Llevo más de veinte años trabajando en una oficina de objetos perdidos del Ayuntamiento de Barcelona. Después de tanto tiempo en el mismo curro, os podéis imaginar la de cosas extrañas que he visto. Pero lo que me trajo un municipal un buen (o mal) día, una caja que alguien se había olvidado en un parque cercano, nunca lo hubiera imaginado. El policía, un joven que debía rondar los veintipocos años, sin duda un novato sin una pizca de curiosidad y que, según me dijo, tenía mucha prisa ─algún asunto de faldas, seguro─ ni siquiera se dignó a mirar su contenido. Ya se sabe: la ley del mínimo esfuerzo. Coje la caja abandonada y me la entrega sin saber qué es. Y listo. Aunque, bien pensado, hizo bien en este caso, porque si hubiera visto lo que contenía se habría cagado encima.
Yo es que estoy hecho de otra pasta. La verdad es que muy pocas cosas me asustan y menos aún me sorprenden. Pero entiendo que la gente, digamos normal, sea aprensiva cuando se halla frente a una asquerosidad como la que tuve que sacar de esa caja.
Por lo pequeña que era, pesaba más de lo que uno podía pensar. Cuando la sostuve y me percaté de ello, pensé por un momento en un artefacto explosivo. Pero, por fortuna, no fue así, de lo contrario ahora no lo estaría contando.
Una vez el joven guardia hubo salido de mí reducto, me decidí a abrirla, tomando todas las precauciones posibles que, en mí caso y a falta de algo mejor, fue poniéndome un casco de motorista, otro de los objetos perdidos que, junto con los paraguas, suelo recibir casi a diario (mira que los hay despistados). Habría tenido que hacerlo en su presencia, pero se largó tan rápidamente que no me dio tiempo a retenerlo. Ni siquiera firmó el estadillo describiendo el objeto, el lugar de su hallazgo y haciendo constar que me hacía entrega de él.
Lo primero que me llamó la atención fue su olor, o debería decir su pestilencia. ¿Cómo no se había percatado ese mentecato si lo debió tener en sus manos durante un buen trecho, desde el parque hasta mis dependencias? La única explicación plausible es que se le notaba el nariz muy tapada ─de hecho, hablaba como un gangoso─ por culpa de un resfriado.
Bueno, el caso es que, para no alargarme y teneros en vilo más de la cuenta, se trataba de una cabeza. Sí, sí, lo habéis leído bien, una cabeza. Y, por supuesto, de un ser humano.
Ahora pensaréis que di parte inmediatamente a los Mossos d'Esquadra para hacerles entrega de ese escabroso hallazgo, para que llevaran a cabo las pesquisas correspondientes hasta llegar a descubrir su identidad y posteriormente quién había sido el autor de tamaña fechoría. Pues os equivocáis. Dado que no constaba en ninguna parte su procedencia, dónde se había encontrado y quién me lo había entregado ─el papanatas del municipal ni se acordaría, ni preguntaría más tarde de qué se trataba, como así fue─ y dado mi natural gusto y atracción por lo macabro y coleccionista de objetos extraños, me lo llevé a casa. Y como no tengo mujer ni familia alguna que viva conmigo, estaría a salvo de preguntas incómodas.
Veréis que la historia es bastante rocambolesca y ahora, a tiro pasado, me pregunto por qué hice lo que hice, yo que suelo ser tan consecuente como todo lo que hago, salvo alguna excentricidad como ésta.
Por cómo estaba el cráneo cuando lo deposité por primera vez sobre la mesa de la cocina, deduje que su propietario había sido quemado (vivo o ya muerto) antes de decapitarlo, pues el olor que desprendía era característico de la carne quemada y a que seguramente no hacía mucho que se había producido el asesinato. El caso es que, hacendoso como soy, lo limpié de todos los restos orgánicos que todavía conservada ─por lo menos las cuencas de los ojos estaban vacías, pues los ojos es lo que más me impresiona de un cráneo─, arranqué el pelo que aún quedaba, eliminé los restos de carne que tenía pegada en algunas partes y lo dejé reluciente.
Una vez como los chorros del oro, lo deposité en una estantería, como sujeta libros. Y aunque no suelo recibir visitas, en el caso de recibirlas y alguien preguntara qué hacía un cráneo junto a los veintiún volumes de La Gran Enciclopedia Catalana, le diría que era falso, como esos esqueletos que adornan algunas consultas médicas, y listo. Prefiero que me consideren rarito que otra cosa peor.
Me imaginaba que tarde o temprano saltaría la noticia de que se había encontrado el cuerpo quemado de un desconocido en alguna zona boscosa a la que le faltaba la cabeza. Y así fue, aunque había transcurrido más de un mes desde el hallazgo del cráneo.
