jueves, 22 de octubre de 2015

Rebelde con causa



Alfredo era el empleado perfecto: puntual, disciplinado, sumiso, prudente, organizado y leal. Digamos, para abreviar, que era un perfeccionista. Pero de todas sus virtudes la única de la que no se sentía orgulloso era la sumisión. Le provocaba muchos más perjuicios que ventajas. No sabía decir que no ni siquiera a las propuestas más descabelladas de sus superiores. Quería cumplir a rajatabla los objetivos que, de una forma generalmente arbitraria, le fijaban. Cuando no lograba cumplirlos se sentía frustrado. Si, por el contrario, tenía éxito en sus propósitos, no recibía recompensa alguna, ni tan solo unas palabras de reconocimiento.

A pesar de todos estos inconvenientes, a Alfredo le agradaba su trabajo. Tenía una gran experiencia acumulada después de más de veinte años en la misma empresa. Últimamente, sin embargo, las cosas no marchaban bien. La crisis había afectado las ventas, los beneficios iban menguando y habían tenido que reducir la plantilla. “Para sobrevivir a esta crisis hay que optimizar los recursos”, era la consigna de la dirección general. Si no lograban superar ese bache, los primeros en caer serían los directivos. En este escenario, era lógico que los altos cargos presionaran a los empleados del modo en que lo hacían. La empresa tenía que producir más con menos personal y menores salarios.

Alfredo era un mando intermedio. Dirigía un pequeño grupo de empleados. Todos excepto uno eran mucho mayores que él. Rondaban los sesenta años. El más joven era Eduardo, con veintisiete, veinte años menos que Alfredo. Era la última incorporación a la empresa. En solo tres años había demostrado poseer dotes de liderazgo. Era un buen trabajador pero también un arribista, lo que se conoce coloquialmente como un “trepa”. En más de una ocasión, Alfredo tuvo que reprenderle por incitar a sus compañeros a rebelarse contra su autoridad. Como responsable del departamento, se encontraba entre dos bandos: la empresa que le pagaba un buen salario y el personal al que dirigía. Muchas veces debía dar unas órdenes que consideraba injustas. Cada vez eran más las ocasiones en que pensaba que sus subordinados tenían razón al exponer sus quejas, pero debía hacer cumplir el mandato de sus superiores. Él no podía rebelarse. Su puesto de trabajo estaba en juego. No tenía más remedio que aguantar el chaparrón.

Cuando llegaba a casa, abatido y desmotivado, su mujer, con la mejor de las intenciones, le espoleaba diciéndole que no permitiera que nadie le pisoteara. Debía hacer frente a cualquiera que intentara minar su autoridad y autoestima. Él valía mucho –le repetía- y no debía dejarse amilanar, ni por un superior ni por un subordinado.

A medida que el ambiente laboral se caldeaba a su alrededor, Alfredo fue, poco a poco, calentándose mentalmente. Su cerebro bullía cada vez que recibía una orden que consideraba inapropiada pues anticipaba las quejas airadas de sus subalternos. Éstos le reprochaban su falta de coraje para negarse a obedecerlas. “Un buen jefe debe ser como un paraguas. Debe proteger a sus empleados de las injusticias y amenazas laborales” –le increpaba Eduardo ante la aquiescencia del resto del grupo. Y Alfredo no sabía qué contestar. Intentaba persuadirles de que se trataba de una situación pasajera, que debían tener paciencia y que, por el bien de todos, debían acatar las órdenes de quienes aseguraban sus puestos de trabajo.

A finales del pasado mes de julio, a dos días del inicio de las vacaciones de verano, Alfredo fue llamado al despacho del director de Recursos Humanos. Olía mal, muy mal. Los últimos despidos se habían producido justo unos días antes de las vacaciones de Navidad y de Semana Santa, así que debía tratarse de eso. Alguien de su departamento se iría a la calle en menos de veinticuatro horas. De ser así, su equipo se reduciría a un nivel intolerable para la carga de trabajo que llevaban soportando desde hacía tiempo. Si habían decidido prescindir de alguno de sus empleados, en esta ocasión lucharía como un jabato en su defensa, aunque se tratara del incordio de Eduardo. Por muy molesto que resultara, era un trabajador muy válido.

La sorpresa que se llevó Alfredo fue mayúscula. El despedido era él. El motivo: no saber dirigir de forma eficiente a un pequeño grupo de fieles y esforzados trabajadores. Los resultados estaban muy claros: el rendimiento había disminuido notablemente los últimos meses. Le sustituiría Eduardo. Savia nueva. Tenía lo que a él le faltaba: iniciativa, empuje y dotes de líder. Y sacando cuentas, se ahorraban unas buenas decenas de miles de euros al año. “Optimizar recursos, ¿recuerda? Esta es la filosofía de la empresa, una filosofía que, al parecer, a usted se le ha olvidado” –fue lo que le espetó aquel individuo sentado al otro lado de la mesa, con cara de perro.

