viernes, 25 de octubre de 2024

Una nueva vida

 

 

Yacía en medio de un gran charco de sangre, rodeado de coches patrulla y más de veinte agentes fuertemente armados. Por fin habían dado con él. Lo habían tenido que abatir a tiros pues no era de los que se dejaba atrapar sin plantar cara. Morir matando, ese era su lema favorito.

En su haber, treinta atracos a mano armada, tres de ellos con rehenes. Treinta entidades bancarias habían sufrido su agresiva intrusión. Se había convertido, en poco más de un año, en el enemigo público número uno. A su lado, los delincuentes más violentos que nutrían las cárceles españolas eran niños de párvulos.

Los meses de persecución habían, por fin, dado su fruto. Ahí estaba, boca abajo, con el cuerpo retorcido, esperando a que el juez autorizara el levantamiento del cadáver.

Todos los ciudadanos que habían tenido que sufrir sus desmanes, todos los agentes que habían intervenido en su búsqueda y final captura, todos los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado celebraban el éxito, todos los ciudadanos de bien se congratulaban por el feliz desenlace, todos estaban encantados, satisfechos, podían descansar tranquilos. Todos menos una persona: su madre.

Alonso Quijano, apodado “el Quijote”, era hijo único de una pareja de alcohólicos y drogadictos. Su padre era el camello del barrio hasta que un chute excesivo de heroína se lo llevó a otro barrio mucho más tranquilo. Su madre, ahora una anciana que sobrevivía gracias a la beneficencia, había “hecho de todo”, como ella decía, para sacar adelante a aquel chiquillo tan rebelde. Sus clientes se contaban por cientos o quién sabe si por miles, pues eran caras y cuerpos de paso que se detenían unos minutos en aquel cuchitril, donde madre e hijo malvivían, por unos pocos billetes, pues la mujer no era un género de suficiente calidad como para ser muy generosos por sus servicios. Así, los gastos en vino, coca y en la manutención del chaval se compensaban en el catre.

Alonso fue un niño muy tímido e introvertido, un buen chaval, aunque un tanto “rarito” como decían sus compañeros de clase, hasta que no hubo más clases y cambió esos “compis” de curso por los “colegas” del barrio que, como él, pateaban las calles en busca de emoción y de algo que llevarse al bolsillo sin tener que currar. Vivía muchísimo mejor al aire libre que bajo aquel techo maloliente y en aquel ambiente que de familiar no tenía nada.

Alonso no tuvo una niñez feliz ni una adolescencia fácil. Gracias a sus contactos y a su ingenio pudo sobrevivir medianamente bien en aquella jungla en la que se movía, pero si quería mejorar su estatus, personal y económico, tenía que echarle agallas, dejar de ser uno más, vencer sus inseguridades y ganarse la confianza y el respeto del grupo al que pertenecía. Y gracias a ese empeño, en unos pocos años llegó a lo más alto de la pirámide de la zona, convirtiéndose en el respetado cabecilla de la banda.

Dinero fácil, mujeres y drogas acabaron siendo todo su mundo. El dinero y las mujeres siempre al alcance de la mano, las drogas lejos, solo para comerciar. No quería convertirse en lo que se convirtieron sus “viejos”, nombre que prefería utilizar para aquellos dos seres que no llegaron a ser verdaderos padres.

Pero el dinero atrae más dinero y éste nunca era suficiente para satisfacer sus necesidades. Así que del mundo de la droga y de las mafias, cada vez más competitivo y peligroso, saltó al de los atracos a furgones blindados y entidades bancarias. Era mucho más limpio. Además, quien roba a un ladrón… se decía.

Los éxitos sucesivos en sus incursiones a bancos y cajas de ahorros y, sobre todo, en sus asaltos a los furgones le hicieron creer que era imbatible y el botín obtenido en cada una de esas operaciones solo acrecentaba su sed de dinero y hambre de aventura. De la intimidación con pistolas de fogueo pasó a las armas de verdad, tanto revólveres como escopetas y fusiles.

Quería creer que era una especie de Robin Hood pero a los pobres no les llegaba nada de sus “incautaciones”, todo iba a parar a sus bolsillos, a los de su banda de atracadores y al de las prostitutas con las que jugaba a ser un cariñoso y buen amante.

Un día vio por la calle a su “vieja”, haciendo cola a la puerta de un local de Caritas donde, a aquella hora, servían comida caliente a los indigentes del barrio. Eso le removió las entrañas sin saber muy bien porqué, pues hacía ya muchos años que había renegado de su condición filial para con aquella mujer que nada le dio, ni siquiera cariño, cuando más lo necesitó.

Esa visión fue, sin embargo, un revulsivo que le hizo reconsiderar su ideario moral y ver con otros ojos su vida presente y futura. De pronto, como si de una revelación se tratara, vio con toda claridad que esa no era la vida que quería seguir llevando, que no quería acabar con sus huesos en la cárcel o en el cementerio, cosa que ocurriría tarde o temprano, que no quería seguir huyendo y escondiéndose de nada ni de nadie, que quería llevar una vida tranquila aunque para ello tuviera que trabajar en lo que fuera y disponer de unos magros ingresos que no le permitirían seguir llevando su actual tren de vida.

Estaba decidido. Cambiaría radicalmente de estilo de vida. Cambiaría, si era necesario, de identidad y comenzaría una nueva etapa, desde cero. Pero antes debía llevar a cabo ese golpe, el último. Se lo debía a sus compadres. No los podía dejar en la estacada precisamente ahora. Todo estaba preparado y él capitanearía el atraco tal como lo habían planeado. Luego, cedería su liderazgo a “el manco”, su mano derecha desde hacía muchos años, desde prácticamente sus inicios.

Ese golpe, el último de su vida de delincuente, les daría para aguantar muchos meses. Él solo se quedaría con un pellizco, para permitirle resistir hasta que tuviera algo aceptable con lo que vivir. Esa sería su última aportación al grupo con el que tantas aventuras había vivido.

Su último atraco y a empezar de cero. A la salida de aquella sucursal bancaria se le abriría la puerta hacia una nueva vida. Si todo iba bien, hasta podría ir en busca de su madre, sacarla de aquella triste y sucia existencia. Podía perdonarla. Seguramente habría cambiado. Ahora podrían ser madre e hijo de verdad.

A la salida de aquella oficina de La Caixa, le esperaba una nueva vida, de eso estaba convencido. Y salió corriendo, pistola en mano, hacia su nuevo destino.


sábado, 12 de octubre de 2024

El vecino del quinto

 


Diego Navarro era un apasionado del género policíaco, de ahí que tenía, según aseguraba, un ojo clínico para los maleantes y criminales. Gracias a ese don estaba ahora tras la pista de un asesino en serie, ese que pasa desapercibido por todo el vecindario, por toda la comunidad, ese que luego todo el mundo dice que era tan agradable, una bellísima persona, quién lo iba a decir. Pero a él las apariencias no le engañaban, no se le escapaban los detalles más nimios y si su instinto de sabueso no le traicionaba, cosa más que improbable, iba a delatar al asesino del barrio, al que la policía llevaba semanas buscando. Diego sabía perfectamente quién era y dónde vivía: era ni más ni menos que Ignacio Pereira, su nuevo vecino del quinto.

