Siempre recordaré la última
vez que fui a Montserrat (1). Hacía muchos años que no iba y, no sabría
explicar por qué, sentí de pronto la necesidad de hacerle una visita, como
cuando era niño.
Era un día frío pero soleado.
Y, cosa extraña, no había muchos visitantes, de forma que pude hacer el típico
recorrido que incluye la visita a la Moreneta (2), en menos
tiempo que el esperado. No soy creyente, pero quería recordar lo que hacía con
mis hermanas y mis padres una vez al año.
Al llegar al final del
trayecto, allí donde los devotos encienden unas velas, pidiendo cualquier deseo
a la Virgen, me sentí empujado a hacer lo mismo, como un recuerdo de la
costumbre de mis padres. Un acto —lo reconozco— totalmente simbólico, nada
habitual en mí. Y entonces, no sé explicar el cómo ni el porqué, experimenté
una espiritualidad que hacía muchos años que no sentía. El caso es que salí al
exterior con una sensación de bienestar que no sabría definir, como si intuyera
que me esperaba algo extraordinario a corto plazo. Se dice que Monserrat
esconde poderes ocultos (3), pero nunca he creído en estas tonterías. «O
estoy enfermo o simplemente es que me hago viejo»,
me dije.
Cuando estuve de nuevo en la explanada
frente a la entrada de la Abadía, recordé que me habían elogiado el museo que
hay en sus entrañas y que nunca había tenido ocasión de visitar. Como solo eran
las doce del mediodía y, por lo tanto, tenía tiempo suficiente antes de
almorzar, decidí entrar.
Una vez dentro, como no quería
entretenerme más de la cuenta, fui directamente hacia las salas dedicadas a la
pintura moderna, y concretamente las del modernismo, el estilo pictórico que
más me gusta. Tan solo llegar al destino elegido, me sentí transportado a un
pasado que me resultaba familiar. Y esa sensación se hizo mucho más patente
cuando la vi. De repente, todo empezó a dar vueltas a mi alrededor.
Fue un shock emocional. Aquella
imagen, aquella cara... Era ella, sin duda. ¿Cómo era posible? ¿Acaso me había
vuelto loco? El cuadro llevaba por título Madeleine. Era una pintura al
óleo que Ramon Casas pintó en París el año 1892, es decir, ¡ciento treinta años
atrás!
Os parecerá, como a mí
entonces, una locura, pero era la Madeleine que conocí en París cuando fui a
perfeccionar mi francés. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Cómo podía saberlo! Aquello me
sobrepasaba. No podía ser real. Sentí algo parecido a una crisis de ansiedad. Tuve
que sentarme para serenarme. Al cerrar los ojos, rememoré de pronto aquel
encuentro y un escalofrío recorrió toda mi espalda. Me vi entrando en aquel
tugurio parisino y cómo la vi sentada en un rincón. Estaba fumando un puro,
como el que aparece en el cuadro. Puesto que el local estaba abarrotado y no
tenía dónde sentarme, me hizo una señal con la mano indicándome que me sentara a su mesa. Tímido como era —y todavía soy—, me costó decidirme, pero su
sonrisa derribó todas mis reservas. Al fin y al cabo, me había propuesto
conocer gente de toda clase, especialmente bohemia, y aquella mujer tenía todo
el aspecto de serlo.
Bebía una copa de Pastís. Yo
pedí lo mismo. Al cabo de una hora, no sé si por el efecto del alcohol, de su
compañía o del ambiente reinante, me sentía pletórico.
Desde aquel día, iba todas las
tardes al Moulin de la Galette —así se llamaba el local— y siempre me la
encontraba sentada en la misma mesa. Nos hicimos amigos —o eso creí—. Me dijo
que se llamaba Madeleine Boisguillaime, que trabajaba de lavandera y que
frecuentaba aquel lugar porque era el único en Montmartre en el que no ponían
ningún impedimento al acceso de una mujer que, como ella, fumaba y bebía sin
compañía masculina.
Un día me invitó a su casa,
una buhardilla minúscula, pero suficientemente confortable para una sola
persona, y me dio a probar algo que nunca había probado: absenta, que, según
decían, tenía propiedades afrodisíacas, cosa que puedo asegurar que no es
cierta. Sí me dijo que tuviera cuidado y no bebiera demasiado, pues se decía
que Van Gogh, unos años antes, se había cortado una oreja, de tan ebrio como
estaba por culpa de esa bebida espirituosa.
Al llegar a este punto de la
historia, abrí los ojos, estremecido. Recordé, de pronto, que me aficioné a ese
maldito brebaje y que, una noche, paseando por la orilla del Sena, me sentí muy
mareado, tropecé y caí a las gélidas aguas
de aquel río tan caudaloso. Sentado ahora en aquel banco del museo, volví a
sentir aquel frío escalofriante y cómo la corriente me arrastraba río abajo
hasta que perdí la conciencia y la vida.
Ahora entendía por qué aquel
cuadro me había conmocionado tanto. No se trataba de un simple déjà vu.
Ahora comprendía aquellos sueños reiterativos que parecían indicarme que había
vivido una vida anterior y que siempre había desdeñado. Yo, que siempre había
negado la posibilidad de la reencarnación, ahora ya no estoy tan seguro.
Desde aquella visita al museo
de Montserrat, no he vuelto a ser el mismo. Me gustaría volver al pasado y
encontrarme de nuevo con Madeleine.
(1) Para
quienes no lo sepan, Montserrat es un macizo montañoso, de forma muy singular,
situado en la provincia de Barcelona. En él se levanta el monasterio que lleva
su nombre, una abadía benedictina consagrada a la Virgen de Monstserrat,
conocida popularmente como “La Moreneta”, por su color negro.
(2) Según
la leyenda, en el año 880, unos pastorcillos vieron una luz muy brillante que
les llevó hasta una cueva, donde hallaron la imagen de la Virgen. Conocida la
noticia, el Obispo de Manresa intentó trasladarla a esa ciudad, pero resultó del
todo imposible, pues la imagen, a pesar de su pequeño tamaño, se volvió muy
pesada, lo que se interpretó como un deseo de la Virgen de quedarse en el lugar
donde había sido hallada. De este modo, el obispo ordenó la construcción de la
ermita de Santa María, origen del actual monasterio. El motivo del color negro
de la imagen ha sido objeto de mucha controversia (de hecho, hay muchas
vírgenes negras en el mundo), pero la opinión menos culta y más mundana es que
se debe al humo de las miles de velas que durante siglos le han colocado a sus
pies para venerarla.
(3) De
todas las leyendas que rodean a Montserrat, la más bizarra es la protagonizada
por el comandante nazi Heinrich Himmler. Conocidas son las aficiones esotéricas
de los gerifaltes del Tercer Reich, incluyendo a Hitler, que le llevó, el 23 de
octubre de 1940, a visitar Montserrat en busca del Santo Grial. Y no podemos
olvidar la historia del “tamborilero del Bruch”, Isidro Llusà Casanovas, que en
1808, durante la guerra de independencia española, gracias a la reverberación
del sonido de su tambor motivada por las singulares formas de la montaña,
provocó la desbandada de las tropas francesas, al creer que las fuerzas rivales
eran mucho más numerosas. Y tampoco pueden faltar los OVNIS que, al parecer,
hacen escala en Montserrat, camino del lago de Banyoles. De este modo, desde
hace años, una comunidad de aficionados a la ufología se da cita todos los días
11 para avistar esos fenómenos, cuya justificación, según algunos, reside en
que la montaña de Montserrat es uno de los centros energéticos más importantes del
mundo.