Más de veinte años dedicados a esa empresa que ahora le dejaba en la calle con una mísera indemnización. ¿Dónde estaba su arrojo? ¿Y su amor propio? A su mente le vinieron los consejos de su mujer pero se sentía incapaz de ponerlos en práctica. Ante los tribunales no podría ganar un litigio contra la empresa. Ésta usaría cualquier pretexto y nadie saldría en su defensa.

Al volver a su despacho, solo con ver la cara de satisfacción contenida de Eduardo y las de pena mal disimulada de sus hasta entonces colaboradores, supo que le habían traicionado. Aquel joven ambicioso y sin escrúpulos se había apoderado –vete tú a saber con qué artimañas- de su puesto y los demás habían secundado su pretensión. Pero aquello no podía quedar así. No se resignaría a permanecer con los brazos cruzados. Pero ¿qué podía hacer?

Le habían dado veinticuatro horas para que pusiera al corriente a su sucesor en el cargo y le traspasara toda la información necesaria para el buen funcionamiento del departamento. “Esperamos que demuestre su profesionalidad hasta el último momento y colabore en todo lo necesario para que el señor Moreno –Eduardo- pueda desempeñar perfectamente su trabajo sin dilación –le había manifestado el de la cara de perro.

Si tenía veinticuatro horas para “colaborar” con sus verdugos, bien podía emplear unos minutos para hablar con su  mujer. Se encerró en su despacho, atrancó la puerta con una silla y la llamó desde su móvil, no fuera que tuvieran intervenida la línea en la centralita. “Dales su merecido” –fueron las últimas palabras de ella antes de colgar.

Cuando volvió a abrir la puerta, todo su ex equipo le observaba desde sus puestos de trabajo. Eduardo le observaba de reojo desde la máquina de café. Nadie podía sospechar lo que Alfredo se disponía a hacer. Su mujer le había dado la idea al recordarle una de las anécdotas más sorprendentes que él le había contado de su infancia: la de la cristalera.

De niño, Alfredo había cometido un acto de rebeldía muy sonado. Era domingo de Ramos y habían venido a almorzar sus abuelos y sus tíos paternos y maternos. Toda la familia al completo. 

Después de la comida, cuando los mayores se hallaban en el salón tomando el café, Juan, el bruto de su hermano menor, chutó la pelota con la que jugaban con tan mala fortuna que la estrelló contra la cristalera del comedor. El vidrio sufrió un evidente y feo desperfecto --una grieta en forma de uve justo en el centro-, pero quedó de una pieza. No obstante, esa horrible fisura arruinaba por completo la magnífica vidriera modernista de la que tanto se enorgullecía su madre, y que tenía más de cien años, tantos como la casa donde vivían.

Cuando se presentaron todos en tropel para comprobar qué había provocado aquel estruendo, Juan señaló con mano acusadora a Alfredo. “Ha sido él, ha sido él” –repetía sin cesar. Y, ante la cara de asombro de éste, todos creyeron a Juan, el pequeño, el obediente. Por mucho que Alfredo desmintió al embustero de su hermano, por mucho que gritó defendiendo su inocencia, no hubo forma de convencer a sus padres de que él no había sido el autor de aquel atentado artístico. El castigo se adivinaba de gran calibre, tan grande como el mal genio que gastaba su padre, que era quien aplicaba los correctivos. Ante tamaña impotencia, la rabia inundó todo el cuerpo y la mente de Alfredo. Su reacción no se hizo esperar. Pensó que si le iban a castigar, que fuera por algo que hubiera hecho de verdad. Se encaminó hacia su cuarto, dejando con la palabra en la boca a su progenitor mientras enunciaba la cadena de castigos que le caerían encima. Al poco reapareció, rojo de ira, con un bate de beisbol en la mano, el que le había regalado su querido padre las últimas Navidades, y ni corto ni perezoso aporreó con él una y otra vez la hermosa vidriera que de herida pasó a peor vida quedando hecha añicos. “Ahora sí que me merezco el castigo” –fue todo lo que exclamó Alfredo antes de desaparecer, dejando a la concurrencia con la boca abierta.

Ahora Alfredo, más de treinta años después de aquel suceso, iba a darles a todos aquellos bastardos un escarmiento. Ya no le importaba las consecuencias. Poco más podía perder y mucho que ganar: su autoestima.

Su acto solo le llevó unas pocas horas. Su meticulosidad le fue de gran ayuda. Recorrió pasillos. Entró en todos los despachos donde solía reunirse con los responsables de otros departamentos. Accedió a los talleres y laboratorios en los que su presencia era habitual. Abría y cerraba armarios y archivadores ante la mirada impasible del personal que ignoraba lo acontecido. Lo único extraño era la fruición con la que parecía remover tal cantidad de papeles. Cuanto más material manipulaba más satisfecho se sentía. Parecía un niño jugando con sus nuevos juguetes. Cuando por fin se marchó para no volver, había dejado tras de sí un caos documental de tal magnitud que ni el listo de Eduardo podría resolverlo en varias semanas. Le había bastado con traspapelar, desordenar y esconder los suficientes documentos imprescindibles para la organización, planificación y contabilidad como para paralizar la empresa durante un tiempo. Pedidos archivados como mercancías servidas, facturas pendientes de cobro registradas como ingresos, procedimientos de trabajo guardados junto a los materiales publicitarios, certificados de calidad junto al inventario de productos en desarrollo. Nadie podría trabajar de forma eficaz y segura. Los números no cuadrarían y el desorden los devoraría. No tendrían más remedio que colgar el cartelito de “cerrado por inventario”. De lo contario sería la ruina.