Empezó a sospechar de él cuando, un sábado por la noche, al volver a casa muy tarde tras una cena con los compañeros del trabajo, se cruzaron en el portal. No le dio ocasión a saludarle, tan precipitadamente como pasó por su lado, como si no quisiera ser reconocido, ataviado con un sombrero de ala ancha y ocultando parte de su cara con una gran bufanda gris. Al día siguiente supo por las noticias que en las inmediaciones había aparecido el cadáver de una mujer a la que habían apuñalado con saña. Cuando más tarde leyó la noticia en el periódico, añadían que el cadáver había sido descubierto por un indigente en un contenedor de basuras a eso de las siete de la mañana y que, según el médico forense, la mujer llevaba muerta unas cuatro horas. Así que todo encajaba: él había llegado a casa a eso de las dos de la madrugada, justo cuando salía su vecino, y esa pobre desgraciada había sido acuchillada a eso de las tres, una hora después. Pero lo que le había reafirmado en sus sospechas hacia su vecino del quinto fue su conducta, su comportamiento esquivo, el escaso trato con el vecindario, su forma de saludar, correcta pero fría y distante, su mirada huidiza, sus salidas y entradas a horas intempestivas. Pero eso no era todo, pues sólo serían pruebas subjetivas y circunstanciales. No, la prueba definitiva e irrefutable, según Diego, era que se había descrito el arma del crimen como un cuchillo de grandes dimensiones, e Ignacio Pereira era carnicero. Ahora sí que todo cuadraba.

Desde entonces, Diego sometió a su vecino del quinto a una vigilancia y seguimiento exhaustivos. Todas las noches se apostaba frente al edificio esperando la aparición del supuesto asesino hasta que, a eso de la una, Ignacio Pereira hacía su aparición en el portal y salía raudo para adentrarse en cualquier callejón del barrio. Por mucho que Diego se esforzaba en seguirle, siempre acababa perdiéndole de vista. ¿Sabría Pereira que le estaba siguiendo?

Eran ya tres las semanas consecutivas que espiaba, seguía y perdía a su vecino por las intrincadas callejuelas de aquel barrio y tres habían sido las mujeres encontradas muertas en los alrededores, asesinadas por el mismo procedimiento y con la misma arma. “El asesino del cuchillo”, como se le conocía, había ya acabado con la vida de seis mujeres desde que se supo de su existencia. Diego no entendía cómo la policía no había desplegado un dispositivo para capturarle. Sólo debían distribuir unos cuantos agentes de paisano por el barrio y esperar a que apareciera para darle caza. Pero para esto estaba él, para compensar la falta de iniciativa policial. Por eso siempre había sido un ciudadano ejemplar y de algo tenían que valer sus dotes detectivescas.

Diego había ideado un plan, un poco arriesgado, pero no tenía duda de que funcionaría. Todo plan entraña un peligro y, aunque pudiera costarle la vida, merecía la pena correr el riesgo. Ya se veía en las portadas de los periódicos, sonriendo a la cámara, cuando le otorgaran la medalla al mérito ciudadano por haber atrapado a ese asesino tan peligroso.

El plan era de lo más sencillo, cuántas veces lo había visto en las películas. Sólo tenía que actuar de cebo, disfrazarse de mujer y esperar a que apareciera el asesino. Ya se imaginaba la cara de sorpresa de éste cuando viera que no era una mujer sino su vecino del primero. Pero no sería tan ingenuo como para ir a pecho descubierto, no, llevaría en el bolsillo la pistola Taser que acababa de adquirir por internet y que dejaría a su presa inmovilizada durante el tiempo necesario y suficiente para llamar al 091. 

Llegó por fin el momento de la verdad. Diego Navarro, apostado tras un árbol frente al portal, vio cómo a la una en punto de la madrugada Ignacio Pereira salía y que, como siempre, se internaba en el primer callejón tras doblar la esquina. Después de comprobar que el bolsillo derecho de su abrigo albergaba ese chisme que le convertiría en un héroe, se puso rápidamente en marcha, una marcha dificultosa por culpa de aquellos zapatos de tacón que sólo hacían que se le torcieran los tobillos a cada dos pasos y de aquella falda de tubo que le obligaba a andar a pasitos cortos como una Geisha. De este modo ocurrió lo inevitable: le perdió al poco de haber iniciado su seguimiento.

Tras más de dos horas dando pacientemente vueltas por el barrio, con aquel atuendo tan espantosamente incómodo y esa peluca de color rubio platino tan insoportable —más de uno le preguntó cuánto cobraba por un servicio normal, las cosas que hay que hacer—, cuando ya creía que volvería a casa con las manos vacías, vio la silueta de un individuo de la misma constitución y con la misma vestimenta que su vecino y que avanzaba lentamente en su dirección. El corazón se puso a galopar a un ritmo tan frenético que casi le parecía oír los latidos, las manos le temblaban y notaba que un sudor frío le recorría la espalda. En el callejón, sólo se oían su taconeo y los pasos del que pretendía ser su asesino.

Se detuvo frente a él, sacó su pitillera plateada del bolso y con una tranquilidad tan falsa como su apariencia sexual, extrajo un cigarrillo que puso a continuación entre los dedos índice y corazón de su mano izquierda —mierda, las mujeres solían fumar con la derecha, que lo había visto en el cine— y tras devolver la pitillera a su lugar, introdujo disimuladamente su mano derecha en el bolsillo que contenía la pistola eléctrica. Cuando Diego le pidió fuego a aquella sombra, ésta sacó un mechero y, al encenderlo, la luz de la llama iluminó sus caras, unas caras en las que asomó la duda en una y la satisfacción en la otra.

Al día siguiente, cuando las noticias de la televisión primero y las de los periódicos después, narraron lo sucedido, nadie en el barrio podía dar crédito a lo que oía y leía.

En los periódicos, a primera plana, se podía leer, bajo el titular “Abatido a tiros el temido asesino del cuchillo”, la siguiente noticia:

“Un conocido vecino del barrio de La Rivera, cuya identidad todavía no se ha revelado oficialmente pero que responde a las iniciales D.N., ha resultado ser el “asesino del cuchillo”. Según fuentes policiales, D.N. iba disfrazado de mujer en el momento de ser reducido por I.P., un inspector de la brigada criminal que llevaba varias semanas tras su pista. Lo más curioso es que ambos, policía y asesino, vivían en la misma finca.

El inspector, que, para no levantar sospechas, se hacía pasar por carnicero, llevaba varias semanas tras el asesino y, al parecer, empezó a sospechar de su vecino cuando éste se dedicó a espiarlo de día y a seguir sus pasos de noche. Fue entonces, cuando I.P. decidió tenderle una trampa, dejándose seguir, atrayéndole a su terreno, las estrechas y oscuras callejuelas del barrio, donde el asesino actuaba y se sentía más seguro.

Se ignoran todavía los detalles, pero todo parece apuntar a que D.N., tras pedir fuego al inspector, intentó dejarle inconsciente con una pistola eléctrica que llevaba escondida en el bolsillo de su abrigo y que el policía confundió con un cuchillo, motivo por el cual tuvo que dispararle en defensa propia. Lo extraño del caso es que, aparte de este artilugio de electrochoque, el asesino no llevaba ninguna otra arma, por lo que se supone que, sabiéndose perseguido, debió desprenderse de ella antes de ser apresado.

El vecindario está consternado por lo acontecido pues nadie se hubiera imaginado tener por vecino a un asesino en serie al que todos califican como un hombre educado, amable y muy querido en el barrio. Sus vecinos de escalera no han dudado en definirlo como una bellísima persona. Quién lo iba a decir.”

Junto a este texto, aparecía una fotografía en la que I.P. miraba sonriente a la cámara, haciendo con sus dedos la señal de la victoria. El comentario a pie de foto decía que seguramente le concederían la medalla al mérito policial.

Mientras tanto, en otro piso del mismo barrio, alguien ojeaba el periódico y, esbozando una sonrisa de satisfacción ante la noticia que acababa de leer en la sección de sucesos, se congratulaba de no haber salido de caza aquella noche. De todos modos, tendría que cambiar de campo de operaciones.

 

jueves, 3 de octubre de 2024

La Ley del Talión

 


Era un domingo de madrugada. Hacía tiempo, desde que enviudé, que no salía a tomar unas copas con mis amigos. Bebí más de la cuenta, lo reconozco. No sé cuántos Gintònics me tomé, pues perdí la cuenta. Y aun así me puse al volante de mi coche para regresar a casa. Solo pretendía relajarme, olvidarme de lo que por entonces me atormentaba, y pasármelo bien después de vivir prácticamente enclaustrado. De casa al trabajo y del trabajo a casa. En eso se había convertido mi vida a diario.

