martes, 15 de septiembre de 2020

El profesor chiflado

 


Acogiéndome a las reglas de este reto, el argumento que me ha tocado en suerte (por decir algo) es el siguiente:

"Un profesor de literatura al que le gusta regalar lo que lleva a los demás y un diseñador de moda aficionado a cantar en karaokes, se contagiarán de una extraña enfermedad, pero todo será diferente con la presencia de una maquilladora de cadáveres, donde el terror a lo desconocido y la importancia de la amistad estarán presentes en una historia de amor"

Para resumir en 250 palabras un argumento como este, me he permitido seleccionar, tal como indican las normas del reto, los personajes a mi antojo. Y esto es lo que ha quedado:

El profesor chiflado

A Manuel Argüelles sus alumnos le tenían por un chiflado porque los obsequiaba con todo tipo de objetos.

Un día le tocó el turno a Luisa, una estudiante que guardaba un secreto: se ganaba un dinerillo como maquilladora de cadáveres.

El objeto con el que la obsequió fue un pintalabios de color rojo sangre.

Una noche, Manuel estaba tomando unas copas en un karaoke que solía frecuentar cuando la casualidad hizo que allí estuviera también Luisa. Acabaron compartiendo mesa y charla. Tras unas copas de más, ella le confesó a qué se dedicaba en su tiempo libre. Movido por la curiosidad, él quiso conocer su lugar de trabajo. Los muertos le provocaban un cierto morbo.

A pesar de las reticencias de la joven, acabaron en el local donde ella acudía al salir de clase.

Luisa le mostró su último trabajo, una mujer a la que solo faltaba pintarle los labios. Sin pensárselo dos veces, sacó de su bolso el pintalabios que Manuel le había regalado. Rojo sobre blanco. Acto seguido, ante la sorpresa de la joven, él se lo arrebató para retocar los de ella. Luego, empujado por un impulso irracional, la besó apasionadamente. Cuando se retiró, vio cómo Luisa lo contemplaba atónita. Los labios de Manuel estaban inexplicablemente contraídos en un rictus de dolor. Los de la finada, en cambio, parecían sonreír.

Al día siguiente, ambos estaban en el Instituto Anatómico-Forense. Habían caído fulminados por una extraña enfermedad. Nunca se supo la naturaleza ni el origen de la misma.



miércoles, 9 de septiembre de 2020

El beso

 


Todo empezó un mes de octubre de hace dos años. Estaba en Viena por motivos de trabajo. Dos semanas de estancia me permitirían emplear mi tiempo libre para hacer turismo, pensé. Solo llevaba una semana en la capital del Danubio cuando fui al museo Belvedere. Quería contemplar El beso, o Der Kuss, en alemán, el famoso cuadro de Gustav Klimt. Desde que vi la película “La dama de oro”, en la cual aparece otra célebre obra de este mismo autor, El retrato de Adele Bloch Bauer, actualmente expuesto en la Neue Galerie de Nueva York, no podía dejar pasar la oportunidad de disfrutar de una maravilla equivalente y más cercana.

A las diez de la mañana del primer domingo de mi estancia vienesa, tan pronto como abrieron las puertas del museo, me encaminé, presuroso, hacia la sala donde se expone esta obra pictórica, cuyos reflejos dorados parecen querer salir de la tela. Quedé extasiado.

Pero lo que nunca olvidaré de aquella visita no es la obra del insigne pintor alemán, sino la voz que oí a mis espaldas y, sobre todo, la imagen que la acompañó cuando, al girarme, la vi.

Parecía salida del cuadro que estaba contemplando. Alta, esbelta, cabellos cobrizos, piel rosada, labios rojos, y una sonrisa misteriosa. Parada a pocos centímetros de mí, casi rozándome, me miraba fijamente.

 —¿Te gusta? —me dijo casi al oído.

—¡Y tanto! —fue todo lo que supe contestar, turbado como estaba por la inesperada visión de aquella diosa hecha mujer.

—¿De dónde eres? —volvió a preguntar.

—De Barcelona —dije, tragando saliva.

—¿Y qué haces por estas tierras lejanas? —dijo sonriendo abiertamente y con una mirada deslumbrante.

—Trabajo para una empresa austríaca y tendré que estar unos cuantos días en Viena. Así pues, aprovecho mi tiempo libre para hacer turismo cultural —ahora fui yo quien sonrió, ya más distendido.

—Pues, si quieres, puedo hacerte de guía por la ciudad. Conozco Viena como la palma de mi mano.

—¿Acaso no eres de aquí? —quise saber. Por toda respuesta, otra sonrisa intrigante.

