José había aceptado ese trabajo porque
no le quedaba otra opción. Hacía ya tiempo que se le había agotado el paro y sus
escasos ahorros ya habían tocado fondo. Recordaba con amargura aquellas
palabras de su madre asegurándole que una carrera le abriría muchas puertas. A
él eso no le había funcionado, por ahora. Pero esta situación no iba a durar
mucho, pues antes de pasar más penurias económicas estaba dispuesto a hacer lo
que fuera.
Estar tras una
barra de un bar de barrio era, para todo un licenciado como él, casi una
humillación, pero al menos le permitía sobrevivir y dar rienda suelta a su
natural extraversión. En poco tiempo había hecho muchos amigos, o al menos eso
creía. Gente muy maja, currantes todos, que no tenían reparos en contarle sus
penas y sus sueños. Y entre toda esa gente que a diario recalaba en ese modesto
local destacaba, por su simpatía y desparpajo, Julián, un chico de su misma
edad que se ganaba la vida “con lo que salía”, según sus propias palabras, y
con el que conectó desde el primer momento.
Enseguida
hicieron migas y Julián se convirtió, de la noche a la mañana, en su amigo y
confidente. Mismo estrato social, mismos gustos, mismas inquietudes, aunque con
distinta forma de enfocar su vida. Mientras José había sido siempre cauto y
disciplinado, Julián era un remolino que quería tragarse el mundo en dos días y
todo le parecía conseguible a corto plazo. «Sólo
es cuestión de proponértelo», le repetía.
Y el caso es
que la propuesta que le había hecho días atrás no podía ser más tentadora y
parecía pan comido. Julián le había asegurado que no tenía nada que temer, que
todo estaba bien calculado. Lo único que José tenía que hacer era guardar por
unos días “una mercancía” y llevarla luego donde él le indicara. Así de fácil.
Él no podía hacerlo porque era una cara muy conocida en el barrio donde vivía
el destinatario del paquete y debía mantenerse en el anonimato.
José no sabía,
ni quería saber de qué se trataba. Mejor así ─le había dicho su amigo─, cuanto
menos sepas mejor. Y él no estaba para hacer preguntas. Sí se maginaba que debía
ser algo ilegal, pero tal como está el patio, pensó, qué más da. ¿Drogas? No,
eso no, le había asegurado Julián. «Otra cosa, tú
no te preocupes, ya te digo, cuanto menos sepas mejor, tranquilo».
Y él estaba relativamente tranquilo. Necesitaba el dinero. Por un día en la
vida en que se le presentaba una oportunidad como aquella, no podía
desaprovecharla. Sería la primera y última vez.
Y allí estaba
al fin, con un sobre de gran tamaño que le había dado Julián, guardado en el
cajón de esa vieja cómoda de ese cuartucho de esa oscura pensión de ese no
menos oscuro barrio de esa triste ciudad, esperando a entregarlo, de un momento
a otro, en la dirección que su amigo le indicara de un momento a otro.
Ahora, cuando
ya era demasiado tarde para echarse atrás, José sentía una inesperada
aprensión, casi remordimientos. Tanto dinero fácil no se gana así como así.
Espero que todo salga bien y no me meta en un buen lío. Mis padres no están
para verlo, pero, aun así, no soportaría dar con mis huesos en la cárcel. ¿En
qué estaría pensando cuando accedí? !Quién me ha visto y quién me ve! Pero
ahora ya no hay vuelta atrás, no me queda más remedio que apechugar. Que sea lo
que Dios quiera, se repetía José.
Y en eso estaba
cuando llamaron a la puerta de su habitación.
─Hay un chico
que pregunta por usté─, oyó que le
decía la señora Engracia, la patrona.
Minutos
después, Julián le dejaba solo con un papel en las manos donde, con una letra
casi ilegible, había anotada la dirección a la que debía acudir raudo con el sobre.
No había advertido
ninguna señal de preocupación, ni siquiera de tensión, en la mirada de Julián, tan
sólo una sonrisa cómplice, y esa palmadita en la espalda al marcharse parecía
indicarle que todo iba a salir bien. Así que ¿para qué preocuparse
innecesariamente?
En menos de una
hora había llegado a su destino. El lugar no podía ser más sórdido. La
situación le recordaba una de esas películas en la que el poli bueno se adentra
solo, sin protección alguna, en una de esas callejuelas apestosas donde se
esconden los peligrosos rufianes a quienes espera reducir en cuestión de
segundos gracias al efecto sorpresa.
Pero no se
trataba de ninguna película, estaba allí plantado delante de una mugrienta
puerta y llevaba un buen rato desde que había tocado el timbre sin que nadie se
dignara abrirla. Y entonces le sobresaltó una voz a sus espaldas.
─¿Quién eres y
qué coño quieres ─le preguntó una sombra.
─So…, soy José
y me envía Julián ─atinó a balbucear, un tanto acobardado.
─¿Traes algo para
mí? ─preguntó el individuo, mirando a su alrededor, para asegurarse que nadie
los veía.