No recuerdo bien cómo ocurrió. Solo sé que, al doblar una esquina, seguramente algo más deprisa de lo prudencial, vi que un individuo cruzaba el paso de peatones trastabillando —seguramente iba tan perjudicado como yo— y sujetándose a una chica —probablemente su pareja— que, por sus andares, no parecía mucho más sobria. El caso es que se me nubló la vista y no pude reaccionar a tiempo, llevándomelos por delante. Paré, me bajé del coche y acudí a socorrerlos. Ella sangraba profusamente. La sangre le cubría prácticamente todo el rostro, pero estaba viva. El joven parecía muerto. La chica extendió un brazo hacia mí pidiendo socorro, y yo, paralizado por el trauma o por el alcohol, no solo no los auxilié sino que me di a la fuga.

Al día siguiente, las noticias comentaban el incidente. Por fortuna, ambos accidentados estaban vivos. Aunque el chico había resultado gravemente herido, su vida no corría peligro. A la chica ya le habían dado el alta hospitalaria.

Aunque aliviado por esa noticia, durante los primeros días no podía olvidar sus caras, ella mirándome fijamente y él con los ojos abiertos, inexpresivos, mirando al infinito sin siquiera pestañear. Lo siguiente que sentí fue terror. ¿Podrían identificarme ante la policía? ¿Se acordaría ella de mi cara? No dije absolutamente nada a nadie, ni siquiera a mis amigos más íntimos. Sería un secreto que me llevaría a la tumba.

Para aliviar todavía más mi estado de ánimo, se me ocurrió hacerle una visita al joven, no sé exactamente con qué intención. Probablemente solo buscaba satisfacer mi curiosidad y comprobar si evolucionaba favorablemente. Cuando me asomé a su habitación, observé que tenía visita, una pareja de cierta edad, que supuse serían sus padres, y la joven que lo acompañaba el día del accidente, sentada al pie de la cama. De pronto me quedé paralizado. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Acaso iba a presentarme como el conductor que, bajo los efectos del alcohol, atropelló a esa joven pareja y se dio a la fuga? De hacerlo, ¿serían más tolerantes que la propia policía? No lo creí plausible. Yo, en su caso, no permitiría que el culpable se librara de un castigo merecido.

Sin darme cuenta, antes de dar media vuelta y desaparecer, había entrado en la habitación un par de metros. Sus visitantes me daban la espalda, no podían verme, pero la chica sí que me vio y creo que él también, pues dirigió su mirada hacia donde ella había fijado la suya. Salí prácticamente corriendo de la planta y del hospital. Excitado y sin aliento, volví a mi refugio domiciliario.

Pasaron semanas desde esa aciaga madrugada, y aunque tenía alguna que otra pesadilla, comencé a sentirme mejor, más relajado y, a pesar de un cierto remordimiento, volví a hacer vida normal, como si aquello hubiera sido fruto de un sueño y no un hecho real.

Conocer tiempo después a Laura fue un motivo más para normalizar mi vida y olvidarme del pasado. A ella tampoco le confesé lo que había ocurrido meses atrás. Todo transcurría perfectamente, nuestra relación sentimental se iba afianzando y vi en ello un futuro prometedor.

Al cumplir un año de relación, decidimos celebrarlo cenando en un restaurante de alto copete, tal como requería la ocasión. Tras tomar los postres, le pedí matrimonio, mientras abría una cajita que contenía el anillo de compromiso. Sin dudarlo, me dijo que sí. ¡Que feliz me sentía!

Al salir del restaurante, Laura propuso ir a tomar una copa a un local que había frecuentado y que le gustaba mucho. Era muy acogedor y la música ambiental, de los años 90, le encantaba.

Me quedé de piedra cuando oí el nombre del local. Era el mismo al que acudí con mis amigos la noche del accidente. Laura, que debió notar algo extraño en mi expresión, me preguntó si me ocurría algo. Negué vehementemente alegando que no me sentía bien. Entre la abundante comida y la emoción de ese momento tan especial... No me dejó continuar e insistió. Solo una copa y nos vamos, dijo. No pude negarme.

Estuve intranquilo todo el tiempo que duró nuestra estancia en aquel lugar que tan malos recuerdos me traía. Para calmar los nervios, bebí más de una copa. Pero resistí, disimulé y, por fin, llegó la hora de retirarnos.

Una vez en el coche, Laura se ofreció a conducir, pues temía que, en caso de someterme a un control de alcoholemia, no lo superara y me multaran. Yo insistí en que estaba lo suficientemente bien para sentarme al volante y arranqué el vehículo.

Tras un breve recorrido, en un cruce, un coche oscuro apareció por mi derecha, a alta velocidad, colisionando contra el mío, a la altura del asiento del copiloto.

Tras el brutal impacto, Laura, sangrando abundantemente por la frente, no respondía a mis zarandeos. Yo sentía un vértigo tremendo y unas náuseas incontrolables. Mi visión se volvió borrosa y antes de perder el sentido vi que dos personas se apeaban del vehículo que había impactado contra nosotros y se dirigían raudas hacia mí. Pensé que nos iban a auxiliar, pero, contra todo pronóstico, me miraron a través de la ventanilla y me sonrieron. Aquellas caras me resultaron muy familiares. Lo último que vi fue que me hacían la peineta y me pareció oír que él me decía: Ojo por ojo, diente por diente. Y entonces todo se volvió oscuro.

Cuando volví en mí, me encontraba inmovilizado en la cama de un hospital. Me habían mantenido en coma inducido varios días. Tuvieron que operarme para extraer un gran coágulo cerebral y debería descansar algunos días más antes de darme el alta. «Ha tenido mucha suerte de haber sobrevivido», me dijo el médico. Cuando pregunté por Laura, solo observar su cara y la de la enfermera que le acompañaba, supe que había ocurrido lo peor.

Laura pagó con creces por lo que yo hice. Muchas veces pagan justos por pecadores. Qué injusta es, a veces, la Ley del Talión. ¿Vendrían a verme aquellos dos?


martes, 10 de septiembre de 2024

Un ascenso meteórico

 


Desde muy niño, Pablo siempre se había salido con la suya. Su principal rasgo era la astucia. Mentía con tal descaro y verosimilitud, que nadie puso jamás en duda sus artimañas. Sacaba buenas notas, pero gracias a su buen hacer a la hora de copiar y de hacer unas “chuletas” muy elaboradas. Así consiguió sacarse un grado de informático sin pasar por la Universidad. Sabía que no superaría la Selectividad, pues sería muy arriesgado y extremadamente complicado utilizar sus “métodos de trabajo”. En el mundo de la informática se supo introducir lo suficientemente bien como para poder optar a un trabajo decente y bien remunerado. 

Pero, como no había perdido su afán por despuntar por encima de los demás, se las ingenió para dar de sí mismo una imagen que distaba mucho de la realidad, empezando por falsear su CV. Se atribuyó una licenciatura y un master que no poseía, una amplia experiencia en el mundo laboral, un dominio de cinco idiomas extranjeros y un número indeterminado de cursos de formación. Y como en la entrevista de selección se manejó con total naturalidad y desparpajo, sus mentiras colaron perfectamente. Menos mal que no le pusieron a prueba con lo de los idiomas, pues no sé cómo se las habría apañado.

Así pues, lo más destacado de su paso por el mundo empresarial fue su habilidad para mentir y aparentar lo que no era. Siempre dispuesto a hacer horas extra y a lamerle el culo a su superior, llegó a ganarse la confianza del director general de la última empresa que lo contrató, quien lo ascendió a director de departamento, en sustitución del abnegado jefe que hasta entonces había tenido, al cual le rescindieron el contrato por “falta de ideas innovadoras”. De este modo, pasó a formar parte del Comité de Dirección, en el que se suponía debía desempeñar una importante labor mediante una nueva estructura integral del sistema informático que regía prácticamente todas las actividades empresariales. Con este propósito, su departamento pasó a denominarse Dirección de Organización y Sistemas y su primera intervención debía ser la de presentar, a la mayor brevedad posible, un plan de acción.

