lunes, 27 de abril de 2020

¿Qué ha sido de Alicia?



Después de leer El exorcista, de Peter Blatty, empecé a creer en las posesiones demoníacas. Se convirtió en mi materia de conversación preferida, provocando la hilaridad de mis amigos, hasta que, hartos de tanta estupidez —como así lo calificaron—, me prohibieron volver a sacar el tema a colación.
Yo, que siempre me había tenido por una persona sensata, me estaba obsesionando con lo que mis amigos consideraban supercherías de vieja. Harto de su desdén, aparqué por un tiempo ese interés, al menos públicamente.

Y en esta historia, como en muchas otras, hay un antes y un después. El antes se acabó aquí. El después empezó cuando apareció Alicia.
Puede resultar cursi, pero fue amor a primera vista. La vi acodada en una esquina de la barra. Su aspecto me cautivó. Nos estuvimos observando a distancia un largo rato, yo hipnotizado y ella provocativa. Parecía que me desnudaba con su mirada. Me sentí intimidado. Yo, que me tenía por un conquistador, me vi, de pronto, como un adolescente inseguro. Nunca había contemplado una belleza tan singular en mi vida. ¿De dónde había salido esa mujer? ¿Sería una conocida de Gustavo, el anfitrión de la fiesta que había organizado con motivo de su cumpleaños?
Fue ella quien tomó la iniciativa, acercándose y susurrándole algo al oído de mi amigo. Gustavo dirigió de inmediato su mirada hacia mí y, sonriente, vino presuroso con ella prácticamente colgada de su brazo.
—Javier, te presento a Alicia…, bueno, a Alicia.
—Encantado —le dije sin poder evadir el poder mágico de su mirada. Ojos verdes y rasgados, labios carnosos y sensuales, tez pálida y pecosa como la de una niña. Todo ello engalanado con una larga cabellera rojiza y ondulada, formando un conjunto fascinante.
Tras unos momentos de mutismo y vacilación, que se me hicieron eternos —qué pensará de mí, me dije—, empezaron las presentaciones.
Alicia conocía a Gustavo de una fiesta. Como ambos habían acudido sin acompañante, acabaron emparejándose.
—Era una fiesta organizada por el Club de Polo y no conocíamos a nadie de los allí presentes, yo porque era nueva en la ciudad y él porque acababa de hacerse socio y su acompañante le había dejado plantado a última hora.

No pude resistirme a sus encantos. Pero el flechazo fue mutuo. Al cabo de unas semanas ya vivíamos juntos, lo cual dio pie a que Gustavo, en plan guasón, me advirtiera: «Ojo con esa diablesa, que te arrastrará al infierno sin poder resistirte a sus poderes». Poderes o no, lo cierto es que no podía estar sin ella ni un solo momento. Era la mujer perfecta.
Al principio todo iba de maravilla. Nunca había sido tan feliz. Hasta que Gustavo metió la pata al mencionar mi afición —como la llamó— por lo demoníaco. De haber podido, le habría asestado un golpe de gracia allí mismo, por su indiscreción e impertinencia —¿qué opinión tendría Alicia de mí después de eso?—, sintiéndome como un niño ridiculizado públicamente por el profesor ante la chica más bonita de la clase.
Pero contrariamente a lo temido, Alicia reaccionó muy bien, afirmando que esas cosas no debían tomarse a la ligera. Ella creía en la existencia del mal, en sus distintas facetas, pero era un tema del que no solía hablar.
Desde ese instante, sin embargo, sintió un verdadero interés por “mi afición” y era ella la que sacaba a colación ese tema, interrogándome, queriendo saber lo que yo pensaba y sabía sobre las posesiones diabólicas. Su interés superaba el mío con creces y, a diferencia de mí, no sentía temor alguno. Todo lo contrario. Llegó a proponerme asistir a un exorcismo. Sabía de un sacerdote que los practicaba en secreto. Ella había estado presente en la última sesión y le había divertido. ¿Divertido? Por supuesto rehusé, cosa que pareció contrariarla.
—Sólo quiero que veas que es cierto —se justificó.
A partir de entonces, toda mi atracción por ella se trastocó en recelo al ver cómo me escrutaba mientras hablaba de las posesiones infernales, de cómo tenían lugar y quiénes eran más vulnerables, de lo que puede llegar a hacer el diablo en el cuerpo del poseso, algo que describió, ante mi estupor, como una experiencia inigualable. Sus ojos refulgían mientras hablaba. Su carácter cambió. Cuando hacíamos el amor parecía que era ella la poseída y, después, una vez relajada, se tumbaba a mi lado y me miraba de una forma extraña, con un rictus desagradable, casi demoníaco. Empecé a tenerle miedo.
Mis sueños se volvieron pesadillas, en las que ella adoptaba figuras extrañas, bailando a mi alrededor y arrastrándome hacia una gran hoguera. Al despertarme, angustiado y sudoroso, resonaba en mi cabeza la advertencia jocosa de Gustavo: «Ojo con la diablesa».