Desde aquel momento y hasta que tuve que regresar a casa, solo nos separamos el tiempo justo y necesario para atender mis obligaciones profesionales. Éramos inseparables. No nos conocíamos de nada, pero no importaba, nos compenetrábamos estupendamente bien, como una pareja de enamorados. Bien, yo era, en todo caso, el enamorado. Ella no lo sé, no supe en todo ese tiempo que pasamos juntos qué sentía por mí. Lo que sí puedo asegurar es que el primer beso que nos dimos, una noche, junto al teatro de la ópera, ha sido la experiencia más inolvidable de mi vida. Si alguien nos hubiera hecho una fotografía, seguro que habría parecido una réplica del famoso cuadro.

El momento del adiós fue como me lo imaginaba, triste para ella y doloroso para mí. No pude reprimir decirle lo que hacía días quería, pero temía por miedo al rechazo, al ridículo: «te quiero». Su respuesta fue, de nuevo, aquella sonrisa misteriosa que la caracterizaba. Un beso selló nuestra despedida, una despedida que esperaba fuera transitoria. «Volveré pronto», le dije. «No me olvides», contestó.

Tan pronto como llegué a casa, quise escribirle, pero me di cuenta de que no conocía su dirección. Nunca quiso que fuéramos a su casa; siempre nos citábamos en mi hotel o en cualquier otro lugar de su elección. ¿Cómo no había reparado en ello? Tampoco tenía su número de teléfono. A ella sí le había dado el mío, pero nunca me había tenido que llamar. ¿Acaso no quería que supiera el suyo? Estaba hecho un lío. De pronto, la imagen deslumbrante de aquella chica que me había robado el corazón se enturbió en mi mente. La venda caía de mis ojos mientras la decepción más profunda se apoderaba de mí. Todo había sido un juego, pensé.

 

Al cabo de un tiempo volví a Viena. Por todas partes me parecía verla: en los restaurantes, en la calle, en el hall del hotel… Pero solo eran fantasmas del pasado o como un espejismo en medio del desierto. Fui de nuevo al museo para rememorar aquel encuentro. Cuando llevaba un buen rato delante del cuadro que nos dio a conocer, noté un soplo frío en la nuca y un susurro que me hizo estremecer. «¿Te gusta?», me pareció oír. ¡Era su voz! ¡Era ella! Pero al darme la vuelta comprobé que no había nadie en la sala, a excepción de un vigilante.

 

Cuando se lo conté a un buen amigo, solo supo decirme: «No te obsesiones. Te lo pasaste de puta madre y sin compromiso alguno. ¿Qué más quieres, tío? Ya encontrarás a otra»

Decididamente, mi amigo no sabe lo que es estar enamorado. Ahora solo me pregunto si aquella chica alta, esbelta, de cabellos cobrizos, piel rosada, labios rojos y sonrisa misteriosa llegó a existir o todo fue una alucinación. El caso es que la añoro y no puedo pensar en Viena ni ver ningún retrato de Gustav Klimt sin revivir aquella breve, pero bella y misteriosa historia de amor.


jueves, 23 de julio de 2020

Nadia



Nadia. Qué nombre tan bello, nombre de diosa, nombre del Este, nombre de hada, nombre probablemente falso, porque estas chicas siempre utilizan nombres que resulten sensuales a sus clientes.
Nadia. Cuando te vi por primera vez, sentí deseos de sacarte de allí. ¿Qué hacía una chica como tú entre tanta inmundicia y tanto canalla? ¿Pero y yo? ¿Acaso no había acudido para hacer lo que muchos otros? ¿Acaso no estaba dispuesto a pagar por tus servicios? Y pagué. Pero solo hablamos. Y volví, semana tras semana, solo para estar contigo, oír tu voz y escuchar tu historia.