La policía, con el estudio del ADN y la lista de desaparecidos durante el período que el forense declaró que se había producido la muerte del interfecto, llegó a identificar la identidad del mismo, un hombre de negocios de cuarenta y cinco años, recién separado de su mujer y con problemas económicos, según sus allegados más cercanos.
Ello me picó la curiosidad e indagué quién era, en realidad, ese hombre. Gracias a la hemeroteca, supe que su mujer era la heredera única de un floreciente negocio inmobiliario de su padre, un anciano enfermo terminal. Así que ella era rica y más lo sería a la muerte de su progenitor. Qué putada (con perdón) para él que, en las puertas de una nueva vida repleta de dinero, le dejara su mujer, sobre todo cuando estaba pasando por un mal momento económico que seguramente llevaría a su empresa a la bancarrota.
Una vez conocidos estos detalles, sentí una enorme empatía por ese pobre diablo, a la vez que un odio visceral crecía dentro de mí contra esa malnacida. Así que, ni corto ni perezoso, se me ocurrió hacerle un regalito.
Como mis investigaciones me llevaron a descubrir el nuevo domicilio de esa mujer, le dejaría la caja con el cráneo ante su puerta, pues sospechaba que había tenido algo que ver con la muerte de su marido y quería amedrentarla y ver cómo reaccionaba. Llegado el momento, llamé al timbre del interfono de la calle y una voz de mujer con marcado acento sudamericano, que supuse sería su asistenta, me contestó. Dije, como la máxima naturalidad, que traía un paquete para la señora de la casa. Me abrió sin ningún problema. Una vez ante la puerta del piso, dejé el paquete en el suelo, llamé al timbre y me apresuré a abandonar el lugar a la velocidad del rayo.
Supuse que la mujer, pensando que alguien que conocía su implicación en el asesinato de su marido intentaba darle un toque, entraría en pánico y se desharía del cráneo para eliminar así una prueba material del delito. Pero al día siguiente, en contra de lo que pensaba, leí en el periódico que "Una mujer, en estado de shock, ha hecho entrega a los Mossos d'Esquadra de una caja conteniendo un cráneo humano que un desconocido le ha dejado en su puerta".
La cosa se estaba poniendo interesante. Por fin, algo animaría mi monótona vida. Parecía el argumento de una novela policíaca. ¿Cómo terminaría el asunto? Seguramente muy mal para el asesino, o mejor dicho asesina, pues tenía mis dudas sobre su identidad, ya que no me imaginaba a la “Bella” haciendo un trabajo sucio más propio de una “Bestia”.
El caso es que la policía comprobó que el cráneo pertenecía al cuerpo hallado días atrás y analizó las huellas dactilares halladas en la caja. Una de ellas resultó, como es lógico, del policía municipal que me la había entregado. ¿Cómo las identificaron? Pues resultó que años atrás había sido detenido y fichado por haber participado en una manifestación que acabó en una batalla campal. Lo dejaron en libertad, pero sus huellas quedaron registradas.
El joven, aturdido por ese descubrimiento, aclaró que sus huellas estaban en la caja porque fue él quien la encontró abandonada junto a un banco del parque de La Ciudadela y la entregó en la oficina de objetos perdidos más cercana. Aunque no había quedado un registro de dicha actuación ─algo que le valió una reprimenda por parte de su superior─ vinieron a interrogarme para, entre otras cosas, tomar mis huellas dactilares, que coincidieron con algunas de las halladas en la caja. Solo quedaban por identificar unas terceras huellas que debían pertenecer a quien abandonó la caja en el parque y, muy probablemente, al asesino.
Durante el interrogatorio, acabé reconociendo que me había quedado con la caja, aún habiendo comprobado su contenido y que fui yo quien se la dejó a la que suponía era la viuda ─con lo que me advirtieron de que tendría consecuencias penales, especialmente dado su origen─. ¿Qué otra cosa podía hacer? De haberlo negado, todo se habría complicado aún más. Llegado a ese punto, me arrepentí de haber actuado de forma tan inconsciente, en respuesta a un impulso irrefrenable, pero ya no había vuelta atrás, tendría que apechugar con lo que me esperaba.
En el interín, el comisario envió a un agente al domicilio de la viuda, para ponerla al corriente de las últimas noticias, pero, por lo que pudo comprobar, había volado cual ave migratoria. Se interrogó a los vecinos y a la asistenta, y todo parecía corroborar que había huido precipitadamente.
El día anterior, a las 13:00 h, un vuelo de ITA Airways, despegaba del aeropuerto de El Prat, con destino a Sao Paulo. En el asiento 12A, una rubia teñida despampanante, con unas enormes gafas de sol, se disponía a echar una cabezadita tan pronto como el avión hubiera alcanzado la altitud de crucero.
