viernes, 19 de julio de 2013

Irene ( extracto de mis memorias secretas III )



Era un 23 de junio al atardecer, verbena de San Juan, cuando me presenté en la casa que habían alquilado mi hermana y mi cuñado en El Masnou para pasar las vacaciones de verano del 66. Ese verano, los planes consistían en que mi madre y yo acompañáramos a mi hermana en su ya habitual soledad veraniega y ayudarla en el cuidado de mi sobrina, de un año de edad, y de su recién nacido hermanito. Por imperativos laborales que obligaban a los dos cabezas de familia a quedarse de “rodríguez” en Barcelona, dos mujeres, dos críos, una asistenta y yo seríamos los habitantes de la residencia masnouense de lunes a viernes.

Recuerdo que había oscurecido ya cuando irrumpí en el patio trasero de la casa, con una gran sonrisa de satisfacción pintada en los labios, ante la mirada expectante de toda la familia al completo. Acababa de pasar el último examen de la reválida con muy buenos augurios, un examen que me había retenido en la Ciudad Condal hasta última hora de la tarde.

Durante el viaje en tren, miraba absorto el litoral del Maresme, y veía cómo la luz menguante del sol contrastaba con la creciente luminosidad de las hogueras encendidas en las playas. Aunque no podía oírlos, adivinaba los gritos de los niños que danzaban a su alrededor, encendiendo petardos y cohetes, dando paso a una luna que esa noche iba a permanecer en vela pocas horas para dar de nuevo paso al astro rey que en el solsticio de verano hace horas extras. Pero en lo que yo iba pensando no era en petardos, ni en la coca de Sant Joan que me estaba esperando, ni siquiera en el Cava que se estaría enfriando. Sólo me preguntaba si las vacaciones que tenía por delante iban a ser tan insustanciales y aburridas como las del verano anterior, pues iba a repetirse el mismo escenario familiar salvo el lugar de recreo y la añadidura al mismo de mi recién estrenado sobrino.

En El Masnou ocupábamos una casa antigua en un barrio no menos viejo pero provisto de ese encanto propio de las poblaciones costeras. Situada cerca de la playa, sólo teníamos que cruzar, casi nada, la carretera nacional, la vía del tren y los bloques de piedra que, a modo de espigón, hacían de muro protector frente a las frecuentes embestidas del mar embravecido, para alcanzar una franja estrecha pero suficiente de arena fina y poder así disfrutar de los baños de sol y de mar.

Como las tediosas vacaciones del año anterior, éstas no estarían exentas de rutina, una rutina veraniega pero no por ello menos monótona. Playa, siesta, música, lectura y algún que otro paseo, por ese orden, ocuparían mi tiempo invariablemente, día a día.

A mis dieciséis años recién cumplidos, mis dos aficiones preferidas eran la lectura y la música. Como premio a las buenas notas obtenidas en los exámenes finales de sexto de bachillerato, mis padres se mostraron inusualmente generosos conmigo, pues nunca habían sido partidarios de recompensar lo que consideraban una obligación por mi parte. Haciendo, pues, una excepción a la regla, me regalaron un tocadiscos portátil y monoaural de la marca Dual, una especie de maletín cuya tapa hacía las veces de altavoz. Además, mi madre accedió a hacerse socia, en mi nombre, del Círculo de Lectores pues siendo menor de edad se me estaba vedado firmar cualquier suscripción de ese tipo. Fue, eso sí, un gesto inicial, pues después sería yo quien abonaría religiosamente, con mis exiguos ahorros, los pagos trimestrales por la compra de los libros del catálogo. Y ahí empezó mi interés por la lectura.

Mi primera lectura “adulta”, que yo recuerde, fue Le Rouge et le Noir de Stendhal y el primer disco que compré fue un single de los Beatles, uno de esos discos de vinilo de 45 rpm, con dos canciones por cara, titulado Drive My Car y que contenía, además de la canción que le daba título al disco, Norwegian Wood, I’m Looking Trough You y You Won’t See Me. No sé cómo no acabó saliendo humo de los surcos de tanto escucharlo. Me convertí, de la noche a la mañana, en un beatlemaníaco irredento y los de Liverpool serían desde entonces y por muchos años mis inseparables compañeros musicales.

Esos días de vacaciones discurrían según lo previsto: tras casi toda la mañana tumbado al sol y bañándome en un mar a menudo embravecido, por las tardes me pasaba horas en nuestro patio, sentado bajo la sombra de un viejo tilo que no sólo me aislaba del calor sino también del mundo exterior. Fueron esas tardes tranquilas las que me permitían disfrutar verdaderamente de la lectura. Desde entonces, he adquirido el hábito de leer y no hay día que un libro no me acompañe. Mi imaginación y sensibilidad innatas me transportaban al escenario de la historia contada y mis lecturas de aquel verano fueron seguramente el acicate para lo que sentiría más adelante. Los autores franceses de los más variados estilos y escuelas eran entonces mis favoritos. Balzac, Stendhal, Proust y André Maurois ocuparon esas tardes de verano. Los amores y desventuras de los protagonistas me llegaban tan adentro que no podría evitar identificarme con los personajes dolientes de todo tipo de aflicciones. ¿Infantilismo o romanticismo a la antigua usanza?

Y así, entre baños, siestas, música y lectura, transcurrían mis vacaciones en El Masnou, un plan que si bien me aportaba unas buenas dosis de relax y cultura, prometían ser de las más aburridas o, si se quiere, las menos atractivas para cualquier adolescente. Entonces, ¿por qué las evoco? Pues porque siempre que el nombre Irene llega a mis oídos, no puedo evitar acordarme de ese verano. ¿Será que un verano sin amor no es un verano memorable?

La repentina irrupción de Irene en mi verano del 66, tan tardía como fugaz, produjo el mayor de los trastornos en mis jóvenes e inmaduros sentimientos e hizo que llegara a cuestionar mis, hasta entonces, sólidos principios morales. Y es que hasta entonces, niño con una inusitada precocidad amatoria, sentimental no física, que conste, me había enamorado de muchas niñas y ante muchas más adolescentes tendría mi corazón que sucumbir, pero nunca hasta entonces había vivido y nunca más desde entonces habría de vivir la atormentada experiencia de enamorarme de una mujer que me doblaba la edad.

Quizá todo fue un sueño, una ensoñación o una fantasía, quizá mi imaginación, exacerbada por la lectura, fue la culpable de tanto desatino. En todo caso, después de aquel verano nada volvió a ser igual. Creo que fue el verano, El Masnou y el amor impetuoso quienes tuvieron en realidad la culpa.

 


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