesaria para
atraer a los lectores ávidos de sucesos desgarradores.
Ante esta sequía de episodios jugosos,
tuve que echar mano de mi iniciativa e imaginación. De este modo, el próximo
caso que me daría un segundo espaldarazo lo tuve que provocar yo mismo. Fue en
el andén del metro, abarrotado en la hora punta. Una joven rubia esperaba el
próximo tren con impaciencia, acercándose peligrosamente al borde para ver si
el dichoso convoy aparecía por la boca del túnel. Y entonces se me presentó la
gran oportunidad: un empujoncito bastaría para que la chica cayera a las vías
justo cuando el tren entraba en la estación a gran velocidad. Nadie se percató
de mi intervención. Tan pronto como la gente se puso a gritar como condenados,
me largué precipitadamente sin que nadie notara mi presencia y mi fuga. Era tal
la confusión reinante que me fue muy fácil desaparecer entre la muchedumbre sin
dejar rastro.
Al llegar a casa, con el corazón
desbocado, me tomé un buen trago de whisky para relajarme. Y cuando lo hube
conseguido, me asaltó, de repente, una terrible duda. ¿Habría alguna cámara en
esa estación que me pudiera delatar? No me había fijado en ese detalle. Un
fallo de principiante. ¡Cómo podía haber pasado por alto algo tan importante!
Aquella noche no dormí, pensando que me atraparían tarde o temprano. Pero la
suerte vino a mi encuentro de nuevo. Al día siguiente, las noticias se hicieron
eco del “terrible accidente”. Las imágenes captadas por las dos cámaras
instaladas, una a cada extremo del andén, solo permitían ver cómo una joven se
abalanzaba contra las vías, pero no se podía apreciar qué era lo que realmente lo
había provocado. ¿Un desvanecimiento, acaso? ¿Un resbalón? Nadie había visto
nada extraño. Ya se sabe, la gente va a lo suyo, con los auriculares puestos o
mirando el teléfono móvil, y no se entera de lo que ocurre a su alrededor.
¡Qué alivio sentí cuando fueron pasando
los días y la policía era incapaz de aclarar lo ocurrido! Caso cerrado.
Mi artículo tuvo mucho éxito —ya se sabe
lo morbosa que es la gente—, siendo incluso felicitado por mi jefe de la
redacción. Mis cualidades como escritor, mi gran imaginación y, por supuesto,
datos de mi propia cosecha, pero, alegué, obtenidos de unos presuntos testigos
(totalmente imaginarios) que no quisieron identificarse, hizo del artículo un
culebrón que duró varias semanas. Con cada ejemplar editado, añadía alguna
información nueva, detalles sin mucha importancia pero que despertaban el
interés del populacho, a base de conjeturas cada vez más disparatadas, que los
lectores se tragaban con avidez.
Como es natural, a quien comete un
delito y sale airoso del mismo, aunque sea por los pelos, le entra el gusanillo
de volverlo a probar. De este modo, me puse a planificar nuevos crímenes del
mismo signo, es decir, muertes violentas que entrañaran grandes incógnitas
sobre el posible autor y su víctima.
Al cabo de varios meses me había
granjeado la admiración de mis compañeros y la aceptación de mi valía como
periodista de sucesos por parte de mis superiores. Ello me valió un puesto fijo
y un considerable aumento de sueldo.
Los asesinatos se sucedían, al
principio, con una frecuencia constante: uno cada dos meses, pues necesitaba
una planificación concienzuda y una buena elección de las víctimas. El modus
operandi era siempre el mismo, el que se me daba mejor: ahogamiento
provocado por una bolsa de plástico en la cabeza de las ingenuas víctimas en su
propio domicilio, chicas solitarias y poco agraciadas que buscaban compañía,
afecto y, a ser posible, una pareja estable. Presas fáciles para cualquier
asesino. Esa constante en la forma de actuar me valió el calificativo de
asesino en serie, cosa que, debo reconocer, me llenó de orgullo. Me había
convertido en el objetivo prioritario para la policía. Parecía estar viviendo
una película de la serie negra.
A esas alturas, la rueda había empezado
a girar y ya no podía detenerla. Me había zambullido en el submundo del mal y
ya no podía abandonarlo a menos que quisiera perder todo lo que había ganado
profesionalmente. Al cabo de un año ya era el director de la sección de sucesos
del periódico. Había conseguido una reputación y, con ella, un ascenso
meteórico. Un canal de televisión me contrató para un programa basado en esos
hechos que yo había descrito previamente sobre el papel. ¡Quién podía imaginar
que yo no solo era el protagonista del programa sino de los asesinatos! Me convertí
en una figura famosa de la prensa amarilla y ya no había vuelta atrás. Pero no
solo me sentía a gusto escribiendo esos sucesos y posteriormente presentándolos
en un plató de televisión, también me daba placer cometer esos horribles
asesinatos, como los calificaban mis lectores, que quedaban impunes.
Pero muy cierto es el refrán que dice
que “tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”. Y eso es lo que me
pasó. Ocurrió lo que la policía no cesaba de afirmar: que un día el asesino en
serie más buscado cometería un error. De ser así, ese sería el final de mi
carrera delictiva, y periodística. Todavía no me puedo perdonar el error que
cometí, impropio de alguien que, como yo, había perpetrado tantos asesinatos
sin dejar prueba alguna, ni en el habitáculo donde los cometía ni en la propia
víctima.