A su lado, un apuesto joven leía el periódico. Antes de que la rubia cayera en brazos de Morfeo, se dieron un apretón de manos y ella le envió un beso al aire, sonriendo coquetamente.
Entretanto, en una cama del hospital oncológico Durán y Reynals, un hombre de ochenta años agonizaba pidiendo ver a su hija antes de morir.
La policía dio, cómo no, con el rastro de la fugada, comprobando que había huido en compañía de un hombre, pues ambos figuraban en asientos contiguos en la lista de pasajeros de un vuelo a Sao Paulo, pudiendo, además, ser identificados, en actitud cariñosa, por las cámaras de la sala de embarque. El individuo, aparentemente mucho más joven que su acompañante femenina, debía ser un gigoló que no tenía donde caerse muerto y que, no sólo era un guaperas sino también, afortunadamente para la policía, poco cuidadoso o desmemoriado pues, al registrar su piso, encontraron en un cajón del dormitorio un pendrive en el que había guardado, probablemente para cubrirse las espaldas, todos los correos y mensajes con su amante relativos al asesinato de su marido.
Yo, lógicamente, no tuve acceso a esa correspondencia, pero mientras cumplía prisión provisional, por mi implicación en el caso y por el riesgo de fuga (según el señor juez), vino a verme el joven policía municipal que, desde mi punto de vista, lo había liado todo. Con el tiempo nos hicimos amigos, seguramente porque se sentía en parte culpable de lo que me había sucedido. Así que en una de sus visitas me contó lo que habían descubierto.
Resulta que el guaperas era, en realidad, el entrenador personal de la esposa del finado. Mucho músculo y poco cerebro. Entre ambos planearon el asesinato. De este modo, a punto de ser muy rica, pues su padre tenía los días contados, no quería que el inútil de su marido pudiera meter mano a la fortuna que esperaba heredar, ya que, siendo un perfecto negado para los negocios, seguro que la arruinaría. Y como el imbécil no quería darle el divorcio, no vio otra solución que hacerlo desaparecer. ¿Y quién mejor para hacerlo que su amante, del que estaba totalmente colada y al que tenía comiendo de su mano? Así pues, éste lo había matado y posteriormente quemado, esperando borrar así cualquier rastro de identidad ─el muy cretino no sabía que se puede obtener el ADN de un cadáver aun estando asado y bien asado─, pero debía hacer desaparecer la cabeza, pues sí sabía por las películas que la dentadura puede ser un medio de identificación. Entonces le rebanó el pescuezo con la intención de, en primer lugar, enseñárselo a su querida, demostrándole así que había cumplido con el trato, y en segundo lugar, para hacerlo desaparecer en una zona lo más recóndita posible, donde difícilmente pudieran encontrarlo. Pero durante el trayecto, cuando atravesaba el parque de La Ciudadela, se percató de que había una pareja de policías municipales rondando y que le pareció que le miraban mal ―algo propio de quien se sabe culpable de una fechoría─, lo que le hizo desistir de continuar con su objetivo y, acojonado ─algo propio de un inexperto principiante─, no se le ocurrió nada mejor que abandonar la caja en el primer banco que tuvo a su alcance, procurando que nadie le viese. Y así fue cómo se desarrollaron los hechos, por insólito que parezca.
Durante mi estancia en la trena, urdí un plan para vengarme de esa pareja de asesinos que, indirectamente, eran culpables de que me encerraran cinco años de mi ingrata vida. El primer día de libertad compré un billete de avión a Sao Paulo. Gracias a mi amigo el municipal que, por las pesquisas que hicieron los Mossos en su día, en colaboración con la policía brasileña, conocía la dirección donde vivían estos dos sinvergüenzas, me propuse presentarme ante ellos y ver la forma de tomarme la justicia por mi mano.
Ayer estuve rondando la casa donde se suponia que viven, ubicada en una urbanización de lujo, de esas que tienen control de seguridad, y como no vi ningún movimiento durante el día, me decidí a preguntar al guardia que custodia la entrada al recinto. Lo único que pudo decirme es que ya no vivían allí desde hacía algún tiempo, pero que preguntaría a su compañero, que llevaba más que él en el puesto, si sabía adónde se habían trasladado. Cuando volví por segunda vez, me dijo que su compañero le había comentado que se habían arruinado, que al parecer tenían que heredar una fortuna del padre fallecido de la “señora”, pero que las malas lenguas decían que el “señor padre” había desheredado a su hija y que lo había dejado todo a una de sus sirvientas, que lo había cuidado hasta el día de su muerte.