La pesadilla de hoy ha sido la peor, me ha parecido tan real… Me he despertado sobresaltado. Las sábanas estaban revueltas, pero no había ni rastro de Alicia. Solo permanecía en el ambiente su olor, pero esta vez con un vestigio acre. 
Sumido en la consternación, me he sentido, de pronto, raro, mareado. Me ha dado la sensación de que no era el de siempre. Al ir al baño para echarme agua a la cara, me he observado en el espejo y casi no me he reconocido. Los ojos, esa mirada no es la mía. Parece como si un extraño habitara en mí.
No sé nada de Alicia. Y, ahora que lo pienso, tampoco de Gustavo.




(900 palabras)






domingo, 19 de abril de 2020

Siempre quiso ser policía




—¿Y dice que siempre quiso ser policía?
—Desde que vio a su vecino del piso de enfrente, tendido en el suelo, degollado, saliéndole la sangre a borbotones. Tendría por aquel entonces unos diez u once años.
—¡Qué barbaridad! ¿Y eso le atrajo? Siendo tan niño, más bien debería haberle horrorizado.
—Pues a él no. Dijo que sería policía para atrapar a los asesinos. Y la sangre nunca le impresionó. De hecho, llegué a sugerirle que se hiciera médico, como yo, pero él quería ser policía sí o sí.
—Vaya, que lo tenía muy claro.
—Desde luego, y mire que tuvimos discusiones sobre esto. La última vez que hablamos de ello teníamos diecisiete años. Lo recuerdo porque poco después nuestras vidas tomaron rumbos muy distintos.

***

—Tanto los médicos como los policías salvan vidas, cada uno a su manera, Carlos. Mientras que los médicos lo hacen, a por lo menos lo intentan, cuando uno ya está a punto de pringarla, los policías evitan que la gente mate a gente. “Proteger y servir”, como dicen en las películas americanas.
—Creo que tienes una visión del tema un poco infantil, Joaquín. Ni que los policías fueran Superman. Y si ya ha habido un asesinato, como en el caso de aquel vecino tuyo, ¿qué? ¿Acaso alguien pudo evitarlo?
—Pues ahí viene lo bueno: descubrir al asesino, atraparlo y meterlo entre rejas. A los policías la muerte de un inocente los motiva para atrapar al culpable.
—¿De dónde has sacado tú eso? ¿De alguna película de policías? Atraparán al culpable si pueden. Los médicos pueden salvar la vida del que ha recibido un disparo o un navajazo, y está al borde de la muerte. El policía podrá, si tiene suerte, atrapar al culpable, pero el médico le habrá salvado la vida a ese inocente, que es lo que cuenta. ¿O no?
—Sí, vale, pero si la espicha, un médico solo se limita a dar el pésame a los familiares, mientras que el policía les da esperanzas, prometiéndoles que se hará justicia.
—A ti, desde luego, las películas de policías te han afectado, tío.
—Pero ¿tengo razón o no?
—Pues no sé qué decirte, tú todo lo ves de color de rosa. De todos modos, yo prefiero ser médico.
—Claro, porque tú eres un miedica.

***

Han pasado algo más de treinta años desde esa conversación de adolescentes y Joaquín es inspector de policía, mientras que Carlos trabaja como cirujano en un reputado hospital de la capital.
Desde que sus vidas anduvieron por derroteros distintos, uno presentándose a las oposiciones de la Policía Nacional y el otro matriculándose en la Facultad de Medicina, no se habían vuelto a ver. No solo dejaron de compartir gustos e inquietudes, sino que, además, sus familias cambiaron de residencia: la de Joaquín se fue a vivir a un barrio más humilde, al no poder hacer frente al aumento del precio del alquiler, y la de Carlos se mudó a una urbanización de alto nivel, a un adosado con jardín y piscina. Así pues, la distancia, tanto física como social, que les separaba, los mantuvo tan alejados que perdieron la pista y el interés el uno por el otro.
Pero del mismo modo que lo que sube, baja, lo que al principio separa, luego puede volver a unir. Y hoy, precisamente, las vidas de esos dos amigos de la infancia se han vuelto a cruzar, aunque no en el lugar y por el motivo que ambos habrían preferido. Joaquín ha ingresado en urgencias con varias heridas de arma blanca en el pecho que no presagian nada bueno. Ahora está en la mesa de operaciones. El cirujano que intentará salvarle la vida no es otro que Carlos.

***

—Pues eso sí que es casualidad, doctor. Después de tantos años y se vuelven a encontrar en estas circunstancias tan..., especiales.
—Una puñetera y desgraciada casualidad, desde luego. Y ahora me toca demostrarle para lo que servimos los médicos en casos como este. Como se me muera en la mesa de operaciones, no me lo voy a perdonar, aunque él no me lo pueda reprochar. Succione, Carmen, no se me distraiga. ¡Matilde!, ¿cómo están sus constantes vitales?
—De momento se mantienen, doctor.


