Juan y María llevaban casados 49 años. Al cabo
de seis meses celebrarían las bodas de oro. Nunca habían imaginado vivir tanto
tiempo juntos. Pero así era y sería mientras su salud lo permitiera.
Este año pasarían la
Nochevieja solos, sus hijos tenían otros compromisos y no podrían celebrarlo
juntos como cada fin de año. Sería más triste de lo habitual, pero lo
importante era pasarla juntos.
Lo celebraron siguiendo
la tradición: una cena exquisita —María era una excelente cocinera—, turrones y
cava y a esperar las doce campanadas desde la Puerta del Sol, intrigados por
ver qué vestido luciría en esta ocasión la Pedroche.
Llegado el momento
culminante, tras haber tragado, no sin cierta dificultad, las doce uvas, cada
uno formuló su deseo secreto. Ambos pidieron, como siempre, seguir siendo
felices a lo largo del año que acababan de estrenar.
Se acostaron temprano —la
edad no perdona—, pues pasada la una de la madrugada ya se les cerraban los
ojos irremediablemente.
Al día siguiente
vendrían los hijos y los nietos a comer. María ya había preparado un gran
ágape, como cada año. Durante la comida, brindarían por los que ya no estaban.
Lo que María no podía haber previsto era que ese día tan inolvidable, sería Juan quien no estaría presente. Esa mañana no despertó. María estrenó así una nueva vida sin su marido. Juan siempre había dicho que quería dejar este mundo sin sufrir, tranquilamente, mientras dormía. Por lo menos, ese deseo sí que se cumplió.