jueves, 2 de mayo de 2024

El don

 


Había leído que un traumatismo craneoencefálico podía conllevar unas secuelas inesperadas, en especial una amnesia retrógrada, pero nunca me imaginé que tras mi grave accidente automovilístico y después de superar un coma de varias semanas, me sobreviniera una facultad que no me he atrevido a contar a nadie.

Me percaté de ello desde el primer instante en que apareció el neurólogo en mi habitación tras haber vuelto yo al estado consciente. Antes de que abriera la boca para hablarme, ya supe lo que me iba a decir. Simplemente lo oí en mi interior, en mi cabeza, que me dolía tremendamente. Al principio pensé que era el resultado de una conmoción cerebral y que todo era fruto de mi imaginación, o que, por causas extrañas, había, o percibía, un retraso sonoro como cuando se habla por teléfono a larga distancia. Pero no. Ignoro la explicación, pero ese efecto continuó produciéndose con todo aquel que en el hospital me hablaba. Oía lo que iba a decirme antes de que lo hiciera. Pero eso no fue todo, porque tan pronto como me dieron el alta, a ese efecto se le añadió otro mucho más impresionante, por no decir escalofriante: aunque nadie me hablara, oía sus pensamientos.

Diréis que lo que me ocurre es un don especial que muchos de vosotros desearíais poseer. Leer el pensamiento es algo maravilloso, nos ofrece una gran ventaja sobre los demás. Sabemos lo que piensan y así podemos anticiparnos a sus deseos o a cualquier contrariedad inminente, beneficiándonos de la lectura de sus pensamientos. Pero también tiene sus desventajas, como pude comprobar más tarde, muy a mi pesar.

La primera y gran utilidad que le hallé a mi don fue en las entrevistas de trabajo. Podía anticiparme a mi interlocutor y prepararme las respuestas a las preguntas, sobre todo las capciosas, que me iba a hacer y a los problemas que me iba a plantear. Aunque el currículum sea importante, la actitud y soltura del candidato ante un entrevistador es fundamental. De este modo, conseguí fácilmente un buen empleo en una multinacional farmacéutica.

Pero no duré mucho tiempo en esa empresa, y no porque no estuviera a la altura de las expectativas y prescindieran de mí, sino porque vi otra salida a mi don mucho más atractiva y remunerada: actuar como mentalista.

Como mentalista actué en muchos espectáculos, tanto en el teatro como en la televisión. El público quedaba impresionado por mi habilidad para leerles la mente. En los medios se mencionaba con elogios ese don especial que manifestaba en público, pero también había voces que alertaban de la posibilidad de un fraude. Un embaucador, decían que era. «Es del todo imposible que alguien pueda leer la mente. Es una estafa en toda regla y alguien debería tomar cartas en el asunto» Los había que iban más lejos y propugnaban con prohibir «ese ridículo espectáculo que alimenta la credulidad de los más ignorantes», decían.

Mis actuaciones empezaron a atraer a cada vez un menor número de espectadores y las cadenas de televisión dejaron de contratarme. Y en el Excelsior, el teatro donde actualmente trabajo, me pagan ahora mucho menos que antes. Pero con el dinero ganado y ahorrado, y el poco que seguía ganando, tenía más que suficiente para vivir holgadamente. «Pero ¿qué ocurrirá dentro de unos años, cuando se me haya condenado al ostracismo y ya no tenga edad para encontrar otro empleo?», me preguntaba.

Hasta que un día ocurrió algo inesperado y que ha dado un vuelco a mi vida. Y con ello empezó mi calvario particular.

Fue al salir de una de mis escasas representaciones. Ya en la calle, de noche, un individuo se me acercó con paso ligero y se plantó ante mí. No pronunció ni una sola palabra, simplemente me miró a los ojos. Supe de inmediato lo que estaba pensando y no era nada halagüeño. Se me pusieron los pelos de punta.

No sé cómo decirte que vas a sufrir un atentado mortal, pero si realmente eres un mentalista, como parece, leerás mi mente.

—¿Cómo dice? —le interrogué. ¿Cómo podía alguien saber lo que me iba a ocurrir?

—Me has entendido perfectamente y compruebo que eres un mentalista de verdad, pues has leído mis pensamientos. Y voy a adelantarme a tu siguiente pregunta sobre cómo lo sé: porque yo también poseo el mismo don, de modo que puedo leer la mente de los demás y así me entero, entre otras cosas, de sus intenciones.

Una vez instalados en un discreto rincón, me contó precipitadamente que unos días atrás, en un bar cercano, fue testigo de una discusión entre varios individuos que me calificaban de aprovechado, clamando algunos por desenmascararme públicamente para que nadie se dejara embaucar.

—Pero ¿qué tiene que ver la intención de esos individuos de poner en entredicho lo que hago con el deseo de matarme? ¿No cree que es desproporcionado? El escarnio público no tiene porqué llevar parejo un asesinato. ¿Tanto daño les hago para que deseen mi muerte? —pregunté incrédulo y a la vez angustiado.

—Solo uno de ellos te desea la muerte. Oí que el susodicho recordaba con disgusto al resto que después de haber trabajado muchos años en el teatro Excelsior, es decir donde ahora trabajas, lo habían despedido por tu culpa y que llevaba varios años sin que lo contrataran como vidente. Cuando se despidieron, ese individuo pasó por mi lado y percibí claramente lo que pensaba:

A este le voy a hacer pagar caro que me despidieran porque dicen que es mucho mejor adivino que yo. ¡Ja! Mis amigos que hagan lo que quieran, pero yo voy a acabar con él sí o sí.

—Si es cierto lo que me cuentas, ¿cómo podré protegerme de ese asesino si no sé quién es?

—No podrás.

Y tras esas dos palabras sentí varios pinchazos dolorosísimos y profundos en el vientre. Aquel sujeto sonreía mientras yo intentaba parar infructuosamente la hemorragia con las manos. Entonces lo tuve claro. Era él quien quería acabar conmigo como venganza. Era el actor vidente, o lo que fuera en realidad, que me odiaba, según él, por haber perdido su trabajo por mi culpa.

Aun sintiéndome muy mareado, pude oír lo que decía:

—Soy un mentalista mucho mejor que tú, pues poseo una facultad que, por lo visto, tú no posees: puedo ocultar mis pensamientos a voluntad, cuando me conviene, por eso no adivinaste quién era ni mis intenciones. Lo que te he contado sobre la conversación en el bar con unos amigos es, en cierto modo, cierto, pero me he permitido poner algo de mi propia cosecha para ponerte a prueba, ja, ja, ja.