Me gasté gran parte de mis ahorros en localizar a esos dos pájaros. Pero lo que más tiempo y dinero (pagando a chivatos) me costó es saber dónde se fueron a vivir: en una de las favelas que abundan en esa capital, con cientos de miles de personas habitando en ellas. Sus nombres y descripción facilitaron la tarea. Aun así, han sido semanas de una búsqueda incansable.
Por fin los vi. Parecían un par de andrajosos. Hasta me dieron pena, mira por donde. Pero no podía dejarlos en paz, algo tenía que hacer. Me decidí por una de las cosas que había barajado desde que aterrizé en el aeropuerto: matarlo a él, quemar su cuerpo, cortarle la cabeza y dejársela a su pareja en la puerta de su chabola dentro de una caja con un gran lazo. Sólo con pensarlo me entraban escalofríos de satisfacción. Pero como yo no soy capaz de hacer tal cosa con mis propias manos, localicé a un sicario que lo haría todo por mí. Lo malo es que me exigía mucha pasta y no tenía suficiente, a menos que me quedara en la ciudad, trabajando de lo que sea, como así he hecho.
Hoy se ha llevado a cabo mi encargo. Todo ha salido a pedir de boca. He alquilado una chabola junto a la de ella y la tengo vigilada de día y de noche. No parece muy apenada por lo ocurrido, diría que incluso se la ve relajada. Me parece que ejerce la prostitución en su vivienda. Un día de éstos, le haré una visita. A ver qué tal va. Aunque ya no está tan guapa como antes, todavía tiene su puntito. Yo no soy gran cosa físicamente y no sé quién gana ahora más dinero ─si ella como prostituta barriobajera o yo como albañil─, pero quién sabe si soy capaz de enamorarla. Ya os dije que me gusta coleccionar cosas especiales, ya sean objetos o personas, y bien podría ser una de ellas. Soy un morboso, lo reconozco. Una morbosidad la mía que mi psiquiatra no ha podido calificar ni erradicar. Qué le vamos a hacer…
Me he quedado con la boca abierta, entre risas y escalofríos, porque menuda montaña rusa de emociones. Tu relato es como una película de suspense con un toque de humor negro que me ha encantado. Ese narrador con su casco de motorista abriendo la caja misteriosa es puro cine. Y lo de llevarse el cráneo a casa como sujeta libros, madre mía, eso es tener un nivel de excentricidad que roza lo legendario. La forma en que vas tejiendo la trama, con ese giro detectivesco y la venganza en São Paulo, es de quitarse el sombrero. Y el final, con ese toque morboso y pícaro, es el broche perfecto para un relato tan loco como genial. Eres un maestro del suspense con un guiño travieso. Un abrazo enorme, Josep.
ResponderEliminarHola, Miguel.
EliminarEn primer lugar quiero desculparme por la cantdad de erratas que contenía este escrito. Y eso que ya las había detectado antes de darle a publicar y creía haberlas corregido. No me explico cómo ha podido suceder. Una cosa es que se me escape un gazapo (o dos, je, je) y otra muy distinta unoss cambios garrafales respecto el texto original (términos y tiempos verbales distintos y modificaciones en algunas palabras). La única explicación que se me ocurre es que he cambiado de ordenador y algo raro ha hecho al volcar el texto original en word a la plantilla del blog. Indagaré el motivo para que no vuelva a suceder.
Dicho esto, te agradezco tu comentario tan amable, a pesar de que, insisto, hay palabras erróneas (parásito en lugar de paraguas, y cosas por el estilo). Es como si hubiera un corrector agazapado para hacerme la puñeta.
La historia es muy rocambolesca, desde luego, y tenía ganas de salirme de lo "normal", je, je. Así que aprecio mucho tu valoración.
Un fuerte abrazo.
Jajaja, ¡Josep, vaya historia tan rocambolesca que has escrito!, me ha parecido que estaba viendo una película. Morbosa, graciosa alguna veces, sobre todo cuando se lleva la cabeza a casa y la limpia, ¡qué valor tenía el hombre, :))). Y eso de ir a vengarse a Sao Paulo, está increíble, como la intención de enamorarla.
ResponderEliminarMe ha parecido una historia genial y me ha encantado.
Siempre es un placer leer tus relatos tan bien llevados hasta un final.
Un abrazo y feliz día.
Hola, Elda. Para empezar, te remito a lo que le digo a Miguel con respecto a las faltas que he detectado en este relato y que, en principio, había corregido tan pronto como me percaté de ello. Y también le explico a qué pueden obedecer.
EliminarPor lo tanto, más mérito tiene una valoración tan positiva por tu parte aun existiendo tantas erratas, que ahora supongo habrán deaparecido.
Así pues, me alegro que esta historieta tan surrealista te haya encantado a pesar de todo ello.
Un fuerte abrazo.