***

—¿No me reconoces?
—Pues no. ¿Debería?
—Tú eres Joaquín Tudela, ¿verdad? Y eres inspector de la Policía Nacional, ¿correcto?
—Pues…, sí, pero…
—La verdad es que yo tampoco te habría reconocido. Con esa barba y esos pelos... Y además ¡han pasado tantos años! Pero he visto tus credenciales entre tu ropa y entonces he sabido quién eras.
—¿Y usted es…?
—Coño, Joaquín, que yo no he cambiado tanto. Soy Carlos, Carlos Barrientos.
—¡Joder, Carlitos! Así que has llegado a ser médico.
—Y tú inspector de policía.
—¿Cómo lo sabes? Ah, claro, mi identificación.
—Y gracias a tu placa, esa herida de ahí, en tu costado izquierdo, no ha sido mortal. Impidió que el cabrón que te ha hecho esto te clavara el cuchillo más profundamente. No sé de qué estará hecha, pero ha sido tu salvación. Los otros navajazos eran profundos, pero no han afectado, por fortuna, ningún órgano vital. Así que saldrás de esta.
—Mira por dónde he ido a parar a tus manos, ¿eh, doctor?
—Suerte que has tenido. Así que inspector, ¿eh?
—Pues sí, chico. No ha sido un camino de rosas, pero, salvo casos como este, ha valido la pena.
—Y ahora, después de tantos años, nos encontramos gracias a nuestras profesiones. Aunque me habría gustado que hubiera sido en otras circunstancias más agradables.
—Desde luego. Cosas extrañas de la vida.
—¿Y quién ha sido el hijo de puta que te ha cosido a navajazos, si se puede saber?
—¡Bah!, gajes del oficio. Ya estoy acostumbrado. Lo de hoy ha sido mala suerte. Ese malnacido me ha pillado desprevenido.
—¿Y qué ha sido de tu vida, aparte de llegar a inspector?
—Pues me casé y tengo dos hijos, un chico y una chica. Y ¿sabes qué?, que los dos quieren ser policías, ¿no te jode?
—Pero ¿por qué dices eso? Siempre quisiste ser policía para defender a los buenos y atrapar a los malos. Deberías estar satisfecho de que tus hijos quieran seguir tu ejemplo.
—Sí, sí, pero lo mío es como ser torero. Una vez has visto la muerte de cerca, no se lo deseas a nadie, y menos a tus hijos. ¿Y tú qué? ¿Qué me cuentas? ¿Estás casado o sigues siendo tan mojigato con las mujeres?
—Me casé, pero enviudé hace cosa de dos años.
—Vaya, sí que lo siento. ¿Y tienes hijos?
 —Sí, un chico de dieciocho años.
—¿Y también quiere seguir tus pasos?
—¡Qué va! ¿Ese, médico? Qué más quisiera yo. No sé qué voy a hacer con él. Desde que murió su madre…
—Ya veo. Los típicos problemas de la adolescencia. Bueno, ya se sabe, esta juventud de hoy…
—Ojalá fueran las típicas desavenencias entre padre e hijo. Pero bueno, no quiero molestarte más, ahora necesitas descansar.
—Oye, Carlos, si necesitas algo, no sé…, un consejo, que hable con él, lo que sea, solo tienes que decírmelo. Se me da bien tratar con los chavales “conflictivos”, últimamente no hago otra cosa.  Recuerda mi lema: “proteger y servir”.
—Vale, ya hablaremos, pero primero tienes que ponerte bien.
—¡Qué cosas tiene la vida! Mira por dónde, mi amigo Carlitos, el miedica, me ha acabado salvando la vida.
—Tampoco es para tanto. Cualquier otro cirujano habría hecho lo mismo.
—¡Qué va! Seguro que tú me has remendado mejor. Si cuando éramos unos críos, alguien me lo hubiera dicho, no le habría creído.

***

Lo que nadie le dirá a Joaquín, porque nadie lo sabe aún, es que esas graves heridas que le mantuvieron entre la vida y la muerte, se las infligió un joven yonqui de casa bien, durante una redada en el barrio chino. De momento, está en paradero desconocido. La policía lo está buscando. Y su padre también.



miércoles, 15 de abril de 2020

¿Quién soy?



Buena pregunta y difícil respuesta. Los que me conocen en persona tendrán disparidad de opiniones, como es lógico, aunque espero que todas sean buenas. Los que no me conocen personalmente, no tengo ni idea de lo que piensan de mí. Pueden estar acertados o no. No es que me quite el sueño conocer la opinión ajena, aunque siempre es gratificante saber que caes bien. Llevo muy mal las críticas negativas. ¡Qué le voy a hacer!