Mientras me desvanecía, oí gritos de personas que se acercaban y que luego intentaban socorrerme. Todos pensaban que me estaba muriendo. Y yo también. Hasta que dejé de oír y de escuchar y todo se volvió de color negro.

 

Ese hombre podía tener dones, pero no el de vidente, pues no acertó en su suposición de que me había matado. Sobreviví milagrosamente a las tres cuchilladas que me propinó en el abdomen. Perdí mucha sangre, tuvieron que hacerme varias transfusiones, estuve al borde de la muerte. Cuando estuve lo suficientemente lúcido me percaté de que algo había cambiado en mí. Ya no podía leer la mente de los demás, ni médicos, ni enfermeras, ni nadie.

La policía no pudo dar con el asesino frustrado, por mucho que les describí su físico —aunque, bien pensado, podía haber llevado una máscara— y a lo que se dedicaba. En el teatro Excelsior no pudieron dar ninguna referencia ni información relevante sobre él: ni dónde trabajaba, si trabajaba, ni donde vivía, ni amigos, ni parientes, nada. El hombre se había esfumado.

Yo he tenido que abandonar mi trabajo en el teatro para no exponerme a ser nuevamente atacado y esta vez con éxito. Vivo recluido en casa, sin apenas salir, y cuando lo hago no puedo evitar mirar constantemente a mi alrededor, por si acaso. ¿Entendéis ahora porqué dije que ese don tenía sus desventajas?

 

 Ilustración: Patrick Jane (interpretado por el actor Simon Baker), protagonista de la serie norteamericana El Mentalista.

 


lunes, 15 de abril de 2024

Los colores de la vida

El relato que hoy comparto, procede de un reto de la tertulia de escritura de la que formo parte y cuya consigna fue escribir una historia en la que los colores tuvieran un cierto portagonismo. Y esto es lo que salió. Espero que os guste.



Cuando nací, mi madre, angustiada por la precaria situación económica familiar, hizo creer a mi padre que salía de casa en busca de trabajo, pero lo que hacía en realidad era pedir limosna. Mi padre lo descubrió cuando un día, de camino a la oficina de empleo, se la encontró en la calle, sentada en el suelo, luciendo un rótulo que decía: «Soy viuda y no puedo dar de comer a mis tres hijos
». A sus pies, una caja de cartón contenía unas cuantas monedas de diez, veinte y cincuenta céntimos. A mi padre, con la cara más blanca que la leche, le dio un amago de infarto y lo tuvieron que ingresar en urgencias.

Ninguna de las excusas que le dio su mujer, llorosa y con los labios amoratados por el frío, le sirvió a mi padre como justificación, convencido que había perdido la cordura o sufría una depresión posparto.

Una vez superado el susto inicial, al salir del hospital, mi padre, todavía en estado de shock, cayó por las escaleras y se rompió una pierna. Otra vez ingresado en urgencias y después de un buen rato de espera, para casa con la pierna escayolada hasta la ingle. Y así durante tres meses, con lo cual la situación económica de la familia, compuesta por seis miembros, contando a mi abuela paterna, sí que recibió un fuerte golpe. Mi madre, ahora con motivo, tuvo que volver a mendigar con el conocimiento —que no consentimiento— de mi padre que, colorao como un tomate, se subía por las paredes.

Cuando, por fin, la situación se estabilizó, mi padre con un empleo estable y mi madre cosiendo para terceros, se murió mi abuela. La encontramos en su balancín, amarilla como la cera. Si eso, por si mismo, ya fue doloroso, lo que más nos alteró fue descubrir entre sus pertenencias una porrada de billetes de mil pesetas. Este hallazgo nos impulsó a iniciar una búsqueda frenética de dinero por todos los rincones de su habitación. Encontramos algo más de un millón de las antiguas pesetas, que todavía, por suerte, se podían cambiar por euros en el Banco de España.

No nos lo podíamos creer. Tan agarrada como había sido en vida, aun conociendo nuestras dificultades económicas, y ella amasando pasta gansa. Pero ¿de dónde habían salido tantos billetes verdes si la pensión de viudedad de la abuela era muy exigua?

Este misterio se resolvió al hallar un fajo de cartas atadas con una cinta rosa, una correspondencia que la abuela había mantenido durante muchos años con un supuesto amante. El hombre, que por motivos sociales y morales de la época, no pudo mantener relaciones más íntimas con ella, le había ido regalando joyas que la abuela debió haber ido vendiendo poco a poco. No encontramos otra explicación.

Así que mi venerable abuela había mantenido una relación amorosa que le había reportado, al cabo del tiempo, unos buenos dineros. El hombre, supusimos, debía haber muerto por ser tanto o más viejo que su amante epistolar. Pero en eso nos equivocamos. Cuando ya hacía unos meses del traspaso de la abuela, nos vino a ver. Su inesperada visita resultó en una nueva sorpresa. El susodicho, Ramon se llamaba —«pero ella siempre me llamó Ramoncín», nos dijo—, estaba sin blanca y tan pelado que nos pidió si le podíamos devolver las joyas con las que había obsequiado a su querida, y ahora finada, amante durante todo el tiempo que duró su idilio. «Al fin y al cabo ya no las necesitará», dijo tan tranquilo.

Pero los seis mil euros que encontramos hacía poco que habían volado con la entrada del coche nuevo, un reluciente Peugeot granate.

No podíamos hacerle entrar en razón. No quería largarse con las manos vacías. Por más que intentó darnos pena —el inminente desahucio del piso donde vivía, su miserable pensión como autónomo que apenas le llegaba para más de una comida al día, y una retahíla de desgracias—, no veíamos la manera de aplacar su exasperación ni de hallar una solución mínimamente satisfactoria para ambas partes. La discusión fue subiendo de tono hasta el punto que mi padre estuvo en un tris de ponerle un ojo morado.

De eso han pasado dos semanas. Ramón —que insiste en que le llamemos Ramoncín— tuvo que dejar su piso y ahora vive con nosotros ocupando el lugar —el físico, no el sentimental— de la abuela. Mi madre está negra viendo cómo se pasea arriba y abajo, vestido de punta en blanco y dejando por todo el piso un apestoso olor a tabaco, y cómo se pone morado devorando todo lo comestible que se le pone a su alcance. Esperemos, sin embargo, que la presencia de este hombre —que está a punto de cumplir los noventa años— dure poco y podamos, por fin, tener una vida de color de rosa.