Un gélido mes de febrero, a orillas del Moscova, del brazo de tu novio, Alexei, os dirigíais, presurosos, hacia un restaurante donde creías que te iba a pedir en matrimonio. Ya te imaginabas la escena: él, de rodillas, con una cajita de terciopelo conteniendo un anillo con un brillante, eso sí, pequeño, porque Alexei era cualquier cosa, menos rico. No sabias a qué se dedicaba ni qué eran esos negocios que siempre decía tener entre manos. Era atento y cariñoso, y eso era lo que contaba.
Nunca pudiste imaginar que esa cena que se prometía tan romántica terminaría de ese modo. Aquel tugurio no era el restaurante que esperabas, ni la clientela, muy escasa, era de la clase que suponías. Te dejó sola con la excusa de ir al baño. Mientras esperabas, las miradas que te dirigían aquellos hombres desde la barra, alguno con muchas copas de más, no auguraban nada bueno. Alguna sonrisa burlona te enfureció. ¿Acaso pensaban que eras una furcia a quien le pagaban la cena a cambio de sus servicios? Estabas a punto de plantarles cara cuando, de repente, aparecieron tres hombres que, sin mediar palabra, se te llevaron en volandas hacia un patio trasero. Por el camino, mientras gritabas, aterrada, viste a tu querido Alexei en un rincón. Contaba, ávido, un montón de billetes. Cuando levantó la cabeza y vuestras miradas se encontraron, la tuya suplicante, la de él sonriente, solo se encogió de hombros.  «Lo siento, nena, el negocio es el negocio».
¡Cuántas lágrimas derramaste desde aquella aciaga noche! Durante días apenas viste la luz del sol. Te transportaron, como un fardo, de un vehículo a otro, y siempre con la cabeza cubierta por una capucha maloliente. ¿A cuántas mujeres les habrán puesto aquella misma capucha inmunda?
Los primeros raptores hablaban ruso, pero luego te pareció oír hablar serbio. ¿O era búlgaro? No lo sabes. Qué más da. El caso es que habías caído en manos de unos traficantes de personas. ¿Qué sería de ti? Qué iba a ser, sino ejercer la prostitución. Acababas de cumplir los dieciocho. Tus padres te estarían buscando angustiados. Alexei les diría que os habíais peleado y no sabía nada de ti.
El único consuelo, si puede llamarse así, era que no estuviste sola. Otras seis jóvenes, aproximadamente de tu misma edad, formaban parte del “lote”. Y todas ellas habían sido “reclutadas” con engaños. A dos de ellas les habían ofrecido un trabajo bien remunerado en una discoteca frecuentada por rusos, motivo por el cual las preferían de su misma nacionalidad. Al resto las había traicionado, como a ti, un supuesto amigo.
Cuando, por fin, llegasteis a vuestro destino os llevaron a un piso franco donde os aleccionaron. Si no cumplíais con el mandato, que no era otro que satisfacer a los clientes, sabían el paradero de vuestras familias y serían ellas quienes pagarían vuestra transgresión. Más os valía no intentar escapar porque la represalia les saldría muy cara. Siempre debíais pensar en vuestra familia. Si os portabais bien, algún día os dejarían volver a casa. Pero antes debíais sacar provecho de vuestros atributos físicos y rentabilizar el negocio. Habían invertido mucho en vosotras. Los favores y los sobornos salen muy caros.
¿Cuántos años pasarías en aquel antro al que te habían destinado?, te preguntabas. ¿Diez, veinte? ¿Hasta que perdieras tu atractivo? ¿Cuándo hubieras dejado de ser rentable?


Llevaba dos años ejerciendo la prostitución cuando conocí a Roberto. Tenía, según me dijo, veinticinco años y nunca había tenido novia. Su minusvalía —la típica secuela de la poliomielitis en su pierna derecha— le había impedido tener una relación con las chicas de su edad y por ello se refugiaba en los “brazos de alquiler”, como lo llamó.
Todavía recuerdo nuestro primer encuentro. Era un sábado por la noche. Lo primero que hizo fue preguntarme mi nombre, cosa que raramente hacen los clientes habituales. Y recuerdo su expresión al decirle que me llamaba Nadia, un nombre inventado, por supuesto, como me habían aleccionado mis carceleros.
Y recuerdo que mi primer servicio con él consistió en charlar. Ni se atrevió a tocarme. Estuvimos una hora hablando de nosotros. Él me contó su vida y yo le conté la mía. Tan pronto abandonó la habitación me arrepentí. Había sido una imprudente. ¿Y si todo había sido una trampa para poner a prueba mi discreción? ¿Y si se lo contaba a Erik y luego la emprendía conmigo como hizo en aquella ocasión en la que me resistí a “recibir” a aquel bruto maltratador que disfrutaba pegándonos una paliza para ponerse a tono?
Pasaron los días y nada ocurrió fuera de lo normal. Hasta que llegó el sábado siguiente y volvimos a vernos. Pidió por mí, según me comentaron. Solo quería estar conmigo. Y aunque le dijeron que estaba ocupada, insistió en esperar lo que fuera necesario. Le cobraron el doble por ello. No me lo contó, pero sé que esa es la costumbre cuando un cliente exige estar con una chica en concreto. Desde entonces, todos los sábados por la noche le tenía en mi cuarto. Hacíamos el amor como si fuéramos amantes. Y nos despedíamos como si fuéramos pareja.
Llegué a sentir cariño por él. Era tan dulce… Esperaba que pasara la semana para volverle a ver. Incluso pensaba en él cuando lo hacía con cualquier otro. Dentro de lo horrible de mi situación, él era como un bálsamo que aliviaba mis heridas. Su ternura y su forma de hablarme me hacía sentir importante, una mujer amada, no solo deseada.
Un día, mientras me abrazaba, se le escapó una palabra que me hizo estremecer. «Te quiero». Le salió de muy adentro, quizá del alma. No supe qué decir. Me quedé paralizada. Debió notar mi azoramiento o pensó en las posibles consecuencias de aquellas palabras, porque se vistió apresuradamente y se marchó sin volver la vista atrás. Una vez hubo cerrado la puerta, con el sigilo de siempre, me eché a llorar. ¿Y ahora qué?, pensé.