─Sí, aquí lo tengo
─le contestó José enseñándole su pequeña mochila.
─Bien, pues
pasemos dentro, venga, que no quiero fisgones indeseables.
No dio tiempo a que ambos traspasaran el
umbral, que varios individuos armados aparecieron de la nada, con gritos de “policía,
al suelo, venga, venga”.
Al oír aquellas
palabras a José le dio un vahído, todo empezó a girar en torno suyo, se le
nubló la vista y hasta tuvo que apoyarse en la puerta para no desplomarse. Una
vez tendido en el suelo, mientras era esposado, una sensación de ahogo le
oprimía la garganta y el corazón parecía que le iba a estallar.
Tanto él como el individuo
que lo había recibido, que resultó ser un alto mando de la policía judicial, fueron
llevados a Comisaría para ser interrogados y pasar posteriormente a disposición
judicial.
Por fortuna para José,
el juez decretó para él libertad bajo fianza, pues no tenía antecedentes de
ningún tipo y entendió que no era más que un pardillo que había sido utilizado
por unos delincuentes desaprensivos.
Tan pronto
quedó en libertad, consternado por lo ocurrido, José decidió volver raudo a la
pensión y ponerse en contacto con Julián como fuera para que le explicara qué
había significado todo aquel montaje. Apenas había entrado en la pensión, la
señora Engracia se le acercó decidida.
─Hace un
momento que se ha marchao ese joven
que vino el otro día y me ha dejao esto
pa usté. Y extendiendo su regordeta mano
le entregó un sobre ─este mucho más pequeño─ que José abrió para comprobar que contenía
un fajo de dinero ─el que le había prometido Julián─ y una nota, escrita con una caligrafía que le
resultó familiar. Se acercó a la ventana para leer mejor unas pocas líneas, que
decían así:
Lo siento, tío,
pero eras la persona perfecta para lo que se tenía que hacer. Lamento que todo
se haya torcido pero, por lo menos, tengo entendido que saldrás de esta. Eres
un tío majo y los que son como tú siempre salís bien parados. Yo voy a
desaparecer durante un largo tiempo. Supongo que no nos volveremos a ver.
Gracias por todo y siento, una vez más, las molestias. Supongo que ya te
enterarás de la historia por los medios. Espero que lo entiendas. A tí te
dejarán libre y a mí me habrían enchironao durante unos cuantos años.
El sobre que Julián le dio a José
contenía una relación de políticos y hombres de negocios susceptibles de ser extorsionados
por causas, tanto de su vida pública como privada, y el destinatario primero de
la misma era el jefe de la unidad responsable de emitir los informes
comprometedores.
Julián trabajaba, como correo, para un
grupo de mafiosos que se lucraban con esos chantajes. Recababan información
confidencial sobre las víctimas a cambio de mucho dinero.
Julián, sabedor de que Asuntos Internos iba tras el responsable policial de la trama, temía que, de un momento a otro, se le echaran encima durante uno de esos contactos con el alto cargo receptor de los informes, pensó enviar a José en su lugar y desaparecer de inmediato tras la entrega, pues a José no le podrían inculpar más que de ser un ingenuo intermediario que había caído en una trampa por dinero y poco más. Irse de rositas bien valía haber compartido con José parte del dinero cobrado por su participación.
Cuando José recuerda esa amarga experiencia, reconoce que le ha enseñado que no hay que escuchar los cantos de sirena que prometen una vida regalada sin esfuerzo alguno, que no hay que fiarse de alguien a quien no conoces del todo a pesar de su buena apariencia y, finalmente que, aunque las cosas se tuerzan en la vida, hay que perseverar y confiar en uno mismo.
Aquel día, un día en su vida, pudo haber
acabado con José entre rejas y con un futuro mucho más negro de lo que lo veía.
De
momento, volvería al bar, si lo readmitían, esperaría a que el futuro le
sonriera y que la frase de su querida madre se hiciera realidad.

Un día en la vida, es un puñetazo de realidad envuelto en una narrativa que atrapa desde la primera línea. La forma en que describes la desesperación de José, sus dudas, y ese giro inesperado con Julián y la trampa en la que cae, es magistral. Me gusta cómo logras transmitir la vulnerabilidad de alguien que, acorralado por las circunstancias, se deja llevar por promesas de dinero fácil, solo para aprender una lección tan dura. La nota final de Julián, con esa mezcla de cinismo y disculpa, es un toque brillante que deja un sabor agridulce.
ResponderEliminarUn abrazo, Josep.
Una historia que refleja cómo la desesperación puede nublar el juicio. José aprendió de esta experiencia que no todo lo fácil es seguro, y que confiar ciegamente puede costar caro. Un relato que invita a reflexionar sobre las decisiones que tomamos cuando sentimos que todo va mal, pero al final se libro por los pelos, jajaja.
ResponderEliminarGenial el relato que desde el principio que me ha tenido en vilo.
Como siempre un placer la lectura Josep.
Abrazos.