Con todo esto, podéis ver que nuestra vida ha estado siempre llena de colores.


domingo, 7 de abril de 2024

Para Elisa 2

Por una vez me he decidido a dar continuidad a un relato que, en principio, solo debía tener un episodio, y todo para dar satisfacción a más de uno/a de mis querido/as lectore/as. Para refrescar la memoria y comprender mejor esta continuación, podéis pinchar AQUÍ y el enlace os llevará al relato original que participó en el microrreto de El Tintero de Oro que pedía escribir un microrrelato en el que la música fuera parte de la historia.


Aquella noche soñé con Teresa. Estaba sentada al piano y tocaba Para Elisa, sonriéndome e invitándome a sentarme a su lado, en la banqueta, para que le besara delicadamente el cuello como solía hacer. ¡Qué sueño tan grato! Fue tan real... Hasta que un trueno, retumbando como un cañonazo, me despertó sobresaltado. Las llamas, todavía vivas en la chimenea, iluminaban la pequeña estancia y proyectaban sombras chinescas por doquier. Me incorporé. Me despojé de la manta que me cubría y fui a ver si la ropa que había tendido junto al fuego estaba ya seca. Entonces la vi. Sentada en un rincón, en una butaca rústica, como todo a su alrededor. Creí que todavía soñaba. Teresa se levantó lentamente y me tendió las manos. Nos fundimos en un abrazo apasionado. Mis lágrimas empapaban el pálido y suave cuello que tantas veces había besado. Solo pude decirle una frase entrecortada por el llanto: «Te extraño tanto, mi amor». Y antes de que todo volviera a la triste realidad, tuve ocasión de oír cómo ella me respondía: «No estás solo, amor mío, estoy aquí contigo».

No sé por qué, pero no me atreví a volver a aquella ruinosa iglesia en la que días atrás había sonado Para Elisa en un piano inexistente, aun sospechando que había sido el espíritu de Teresa quien había obrado tal prodigio y que —ahora lo sé— con toda seguridad fue el modo que empleó para comunicarse conmigo. Pero tampoco he sido capaz de marcharme de aquí y volver a casa como si nada hubiera ocurrido. Me había tomado unos días de descanso para superar el duelo, relajarme y pensar en lo que sería mi vida a partir de entonces, pero en lo único en lo que pensaba era en mi amada. Así que me quedé en la cabaña que había alquilado para aquel menester e hice lo que me había propuesto hacer cuando llegué y lo que mejor se me da: pintar.

No sé si mi mente está jugando conmigo a un juego macabro. Todas las noches, sin excepción, Teresa viene a verme. Charlamos horas enteras. Recordamos el pasado, observa mis lienzos con interés y alaba mi trabajo. Al principio solo pintaba los paisajes que se abrían ante mis ojos desde la mañana hasta el atardecer. He pintado amaneceres anaranjados; puestas de sol rojizas sobre las blancas cumbres; el lago jugando a ser el espejo de todo lo que le rodea; las nubes borrascosas amenazando tormenta; el viento inclinando a duras penas los altos y robustos abetos de los que solo logra arrancarles la nieve. Las águilas reales, los urogallos, los mirlos y los rebecos han sido también modelos involuntarios de mis pinturas. Pero últimamente he vuelto al retrato. Tengo ya más de una docena de cuadros de Teresa. No hace falta que pose para mí, como antaño hacía. La reproduzco con los ojos cerrados. Sentada junto a la lumbre; bajo el porche; tumbada sobre un verde prado, rodeada de amapolas, rododendros y edelweiss; caminando por el bosque; tendida al sol del invierno junto al rio, junto al lago, riendo, saltando, bailando.

Teresa quiere que vuelva al que fue nuestro hogar. Me dice que este no es mi lugar, que debo volver a mi estudio, a mi vida anterior, la auténtica. Insiste en que ya he encontrado lo que vine a buscar: la alegría de vivir. En realidad, no sé en busca de qué vine hasta aquí. Quería huir de todo lo que me recordara la pérdida de mi amada y empezar de nuevo, si es que podía sobrevivir a su ausencia. Pero no puedo ni quiero vivir borrándola de mi existencia, sino en su compañía. Quizá ella tenga razón. Me siento un hombre nuevo, con renovadas ganas de vivir y de pintar. Sí, volveré a nuestro hogar. Ahora que la he recuperado y que no volverá a abandonarme. Me ha dicho que mientras pinte, ella me deleitará con aquellos nocturnos que tanto me gustan y, cómo no, con nuestra pieza favorita Para Elisa. Sí, lo haré por ella y para ella. Lo haré por nosotros.


lunes, 25 de marzo de 2024

Estoy muerto

 


Me lo dijo aquel tipo, empuñando un arma: «Estás muerto, tío», y no me lo creí, pues pensé que tan solo era una bravuconada. Pero resultó ser cierto. Bueno, en aquel momento no estaba muerto, claro, fue al cabo de unos larguísimos minutos, cuando, ya exánime, se volvió todo negro.

No sé por qué lo hizo, yo no tenía enemigos —al menos que yo supiera— ni deudas pendientes, y llevaba una vida muy normalita. Su razón tendría, y supuse que la principal debió ser despojarme de mis pocas pertenencias: un reloj que daba el pego y que me había regalado mi ex —así que seguro que era una baratija—, mi cartera —que solo contenía unos cincuenta euros, pues no suelo llevar mucho dinero encima— y poco más. Vamos, que el tío debió confundirse de víctima, o iba borracho o muy necesitado. Pero matar a una persona sin asegurarse de quién se trata y qué botín puedes conseguir es muy bestia.

Y ahora qué, me dije al “despertar” de aquel trance. Me costó un poco comprender que estaba muerto. La primera prueba de ello fue que nadie me veía, empezando por el municipal a quien recurrí para contarle lo que me había pasado.

Pero lo más extraordinario fue saber que había muchos otros como yo, deambulando sin rumbo fijo y preguntándose qué hacer. Somos tantos que hemos montado un grupo al que hemos bautizado con el nombre de muertos sin fronteras, pues los hay de todas las nacionalidades. Al parecer, podemos viajar —o teletransportarnos, como alguien sugirió que era lo que realmente hacíamos— adonde nos parezca en un tiempo récord. Siempre quise viajar gratis, y mira por dónde ahora lo he conseguido.