Me había enamorado de Nadia o cómo se llamase de verdad. Eso era obvio. Pero, a la vez, me pareció irreal. ¿Qué futuro me esperaba con ella? En primer lugar, no sabía qué sentía por mí. Por el modo con que reaccionó a mis dos palabras, no podía albergar muchas esperanzas. Me apreciaba, eso sí, pero de ahí a sentir algo parecido al amor, hay un trecho. ¿Y si solo sentía pena por mi minusvalía? Pero, aunque me correspondiera, ¿cómo iba a sacarla de aquel lugar sin pagar un duro peaje? ¿Podría comprar su libertad? Estaba dispuesto a todo con tal de que me amara. La próxima vez no me iría sin saber si sentía algo por mí. Había sido un cobarde. El miedo al fracaso y a la humillación me habían traicionado. ¿Qué esperaba? Quizá sí que me quería, pero no se atrevía a confesarlo.

—Nadia, te quiero. Ven conmigo, te sacaré de aquí.
—Estás loco, Roberto. ¿Cómo crees que puedo marcharme contigo sin que Erik lo impida?
—Le pagaré lo que dice que le debes.
—¿Acaso tienes doscientos mil euros?
—¿Dos cientos mil euros? ¡¿Está loco?!
—¡Claro que está loco!
—¡Pues recurriré a la policía! ¡Os liberarán a todas!
—¡Ni se te ocurra! Pondrías a nuestras familias en un grave peligro. Serían capaces de cualquier atrocidad con tal de vengarse. ¡No sabes las conexiones que tienen en toda Europa! Déjalo, te lo ruego.

Pero yo no pude dejar de pensar en un futuro en común y a salvo de aquellos traficantes. Urdí un plan sin que Nadia lo supiera. En más de una ocasión me había pedido que enviara una carta a sus padres que había escrito clandestinamente. Conocía, pues, donde vivían. Con el pretexto de un viaje por trabajo, me ausenté durante dos semanas. Fui a Moscú para dar con ellos, que vivían con los dos hermanos pequeños de Nadia, y buscarles un paradero seguro donde nadie pudiera encontrarlos. Más adelante, cuando todo estuviera resuelto, Nadia fuera libre y ellos a salvo, ya podrían volver a su hogar y reencontrarse con su hija.
Con el dinero ahorrado tendría más que suficiente para mi propósito. Y así fue. Al principio me costó convencerles, no se fiaban de mí, a pesar de que les enseñé un selfie que nos habíamos hecho Nadia y yo unas semanas atrás, los dos sentados en la cama, cogidos por la cintura y con una sonrisa forzada, intentando aparentar una normalidad inexistente. Con la ayuda de un amigo de su padre pude encontrarles alojamiento en una pequeña y vieja casa de campo deshabitada. Aun así, tenían que tomar todas las precauciones posibles para no dejarse ver y solo salir de casa para ir al trabajo y a la compra. Lo ideal hubiera sido mantenerse ocultos durante el tiempo que yo necesitaba para poner en práctica mi plan. Pero eso no era posible. Los niños pudieron evitar acudir a la escuela, argumentando haber caído enfermos de gripe. Estando las vacaciones de Navidad a la vuelta de la esquina, podían, incluso, quedarse en casa hasta Año Nuevo.
De vuelta, no hacía otra cosa que pensar en cómo sería ese nuevo año para todos. Si todo salía como era de esperar, Nadia y yo podríamos casarnos y pasar la luna de miel en Moscú. Aunque su verdadero nombre era Irina, para mí siempre sería Nadia.