Absolutamente falto de ideas, hizo lo que suelen hacer los jefes incompetentes: crear un grupo de trabajo, que sería el que, en realidad, capearía el temporal.

De este modo, tuvo a sus colaboradores trabajando a destajo como si de esclavos se tratara, azotándolos verbalmente para que hicieran un trabajo para el que él no estaba, ni de lejos, preparado.

Los empleados en cuestión, sabedores de la inutilidad de su nuevo jefe y hartos de sufrir constantes improperios, a cada cual más punzante, planearon darle una lección proponiendo una solución disparatada a la petición del director general, que de informática no sabía ni un pimiento. Así las cosas, le prepararon un dossier repleto de propuestas absurdas que cualquier persona mínimamente preparada descubriría de una simple ojeada.

Pablo leyó literalmente el libreto que le había preparado su equipo, que fue bendecido por todos los integrantes del Comité, a los que les resultó totalmente ininteligible, lo cual dio pábulo para que el incomprensible discurso pareciera que la propuesta era de lo más innovadora y compleja.

A continuación, vino la parte más interesante: ponerla en práctica, algo que, por supuesto, también recayó en los sacrificados miembros de su equipo.

Como era de esperar, la empresa sufrió un tremendo colapso: nóminas equivocadas, un sistema de alarma disfuncional —sonaba cuando le daba la gana—, el programa informático de contabilidad se colgaba cada dos por tres, cortes de energía inexplicables, cámaras de seguridad que funcionaban a trompicones, el aire acondicionado que calentaba en lugar de enfriar, y viceversa, y así un sinfín de bochornosas irregularidades.

Ante esa situación tan alarmante como incomprensible, Pablo fue llamado a la presencia del director general para dar explicaciones de lo que estaba sucediendo, algo no solo insólito sino del todo incomprensible para un experto en informática avanzada como él.

Cómo no, Pablo echó balones fuera, culpando de todo ese desatino a su equipo, un atajo de inútiles que debían ser despedidos sin demora y sin indemnización alguna.

El director general, sospechando por primera vez una incompetencia de Pablo, hizo llamar al equipo al completo para que dieran su versión de los hechos.

El que se erigió como portavoz de los siete miembros del departamento de Organización y Sistemas, el informático de carrera con mayor antigüedad en la empresa, alegó que ellos habían presentado a Pablo una propuesta que difería del todo a la que él había presentado al Comité de Dirección y como muestra de ello mostró el dossier que habían elaborado según se les había solicitado y que Pablo, disconforme con el mismo, había modificado en su totalidad, dando como resultado el fiasco que ello había provocado.

Pablo, estupefacto al ver la trampa que le habían tendido aquellos malditos traidores, fue puesto de patitas en la calle de forma fulminante, sin atender a sus quejas y acusaciones contra su equipo, prometiendo una terrible venganza. “Quien ríe el último, ríe mejor”, fueron sus últimas palabras.

De eso ha transcurrido una década, durante la cual, Pablo siguió trepando de rama en rama sin que nadie advirtiera su inutilidad. Con su carácter extrovertido ha hecho grandes amigos en el terreno de la política. Hoy es el ministro de Educación, el que debía mejorar la calidad del sistema educativo español, reduciendo la elevada tasa de fracaso escolar. Como no puede ser de otro modo, tras conocerse el último informe PISA*, que demuestra que los alumnos españoles han obtenido los peores resultados en veinte años, culpa de tal descalabro a todo hijo de vecino, pero él sigue, de momento, en su puesto.

 

Este es un relato de ficción. Cualquier parecido con personas o hechos reales es pura coincidencia.

*Programme for International Student Assessment (Programa para la evaluación internacional de los estudiantes, en español)

 

martes, 2 de julio de 2024

eva0513

Como último relato antes de las vacaciones de verano, he querido rescatar uno que escribí al poco de abrir este blog y que debería hacernos reflexionar sobre la soledad y las relaciones humanas. Espero que os guste. Volveré en septiembre. Que seáis felices,


Alfonso era un ni-ni, ya no estudiaba ni tenía trabajo. Y estaba solo. Los días le pesaban como una losa y el tiempo transcurría sin aliciente alguno. Y seguía cada vez más solo.

Sus únicas compañías acabaron siendo su perro y su ordenador, y aunque los dos eran ya muy viejos, eran sus mejores compañeros. Y la música. Bueno, y recientemente Eva, su amiga del chat.

Todos los días, tras sacar a pasear a Rocco, a eso de las ocho de la mañana, Alfonso se sentaba frente al ordenador y se conectaba a ese chat que tanto tiempo le ocupaba. Sólo desconectaba para dedicarle a Rocco los cuidados más imprescindibles: su comida y sus paseos de la mañana, del mediodía y de última hora de la tarde. Poco más le preocupaba, ni siquiera su aseo personal. Pero su rutina y su vida habían cambiado desde que apareció Eva para llenar ese vacío que su amarga soledad le producía.

Eva apareció un buen día de la nada, como una aparición, como caída del cielo, y desde entonces se había convertido en su única amistad, en su ángel protector.

Desde entonces, cada día, sin excepción, esperaba que, de un momento a otro, Eva apareciera en pantalla en forma de un círculo verde junto a ese curioso Nick, eva0513, y un texto que, en pocos minutos, llenaba la pantalla y su miserable vida de alegría.

Eran almas gemelas, de eso no había duda. Durante el mes escaso que llevaban chateando, ya habían establecido un sólido y hermoso vínculo. No sabía cómo era físicamente, pero no hacía falta pues a él sólo le interesaba la belleza interior. Si ella no le había pedido una fotografía suya, él no iba a ser menos. No quería que pensara que era un hipócrita después de todo lo dicho sobre la nimiedad que era para él el físico y la edad. Con lo que trascendía de esas palabras que aparecían en la pantalla a raudales ya tenía más que suficiente para saber cómo era ella, no necesitaba más. Coincidían en todo, al menos en todo lo realmente importante. No había tema tabú, todo era tratable y discutible: la vida, la muerte, la religión, el sexo, la política, a  todo le habían sacado punta y para todo Eva tenía respuesta. Hasta en la música tenían los mismos gustos.

Hablar o, mejor dicho, chatear con Eva era un placer, tan inteligente, tan sensible, tan romántica, tan… de todo como era. El tiempo le pasaba a Alfonso volando, sin saber qué hora era, si no fuera por el pobre Rocco que le avisaba, puntualmente, de las necesidades básicas, tanto las humanas como las caninas. En realidad, no podía decirse quién cuidaba a quién.

Alfonso vivía en una nube de algodón, flotaba, nunca había sido tan feliz. Excepto dinero, lo tenía todo. Pero si seguía así, le cortarían el suministro de agua, luz, gas y teléfono y, lo peor de todo, lo acabarían echando a la calle pues ya debía varios meses de alquiler. Viviría en la indigencia. Sólo Rocco seguiría a su lado. Y entonces adiós Eva, pues de nada le serviría el viejo ordenador, si es que se salvaba del embargo. Pero eso no lo iba a permitir. Estaba dispuesto a prescindir de todo menos de ella. Sin ella no podría vivir. Lo era todo.

Se lo confesaría, le diría toda la verdad: que estaba arruinado, que era un paria, un desgraciado, un solitario. Hasta entonces no le había mentido jamás pero sí ocultado la verdad, que era una forma de mentir. Ella le perdonaría y le comprendería. A fin de cuentas lo había hecho por amor a ella, por temor a decepcionarla y a perderla. Era un perdedor y sólo la tenía a ella. Ella le aconsejaría, le ayudaría. Eva siempre tenía respuesta para todo.

Pero desde que se lo contó, no había obtenido respuesta alguna. La conexión parecía haberse evaporado como por arte de magia y por mucho que insistía, no recibía ninguna señal de su presencia.