Yo me definiría como un buen tipo, agradable al trato, aunque bastante introvertido. O reservado. O tímido, No lo sé muy bien. No suelo abrirme fácilmente a los demás —se dice que los catalanes somos así, aunque cada vez creo menos en los encasillamientos—, sobre todo cuando estos son unos perfectos desconocidos.

Para los que solo me conocen por las redes sociales, sobre todo por mi cuenta en Facebook y mis dos blogs, “Retales de una vida”, aquí presente, y “Cuaderno de bitácora”, en el margen derecho, soy un tío que escribe relatos, con mayor o menor fortuna, y crónicas o artículos de opinión (qué bien queda esto) que, hablando en plata, no son más que críticas a todo lo que se me antoja y molesta. Los relatos de ficción van a parar a este blog en el que nos encontramos, y las rabietas como ciudadano de a pie van en el otro. Esto lo aclaro para quienes acaban de aterrizar aquí por primera vez. ¡Hola, bienvenido/as!

Y para todos los que me siguen, también soy aquel pelmazo que no para de intentar colarles su recopilación de relatos titulada “Irreal como la vida misma”. Por cierto, puedo prometer y prometo que nunca más hablaré de mi libro. ¡Ojo!, he prometido, no jurado.

Llegado a este punto, si no lo habéis hecho mucho antes, os preguntaréis si no me habré equivocado de blog, pues lo que os estoy contando no tiene nada de ficción, ni de crítica, ni evidente ni subliminal.

Pues no, no me he equivocado. Está hecho a posta y se debe a que mi persona, como bloguero, ha sido objeto, por parte de José María Almudévar, Chema para los amigos y propietario del blog "Bitácora de Macondo", de una entrevista a distancia en la que me ha tocado desnudarme —nada impúdico, que coste— ante cien preguntas más o menos de tipo personal.

Así pues, para los que les interese saber algo de mí o algo más de mí y no hayan tenido ocasión de leer otras entrevistas semejantes a las que me he prestado muy gustosamente, aquí tenéis el enlace al blog de Chema y a mi entrevista:


Espero que os haya gustado.

viernes, 3 de abril de 2020

Dicen...



Dicen que la arruga es bella. Eso solo lo dicen quienes todavía no tienen muchas. Yo ya soy muy vieja y las tengo en abundancia. De joven me aplicaba tantos potingues como me lo permitía mi bolsillo, de esos que prometen mantener la piel tersa y libre de manchas e imperfecciones. Mentiras y más mentiras. Y todo para vender productos e ilusiones. Los productos no, pero las ilusiones son baratas e incluso se regalan. Y las dos cosas pueden ser muy engañosas.
No me podía quejar, llevaba una buena vida y nada me faltaba. Pero llegó un momento, cuando la piel y el cuerpo entero empezaron a marchitarse, que el enojo, incluso la desesperación, hicieron tal mella en mí que no me dejaban vivir. Veía cómo mi vida social se iba diluyendo. Ya nadie admiraba públicamente mi belleza. Al final nadie me invitaría a sus fiestas. Ya no saldría en las portadas de las mejores revistas. Me volví intratable, malévola, ruin. Lo reconozco. Y ahora pago las consecuencias. Ahora soy más desgraciada que nunca. Me lo merezco. Y todo por no haber sabido aceptar lo irremediable.
He sobrevivido a marido e hijos. Alberto, mi marido, era diez años mayor que yo, lo cual justificaría que me llevara la delantera a la hora abandonar este mundo. Pero mis hijos, Enrique y Marta, pobrecillos, se fueron demasiado pronto. Los dos, casi a la vez, en tan solo pocas semanas de diferencia. Una enfermedad genética rara, lo llaman ahora; de nacimiento, dijeron entonces. Eso habría debido hacerme sospechar.
El caso es que aquí estoy, de pie, como quien dice, sufriendo las consecuencias de mi egoísmo, de mi insensatez, quizá de mi locura. Pero ¡quién me lo iba a decir! Los deseos de la mente no deberían contar. Los pactos imaginarios no tendrían que valer. La voluntad de una loca no debería hacerse realidad.
Hubo un momento en mi vida que habría vendido mi alma al diablo a cambio de la eterna juventud. Debió ser mi retorcida mente que me jugó una mala pasada. Debió ser que aquel libro* y su maldita ley de la atracción, que me obsesionó durante tanto tiempo, tenía razón y mi cerebro envió un mensaje equivocado al Universo.
Quien sea o lo que sea que me ha concedido el don de la eternidad me lo ha hecho pagar demasiado caro. Me ha dejado envejeciendo eternamente. No existe peor castigo.
Dicen que la arruga es bella, pero no es cierto. Quien me ve, tal como soy ahora, huye despavorido como si tuviera una enfermedad contagiosa. Me tratan como a una apestada, dicen que soy una bruja, un ser maléfico, demoníaco. Y quizá tengan razón. Pero es que se dicen tantas cosas…