Tan pronto como denuncié los hechos a la policía, llevaron a cabo una redada relámpago. Solo pudieron detener a tres secuaces de Erik, el cual no estaba en el lugar de los hechos en aquel momento. Liberaron a ocho jóvenes de varias nacionalidades. Como testigo, pidieron mi colaboración para identificarlos a todos y a todas. No debía temer nada, pues lo haría a través de un cristal que no permitiría ver mi imagen. Accedí gustoso, sabiendo que, de este modo, podría liberar a Nadia y que la dejarían en libertad tan pronto como hubiera reconocido a aquellos hombres como sus captores. Desapareceríamos durante un tiempo hasta que el temporal hubiera amainado y Erik hubiera sido atrapado y puesto entre rejas o desaparecido para siempre.
          Todavía siento las palpitaciones que me asaltaron cuando, al identificar a las chicas, no vi entre ellas a Nadia. Y nadie supo dar noticia de su paradero. La última vez que la vieron estaba con Erik.
          Colgué su fotografía por toda la ciudad y por las redes sociales, ofreciendo una recompensa a quien pudiera aportar alguna información que llevara a su hallazgo. Después de tres meses de su desaparición nadie había facilitado una pista fiable. Escribí a su familia, interesándome por ellos y sin desvelar lo ocurrido. No quería alarmarlos innecesariamente. Al no recibir respuesta, tomé el primer vuelo a Moscú. ¿Acaso también se habían esfumado?
En la casa donde los había dejado a buen recaudo no contestó nadie. Pregunté en las casas aledañas, pero no supieron o quisieron decirme nada. Acabé forzando la vieja y endeble puerta. La casa estaba vacía, pero se notaba que había estado habitada hasta hacía muy poco. Todavía olía a seres humanos. ¿Qué había sido de ellos?
Si algún sicario de Erik había dado con aquel escondrijo y había acabado con cuatro inocentes, podría ser yo la próxima víctima. Aun así, decidí quedarme allí por un tiempo. ¿A quién se le ocurriría buscarme en aquel lugar? Pero ¿hasta cuándo?
Estaba tan nervioso y exhausto que no me di cuenta hasta que volví a la casa, ya de noche, tras ir a por provisiones. En un rincón del comedor una gran mancha de color carmín teñía el suelo y parte de la pared. Allí habían asesinado a alguien de un disparo. En la pared había quedado una bala incrustada.  Ello indicaba que solo habían ejecutado a una persona. ¿Y los demás?
Aquella noche no pude conciliar el sueño. A la mañana siguiente, mientras mordisqueaba un pedazo de pan con queso, vi un papel clavado detrás de la puerta de entrada, que la oscuridad reinante hasta entonces no me había permitido descubrir. Corrí a leerlo. Era una nota manuscrita. Estaba escrita atropelladamente, pero reconocí su letra por las cartas que había escrito a su familia desde su encierro forzoso. Nadia me indicaba, en castellano, una dirección. Debió suponer que quien les pudiera estar buscando no tendría conocimientos de este idioma. Me urgía a reunirme con ella.


De aquello hace ya dos años. No queda nadie vivo del grupo de traficantes. Nadia acabó con el último superviviente, Erik, con quien había viajado a la fuerza hasta su Moscú natal y quien la amenazó con acabar con toda su familia si rehusaba ser su esclava sexual. No le resultó difícil dar con ellos. El amigo del padre de Nadia los vendió por una bonita cantidad de rublos. Aquella sangre en la pared era la de Erik. Nadie quiso decirme quién fue la mano ejecutora, ni lo quise saber. Su cuerpo quedó sumergido para siempre en el Moscova, muy cerca del restaurante donde Alexei invitó a cenar a una ingenua Nadia. De ese cerdo me ocupé yo. Fue fácil. Nadia sirvió de cebo. Ella me dio la pistola de Erik.
Cumplimos nuestro sueño. Irina, o Nadia, y yo nos casamos en Moscú y regresamos a España, el país que nos unió, aunque fuera de una forma tan dramática. Sus padres se mudaron a San Petersburgo. Del amigo traidor nadie conoce su paradero. La pistola de Erik todavía la conservo, por si acaso.


Imagen bajada de internet. En caso de tener derechos de autor, la retiraré.

Con este relato doy por terminado el curso académico, que reanudaré, si el tiempo y las autoridades lo permiten, en septiembre. ¡Felices vacaciones!