Habían pasado ya varios días y el círculo verde no se activaba, se mantenía constantemente en rojo. No había nadie al otro lado. Estaba solo, nuevamente solo. ¿Qué había ocurrido? Eva no era así, no podía ser que lo hubiera abandonado por haberle contado la verdad, ahora que tanto la necesitaba. ¿Y la comprensión? ¿Y los sentimientos? ¿Qué había sido de ellos?

Pero lo que Alfonso no sabía era que las máquinas no tienen empatía, ni sentimientos. Porque eva0513 no había sido programada para reaccionar ante esos temas tan complejos propios de los seres humanos: el amor, la tristeza y la soledad.

Al otro lado de la red, eva0513 seguía trabajando para otros amigos menos “conflictivos”; así era tal como había sido diseñada, la primera unidad de la serie nacida en mayo de 2013 y desarrollada por la Engineering Vermont Association (EVA) de Nueva Inglaterra.





 

miércoles, 19 de junio de 2024

Encerrado

 


Después de más de veinte años como periodista de investigación, ya nadie me respetaba como merecía. Mis artículos siempre habían atraído la atención y el respeto de un numeroso grupo de lectores. Pero ahora, a mis cincuenta años, estaba prácticamente en el paro, pues al periódico en el que siempre había destacado ya solo le interesaban los chismes sobre los mismos temas recurrentes y manidos sobre la alta sociedad o los políticos corruptos.

Después de devanarme los sesos pensando en algo novedoso y llamativo, e inspirado en la obra de Torcuato Luca de Tena, “Los renglones torcidos de Dios”, planeé algo que, al igual que en esa exitosa novela, no estaba exento de peligro. Aun así, me armé de valor y puse mi plan en marcha, el cual consistía en poner al descubierto la incapacitación de los loqueros de las instituciones psiquiátricas españolas. Y el centro que elegí, por proximidad geográfica, fue el manicomio de Sant Boi, ahora conocido como Centro de Salud Mental de San Juan de Dios, en el municipio barcelonés de Sant Boi del Llobregat, uno de los más importantes de España y el más conocido de Catalunya.

Como de joven había sufrido una profunda depresión que, una vez superada, derivó en ansiedad crónica, no me resultaría difícil fingir una fobia social que, para los que desconozcan su naturaleza, consiste en un miedo irracional, persistente y excesivo ante interacciones sociales y ante el temor de verse en situaciones embarazosas, vergonzantes o humillantes. Aunque alguno de estos síntomas también se da en personas tímidas, en la fobia social la ansiedad y el miedo son desproporcionadamente intensos e incapacitantes.

Con estos antecedentes y mi preparación previa, me resultó muy fácil conseguir que me aceptaran como paciente voluntario, y como mi supuesto problema mental no requería de vigilancia y control por parte de los auxiliares y sanitarios, me asignaron a un ala de pacientes poco conflictivos y a una habitación que, aunque espartana, era cómoda y disponía de todo lo necesario, incluido internet, que el director del Centro consideró importante para normalizar mi estado mental y como una ventana abierta al mundo. Eso sí, existía un control que impedía el acceso a determinadas páginas web, ya me entendéis.

Y así discurrieron mis primeras semanas de encierro voluntario, con actividades al aire libre y sesiones de grupo diarias y una semanal con el psiquiatra que me asignaron.

El quid de la cuestión se centraba en simular la ausencia de avances a pesar de los esfuerzos del terapeuta. Es más, a medida que pasaba el tiempo, mis síntomas se agudizarían a marchas forzadas, lo que desconcertaría tanto a mi terapeuta como al equipo médico, incluido el director, un eminente psiquiatra en el plano nacional e internacional.

Reconozco que mi comportamiento no era en absoluto ético, más bien perverso, pero bien merecía seguir adelante con el engaño a cambio de la notoriedad periodística perdida. A fin de cuentas, nuestra sociedad funciona a base de bulos, que la gran mayoría da por buenos y encima su autor suele verse recompensado, aunque después se descubra la verdad. Y en el peor de los casos, siempre he creído que, en mi profesión, lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal.

 

Al cabo de seis meses, ya tenía prácticamente listo el artículo en el que pretendía ridiculizar las técnicas terapéuticas al uso, por inútiles. Lo único que me preocupaba un poco era la reacción del equipo médico, y más concretamente del insigne psiquiatra que dirigía esa famosa institución, cuando les revelara el trasfondo de mi artimaña. Esperaba sorpresa, incluso estupefacción, aunque no descartaba la posibilidad de ser denunciado por estafa, suplantación de identidad o alguna cosa por el estilo. Pero en todo caso sería su palabra contra la mía.

Pero todo cambió radicalmente en una de mis sesiones de grupo, en el transcurso de la cual uno de los pacientes, aparentemente inofensivo, empezó a increparme durante mi intervención, en la que detallaba mis últimos delirios —obviamente inventados para exacerbar la inseguridad y confusión del equipo de profesionales— consistentes en el miedo atroz a ser agredido por un espíritu vengativo con el que, en vida, mantuve una muy mala relación —mi capacidad de inventiva iba en aumento día a día— y que se me aparecía por todas partes y especialmente por las noches cuando intentaba dormir, de ahí que tuviera que hacerlo con la luz encendida.

El susodicho increpador, totalmente fuera de sí, me amenazó de muerte porque creyó que me refería a él, pues recordaba haber tenido una reyerta con un individuo que decía ser yo, y el hecho de que le considerara un fantasma, cuando estaba bien vivo, era un agravio imperdonable que merecía un escarmiento ejemplar. Y dicho esto se abalanzó sobre mí intentando estrangularme con sus grandes y fuertes manos. Por fortuna, la intervención de algunos de los allí presentes, me salvó de morir asfixiado. De haberse producido ese ataque en otro momento y lugar, sin testigos, no lo habría contado.

Pero lo grave de ese lamentable suceso fue que, desde entonces no podía realmente conciliar el sueño. Y no solo esto, sino que durante el día evitaba encontrarme con cualquier persona, ya fuera enfermo o sanitario, y tan pronto como atisbaba a aquel energúmeno, loco de atar, me escabullía y me refugiaba donde nadie pudiera encontrarme. No me fiaba de nadie, incluso temía ser envenenado, así que no probaba bocado hasta que no lo hacía el resto de comensales, a los que observaba desde la mesa rinconera del comedor donde me había ubicado en solitario y sin perder de vista a mi agresor. Mi vida desde entonces fue un infierno, me convertí en un muerto viviente. La única forma de relajarme era escribiendo. Las notas que tomaba en el cuaderno donde hasta entonces había plasmado mis impresiones y críticas estaban dedicadas ahora a enumerar todos y cada uno de los temores que me acechaban. Poco a poco, la supuesta fobia social se convirtió, según mi terapeuta, en una psicosis maníaco depresiva que, de no poder controlarla con un tratamiento adecuado, podía desembocar en un trastorno mucho peor. Por las noches, se me aparecía el temido fantasma y tan solo vislumbrar su silueta, empezaba a sufrir unas tremendas convulsiones que solo cesaban después de que me ataran a la cama con correas y me inyectaran un potente sedante. Llegado a este punto, me planteé la posibilidad de que mi encierro voluntario había sido una muy mala idea, pues estaba perdiendo el juicio de verdad o alguien quería volverme loco. Tenía que salir de allí como fuera, pero debía esperar el momento oportuno para hacerlo, pues ahora sí que me vigilaban constantemente.

Yo, que creía que el electroshock había pasado a la historia, tuve que soportar unas cuantas sesiones durante varias semanas. Y llegué a temer que me practicaran una lobotomía y que quedara como un vegetal, como el protagonista de “Alguien voló sobre el nido del cuco”.