Al principio me lo tomé muy alegremente. Nadie quiere morir, por muy mal que le vayan las cosas. Pero yo soy distinto. Siempre quise saber qué había al otro lado, y ahora que lo sé, la verdad es que no hay gran cosa, pero por lo menos no se sufre y todo lo ves con otros ojos, unos ojos inmateriales, claro. Y, además, a mi favor estaba el hecho de que no tengo a nadie, salvo a una ex odiosa a la que, por fortuna, he perdido de vista definitivamente —o eso creía—. Además, mi vida era muy insulsa y solitaria, con un empleo de mierda y siempre preocupado por llegar a fin de mes.

Ha habido momentos en los que he disfrutado de mi inmaterialidad. No siento dolor ni malestar alguno, ni hambre, ni sed, ni sueño. Aunque bien pensado, comer, beber y dormir eran de los pocos placeres que me podía permitir. Lo más divertido, si se puede calificar así, es poder merodear y fisgonear por donde me da la gana sin ser visto. De niño decía que me gustaría ser invisible, una tontería como cualquier otra. Pero nunca me habría imaginado que llegara a ver cumplido mi deseo. Y la verdad es que ha acabado resultando muy práctico, como podréis ver más adelante.

Pero al cabo de un tiempo, que me resulta imposible determinar, mi nuevo estado se convirtió en una rutina insoportable. Yo creía que encontraría a mis seres queridos y amigos que me precedieron en el traspaso, pero nada de nada. Así las cosas, decidí, aprovechando mi invisibilidad, buscar a mi asesino para encontrar respuestas. ¿Quién sería? ¿Por qué lo hizo? ¿Lo hizo motu propio o siguiendo indicaciones de alguien?

Me costó lo mío dar con él, pero lo conseguí. Lo localicé en un antro de mala muerte. Se dedicaba a asaltar a la gente en la calle tan pronto como se ponía el sol y no reparaba en asestarles una cuchillada o un disparo a bocajarro con tal de salirse con la suya. Estuvo en la cárcel muchas veces y siempre salió al cabo de poco tiempo por buena conducta y por redención de la pena por el trabajo desempeñado entre rejas.

Nunca he sido una persona vengativa, pero a este decidí amargarle la vida hasta el día en que esta caducase, que esperaba fuera pronto.

De este modo, me convertí en un fantasma justiciero, que impartiría justicia por mí y por todos a los que dieron sepultura por culpa de ese psicópata. Y me propuse hacerlo de la forma más clásica y propia del género gótico: aterrorizándole. No hay nada mejor y menos cruento que un infarto agudo de miocardio y ¡zas!, al otro mundo.

Y con esa idea me planté en su piso —por llamarlo de algún modo— esperándole, impaciente, para llevar a cabo mi cometido.

Cuál fue mi sorpresa cuando le vi entrar acompañado de una mujer que no era otra que mi ex esposa, a la que llegué a odiar hasta desearle la muerte. Pero qué digo, ¿llegué a desearle la muerte de verdad? Pues sí. Ahora lo recuerdo todo: nuestra tumultuosa relación, los celos, las broncas diarias, su alcoholismo y posterior drogadicción, y toda una serie de comportamientos asociales y agresivos. Nos separamos de muy mala manera, con amenazas por su parte, con despojarme de todo lo que tenía, de arruinarme la vida. Pero, por lo visto, no le ha ido muy bien, pues vivir en un agujero como este no es lo que, supongo, se proponía. Así las cosas, no me cupo ninguna duda de que ella estuvo detrás de mi asesinato. Pero ¿qué salía ella ganando con mi muerte? No soy rico ni llevaba encima mucho dinero y, aunque lo hubiera llevado, nadie se monta una nueva vida con unos miles de euros, que es todo lo que tenía en la cuenta corriente.

Oí que hacían planes de un futuro por todo lo alto. Hablaban de una herencia. ¿Herencia? ¿De quién? Presté atención y entonces lo entendí todo. Un día Interceptó mi correspondencia y la carta que encontró en el buzón a mi nombre, con el remitente de una notaría, me declaraba único heredero de un tío soltero del que solo había oído hablar en casa, de niño, en contadas ocasiones y que, al parecer, había hecho fortuna. Me dejaba todos sus bienes, solo debía pasar a firmar los papeles y sería inmensamente rico. Mi muerte, por lo tanto, beneficiaba a mi ex mujer, pues, como todavía no estábamos divorciados, aparecía en nuestro testamento, todavía vigente, como mi única heredera en caso de que yo muriera. Sabedora de ello, no le debió resultar muy difícil dar con un delincuente barriobajero para que ejerciera de verdugo.

Una vez sobrepuesto de la sorpresa, me juré no permitir que se salieran con la suya. Pagarían por lo que me habían hecho.

Aprovechando mis cualidades fantasmales, me dirigí a la notaría donde habíamos depositado nuestro testamento cuando todavía éramos una pareja feliz y, ni corto ni perezoso, cambié el nombre del beneficiario, que, en lugar de mi ex, pasaba a ser unas ONG nacionales e internacionales que siempre he admirado. Os estaréis preguntando cómo un fantasma puede escribir. En realidad, no escribí nada, en el sentido estricto de la palabra. ¿Cómo lo hice, pues? Solo sé que fue mi mente quien obró ese pequeño prodigio. Los seres inmateriales podemos actuar de muchos modos, sobre todo por telepatía. Perderemos nuestras facultades físicas, pero las mentales las desarrollamos hasta el extremo de poder cambiar una cosa por otra, mover objetos y hacerlos aparecer o desaparecer. Bastante divertido, la verdad. Y muy útil, como podéis comprobar.

El caso es que, con la nueva redacción, todos los bienes que debía heredar de mi ignorado tío pasarían directamente a esas Organizaciones sin ánimo de lucro al no existir con vida ningún otro heredero. De este modo, la primera parte de mi plan ya se había consumado. Ahora faltaba coronarlo con algo mucho más espectacular y definitivo: la guinda que colma el pastel.

Una vez de nuevo en su cuchitril, aprovechando la ausencia de esa pareja de cuervos, abrí su armario y les cambié sus ropas por otras mucho más chic y valiosas: a él le puse un traje de Gucci y a ella un vestido de Chanel y un bolso de Hermes. De esa guisa, parecerían dos nuevos ricos paseándose por los bajos fondos. Unas presas seguras. Quien a hierro mata...

