lunes, 22 de julio de 2013

Siempre me han gustado los cuentos inventados



De muy pequeño, cuando mi madre, antes de arroparme, me preguntaba qué cuento quería que me contara, siempre le respondía lo mismo: “uno inventado”. Y es que mi madre tenía dotes de inventora de historias y sabía improvisar con tal naturalidad y maestría que me mantenía en vilo durante toda la narración. No me atraían los cuentos conocidos porque ya sabía el final y lo que precisamente me atraía de las historias contadas por mi madre era lo imprevisible de su discurrir aunque supiera que su final sería igualmente feliz.

Debí heredar esa facilidad para inventar historias porque rondando los doce años, siempre que llovía y debíamos pasar el recreo en clase, un grupúsculo de incondicionales se arremolinaba alrededor de mi pupitre con la misma petición: Pana, cuéntanos una aventi.

Mi única condición, a cambio, era que eligieran el género que, casi siempre, resultaba ser de suspense o de terror, los que mejor se me daban. Las historias “de amor”, que no eran adecuadas para un auditorio tan masculino y que nadie hubiera osado a pedir so pena de ser objeto de las burlas más enconadas por parte de sus congéneres, me las reservaba para, ya en la soledad de la noche y de mi cuarto, hacer volar la imaginación y mi romanticismo adolescente y secreto para erigirme en el protagonista de las más apasionadas aventuras amorosas.

Lo malo de tener una imaginación desbocada es que te pasas media vida con ensoñaciones que sólo te deparan una irremediable frustración cuando, al despertar, te das de bruces contra la prosaica realidad. ¿Valen la pena esos momentos de gloria imaginaria para tener que aterrizar luego en el mundo real?

Dicen que los mentirosos crónicos acaban por creerse sus propias mentiras y que acaban confundiendo ficción y realidad. Pues yo, que no me considero mentiroso por naturaleza, en alguna ocasión me ha costado discernir lo real de lo ficticio. Quizá es que además de contador de historias me erijo en protagonista de mis propias fantasías, unas fantasías que me protegen de la cruda realidad. Mal asunto.

Es curioso lo que me ocurre. En tanto que habitualmente me cuesta expresar mis sentimientos con naturalidad, debiendo esforzarme para que los demás los perciban como algo normal y espontáneo y que no me vean como un ser insensible, desagradecido o desabrido, según las circunstancias, soy capaz, en cambio, de experimentar las más placenteras emociones con sólo dar rienda suelta a mi imaginación. Claro que nadie se percibe de ello.

Pero la vida nos enseña que las mejores historias son las reales, las auténticas pues, como es bien sabido, la realidad frecuentemente supera la ficción. Pero la realidad es inmutable, es lo que es nos guste o no, mientras que la ficción está a nuestra disposición para ser manipulada a nuestro antojo.

En los Estados Unidos, a las novelas mitad ficción mitad realidad se las califica en el género literario denominado faction, un híbrido de fact y fiction.

¿Cuánto hay de realidad y de ficción en nuestras vidas? Si para que la vida nos resulte más placentera debemos, nos aconsejan, abonarla con buenas dosis de imaginación y fantasía, ¿no es esa una forma de engaño? Si nuestras fantasías se hacen realidad, entonces es como un cuento inventado con final feliz pero si, por el contrario, nunca llegan a materializarse, es, en el mejor de los casos, como la fábula de la zanahoria y el burro, manteniéndonos constantemente esperanzados, pero puede también conducirnos a una desesperación al ver que nuestros deseos nunca llegan a cumplirse.

Yo he adoptado, sin proponérmelo conscientemente, por ser el burro que intenta atrapar la sabrosa raíz de esa hortaliza sin perder la esperanza de hacerla suya algún día y no me ha ido mal. Fijarme hitos placenteros, mirar hacia un destino dichoso, pensar en hechos agradables como si ya me pertenecieran, rodearme, en definitiva, de ensoñaciones no exentas de una buena dosis de irrealidad, me ha ayudado a soportar los embates de la cruda realidad casi como si de una terapia se tratara. Lo importante es saber discernir entre fact y fiction, no sea que el remedio sea peor que la enfermedad.

No creo que sea malo vivir continuamente inmersos en una fábula con final feliz. Aún hoy, cuando ya tengo edad para ser abuelo y contarles cuentos a mis nietos, no puedo conciliar el sueño sin que antes haya dejado vagar mi imaginación por el mundo de las utopías y quimeras. ¿Qué son los sueños si no la expresión onírica de muchos de nuestros deseos?

Desde que no tuve a nadie que me contara un cuento, me convertí en mi propio cuenta-cuentos y, por muchos años que hayan pasado, me siguen gustado los cuentos inventados.


1 comentario:

  1. Hola Josep Mª, tu blog está muy interesante y es muy sincero. Solo quería compartir que entre unos amigos hemos puesto en marcha un blog precisamente de cuentos inventados. Por si tú o alguno de tus seguidores le queréis echar un vistazo- Por si sirve de inspiración algún día, o por si queréis colaborar. En http://milcuentosinventados.blogspot.com.es/. ¡Un saludo!

    ResponderEliminar