Lo que me llevó a cometer la imprudencia
que me costó tan cara fue el hecho de que, de pronto, pasaban las semanas y no
había forma de hallar una nueva víctima. Frecuentaba todas las discotecas y
lugares de ocio, pero no encontraba al objetivo que reuniera todos los
supuestos que requería (anonimato, soledad y busca de compañía). Todas las
jóvenes en las que me fijaba estaban acompañadas, de modo que me resultaba
imposible acercarme a una de ellas con cualquier pretexto y llevármela a un
lugar apartado. Achaqué esa falta de oportunidades a que, habiéndose convertido
mis fechorías en algo muy notorio y viral, las jóvenes ya no se atrevían a
salir solas; o no salían o lo hacían en grupo. De este modo, tan necesitado
estaba de carne fresca para mi caza personal que tuve que aventurarme hacia
otros derroteros más fecundos, y estos no fueron otros que las callejuelas del
Raval (el antiguo barrio chino barcelonés), donde las prostitutas (y los
camellos) campan a sus anchas. No era un escenario que me apeteciera mucho, pues
temía por mi propia seguridad, pero no tenía otra salida si quería continuar
con el historial de víctimas, y con mi éxito periodístico. Sabía que, dada la
abundancia de “género”, mi iniciativa tenía la victoria asegurada.
Ya el primer día de mi nueva ruta me di
de bruces con una atractiva mujer que claramente ejercía la prostitución en
plena calle. Estaba sola fumando en un rincón que apestaba a orines. Era lo que
andaba buscando: una mujer a la que seguramente nadie echaría en falta, ni
siquiera su familia. Tomada la decisión, todo sucedió en cuestión de segundos.
Tan pronto como me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, la susodicha me
aplicó una llave que me dejó aturdido e inmóvil. Acto seguido aparecieron unos
individuos que se identificaron como policías. Me había salido el tiro por la
culata. Esa mujer era una poli, esperando a que apareciera un famoso
narcotraficante —como más tarde pude saber—, que solía frecuentar la zona, y al
que llevaban semanas buscando. Tuvieron tanta buena suerte al dar conmigo como
yo mala al caer atrapado de la forma más estúpida e inesperada. Así que mi
detención, en realidad, no estaba entre sus planes, querían atrapar a un
traficante de drogas y atraparon a un asesino en serie (es decir, yo) por
casualidad. Creo que a eso se le llama serendipia.
Cuando se hizo pública mi detención, la
sorpresa y consternación invadió la redacción de mi periódico. ¿Cómo alguien
como yo, un buen periodista que cubría esos asesinatos tan terribles podía ser
el autor de los mismos? Debía haber un error, sin duda.
Pero la intensa y concienzuda investigación
policial acabó corroborando mi autoría. Las imágenes captadas por algunas
cámaras cercanas a los lugares de los hechos esta vez sí que me delataron. Las
pruebas reunidas fueron abrumadoras. La policía científica se aplicó al máximo.
Unos grandes profesionales, debo reconocer. Estaba claro que no había sido tan
cauteloso como creía. Más bien resulté ser un asesino de pacotilla. Los
interrogatorios me hicieron papilla. No tenía escapatoria. Soy muy bueno
ideando historias, pero no así inventando coartadas. La suerte estaba echada.
Y aquí estoy, encerrado, probablemente
de por vida. Me han sentenciado a prisión permanente revisable, una especie de
cadena perpetua pero dicho de un modo más suave y moderno.
Ahora tengo entendido que un colega de
la redacción, que desde un principio me tenía ojeriza, o más bien envidia por
mis éxitos periodísticos, va diciendo que ya intuía que yo no era trigo limpio.
¡Será cretino! Nunca llegará tan lejos como yo, desde luego. Supongo que ahora
no me envidia tanto como antes. Ya no debe desear estar en mi pellejo. Y mira
por dónde, ahora es él quien se encarga de los artículos más apreciados por el
público, sobre todo escribiendo sobre mí. Pero ¡qué sabrá ese! Nada. Todo lo que
leo desde la biblioteca de la prisión son meras suposiciones, pura basura.
Para pasar el rato, he decidido escribir
mis memorias. Eso sí que será algo memorable, valga la redundancia. Ya hay una
editorial interesaba en publicarlas, y no me extrañaría que acabaran haciendo
con ellas una película, como la del Vaquilla, que tuvo mucho éxito hace ya
muchos años.
El caso es que empecé mi carrera periodística
buscando el éxito, y desde luego ya lo he conseguido. ¿O no?
Como decía aquél: «Lo importante es que hablen de uno, aunque sea BIEN».
ResponderEliminarTe han inspirado las vacaciones.
Un abrazo.
Tu relato es muy interesante: ¿hasta donde puede llevarnos la ambición y la búsqueda del reconocimiento? Por otro lado, es cierto que sin darnos cuenta entramos en dinámicas de la que no se puede salir. Hay que estar alerta incluso con uno mismo.
ResponderEliminarEnhorabuena por tu creatividad.
ABrazos.