De haber sido un poco inteligentes, habrían sospechado que algo extraño había detrás de ese cambio, pero creyeron que se trataba de un obsequio de algún cliente como pago extra de alguna de sus últimas fechorías, lo que vino a corroborar una nota de agradecimiento que dejé en un lugar bien visible. Y el truco funcionó, ya lo creo que sí.

Al poco de haber puesto los pies en la calle, los gritos, golpes y disparos resonaron por todo el barrio, que al instante quedó vació, sin que nadie osara a acercarse y mucho menos a ayudar a aquel par de individuos tirados en medio de la calle y rodeados de un gran charco de sangre. Solo yo me acerqué lo suficiente para comprobar que mi plan había surtido efecto. Cuando levantaron la cabeza y me miraron con ojos inexpresivos y vidriosos, esbocé una sonrisa de satisfacción y les dije: «bienvenidos al otro lado. Espero que no volvamos a vernos nunca más». Y me volatilicé.

Sigo estando muerto, pero ahora me siento más vivo que nunca.


miércoles, 6 de marzo de 2024

Para Elisa

El microrreto de este mes de marzo al que nos desafía El Tintero de Oro, consiste en escribir un microrrelato, de un máximo de 250 palabras, en el que la música sea un personaje más de la historia. Espero haber cumplido con este requisito. Aquí os dejo mi aportación titulada “Para Elisa”. Espero que os guste.


Al estado ruinoso del cementerio, se le añadía la dejadez de unas tumbas cuya piedra había sufrido las inclemencias del paso de los años. El texto grabado en las lápidas era ilegible. Una capa de líquenes las cubría. Un color negruzco dominaba el espacio. El viento amplificaba la atmósfera tétrica del recinto.

A punto de abandonar el lugar, oí una suave melodía. Procedía del interior de la iglesia. Era el sonido de un piano y la melodía, aunque lejana, era reconocible: “Para Elisa”, de Beethoven, la pieza favorita de Teresa. «Toca tu tema favorito, Teresa, que al gran maestro le complacerá», solía decirle en broma. ¡La extraño tanto!

Cuando entré en la iglesia, tras forcejear con un cerrojo más que oxidado, me vi ante una pequeña nave de paredes desconchadas, con unos pocos bancos carcomidos y un altar desnudo. La música, ahora más audible, procedía del coro, al que se accedía por unas empinadas escaleras de madera. Me dirigí al altar y, dando media vuelta, miré hacia la parte superior de la entrada. El coro, que pendía milagrosamente de la pared, estaba vacío. Pero “Para Elisa” seguía sonando y reverberaba por toda la estancia. Salí corriendo como alma que lleva el diablo, tapándome los oídos para no volverme loco. Fuera, un aguacero descargó en cuestión de segundos. Cuando llegué a la cabaña, empapado y temblando de frio, me despojé de la ropa mojada, me tumbé en la cama y me quedé dormido. Soñé con Teresa. ¿Qué querría decirme? ¿Estará bien?




domingo, 25 de febrero de 2024

El lobo blanco

 


Día 1

Hace dos días que un lobo ronda mi cabaña. Cada noche noto su presencia y cuando salgo, armado con una escopeta de caza, veo cómo se esconde entre los árboles y la maleza, aunque, por su color, resulta muy difícil distinguirlo de la nieve. Es un lobo albino. Ayer por la noche le oí aullar. Debo reconocer que su aullido me atemoriza, como cuando, de pequeño, veía aquellas películas de serie B sobre el hombre-lobo.

No soy una persona especialmente miedosa, pero en mi defensa diré que no es lo mismo estar acompañado que solo en medio de un bosque ártico y alejado de la población más cercana.

Estoy a unos 20 kilómetros de Kaktovik, en el noreste de Alaska, una zona perfecta para ver osos polares. Soy zoólogo y estoy estudiando la fauna de este país ártico en vías de extinción, como el oso polar. Estoy solo e incomunicado, y ello se debe a que los dos miembros de una ONG local que trabaja en la preservación de esa especie, y a la que me he unido temporalmente, tuvieron que ir a por provisiones. Llevan fuera los mismos días que yo llevo aquí en soledad. Debido a la tormenta que lleva azotando esta zona desde que partieron, se han interrumpido las conexiones. Así pues, no hay forma de comunicarme con ellos.

Día 2

Ese maldito lobo lleva acosándome desde que me quedé solo, disponiendo, eso sí, de una vieja escopeta para defenderme del ataque de cualquier animal salvaje. Jamás he disparado un arma y odio la caza, pero si tengo que hacer uso de esta para salvar el pellejo, lo haré sin dudarlo ni un segundo.

Esta noche colocaré una videocámara en la puerta de la cabaña para ver si el lobo se acerca y qué hace.

Día 3

Acabo de visionar las imágenes captadas la noche pasada. Le he visto. Claramente. Debo reconocer que el animal es muy hermoso, tan blanco como la nieve inmaculada. En principio no sería capaz de hacerle ningún daño si él no me lo hace a mí. Solo le dispararía en defensa propia.

Lo más curioso es que tengo entendido que el lobo se desplaza en manadas y que, en principio, no es peligroso para el hombre, pues huye cuando se encuentra con él cara a cara. ¿Qué querrá, pues, este lobo solitario, que no deja de merodear la cabaña? Debería oler a ser humano y alejarse lo más posible del que podría ser su depredador.

Pero no me queda más remedio que esperar a mis compañeros y ver si de este modo desaparece de una vez y me deja en paz.

Día 4

Ya solo me quedan provisiones para un día. La tormenta no amaina y las comunicaciones siguen cortadas. Solo salgo de la cabaña de día y armado, por si acaso. De momento, solo he visto algún zorro y varias marmotas, y hoy me ha parecido atisbar un alce. Así pues, si mis compañeros no regresan pronto con víveres, dudo que sea capaz de cazar alguno de esos animales para alimentarme. Y los frutos de los abundantes pinos que hay en este bosque no son comestibles, sus piñas no son como las de nuestro apreciado Pinus pinea.