* El secreto. Rhonda Byrne. 2006. Libro de autoayuda y motivación sobre el poder del pensamiento positivo, basado en la Ley de la atracción, y que defiende que nuestra voluntad puede lograr que los deseos se hagan realidad. La suerte y los accidentes no existen.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Dos tiros por la culata



Jordi Vilagrassa, hijo único del señor Xavier Vilagrassa, a sus veinte años, era un granuja, un haragán y no sé cuántas cosas más. De jovencito siempre era el último de la clase. Con estos antecedentes, su padre decidió matricularlo en la Escuela Industrial para que aprendiera un oficio. Pero como el chico no sabía a qué dedicarse —más bien prefería no dar golpe y vivir a costa de su padre— el señor Jaume Matas, un buen amigo de su progenitor, padre y viudo como él, se hizo cargo de la situación y empleó al chico como aprendiz en su taller de ebanistería.
La única e indiscutible virtud de Jordi era su físico agraciado y su simpatía. Siempre halagador con todo aquel de quien pudiera sacar provecho. Vaya, lo que se dice un vividor. Con su innato atractivo y su innegable habilidad con las chicas, no resulta difícil imaginar que ligaba más que el ajo y el aceite.
Y he aquí que el señor Matas, le presentó un buen día, a Silvia, su queridísima y única hija, una jovencita de muy buen ver y tan vivaracha como para hacer perder la cabeza al Romeo del barrio. Y ligaron, como era de esperar, a la primera de cambio.
«Cuando mi padre se entere, dará saltos de alegría», pensaba Jordi. Pero el único salto que el pobre hombre dio fue directo al cementerio. Se fue tan discretamente como vivió y sin llegar a saber qué le esperaba a su hijo.
Para abreviar, os diré que, después de un noviazgo más breve que un suspiro y más rápido que un rayo, se casaron por todo lo alto, como comentaban en el barrio. Todo lo pagó el futuro suegro, claro está. Y es que la “nena” se lo merecía, qué caramba.
«Vaya un braguetazo que has dado, tío», le dijo más de uno con la suficiente confianza. Y él se encogía de hombros como quien no quiere la cosa. Pero ya lo creo que quería. El chico había conseguido todo aquello que más deseaba: un buen plato en la mesa y una buena mujer en la cama. ¿O debería decir una mujer buena? Sea como sea, disfrutaba de la vida. Tenía dinero a espuertas sin apenas dar el callo —dos años después de la boda seguía siendo un simple aprendiz—, tenía un coche de gama alta, un piso de lujo y todos los caprichos que su flamante mujer, la niña de los ojos de su jefe, todavía más caprichosa que él, le permitía.
Todo les iba muy bien a la parejita hasta que el señor Jaume Matas, mira por dónde, también pasó a mejor vida. Un infarto al pie del cañón se lo llevó al otro barrio. Solo dejó tras de sí los pocos ahorros que ese par de granujas chupa-sangre le dejaron arrinconar. Las malas lenguas decían que esos dos caraduras y la poca clientela que entraba por la puerta del taller fue el motivo de esa desgracia. Así las cosas, ya os podéis imaginar que en un plis plas no quedó ni un euro en la libreta de ahorros.
Silvia, enfurecida porque su antiguo enamorado era un frescales y un gandul —tarde o temprano acaba cayendo la venda de los ojos— que no podría ni por asomo mantener su ritmo de vida, lo plantó por otro, gordo como un cerdo y más feo que un rape, pero más atiborrado de dinero que un banquero. Y por si eso fuera poco, se quedó con la propiedad del taller paterno, como única heredera que era. No pretendía hacer nada con un negocio que hacía más aguas que el Titanic. Solo quería tocarle las narices y otra cosa bastante más abajo.
Pero al ahora ex, a pesar de haber montado en cólera por el desplante y la traición, conociendo el carácter indómito y testarudo de Silvia, no le dolieron prendas en humillarse, rebajándose hasta suplicarle, haciendo el llorica y el desgraciado, que le concediera una compensación económica para poder sobrevivir. Ella, después de meditarlo concienzudamente, acabó cediendo. 
La última vez que hablaron por teléfono, le dijo: «Muy bien, te compensaré, te cedo la propiedad de la ebanistería. Si espabilas, te podrás hacer tan rico como mi difunto padre». Estas fueron sus últimas palabras antes de colgar y echarse a reír a carcajadas en medio de la calle, mientras iba, como cada día, de compras.