Por fortuna no llegaron a someterme a esa terrible intervención, pues hace ya muchas décadas que se erradicó, pero me tienen drogado hasta el punto de que hay momentos que ya no sé qué hago aquí ni porqué vine, según me cuentan. Pero por fortuna todavía tengo instantes de lucidez y puedo recordarlo todo, aunque solo sea durante unos cortos y escasos fragmentos de tiempo, que quiero aprovechar para completar mi artículo por si algún día logro salir de aquí, pero ignoro qué ha sido de mi cuaderno. Al parecer, según me ha dicho un celador, tras trasladarme a otra ala del centro, “más segura para mí”, alguien lo halló entre mis pertenencias y se lo entregó al director, el cual ha descubierto mi verdadero propósito y creo que, como represalia, ha decidido mantenerme encerrado en este manicomio hasta el fin de mis días, y como nadie sabe que estoy aquí... Si Torcuato Luca de Tena levantara la cabeza se reiría de mí.

Lo que más me duele es que nunca podré demostrar mis dotes como periodista de investigación.

 

jueves, 30 de mayo de 2024

La carpa dorada

 


Nunca debí aceptar la petición de mi amigo Carlos. No me gusta tener que responsabilizarme de un animal de compañía, aunque sea un pez con el que no hay interrelación alguna. Con un perro o un gato puedes hablar, aunque no te responda, pero te entiende; ahora bien, con un pez...

«Solo tienes que darle de comer una vez al día. Espolvoreas el contenido de este sobre y ya está, pero no te excedas, que puede empacharse y morir de sobredosis». Esto último me lo dijo sonriendo.

El caso es que le debía a mi amigo unos cuantos favores y no me pude negar a hacerme cargo de... ¿cómo lo llamó? Ah, sí, de su Carassius auratus auratus. Vamos, la carpa dorada de toda la vida.

Una vez instalada la pecera sobre una mesa rinconera, me sentí intranquilo. No había reparado en un hecho muy relevante: la presencia de mi gato. Es un animal muy dócil y cariñoso, pero temía que una travesura suya hiciera que la pecera volara por los aires, la hiciera añicos y su inquilino expuesto a su voracidad animal.

¿Qué podía hacer para no tener un disgusto? Pues los mantuve separados físicamente, de modo que mi gato no tuviera a la carpa en su punto de mira. La pecera ocupaba una habitación cerrada con llave —mi gato es tan listo y mañoso que ha aprendido a abrir las puertas tirando de la manilla a base de saltos—, de modo que el minino podía pasear libremente por toda la casa con esa habitación “sagrada” como único obstáculo a su libre deambular.

No obviaré decir que el cuidado de ese pez dorado me resultó bastante estresante, siempre atento a que mi gato no hiciera de las suyas y entrara en la habitación de la carpa mientras le daba de comer, siempre mirando a mi derredor —pues los felinos son extremadamente silenciosos y aparecen cuándo y dónde menos te lo esperas— y siempre pendiente de cerrar la puerta con llave al salir. Como además soy un poco obsesivo-compulsivo, con frecuencia tenía que levantarme de la cama una o dos veces por la noche para comprobar que la dichosa habitación estaba bien cerrada y todo en orden.

Pero un fatídico día algo falló. Me encontré por la mañana la puerta de mi Sancta Sanctorum particular abierta de par en par. No pude reprimir una exclamación de pánico. La pecera hecha añicos por el suelo, entre un gran charco de agua, y ni rastro de la carpa dorada. Fui en busca del gato asesino —¿quién podía ser el culpable de su desaparición si no?— y me lo encontré en la cocina todavía relamiéndose.

Lo primero que se me ocurrió, después de proferirle todos los exabruptos posibles e inútiles, fue comprar una nueva carpa —a fin de cuentas, todas son iguales, pensé— y una nueva pecera. Pero en la tienda de animales más próxima no tenían carpas a la venta y las peceras disponibles no se parecían en nada a la original. Me entró el pánico. Mi amigo regresaba a la mañana siguiente y yo con las manos vacías y el corazón desbocado por culpa de ese micifuz de mierda. Maldito el día que lo acepté como regalo de mi ex novia. Tendría que habérselo devuelto cuando se largó. «Los regalos no se devuelven», me dijo la muy cretina.

Ahora el cretino era yo. Plantado en medio del comedor sin saber qué hacer. ¿Si llamaba al 112 me atenderían como una urgencia? Tras mucho meditarlo, lo tuve claro. No era la solución ideal, pero no se me ocurrió otra. Por una vez celebré tener ese hobby que a muchos les desagrada.

Aún recuerdo la cara de asombro de mi amigo cuando le deposité en los brazos un gato disecado. «Tu carpa está dentro. En lugar de una, ahora tienes dos mascotas», le solté a bocajarro antes de cerrarle la puerta en las narices.

Como comprenderéis, Carlos ya no es mi amigo. No sé nada de él desde aquel suceso. Y no he vuelto a tener ningún animal vivo en casa. Mejor solo que mal acompañado.


lunes, 13 de mayo de 2024

La carrera del tiempo

Esta es mi contribución al microrreto de este mes de mayo propuesto por El Tintero de Oro, con el tema "A vueltas con el tiempo". Espero que os guste.



En esta ocasión, Aurelio estaba convencido que ganaría el Rally. Su nuevo automóvil, convenientemente tuneado, cortaría el aire como un rayo.

Aun saliendo en décima posición, fue ganando terreno rápidamente. Volaba más que corría. Ni él mismo se lo podía explicar. La motorización de su coche no justificaba tal velocidad. Parecía que algo le empujaba, pero lo único que le daba alas era su deseo de ganar.

Al cabo de muy poco tiempo —no podría precisar cuánto— llegó a la meta sin que nadie le persiguiera ni de lejos.

Le extrañó sobremanera que no hubiera nadie esperando a los corredores. El cartel con el rótulo META pendía desmayado. El viento lo zarandeaba inmisericorde.

Se dirigió raudo al primer edificio que vio a su alrededor. En los bajos había un bar restaurante. Preguntó al hombre que atendía la barra. Este, sorprendido por la pregunta, le dijo: «¿Carrera?, pero si la carrera fue hace dos días, lo que ocurre es que nadie ha venido a descolgar el cartel. Ya sabe cómo son estas cosas. Y usted ¿de dónde dice que viene?»

A Aurelio, desconcertado, solo le quedó una explicación para hallar sentido a lo ocurrido. A la velocidad con la que se desplazó, había acelerado el tiempo de tal forma que se había pasado de frenada. El tiempo había corrido tanto a su favor que había alcanzado el futuro, aunque solo fuera con cuarenta y ocho horas de adelanto. Aunque mereciera un trofeo o un reconocimiento, quién se lo iba a creer.



jueves, 2 de mayo de 2024

El don

 


Había leído que un traumatismo craneoencefálico podía conllevar unas secuelas inesperadas, en especial una amnesia retrógrada, pero nunca me imaginé que tras mi grave accidente automovilístico y después de superar un coma de varias semanas, me sobreviniera una facultad que no me he atrevido a contar a nadie.

Me percaté de ello desde el primer instante en que apareció el neurólogo en mi habitación tras haber vuelto yo al estado consciente. Antes de que abriera la boca para hablarme, ya supe lo que me iba a decir. Simplemente lo oí en mi interior, en mi cabeza, que me dolía tremendamente. Al principio pensé que era el resultado de una conmoción cerebral y que todo era fruto de mi imaginación, o que, por causas extrañas, había, o percibía, un retraso sonoro como cuando se habla por teléfono a larga distancia. Pero no. Ignoro la explicación, pero ese efecto continuó produciéndose con todo aquel que en el hospital me hablaba. Oía lo que iba a decirme antes de que lo hiciera. Pero eso no fue todo, porque tan pronto como me dieron el alta, a ese efecto se le añadió otro mucho más impresionante, por no decir escalofriante: aunque nadie me hablara, oía sus pensamientos.

Diréis que lo que me ocurre es un don especial que muchos de vosotros desearíais poseer. Leer el pensamiento es algo maravilloso, nos ofrece una gran ventaja sobre los demás. Sabemos lo que piensan y así podemos anticiparnos a sus deseos o a cualquier contrariedad inminente, beneficiándonos de la lectura de sus pensamientos. Pero también tiene sus desventajas, como pude comprobar más tarde, muy a mi pesar.