Día 5

Estoy pensando en abandonar la cabaña y marchar hacia al pueblo al que se dirigieron mis compañeros para reunirme con ellos, mas no entiendo por qué no han vuelto. Cierto que la tormenta aun no ha amainado, pero, según me dijeron, se conocen esta zona como la palma de la mano. Algo les ha debido suceder, pero ¿qué? Si voy a su encuentro, temo extraviarme, nunca he sido muy bueno a la hora de orientarme, a pesar de disponer de un mapa. Pero lo intentaré. Quizá a medida que me acerque a mi destino, logre tener cobertura y pueda contactar con ellos por el móvil.

Día 6

Llevo tres horas andando y no percibo ninguna señal que me indique que voy por el buen camino. Con los prismáticos, ni siquiera veo una triste cabaña. Creo haber seguido fielmente las indicaciones del mapa. Lo malo es que, si se hace de noche y todavía estoy en camino, tendré que pernoctar al aire libre y la temperatura nocturna puede alcanzar, según me han dicho, los cincuenta grados bajo cero. Ahora pienso que ha sido una locura venir a este país en pleno invierno. Pero ahora no es momento de lamentarse. Ya no hay vuelta atrás.

Día 7

Lo que me ocurrió anoche nadie lo va a creer. Tal como temía, tuve que pasar la noche al raso, solo abrigado por mi saco de dormir. Al poco, mis dientes castañeaban de tal modo que temía morderme los labios y la lengua, y los temblores se volvieron tan intensos que era incapaz de usar las manos de una forma coordinada. Por un momento, creí que allí acabaría mi aventura, que ya no lo contaría y que nadie encontraría mi cadáver congelado.

Pero de pronto, me pareció oír unos pasos. Alguien merodeaba sigilosamente mi improvisado y exiguo campamento. Podía ser un animal peligroso, una alimaña en busca de alimento. Como pude, venciendo mis temores y los cada vez más violentos temblores, me incorporé y empecé a gritar agitando mis brazos como si fueran aspas, pues dicen que es la mejor forma para ahuyentar a un oso o a cualquier otro animal salvaje.

Quien fuera o lo que fuera que estuviera allí, se aproximaba poco a poco. Tomé la escopeta con la intención de disparar tan pronto asomara la bestia. Pero cuando vi de qué se trataba, me quedé petrificado. Era el lobo, “mi lobo albino”, que, parado ante mí, no dejaba de mirarme fijamente a los ojos. No mostraba ningún signo de amenaza. Aun así, apunté hacia él, esperando su ataque de un momento a otro, pero todo lo que hizo fue acercarse dócilmente y tumbarse a mis pies, como si buscara compañía y refugio. Curiosa y extrañamente, a su lado sentí paz y tranquilidad. Ni siquiera notaba el frío intenso, como si el animal fuera una intensa fuente de calor. A pesar de ello, no creí que pudiera pegar ojo, pero el cansancio se apoderó de mí y caí en un sueño profundo

Día 8

Cuando desperté, ya de día, el lobo seguía allí, acurrucado a mi lado. Al notar mi movimiento, alzó la cabeza y me observó. Nos miramos como si fuéramos amigos que han emprendido una aventura juntos.  ¿Y ahora qué?, me dije, o más bien le pregunté. Y entonces el animal se puso en pie y pareció que quería indicarme algo. Y lo que me indicó fue el camino a seguir, pues a las pocas horas de haber emprendido la marcha tras él vislumbré una cortina de humo que, pensé, procedería de chimeneas o de alguna hoguera. Pero era un humo espeso y muy oscuro. Eso me alertó.

Tras recorrer unos pocos kilómetros, mi curiosidad se vio satisfecha, aunque habría preferido una explicación mucho más grata. El poblado, pues no llegaba a la categoría de pueblo, había sido arrasado por el fuego y solo quedaban los rescoldos de un pavoroso incendio, ya apagado.

Vi gente que corría de un lado a otro, seguramente en busca de supervivientes o para socorrer a los heridos. Cuando me acerqué lo suficiente, distinguí entre el gentío dos caras conocidas, las de mis compañeros, a los que daba por desaparecidos.

Día 9

Pasamos todo el día en un hospital de campaña, donde habían trasladado a los heridos por el incendio. Excepto mis compañeros, casi todos presentaban quemaduras de segundo y tercer grado. Ellos, por fortuna, solo tenían quemaduras de primer grado, producidas al prestar su ayuda.

Me contaron que, al poco de haberse marchado de la cabaña, se extraviaron, algo extraño en ellos, y que tuvieron que pernoctar en el bosque dos noches seguidas. Y que, cuando se daban por vencidos, se les apareció un lobo blanco como la nieve, que, sorprendentemente, les indicó el camino a seguir, llegando a ese poblado un día después de este fortuito y aventurado encuentro. Entonces caí en la cuenta de que me había olvidado de él. ¿Dónde se había metido “mi lobo”? Con la precipitación por querer saber qué había ocurrido, me olvidé de él. Probablemente, se alejó de los humanos y volvió al lugar donde le vi aparecer por primera vez.

Día 11

De nuevo en la cabaña, con víveres, y una vez amainada la tormenta, decidí contar a mis compañeros lo que me había ocurrido, el encuentro con el lobo albino, probablemente el mismo con el que ellos se tropezaron y cómo me guio hasta el poblado.

Intrigados, esa misma noche, nos dispusimos a buscar al lobo albino. Al cabo de unos días sin haber obtenido ningún resultado satisfactorio, desistieron y abandonaron la búsqueda. Ya aparecería cuando quisiera, dijeron. Pero yo, disconforme con esa decisión, seguí saliendo noche tras noche en su busca. En cierto modo, le debía la vida.

Día 30

Terminada mi estancia allí, me dispuse a volver a casa un tanto descorazonado por mi infructuosa búsqueda. Cuando, horas después, tomé el autocar que debía llevarme a la capital para tomar mi vuelo, tras haber recorrido unos pocos kilómetros, vislumbré, desde mi asiento, algo que me llamó poderosamente la atención. Entre los árboles del bosque que atravesábamos, había un lobo, un lobo albino que, al verme empezó a aullar hasta perderlo de vista. ¿Sería él? ¿Se estaría despidiendo de mí?

Día 40

No he podido quitarme de la cabeza al lobo albino. Hay momentos que me parece haber vivido un sueño y que todo había sido una especie de alucinación. Pero mis compañeros también lo habían visto.