miércoles, 18 de marzo de 2020

Miedo a lo desconocido



Sentí miedo, lo reconozco, pues debía afrontar lo desconocido a solas. Si me capturaban, nadie vendría en mi ayuda. Estaba en un planeta inhóspito. Era la primera misión de este tipo. Habíamos tenido que esperar muchos años para poder hacerla realidad. Y allí estaba yo.
En esta ocasión, la visita tenía como objetivo contactar con sus habitantes. La misión era sencilla, pero tenía su riesgo pues no sabíamos cómo reaccionarían esos seres aparentemente agresivos. Por mi parte, sólo verlos me producía repulsión, pero estaba decidido a llevar a cabo lo que me habían encomendado.
Me habían concedido muy poco tiempo. Debía mezclarme con ellos, investigar su hábitat y forma de vida, y aprender, aunque sólo fuera rudimentariamente, su extraño lenguaje. Y todo sin levantar sospechas. Luego, debía volver a la nave con todo el material y abandonar el planeta sin que me vieran despegar. Toda esa información era vital para saber hasta qué punto podríamos, en un futuro, establecer un contacto pacífico con ellos.
Habían sido muchos años de investigación, preparativos y grandes inversiones, y todo en el más absoluto secreto. Primero, logramos convertir su atmosfera en respirable gracias a un convertidor de gases que me implantarían en mi aparato respiratorio. Luego conseguimos emular su aspecto físico con esta especie de segunda piel, un trabajo magnífico de nuestros expertos en síntesis de polímeros. Pero no fue hasta que conseguimos mimetizar la nave con el entorno cuando el proyecto recibió luz verde.
¡Y pensar que todo nació gracias a esos especímenes que logramos capturar tantos años atrás! ¡Vaya revuelo que se armó! Que si el Gobierno conocía la existencia de vida en otros planetas y lo negaba, que si se había capturado unos seres de una nave procedente de otra galaxia y se estaba experimentando con ellos, etcétera, etcétera. Hasta ahora hemos podido ocultar todos los ensayos, pero, de salir bien esta misión, las autoridades estaban decididas a revelar la verdad.

Y ahí estaba yo, con una réplica perfecta de su caparazón externo. Lo único que desentonaba era mi estatura, demasiado baja para ellos, pero me tranquilicé al saber que también había algunos individuos con mi complexión.
Cuando aterricé, su sol se había ocultado ya. Afortunadamente, no tardé mucho en vislumbrar algunas de sus guaridas, así que dirigí mis pasos hacia mi primer objetivo: una estructura baja y rodeada por una barrera no más alta que yo. Supuse que debía actuar de defensa. Por culpa de la ansiedad, inspiré tan hondo que, a pesar del convertidor de gases, su atmósfera casi me tumba.
Pero lo peor vino después, justamente cuando acababa de franquear la entrada exterior de ese habitáculo. Un ser extraño que no teníamos catalogado, surgió de entre la oscuridad y se abalanzó sobre mí profiriendo unos horribles aullidos. Creía que me iba a despedazar. Sus rugidos debieron despertar a los habitantes de la guarida porque, de repente, se encendieron unas luces, escuché unos gritos y poco después noté cómo unas garras me sujetaban con fuerza. Acababa de realizar mi primera incursión y ya había sido descubierto. Debía comportarme con la máxima naturalidad si quería sobrevivir, hacerme pasar por uno de ellos, ese era el plan, pero era incapaz de articular una sola palabra sin desenmascararme.
El pánico se apoderó de mí. Tantos preparativos para nada. Tenía que poner en práctica el plan de emergencia. Para empezar, debía simular una incapacidad para emitir sonido alguno. Me mostraría dócil y ya vería el modo de escaparme cuando se confiaran.

***

Lo que tenía que ser un breve cautiverio, tras el cual debía poder reanudar mi proyecto en otra parte, sin levantar sospechas sobre mis orígenes e intenciones, se ha convertido en algo que nunca habría llegado a imaginar.
Siento que, después de tantos años de esfuerzos, les haya fallado de esta forma, pero quién me iba a decir que me encontraría con algo así, algo superior a mis fuerzas. No me habían preparado para esto.
Según su calendario solar, han pasado ya tres años de mi llegada. He aprendido su lenguaje, si bien ellos creen que me han enseñado a hablar tras superar un grave problema de fonación. Su aparente agresividad no es tal y se han mostrado muy sociables. Me han acogido como a uno de los suyos, pues eso es lo que creen que soy. Mucha inventiva he tenido que utilizar para que no descubrieran mi verdadera naturaleza. Ahora, tras un gran esfuerzo de adaptación, me siento muy cómodo entre ellos. Y es que, la verdad sea dicha, viven mucho mejor que nosotros. Si bien están más atrasados en algunos aspectos, en otros nos llevan la delantera.
Me siento un traidor. Ya no quiero volver a mi lugar de origen. Y aunque me imagino que me estarán buscando, esta segunda piel que ellos mismos diseñaron resulta un perfecto sistema de camuflaje. Sólo espero que resista bien el paso del tiempo y que, antes de que se deteriore y deje de serme útil, haya podido disfrutar mucho tiempo de esta nueva vida.
No quiero pensar qué harán mis anfitriones cuando, si llega el caso, descubran que han sido engañados durante tanto tiempo. Y respecto a mis congéneres, espero que, si me atrapan, sean indulgentes. No sé si me comprenderán, no sé si entenderán mi debilidad, lo que me ha motivado a traicionarles, pero es que eso que aquí se conoce como Big Mac es lo mejor que nunca he probado.