La primera y gran utilidad que le hallé a mi don fue en las entrevistas de trabajo. Podía anticiparme a mi interlocutor y prepararme las respuestas a las preguntas, sobre todo las capciosas, que me iba a hacer y a los problemas que me iba a plantear. Aunque el currículum sea importante, la actitud y soltura del candidato ante un entrevistador es fundamental. De este modo, conseguí fácilmente un buen empleo en una multinacional farmacéutica.

Pero no duré mucho tiempo en esa empresa, y no porque no estuviera a la altura de las expectativas y prescindieran de mí, sino porque vi otra salida a mi don mucho más atractiva y remunerada: actuar como mentalista.

Como mentalista actué en muchos espectáculos, tanto en el teatro como en la televisión. El público quedaba impresionado por mi habilidad para leerles la mente. En los medios se mencionaba con elogios ese don especial que manifestaba en público, pero también había voces que alertaban de la posibilidad de un fraude. Un embaucador, decían que era. «Es del todo imposible que alguien pueda leer la mente. Es una estafa en toda regla y alguien debería tomar cartas en el asunto» Los había que iban más lejos y propugnaban con prohibir «ese ridículo espectáculo que alimenta la credulidad de los más ignorantes», decían.

Mis actuaciones empezaron a atraer a cada vez un menor número de espectadores y las cadenas de televisión dejaron de contratarme. Y en el Excelsior, el teatro donde actualmente trabajo, me pagan ahora mucho menos que antes. Pero con el dinero ganado y ahorrado, y el poco que seguía ganando, tenía más que suficiente para vivir holgadamente. «Pero ¿qué ocurrirá dentro de unos años, cuando se me haya condenado al ostracismo y ya no tenga edad para encontrar otro empleo?», me preguntaba.

Hasta que un día ocurrió algo inesperado y que ha dado un vuelco a mi vida. Y con ello empezó mi calvario particular.

Fue al salir de una de mis escasas representaciones. Ya en la calle, de noche, un individuo se me acercó con paso ligero y se plantó ante mí. No pronunció ni una sola palabra, simplemente me miró a los ojos. Supe de inmediato lo que estaba pensando y no era nada halagüeño. Se me pusieron los pelos de punta.

No sé cómo decirte que vas a sufrir un atentado mortal, pero si realmente eres un mentalista, como parece, leerás mi mente.

—¿Cómo dice? —le interrogué. ¿Cómo podía alguien saber lo que me iba a ocurrir?

—Me has entendido perfectamente y compruebo que eres un mentalista de verdad, pues has leído mis pensamientos. Y voy a adelantarme a tu siguiente pregunta sobre cómo lo sé: porque yo también poseo el mismo don, de modo que puedo leer la mente de los demás y así me entero, entre otras cosas, de sus intenciones.

Una vez instalados en un discreto rincón, me contó precipitadamente que unos días atrás, en un bar cercano, fue testigo de una discusión entre varios individuos que me calificaban de aprovechado, clamando algunos por desenmascararme públicamente para que nadie se dejara embaucar.

—Pero ¿qué tiene que ver la intención de esos individuos de poner en entredicho lo que hago con el deseo de matarme? ¿No cree que es desproporcionado? El escarnio público no tiene porqué llevar parejo un asesinato. ¿Tanto daño les hago para que deseen mi muerte? —pregunté incrédulo y a la vez angustiado.

—Solo uno de ellos te desea la muerte. Oí que el susodicho recordaba con disgusto al resto que después de haber trabajado muchos años en el teatro Excelsior, es decir donde ahora trabajas, lo habían despedido por tu culpa y que llevaba varios años sin que lo contrataran como vidente. Cuando se despidieron, ese individuo pasó por mi lado y percibí claramente lo que pensaba:

A este le voy a hacer pagar caro que me despidieran porque dicen que es mucho mejor adivino que yo. ¡Ja! Mis amigos que hagan lo que quieran, pero yo voy a acabar con él sí o sí.

—Si es cierto lo que me cuentas, ¿cómo podré protegerme de ese asesino si no sé quién es?

—No podrás.

Y tras esas dos palabras sentí varios pinchazos dolorosísimos y profundos en el vientre. Aquel sujeto sonreía mientras yo intentaba parar infructuosamente la hemorragia con las manos. Entonces lo tuve claro. Era él quien quería acabar conmigo como venganza. Era el actor vidente, o lo que fuera en realidad, que me odiaba, según él, por haber perdido su trabajo por mi culpa.

Aun sintiéndome muy mareado, pude oír lo que decía:

—Soy un mentalista mucho mejor que tú, pues poseo una facultad que, por lo visto, tú no posees: puedo ocultar mis pensamientos a voluntad, cuando me conviene, por eso no adivinaste quién era ni mis intenciones. Lo que te he contado sobre la conversación en el bar con unos amigos es, en cierto modo, cierto, pero me he permitido poner algo de mi propia cosecha para ponerte a prueba, ja, ja, ja.

Mientras me desvanecía, oí gritos de personas que se acercaban y que luego intentaban socorrerme. Todos pensaban que me estaba muriendo. Y yo también. Hasta que dejé de oír y de escuchar y todo se volvió de color negro.

 

Ese hombre podía tener dones, pero no el de vidente, pues no acertó en su suposición de que me había matado. Sobreviví milagrosamente a las tres cuchilladas que me propinó en el abdomen. Perdí mucha sangre, tuvieron que hacerme varias transfusiones, estuve al borde de la muerte. Cuando estuve lo suficientemente lúcido me percaté de que algo había cambiado en mí. Ya no podía leer la mente de los demás, ni médicos, ni enfermeras, ni nadie.

La policía no pudo dar con el asesino frustrado, por mucho que les describí su físico —aunque, bien pensado, podía haber llevado una máscara— y a lo que se dedicaba. En el teatro Excelsior no pudieron dar ninguna referencia ni información relevante sobre él: ni dónde trabajaba, si trabajaba, ni donde vivía, ni amigos, ni parientes, nada. El hombre se había esfumado.

Yo he tenido que abandonar mi trabajo en el teatro para no exponerme a ser nuevamente atacado y esta vez con éxito. Vivo recluido en casa, sin apenas salir, y cuando lo hago no puedo evitar mirar constantemente a mi alrededor, por si acaso. ¿Entendéis ahora porqué dije que ese don tenía sus desventajas?

 

 Ilustración: Patrick Jane (interpretado por el actor Simon Baker), protagonista de la serie norteamericana El Mentalista.

 


lunes, 15 de abril de 2024

Los colores de la vida

El relato que hoy comparto, procede de un reto de la tertulia de escritura de la que formo parte y cuya consigna fue escribir una historia en la que los colores tuvieran un cierto portagonismo. Y esto es lo que salió. Espero que os guste.



Cuando nací, mi madre, angustiada por la precaria situación económica familiar, hizo creer a mi padre que salía de casa en busca de trabajo, pero lo que hacía en realidad era pedir limosna. Mi padre lo descubrió cuando un día, de camino a la oficina de empleo, se la encontró en la calle, sentada en el suelo, luciendo un rótulo que decía: «Soy viuda y no puedo dar de comer a mis tres hijos
». A sus pies, una caja de cartón contenía unas cuantas monedas de diez, veinte y cincuenta céntimos. A mi padre, con la cara más blanca que la leche, le dio un amago de infarto y lo tuvieron que ingresar en urgencias.

Ninguna de las excusas que le dio su mujer, llorosa y con los labios amoratados por el frío, le sirvió a mi padre como justificación, convencido que había perdido la cordura o sufría una depresión posparto.

Una vez superado el susto inicial, al salir del hospital, mi padre, todavía en estado de shock, cayó por las escaleras y se rompió una pierna. Otra vez ingresado en urgencias y después de un buen rato de espera, para casa con la pierna escayolada hasta la ingle. Y así durante tres meses, con lo cual la situación económica de la familia, compuesta por seis miembros, contando a mi abuela paterna, sí que recibió un fuerte golpe. Mi madre, ahora con motivo, tuvo que volver a mendigar con el conocimiento —que no consentimiento— de mi padre que, colorao como un tomate, se subía por las paredes.