Decidí, entonces, consultar a un amigo zoólogo, especializado en lobos, revelándole mi experiencia. Me miró, condescendientemente, como si me tomara por un chiflado, y al cabo de unos segundos de indecisión, me dijo, sonriendo: «Lo único que te puedo decir es que hay quien afirma que el lobo blanco simboliza la paz, el amor, la compasión y la esperanza, mientras que el lobo negro simboliza el miedo, el odio, la envidia y la ira. Y que estos dos lobos luchan por dominar nuestros pensamientos, acciones y emociones. Pero todo eso son supersticiones propias del folklore popular».

Al oír eso, asentí, pensativo, y desvié inmediatamente el tema de conversación hacia otros derroteros. No quería que pusiera en duda mi cordura.

 

Desde entonces, nunca más he sacado a colación esta historia, ni siquiera con mis colegas, pero he querido dejar constancia de ello en este diario, en el que he pegado la foto que obtuve de la imagen grabada aquella noche ante mi cabaña. ¿Qué habrá sido de aquel lobo blanco? ¿Habrá otros muchos como él? Lo dudo, pues, por desgracia, está en vías de extinción. Quizá sea este el motivo de que cada vez haya menos paz, amor, compasión y esperanza en el mundo.

 

sábado, 10 de febrero de 2024

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

 


Parece mentira que una lectura sea capaz de evocar unos recuerdos que habíamos eliminado de nuestra mente, como si despertáramos de una letargia o de un sueño placentero para darnos de bruces con una angustiosa realidad.

Aunque he visto alguna película y serie televisiva basadas en la novela de Robert Louis Stevenson, titulada El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, nunca había tenido la oportunidad de leerla y si lo he hecho ahora ha sido porque me la regaló mi hermano estas pasadas navidades.

Al principio era reacio a hacerlo, pues la trama me era muy conocida, pero como las novelas suelen ser mejores que las películas a las que dan lugar, me dije que bien valía la pena destinar unas horas a su lectura para comprobarlo.

Pero algo extraño obró en mí. A medida que avanzaba en la lectura, me vi cada vez más inmerso en los acontecimientos que se narran, sintiéndome inevitablemente atraído por ese doctor que de día es un hombre respetable y de noche una bestia salvaje. Lo más curioso es que, al margen de la fantasía, veía en esa historia un atisbo de realidad, una realidad que me resultaba muy familiar. De algún modo, me vi reflejado en las andanzas de ese personaje de dos caras.

De pronto, como si de una revelación se tratara, recordé que de niño tenía un comportamiento que alarmó a mis padres y que un especialista diagnosticó como un trastorno bipolar. Ello les alivió relativamente. «Existe un tratamiento muy eficaz para esta afección. Su hijo podrá llevar una vida totalmente normal», afirmó el médico. Y digo relativamente porque mi querida madre, que se preocupa en exceso por todo, y mi padre, que es de naturaleza pesimista, no dejaron, desde entonces, de controlar mis movimientos y me observaban constantemente como si fuera un loco peligroso del que tenían que protegerse. Solo mi hermano, inmune a cualquier espanto, me trataba con aparente normalidad, aunque creo que, en el fondo, también me consideraba un bicho raro.

Para los que no lo sepáis, la bipolaridad se manifiesta por cambios repentinos e intensos del estado de ánimo, pasando de una actitud eufórica a una irritable o depresiva. Tuve que asumir, por lo tanto, que tenía una enfermedad mental que requería un tratamiento farmacológico constante, que no debía abandonar bajo ningún concepto. Consciente de la preocupación de mis progenitores, me esforcé en controlar algunos impulsos de tipo maníaco que les habría alarmado.

Creo que esa represión férrea que me autoimponía de día, hizo que, por la noche, con el ánimo más relajado, los arrebatos me asaltaran de una forma mucho más agresiva, desarrollando así una dualidad de comportamiento: de día aparentaba ser una persona normal y por la noche me convertía en un ente fuera de todo control. Esa agresividad nocturna, imposible de detener, me obligó a escabullirme de casa para que mis padres no se percataran de lo que pasaba, pues temía que pudiera destrozar todo a mi alrededor y quién sabe si hacerles a ellos un daño físico. En el primer arrebato que tuve de este tipo, solo llegué a destrozar mi ordenador, porque mis padres, alertados por el ruido, acudieron raudos a mi habitación. No sé qué excusa les di porque apenas me acuerdo de lo ocurrido. Sí sé que estos episodios iban siempre precedidos de un aviso, como dicen que les ocurre a los epilépticos. Así pues, tan pronto notaba que se iba a producir uno de ellos, sin saber cuán agresivo sería, salía de casa y merodeaba por los alrededores, pensando que el aire fresco y el cambio de ambiente me calmarían. No obstante, a veces me despertaba tumbado sobre un banco o en mi cama sin recordar nada de lo sucedido durante esos lapsus mentales. Por suerte, siempre había podido volver a casa sin despertar a nadie.

La cosa empezó a preocuparme cuando aparecieron en el vecindario gatos y perros con los huesos quebrados y, en alguna ocasión, abiertos en canal. Enseguida corrió la voz de que había un perturbado sádico que atacaba a esos pobres animales como lo haría una alimaña, alertando de ello a todos los propietarios de un animal de compañía.

Al conocer esa horrible noticia, instintivamente la relacioné con mis salidas y ausencias mentales nocturnas. Me horroricé ante la posibilidad de que yo fuera el autor de esas muertes, que mi trastorno mental me hubiera convertido en un monstruo peligroso para la sociedad, pues ¿quién me decía a mí que una noche no la emprendería del mismo modo con un sintecho o un transeúnte cualquiera? ¿Qué podía hacer para evitarlo? ¿Atarme a la cama? Yo solo no podía hacerlo, necesitaría ayuda. Y entonces decidí confesárselo todo a mi hermano, pues de haberlo sabido mis padres, seguramente me habrían internado en un centro psiquiátrico.

De este modo, todas las noches, sin excepción, mi hermano me ataba de pies y manos a la cama, y a la mañana siguiente, muy temprano, me soltaba. Para él todo eso le resultaba divertido, como si de un juego se tratara; por ello, seguramente, nunca puso ningún impedimento. Pero esa situación no podía alargarse indefinidamente. Mi hermano empezó a cansarse de todo ese ajetreo y yo tampoco soportaba mis ataduras. No podía vivir así de por vida. Por lo tanto, decidí visitar al psiquiatra que me había instaurado el tratamiento, argumentando que este ya no hacía el efecto deseado y temía que mi enfermedad se agravara. Aquel decidió, pues, cambiarme la medicación por otra más reciente y probablemente más eficaz, como así resultó ser, pues mis episodios se redujeron sustancialmente hasta desaparecer.