(900 palabras)


miércoles, 11 de marzo de 2020

Trilogía de terror



Hoy he rescatado tres relatos de terror (un género que no cultivo mucho, a pesar de que me gusta) que tenía encerrados en el cuarto oscuro desde hace mucho tiempo y que he decidido liberar. Espero que os gusten.


La sombra

Se proyectaba con tal nitidez que daba escalofríos. Una forma humana en movimiento. Cada noche, a la misma hora. Aterrorizado, me arrebujaba bajo la sábana para no verla ni que ella me viera a mí. No me atrevía a contárselo a mis padres. Siempre me decían que tenía que ser valiente y que si veía algo que me asustaba, debía hacerle frente, plantarle cara, y vería cómo desaparecía.

Así pues, a la noche siguiente, salté de la cama dispuesto a descubrir el origen y el significado de aquella silueta fantasmagórica que, desplazándose por la pared de mi habitación, me resultaba tan aterradora. Me flaqueaban las piernas, pero tenía que hacerlo.
Antes lo hubiera hecho. La imagen que tanto me perturbaba no era más que una sombra, la que proyectaba un individuo desde el otro lado del patio de vecinos. Nuestras galerías daban una enfrente de la otra. El hombre —mis padres me habían hablado de él—, era un sastre que tenía el taller en su casa. Al parecer, pues, hacía horas extra aprovechando la tranquilidad nocturna. Una potente luz proyectaba su sombra justamente hacia la pared de mi cuarto, aprovechando que nada interceptaba el rayo luminoso en una calurosa noche de verano de ventanas y puertas abiertas de par en par. La distancia que nos separaba amplificaba y distorsionaba los movimientos del sastre, que adquirían una forma aterradora.
Al día siguiente, aliviado por tal descubrimiento, se lo conté a mis padres. Quise demostrarles que había sido valiente. Pero, de pronto, palidecí al oír su respuesta.
—¿El hombre de ahí delante? ¿El sastre? Pero si está muerto y bien muerto, el pobre. Hace días que lo encontraron tendido en el suelo de su taller sin vida, ¡Tú y tus tonterías!
Ahora está conmigo. No el sastre, sino su verdugo. Hacía tiempo que rondaba por el barrio. Una vez cumplido su trabajo, nuestro piso era su próximo destino. La sombra le dejó entrar en casa. Me ha dicho que ahora es el turno de mis padres. Creo que no les diré nada.


                                                 
Las pesadillas de Enrique

Enrique empezaba a estar realmente preocupado. Sus pesadillas eran cada vez más frecuentes, terribles, tremendamente reales y últimamente muy repetitivas. Soñaba que era un zombi, un muerto viviente, uno de esos seres horribles y asquerosos de las películas de terror que tanto le gustaban. Debía ser, sin lugar a dudas, por culpa de la serie de televisión The Walking Dead que veía, desde hacía meses, sin haberse perdido ni un solo capítulo. Pero lo peor de todo era que las sensaciones que experimentaba en sueños se estaban trasladando a la vida real.
Desde que tenía esas pesadillas, sus gustos habían sufrido un cambio más que notable: le apetecía comer carne cruda, cuando hasta hacía muy poco solo le gustaba muy hecha, y los olores que antes le resultaban nauseabundos ahora, en cambio, le atraían como si de un perfume de alta cosmética se tratara. Su voz se tornó extraña, como si sus cuerdas vocales emitieran un sonido de ultratumba.
En estas circunstancias, decidió someterse a una revisión médica y quién mejor que Genaro, su buen amigo y endocrinólogo, para hacérsela, ya que no se atrevía a confesarle a un extraño estas anomalías, pues podría tacharlo, en el mejor de los casos, de lunático.
Una vez en la sala de espera de la consulta de su amigo, mientras fingía leer una revista, tuvo que reprimir unos deseos brutales de abalanzarse sobre una mujer entrada en carnes, que no cesaba de observarlo de reojo. ¿Intuiría sus inclinaciones antinaturales? Pero Enrique pudo finalmente contenerse y se comportó con la mejor naturalidad posible.
No sabría decir en qué momento perdió el conocimiento. Solo recuerda que alguien golpeaba la puerta del despacho de Genaro y que varias personas, al otro lado, gritaban a voz en cuello: doctor, doctor, ¿se encuentra bien? ¿Va todo bien ahí dentro?
Cuando Enrique abandonó la consulta, había dejado tras de sí un largo reguero de sangre y unos cuantos cuerpos mutilados.
Aquella noche fue la primera en varias semanas que Enrique no tuvo ninguna pesadilla.