jueves, 16 de julio de 2020

La carta



Me resultó muy extraño encontrar una carta en mi buzón. Salvo publicidad, información de alguna ONG, municipal o de otro tipo, no recibo correspondencia. Ni facturas ni recibos. Todos los pagos los tengo domiciliados y hace años que he optado por las facturas electrónicas. Hay que conservar el medio ambiente.
Así pues, ver una carta con el sobre escrito a mano, sin sello y sin remitente, me llenó de tanta curiosidad que la abrí sin tomarme el tiempo necesario para hacer la indispensable y normal comprobación. Craso error, que luego pagué caro.
Tan pronto hube entrado en casa y dejado mi maletín junto a la mesa del comedor, sin siquiera despojarme de la chaqueta, abrí la carta, rasgando el sobre a lo bruto, y la leí de un tirón. El texto, muy breve —apenas una cuartilla—, también escrito a mano y con una letra abigarrada, me obligó a hacer lo que hubiera tenido que hacer en un principio: cerciorarme de si realmente iba dirigida a mí. Y no, no era yo el destinatario. Con las prisas provocadas por la curiosidad no reparé en que el apellido, aunque parecido, no era el mío, sino el de mi vecino de la puerta de enfrente. La mano anónima había querido dejar esa nota a José Moreno, que vivía en el segundo primera, pero la había dejado en el buzón de José Merino, del segundo segunda, es decir, al de un servidor.
Ese error, que, en otras circunstancias, no habría tenido ninguna trascendencia, me puso en la peor de las tesituras posibles. Una vez leída la carta, ya no había vuelta atrás, no podía hacer como si nada. Si se la entregaba a su verdadero destinatario, sabría que la había leído, y ello podía tener serias consecuencias para mí. Si no se la entregaba y la destruía, las consecuencias serían para él y yo cargaría con la culpa en mi conciencia. ¿Qué hacer? Pues hice lo que consideré —no sé si equivocadamente—, justo y necesario.
De la nota se deducía que ese vecino tan simpático, amable y tan bien trajeado no era el ejecutivo que parecía ser sino un miembro de una banda, posiblemente traficantes de drogas o de armas. Quien fuera que le había escrito —lo más probable un amigo y compañero de “negocios”— le advertía en pocas palabras de que iban a por él y que en cualquier momento se presentarían para darle matarile, que desapareciera cuanto antes. Seguro que les había traicionado pasando información a una banda rival o intentado hacer negocio por su cuenta y, ya se sabe, esto no lo perdonan los capos de la mafia. La traición se paga cara. Lo he visto mil veces en el cine.
Si le entregaba a mi vecino esa nota, sabría que estaba al tanto de sus actividades, con lo que no podría dejarme ir de rositas; era un testigo indirecto o, en el mejor de los casos, un grano en el culo. Por mucho que le jurara que mantendría la boca cerrada, ¿quién se fía de un vecino que no es más que un desconocido? Si, por el contrario, no le decía nada, se lo cargarían y ello pesaría en mi conciencia, por muy malhechor que fuera.
Ante la duda, se me ocurrió volver a meter la carta en un sobre nuevo e intentar imitar la letra del individuo desconocido. La de veces que imité la firma de mi padre en el boletín de notas del colegio y nadie se percató de ello. Claro que, en este caso, el tema era mucho más serio.
Una vez metido el nuevo sobre en el buzón correcto, volví a meterme en casa, esperando que mi acto le salvara la vida a ese delincuente. Todos somos hijos de Dios, pensé, recordando mi etapa en el colegio de curas.
Me pasé toda la tarde observando por la mirilla para ver si llegaba mi vecino. Y así fue, como no podía ser de otro modo. Todos cenamos y nos acostamos, incluso los delincuentes. Cuando oí el sonido del ascensor al detenerse en nuestro rellano, me abalancé hacia la mirilla —casi me rompo las gafas del golpe que me di contra ese artilugio óptico— y vi cómo el tal José Moreno intentaba abrir la puerta de su piso mientras agitaba en el aire un sobre blanco —el sobre, mi sobre—, como si quisiera comprobar que no era una carta-bomba.
Al día siguiente, muy temprano, mientras desayunaba, oí ruido en el rellano. Mi vecino salía cargado don dos bolsas de viaje y llamaba el ascensor. Huía. Posiblemente le había salvado la vida. Mi plan había sido todo un éxito. O eso creía, porque antes de marcharse, llamó al timbre, al de mi piso, quiero decir. Pegué un salto que debió oírse desde fuera. Abrí temeroso. ¿Qué querría de mí?
—Gracias, vecino, me has hecho un gran favor. Te debo una. Algún día quizá te la pueda pagar.
—¿Qué?... ¿qué quieres decir?
—Que sé que fuiste tú quien me dejó ese sobre en mi buzón. Reconocí de inmediato tu letra, una burda imitación de la del verdadero remitente. Lo que no entiendo es cómo fue a parar a tu buzón y no al mío.
—Pe… pero ¿cómo sabes que era mi letra? —era absurdo mentir.
—Porque soy un experto en caligrafía, bueno y en otras cosas más —añadió con una sonrisa misteriosa— y he podido ver tu letra en más de una ocasión, cuando alguna vez has colgado una nota informativa siendo presidente de la escalera, tu firma en las actas de la comunidad de vecinos o incluso cuando recogisteis firmas para solicitar que no talaran el plátano de la esquina. Ya ves, soy un observador muy meticuloso.
—Pues sí, encontré la carta en mi buzón y la leí sin querer y entonces....
—Que sí, que sí, hombre, no te preocupes. E insisto, te debo una. Adiós.
Y se fue en el ascensor. Luego le vi saliendo a la calle y tomando un taxi. Misión cumplida. Ahora solo faltaba esperar a los secuaces que vendrían a por él, lo cual no tardó en suceder, pero no del modo que esperaba.
Al poco sonó de nuevo el timbre —el mío quiero decir—. Más bien fueron unos timbrazos. Y tras ellos unos golpes en la puerta, que por poco no me la echan abajo.
Dos tíos con cara de malas pulgas me preguntaron, echándome el aliento a la cara, por mi vecino. Y como no supe —más bien no quise— darles razón de él, me metieron dentro del piso —el mío, se entiende— a empellones, que casi me parto la crisma al tropezar con la alfombra del recibidor.
—Tú eres un cabrón de mierda y sabes más de lo que quieres hacernos creer. Un compinche de tu vecino, antes de que nos lo cargáramos, le hizo llegar una notita advirtiéndole de nuestra visita de cortesía. Pero el muy idiota, además de traidor, era un inútil, porque esa notita acabó en tu buzón. Mira si sabemos cosas. Tenemos ojos y oídos en todas partes. Y ¿qué haría un buen vecino como tú al encontrar en su buzón un sobre dirigido a tu amigo de enfrente? Pues dárselo. ¿Es eso lo que hiciste, ¿verdad?
—Sssssi —alcancé a decir. Ello no tenía por qué comprometerme.
—¿Y se la diste en mano?
—Nnnno, se la metí en su buzón. Oiga, ¿qué es lo que quieren de mí? Yo solo soy su vecino, no su amigo. Si apenas le conozco.
El tortazo que me dio aquel energúmeno todavía lo siento en mi labio hinchado y dilatado como si llevara colgando un plato labial al estilo de las mujeres de la tribu mursi.
—Pues un pajarito nos ha dicho que os ha visto charlando y que, al parecer, te daba las gracias por tu ayuda justo antes de desaparecer. Lástima que ese pajarito nos avisó demasiado tarde y cuando hemos llegado ya había volado, tu amigo, no nuestro pajarito. Así que ya puedes cantar. ¿Dónde coño ha ido? Si erais tan amiguitos algo te contaría sobre sus planes, digo yo.
—Le juro por lo más sagrado que…
—¡No jures, que es pecado! —gritó ese bruto, a la vez que me volvía a arrear un puñetazo en toda la nariz, que todavía tengo deformada.
—¡Le ju…, le aseguro que no sé dónde está! —ahora quien gritó fui yo—. ¿Acaso cree que un delincuente, un traficante de lo que sea, me iba a contar a mí, un pobre desgraciado, sus planes? —esta vez lo dije lagrimeando, pero no de miedo sino del dolor. Seguro que me había fracturado la nariz.
—¿Un delincuente, un traficante, dices?
Y ambos tipos estallaron en risas casi ensordecedoras. ¿Qué les haría tanta gracia?
—Tu vecinito, por si no lo sabes, que ya veo que no, es un madero, tío. Y un madero de lo más impertinente. Nos lleva tocando los cojones varias semanas. Y ya estamos hasta los mismos.
—Mira, como no nos digas todo lo que sabes… —esta vez quien habló fue el compañero mudo del boxeador. Pero no tuvo tiempo de terminar la frase, porque un estruendo nos pilló a los tres por sorpresa.
De pronto, la puerta —mi puerta— se vino abajo —cómo agradecí no haberla blindado como tenía pensado— y varios policías armados hasta los dientes irrumpieron en mi piso y a grito pelado conminaron a esos dos a que tiraran las armas —unos pistolones de aúpa que sacaron de sus sobaqueras— y se precipitaron sobre ellos reduciéndolos en menos que canta un gallo.
Una vez solo y maltrecho, tumbado en el sofá, con un pañuelo ensangrentado en la dolorida nariz y con el labio inferior tumefacto, oí unos pasos. La puerta había quedado hecha trizas, invitando a cualquier extraño a penetrar en mis aposentos. ¿Venía alguien a terminar lo que aquellos dos no habían podido finiquitar? Cuando, trastabillando, me iba a refugiar detrás del sofá, vi aparecer a mi querido —ahora sí— vecino.
—Siento lo ocurrido, chico. Son gajes del oficio, tener que hacerse pasar por quien no eres y, a veces, poner en peligro a inocentes.