Cuando, por fin, la situación se estabilizó, mi padre con un empleo estable y mi madre cosiendo para terceros, se murió mi abuela. La encontramos en su balancín, amarilla como la cera. Si eso, por si mismo, ya fue doloroso, lo que más nos alteró fue descubrir entre sus pertenencias una porrada de billetes de mil pesetas. Este hallazgo nos impulsó a iniciar una búsqueda frenética de dinero por todos los rincones de su habitación. Encontramos algo más de un millón de las antiguas pesetas, que todavía, por suerte, se podían cambiar por euros en el Banco de España.

No nos lo podíamos creer. Tan agarrada como había sido en vida, aun conociendo nuestras dificultades económicas, y ella amasando pasta gansa. Pero ¿de dónde habían salido tantos billetes verdes si la pensión de viudedad de la abuela era muy exigua?

Este misterio se resolvió al hallar un fajo de cartas atadas con una cinta rosa, una correspondencia que la abuela había mantenido durante muchos años con un supuesto amante. El hombre, que por motivos sociales y morales de la época, no pudo mantener relaciones más íntimas con ella, le había ido regalando joyas que la abuela debió haber ido vendiendo poco a poco. No encontramos otra explicación.

Así que mi venerable abuela había mantenido una relación amorosa que le había reportado, al cabo del tiempo, unos buenos dineros. El hombre, supusimos, debía haber muerto por ser tanto o más viejo que su amante epistolar. Pero en eso nos equivocamos. Cuando ya hacía unos meses del traspaso de la abuela, nos vino a ver. Su inesperada visita resultó en una nueva sorpresa. El susodicho, Ramon se llamaba —«pero ella siempre me llamó Ramoncín», nos dijo—, estaba sin blanca y tan pelado que nos pidió si le podíamos devolver las joyas con las que había obsequiado a su querida, y ahora finada, amante durante todo el tiempo que duró su idilio. «Al fin y al cabo ya no las necesitará», dijo tan tranquilo.

Pero los seis mil euros que encontramos hacía poco que habían volado con la entrada del coche nuevo, un reluciente Peugeot granate.

No podíamos hacerle entrar en razón. No quería largarse con las manos vacías. Por más que intentó darnos pena —el inminente desahucio del piso donde vivía, su miserable pensión como autónomo que apenas le llegaba para más de una comida al día, y una retahíla de desgracias—, no veíamos la manera de aplacar su exasperación ni de hallar una solución mínimamente satisfactoria para ambas partes. La discusión fue subiendo de tono hasta el punto que mi padre estuvo en un tris de ponerle un ojo morado.

De eso han pasado dos semanas. Ramón —que insiste en que le llamemos Ramoncín— tuvo que dejar su piso y ahora vive con nosotros ocupando el lugar —el físico, no el sentimental— de la abuela. Mi madre está negra viendo cómo se pasea arriba y abajo, vestido de punta en blanco y dejando por todo el piso un apestoso olor a tabaco, y cómo se pone morado devorando todo lo comestible que se le pone a su alcance. Esperemos, sin embargo, que la presencia de este hombre —que está a punto de cumplir los noventa años— dure poco y podamos, por fin, tener una vida de color de rosa.

Con todo esto, podéis ver que nuestra vida ha estado siempre llena de colores.


domingo, 7 de abril de 2024

Para Elisa 2

Por una vez me he decidido a dar continuidad a un relato que, en principio, solo debía tener un episodio, y todo para dar satisfacción a más de uno/a de mis querido/as lectore/as. Para refrescar la memoria y comprender mejor esta continuación, podéis pinchar AQUÍ y el enlace os llevará al relato original que participó en el microrreto de El Tintero de Oro que pedía escribir un microrrelato en el que la música fuera parte de la historia.


Aquella noche soñé con Teresa. Estaba sentada al piano y tocaba Para Elisa, sonriéndome e invitándome a sentarme a su lado, en la banqueta, para que le besara delicadamente el cuello como solía hacer. ¡Qué sueño tan grato! Fue tan real... Hasta que un trueno, retumbando como un cañonazo, me despertó sobresaltado. Las llamas, todavía vivas en la chimenea, iluminaban la pequeña estancia y proyectaban sombras chinescas por doquier. Me incorporé. Me despojé de la manta que me cubría y fui a ver si la ropa que había tendido junto al fuego estaba ya seca. Entonces la vi. Sentada en un rincón, en una butaca rústica, como todo a su alrededor. Creí que todavía soñaba. Teresa se levantó lentamente y me tendió las manos. Nos fundimos en un abrazo apasionado. Mis lágrimas empapaban el pálido y suave cuello que tantas veces había besado. Solo pude decirle una frase entrecortada por el llanto: «Te extraño tanto, mi amor». Y antes de que todo volviera a la triste realidad, tuve ocasión de oír cómo ella me respondía: «No estás solo, amor mío, estoy aquí contigo».

No sé por qué, pero no me atreví a volver a aquella ruinosa iglesia en la que días atrás había sonado Para Elisa en un piano inexistente, aun sospechando que había sido el espíritu de Teresa quien había obrado tal prodigio y que —ahora lo sé— con toda seguridad fue el modo que empleó para comunicarse conmigo. Pero tampoco he sido capaz de marcharme de aquí y volver a casa como si nada hubiera ocurrido. Me había tomado unos días de descanso para superar el duelo, relajarme y pensar en lo que sería mi vida a partir de entonces, pero en lo único en lo que pensaba era en mi amada. Así que me quedé en la cabaña que había alquilado para aquel menester e hice lo que me había propuesto hacer cuando llegué y lo que mejor se me da: pintar.

No sé si mi mente está jugando conmigo a un juego macabro. Todas las noches, sin excepción, Teresa viene a verme. Charlamos horas enteras. Recordamos el pasado, observa mis lienzos con interés y alaba mi trabajo. Al principio solo pintaba los paisajes que se abrían ante mis ojos desde la mañana hasta el atardecer. He pintado amaneceres anaranjados; puestas de sol rojizas sobre las blancas cumbres; el lago jugando a ser el espejo de todo lo que le rodea; las nubes borrascosas amenazando tormenta; el viento inclinando a duras penas los altos y robustos abetos de los que solo logra arrancarles la nieve. Las águilas reales, los urogallos, los mirlos y los rebecos han sido también modelos involuntarios de mis pinturas. Pero últimamente he vuelto al retrato. Tengo ya más de una docena de cuadros de Teresa. No hace falta que pose para mí, como antaño hacía. La reproduzco con los ojos cerrados. Sentada junto a la lumbre; bajo el porche; tumbada sobre un verde prado, rodeada de amapolas, rododendros y edelweiss; caminando por el bosque; tendida al sol del invierno junto al rio, junto al lago, riendo, saltando, bailando.

Teresa quiere que vuelva al que fue nuestro hogar. Me dice que este no es mi lugar, que debo volver a mi estudio, a mi vida anterior, la auténtica. Insiste en que ya he encontrado lo que vine a buscar: la alegría de vivir. En realidad, no sé en busca de qué vine hasta aquí. Quería huir de todo lo que me recordara la pérdida de mi amada y empezar de nuevo, si es que podía sobrevivir a su ausencia. Pero no puedo ni quiero vivir borrándola de mi existencia, sino en su compañía. Quizá ella tenga razón. Me siento un hombre nuevo, con renovadas ganas de vivir y de pintar. Sí, volveré a nuestro hogar. Ahora que la he recuperado y que no volverá a abandonarme. Me ha dicho que mientras pinte, ella me deleitará con aquellos nocturnos que tanto me gustan y, cómo no, con nuestra pieza favorita Para Elisa. Sí, lo haré por ella y para ella. Lo haré por nosotros.