Hoy he vuelto a recuperar un relato breve que publiqué en este blog en febrero de 2015 y que tuvo muy poca repercusión seguramente porque por aquel entonces no tenía muchos seguidore/as. Así, pues, he querido rescatarlo y darlo a conocer de nuevo como despedida del curso. Espero que os guste.
Siempre sentado en el mismo
rincón. Allí pasaba las horas y los días en silencio, pensando, haciendo planes
ilusorios para salir del pozo en el que me hallaba. Delirios que me mantenían momentáneamente
vivo.
Entre esas cuatro paredes me
sentía a salvo de las inclemencias de la vida del vagabundo y también de las
climatológicas, que todo hay que decirlo. Horas y horas consumidas ante un vaso
de vino peleón que Juan, siempre tan amable conmigo, no me cobraba, hasta que
éste me insinuaba sutilmente que ya era hora de abandonar el local y dejar la
mesa libre. Cada día igual. Hasta el día siguiente.
El tiempo transcurrido en
aquel viejo bar, más viejo que yo, fue el más feliz de mi pobre existencia. Desde
que despuntaba el alba hasta media mañana y desde que oscurecía hasta la hora
de cerrar, ya de madrugada, ese bar era mi refugio, mi hogar de adopción. Allí convivían
mis recuerdos con mis esperanzas. Cada día igual. Hasta el día siguiente.
Algún día saldría a flote, una
mano amiga me sacaría de la indigencia —pensaba. Presentía que hallaría mi
salvador en ese bar. Imaginaba que el día menos pensado aparecería alguien que
me ofrecería una oportunidad, la que llevaba tanto tiempo esperando. Soy pobre
pero no inútil —me decía—. Aquí todos me conocen y alguien pensará en mí. Cada
día soñaba en lo mismo. Cada día igual. Hasta el día siguiente.
Cuando Juan murió, cerraron
aquel bar. Allí dentro quedaron sepultadas mis ilusiones.
La forma en que describes la rutina de ese rincón en el bar, el refugio del protagonista entre sus sueños y recuerdos, es de una sensibilidad que cala hondo. Ese contraste entre la esperanza persistente y la crudeza de la realidad, con ese final tan poético y triste, es total.
ResponderEliminarMe encanta cómo logras transmitir tanto en tan pocas palabras, pintando un retrato tan vivo de alguien que, a pesar de todo, se aferra a la ilusión. Gracias por recordarnos la magia de las historias que merecen ser releídas. Un abrazo, Josep.
Muy bien expresado ese amargo sabor de la esperanza que acompaña a los que sobrellevan el fantasma del fracaso o la soledad atrincherados en una barra o en una mesa. El crepuscular cariño de los garitos combina con la melosa rutina del derrotismo, del desenchufe de la vida social, o la agría demanda del compañerismo, la vivida necesidad de los demás, buscarse a uno mismo en los ojos de otros. Gracias. Un saludo.
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