Me contó que hacía tiempo que intentaban desarticular una banda de narcotraficantes y había tenido que infiltrarse en la misma junto con otro compañero. El plan se vino abajo y los descubrieron. Por fortuna, habían tenido tiempo suficiente para acumular las pruebas que necesitaban para meterlos a todos entre rejas. Su amigo fue el primero en ser descubierto y se lo cargaron, pero antes pudo enviarle la advertencia.
—¿Y no podía haberte llamado por teléfono en lugar de recurrir a la notita? Parece un poco cutre, ¿no crees?
—No podíamos comunicarnos por teléfono, por si lo tenían intervenido. Ya ves, el mundo al revés. Hasta los maleantes disponen de los recursos más sofisticados, y a veces incluso mejores que la policía.
—¿Y no podía avisarte personalmente?
—Todo debió suceder muy rápido y no podía presentarse en mi casa, así como así. Seguro que nos tenían vigilados. Si no, ¿cómo te explicas que vinieran a por ti?
—Me dijeron que alguien se había chivado de que tú y yo habíamos estado hablando la mañana que decidiste marcharte. Por eso pensaron que me habías contado algo.
—Debió ser una avanzadilla, un ojeador, como les llaman.
—Y entonces ¿quién dejó la carta en mi buzón?
—Mi amigo no fue, desde luego. Debió pagar a alguien para que lo hiciera, de ahí la confusión, porque mi colega era muy meticuloso y no se habría equivocado; sabía muy bien dónde vivía yo, aunque con un nombre falso.
—Así que no te llamas José Moreno.
—Pues no.
—Joder, tío. Podías haber elegido otro nombre que no pudiera confundirse con el mío.
—Lo siento, pero de esas cosas se ocupa otro departamento.
—Ya, bueno, ahora ya ha pasado todo. Por cierto, ¿no dijiste que me debías una?
—Sí, claro.
—Y ¿cómo piensas pagármelo?
—¿Te apetece una cerveza? Es que el presupuesto de la policía no da para más.