Y fueron pasando los años, hasta que llegó el día en que decidí empezar una nueva vida fuera del cobijo familiar. Cuando terminé mis estudios superiores, con mi primer sueldo, alquilé un piso no muy alejado de la vivienda paterna. Nunca se sabe cuándo uno puede necesitar la ayuda de la familia. Ya no necesitaba que nadie me atara a la cama y aunque llevaba tiempo exento de síntomas, corría el riesgo de que mis delirios asesinos reaparecieran.  Pero, para mi tranquilidad, nada anormal ocurrió. Reinaba la calma y aquellos episodios tan desagradables pasaron a la historia, olvidándolos por completo. Hasta hoy.

Este mediodía, después de diez años de mi emancipación, me ha asaltado una terrible duda. En el Telenoticias han informado que se han descubierto cuatro cadáveres enterrados en un solar en obras del barrio, que han sido hallados por unos operarios al remover la tierra con una excavadora. Según el forense, aunque todos ellos presentaban múltiples cuchilladas, la muerte les sobrevino por un fuerte golpe en la cabeza, con hundimiento del cráneo y pérdida de masa encefálica. El arma del crimen tuvo que ser un objeto pesado y con el extremo romo.

Según han hecho saber las autoridades, los cuatro sujetos llevaban muertos una o dos semanas. La autopsia lo acabará de confirmar. Un portavoz de la policía ha afirmado que, con toda probabilidad, los hechos ocurrieron de madrugada, pues la zona suele estar muy concurrida hasta altas horas de la noche y no ha habido testigos oculares. Como no se ha encontrado ningún documento que pueda identificar a las víctimas, la policía está revisando todas las denuncias de desapariciones recientes.

De pronto he sentido un fuerte mareo y me he desvanecido. Al volver en mí, he intentado sosegarme infructuosamente. Todavía no era la hora de tomarme la medicación, pero lo he hecho, por si acaso tenía una recaída. Mi nerviosismo sobrepasaba con creces la calma que reclamaba mi cuerpo y mi mente. ¿Podía ser yo el autor de esos asesinatos como lo fui presuntamente, años atrás, de aquellos pobres animales? Reconozco que, con la lectura de esa maldita novela, mi mente ha volado, en más de una ocasión, por un sendero maligno, imaginándome actuando como ese Míster Hyde. Incluso, en una ocasión, recordando alguno de los pasajes más violentos, he sentido una malsana excitación. Pero una cosa es la imaginación y otra la realidad. Yo no podía ser el asesino de esos cuatro desgraciados. ¿Acaso esa novela me había trastornado tanto como para adoptar, sin darme cuenta, la doble personalidad de su protagonista? Tenía que ser casual que esas cuatro muertes se produjeran justamente durante los días que invertí en la lectura de la misma.

De todos modos, conociendo mis antecedentes, muy a pesar mío y solo para eliminar toda sospecha sobre mi más que dudosa autoría, he puesto el apartamento patas arriba para comprobar que no existe prueba alguna en mi contra.

La búsqueda se ha prolongado más de una hora, tras la cual solo quedaba por revisar el altillo de mi armario trastero. Allí guardo recuerdos de mi infancia, olvidados en una vieja caja de zapatos. La he abierto con manos temblorosas con solo pensar que podía contener alguna prueba incriminatoria. Pero ¿qué prueba podía haber en una pequeña caja de cartón?

A simple vista no había nada extraño, pero bajo mis colecciones de cromos, un montón de viejas fotografías y dos medallas de natación de mi época escolar, he hallado cuatro carteras que nunca había visto. ¿Pertenecerían a los cuatro hombres asesinados? Aun intuyendo que así era, no he querido abrirlas, me las he guardado en mi mochila y he salido raudo a la calle. Tras haber andado un par de kilómetros y cerciorarme de que nadie me veía, las he sacado, las he limpiado con un pañuelo para no dejar huellas y las he arrojado a un contenedor.

Lo único que puedo hacer ahora es seguir atentamente las noticias, aunque no sé muy bien porqué. ¿Por morbo, como haría un asesino en serie? La novela de Stevenson también la echaré en el primer contenedor que encuentre, aunque es absurdo. Dudo mucho que pudiera ser considerada una prueba que justificara mi comportamiento, pues no soy sospechoso de nada. O quizá se la devuelva a mi hermano. Pero cuando he vuelto a casa, no ha habido forma de encontrar el maldito libro. Mejor así.

Consternado por lo que acababa de descubrir, pues imaginaba que mi bipolaridad agresiva estaba perfectamente controlada y que aquellos episodios que tanto me habían perturbado ya eran cosa del pasado, me he tumbado en el sofá, sin saber qué rumbo tomar.

 

Llaman a la puerta. ¿Será mi hermano? Últimamente frecuenta cada vez más mi apartamento, del que, poco a poco, está tomando posesión. Dice que también quiere independizarse, pero que no tiene dinero suficiente. Empezó quedándose a dormir cuando pillaba una cogorza de aúpa y no quería que nuestros padres lo vieran en ese lamentable estado. Luego, sus estancias se han ido prolongando, dice que es para hacerme compañía. Encima, está utilizando el poco espacio libre que me queda para embutir en él ropa, enseres personales y algunos trastos, el último ha sido su bicicleta y el bate de cuando jugaba a beisbol y al que le tiene mucho cariño. Pero ahora que lo pienso, no lo he visto por ninguna parte durante mi inspección ocular de esta tarde.

Miro por la mirilla y es, efectivamente, mi hermano. Lleva una bolsa de deporte en la mano. Es la que usa para ir al gimnasio. Me dice que hoy también se quedará a dormir, pues ha quedado con unos amigos y seguramente volverá de madrugada y no sabe en qué estado. Se ha ido a duchar, pues, con las restricciones de agua, las duchas del gimnasio están inutilizables. Mientras está en el baño no puedo dejar de mirar la bolsa de deporte que ha dejado en el suelo. Por las dimensiones, bien podría contener un bate de beisbol. ¿Habrá sido mi hermano quien se ha quedado con la novela? No, si ahora resultará que, además de bipolar, soy un paranoico.