Esta fue la segunda vez en su vida que Alfredo se rebeló ante una injusticia. En la primera muchos fueron los testigos; en ésta nadie podría atestiguar en su contra. Nadie le había visto hacer aquella “fechoría”, como algunos la calificaron después. No podría contar con unas buenas referencias a la hora de encontrar un nuevo empleo pero ya se las apañaría. Cambiaría de profesión. Hacía tiempo que se planteaba un cambio. Ahora lo tenía claro. Se dedicaría al coaching. Estaba de moda y daba mucho dinero. Experiencia no le faltaba.
 
Fotografía: James Dean, protagonista de la célebre película "Rebelde sin causa"
 
 

7 comentarios:

  1. Que interesante relato, me ha tenido abstraída en lo que me ha durado la lectura.
    Josep, me ha parecido genial este relato, lo mismo el tema que la calidad de tu retorica.
    La verdad es que al hombre le faltaban agallas, pero debe de ser muy difícil cumplir con las demandas por las dos partes en un trabajo.
    Me ha encantado amigo, escribes de maravilla (aunque me repita).
    Un abrazo y buen finde.

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  2. Que interesante relato, me ha tenido abstraída en lo que me ha durado la lectura.
    Josep, me ha parecido genial este relato, lo mismo el tema que la calidad de tu retorica.
    La verdad es que al hombre le faltaban agallas, pero debe de ser muy difícil cumplir con las demandas por las dos partes en un trabajo.
    Me ha encantado amigo, escribes de maravilla (aunque me repita).
    Un abrazo y buen finde.

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    Respuestas
    1. Una historia un pelín larga en la que he querido exponer que, a veces, uno no puede evitar rebelarse ante situaciones injustas, por muy transigente que sea. A veces, más de lo que practicamos, deberíamos protegernos de los ataques a nuestra autoestima. De lo contrario nos convertimos en unos seres serviles.
      En este relato, Alfredo reaccionó quizás un poco tarde pero su venganza le sirvió de desahogo.
      Muchas gracias por leerme y dejar tu amable comentario (además por duplicado, jaja)
      Un abrazo.

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  3. Es una historia un poco más larga de lo que nos tienes acostumbrados, pero igualmente interesante y muy bien desarrollada, con varias lecturas y conclusiones a mi entender.

    El puesto de Alfredo era delicado de por sí, mucho más en tiempos de crisis. Y la figura de Eduardo, el típico trepa sin escrúpulos ni principios, la salsa de la historia. Yo no creo que pueda reprochársele lo que hizo. Estaba justamente dolido por el trato que le habían dado y qué menos que ese pequeño desquite. Así sabrían lo que su gestión había aportado a la empresa y lo buena que había sido.

    Me alegro de que encarara su futuro profesional con optimismo y estoy segura de que, con el apoyo de su mujer, saldría adelante sin problemas. Respecto a Eduardo, no veo yo tan claro su porvenir, o serán las ganas que tengo de que fracase por lo mal que me cae jajajjajaa.

    Un relato excelente, Josep. Tu narrativa es tan fluída que haces que parezca fácil contar una historia larga, cuando en absoluto lo es. Enhorabuena!

    Un abrazo y feliz fin de semana para ti!!

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  4. Ciertamente soy más de relatos cortos. Esta excepción se debe al taller de escritura creativa al que asisto y cuya última consigna consistía en escribir un relato de cuatro páginas que llevará el título "rebelde con causa" y cuya trama se ajustase, lógicamente, a dicho título.
    Me alegro que, pese a su extensión, te haya resultado fácil de leer e interesante.
    Muchas gracias, Julia, por tus comentarios.
    Si bien los personajes son ficticios, personas y hechos reales me han servido de inspiración.
    Un fuerte abrazo.

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  5. Hay ocasiones en que la mala fe de algunos y la indiferencia de otros bien vale no pensar que puedan pagar justos por pecadores. Por desgracia estamos en un mundo en que la solidaridad brilla por su ausencia en muchas ocasiones. Seguimos sin aprender mirando para otro lado porque no nos toca. Excelente relato, Josep.
    Abrazo!!!!

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    Respuestas
    1. Por desgracia, la mayoría de las veces gana el espíritu de supervivencia, ese que solo te hace pensar en tus propios intereses y olvidar los de los demás. El sálvese quien pueda. Pero siempre he creído (o he querido creer) que, a la larga, gana la justicia.
      Muchas gracias, Mª Jesús, por tus comentarios.
      Un abrazo.

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