Debajo de la cama

Siempre me han gustado las historias de terror. Mi abuela materna me contaba cuentos y leyendas sobre brujas y fantasmas. Aunque disfrutaba escuchándola, por la noche no podía conciliar el sueño y cuando lo lograba solía tener pesadillas terribles. La más frecuente consistía en que un ente demoníaco, agazapado bajo mi cama, me agarraba con una fuerza colosal y me arrastraba hacia lo más profundo del averno. Cuando despertaba, aterrorizado, todavía notaba, en brazos y piernas, la presión de sus garras.
Desde entonces, aun sabiendo lo ridículo que era, no podía acostarme sin haber mirado antes debajo de la cama para comprobar que no había nada ni nadie. Aun así, esa pesadilla continuaba atormentándome cada noche.
Cuando avergonzado, se lo conté a mi abuela, me dijo que rezara diez padrenuestros y dos avemarías, y que me encomendara a mi ángel de la guarda para que me protegiera. Así no me pasaría nada malo. Y la creí.
Pero a pesar de eso, el monstruo seguía visitándome cada noche, momento en el que me despertaba empapado de un sudor frío y con el corazón galopándome como un potro desbocado. Abría la luz, miraba bajo la cama y, lógicamente, no había nada de nada. Pero la sensación de una presencia extraña no desaparecía. Decidí, entonces, dormir con la luz abierta. Cuando creía que mis padres estaban dormidos, encendía la lamparilla de la mesilla de noche y así conseguía relajarme y me quedaba dormido.
Al principio funcionó. Lo que fuera que intentaba capturarme desde debajo de mi cama, dejó de manifestarse en sueños. Así pues, lo que había logrado hacerle huir no fueron los rezos sino la luz, concluí.
Pero una noche, estando adormilado, noté de nuevo como una fuerza invisible me atraía enérgicamente. Abrí los ojos sobresaltado. No veía nada, pero mi cuerpo era arrastrado fuera de la cama por mucho que me resistía agarrándome al colchón, al somier y a todo lo que podía con todas mis fuerzas. Entonces grité como nunca hubiera imaginado que sería capaz y, al momento, esa fuerza invisible se detuvo. Mis padres, asustados y desconcertados, acudieron rápidamente en mi auxilio, por si me ocurría algo grave. No tuve más remedio que contarles lo que me había estado pasando.
Mi madre intentó, afectuosamente, convencerme de que todo había sido fruto de mi desmesurada imaginación y culpó de ello a mi abuela por llenarme la cabeza de bobadas y a las películas de terror que tanto me gustaban. Mi padre, en cambio, se burló de mí diciendo que ya era muy mayor para todas esas tonterías. Y como yo no dejaba de lloriquear y temblar de miedo, se cabreó todavía más y añadió que tenía que comportarme como un hombre y no como una niña, que a él nunca le había ocurrido algo igual en su vida porque, simplemente, no creía en fantasías de críos ni supercherías de viejas.
—La próxima vez que veas a ese demonio o lo que sea que tanto te asusta, le dices que venga a mi cama, que sabrá lo que es bueno —dijo en plan de mofa mi padre, dando así zanjado el asunto, ante la cara de circunstancias de mi madre.
Lejos de haberlas expulsado, mis pesadillas nocturnas continuaron diariamente, incluso con la luz encendida, Hasta que un día, al acostarme, después de rezar mis oraciones, haciendo un esfuerzo extraordinario, me dirigí al ente que me tenía aterrorizado.
—Conmigo eres muy valiente porque solo soy un niño, pero seguro que a mi padre no te atreverías hacerle lo que a mí. La próxima vez, ve a su cama y verás —le dije en voz baja pero firme, esperando que el desafío funcionara.
Aquella noche fue la primera de muchas que el demonio de mis pesadillas me dejó tranquilo. Dormí de un tirón sin despertarme ni una sola vez.
Por la mañana, a pesar de ser un día festivo, me desperté muy temprano y salté de la cama contento por haber pasado, por primera vez, una noche en paz. Con la urgencia de decírselo a mis padres, aunque pudieran regañarme por despertarles antes de tiempo, corrí hacia su habitación.
Cuando abrí la puerta, hallé a mi madre llorando, acurrucada contra el cabezal de la cama, con la manta hasta la barbilla, como si quisiera ocultarse o protegerse de algo. Al verme, me miró aterrada, con los ojos como platos y temblando. El lugar que ocupa mi padre en la cama de matrimonio estaba vacío y las sábanas revueltas como si se hubiera librado una batalla.
—¿Y papá? —pregunté, temiendo la respuesta.
—No lo sé, hijo. Algo… algo se lo ha llevado. Esta madrugada… le he oído gritar y agitarse violentamente. Cuando he abierto la luz solo he podido ver cómo desaparecía debajo de la cama.