Ahora el piso de enfrente lo ocupa otro inquilino. Llegó hace poco. He mirado en su buzón y pone “José Medina”. ¡No te jode! Y lo peor de todo es que tiene una cara de delincuente que da miedo. Lo mejor será no dirigirle la palabra. Si me cruzo con él, hola y adiós. Y si algún día encuentro una carta sin remitente escrita a mano, aunque vaya a mi nombre, la quemaré sin siquiera abrirla.

jueves, 2 de julio de 2020

El patio de vecinos



Desde que vi, de adolescente, la película La ventana indiscreta, del gran Hitchcock, protagonizada por James Stewart, tengo tendencia a mirar por las ventanas. Nunca se sabe lo que puedes ver al otro lado de la calle o en la ventana de enfrente. No creáis que soy un voyeur, ni mucho menos, aunque debo admitir que, sin querer, en alguna ocasión he pillado a una pareja jugando a juegos malabares, ya me entendéis. No, lo que me atrae de verdad de este, digamos, ejercicio visual es el hecho de poder deducir lo que se esconde detrás de la aparente normalidad de una persona o de una familia.
Reconozco que quizá soy demasiado fantasioso y desde que escribo relatos de ficción mi imaginación se ha desbocado un pelín y a veces creo ver cosas que no son reales. Sea como sea, la última vez que curioseé por la ventana de mi casa, me llevé una gran sorpresa.
Hacía muy poco que me había mudado. Mi comedor da a un patio de vecinos. Hacía una noche agradable y había abierto la ventana de par en par. Corría un airecillo que mitigaba el ambiente bochornoso del interior.
El caso es que, en una de las ventanas de enfrente, al otro lado del patio, vi como dos personas se peleaban. Los gritos que proferían llegaban nítidos, pues ellos también tenían las ventanas abiertas, pero las palabras se las llevaba el viento, nunca mejor dicho.
Entonces, emulando a James Stewart, apagué la luz y corrí en busca de los prismáticos que todavía conservo de cuando era boy scout, para poder observar con más detalle qué estaba ocurriendo delante de mis narices.
Se trataba de una pareja joven, de unos treinta y tantos; él, alto y corpulento, ella más bien menuda. Discutían violentamente. Enfoqué los prismáticos al máximo aumento como, si de este modo, pudiera oírlos mejor. Todo lo que pude ver fue que él llevaba el pelo muy corto, tenía una barba tupida y rojiza, un piercing en la oreja y un tatuaje en el cuello que parecía un escorpión. Daba miedo. A ella no podía verla bien, pero era rubia y con el pelo largo y rizado que le cubría la cara. De los gritos y el forcejeo pasaron a los golpes. Ella le arañó la cara. Él, furioso, le dio un puñetazo que la hizo perder el equilibrio, saliendo de mi campo de visión. Después de eso se hizo el silencio y la oscuridad.
No sabía qué hacer. Estuve a punto de llamar a la policía, pero acabé acostándome confiando en que todo había sido una pelea de pareja sin más consecuencias que un arañazo en la cara de él y un morado en el ojo de ella. Aun así, me sentí culpable y cobarde. Si había presenciado un maltrato, ¿por qué no lo denunciaba? ¿De qué servía mirar si luego no hacía nada? Decidí que, en todo caso, no les perdería de vista. Ya tenía un objetivo que justificaría mi espionaje.
Al día siguiente volví, por lo tanto, a fisgonear. Quería comprobar si todo estaba en orden en el piso de enfrente. No detecté movimiento alguno en todo el día. Deduje que estarían ausentes. Cuando ya oscurecía, a la misma hora del día anterior, vi que se encendían las luces. Con los prismáticos en la mano, volví a ocupar mi puesto de vigilancia. De pronto, aparecieron ante mi vista los dos vecinos que me tenían tan intrigado. Ello significaba que la pelea no había sido tan grave como parecía y que habían hecho las paces. Pero no, porque, para mi sorpresa, todo volvió a repetirse, punto por punto, acabando exactamente igual que la noche anterior. Y de nuevo el silencio, las luces apagadas y la ventana cerrada.
¿Qué significaba todo aquello? O yo desvariaba o allí pasaba algo raro. Después de meditarlo largo y tendido, llegué a una conclusión un tanto extraña, pero cosas más raras se han visto: aquellos dos practicaban sadomasoquismo. Disfrutaban haciéndose daño. Todo debía ser un preludio erótico-sexual. No le encontraba otra explicación. ¡Pero a quién se le ocurre hacerlo con las luces y las ventanas abiertas!
Desde aquel momento, cada día, a la misma hora, se repetía la misma escena. Aquello, desde luego, no era muy normal. No podía dejar de pensar en ello, y como a terco nadie me gana, no tiraría la toalla sin saber qué ocurría en realidad en aquel piso.
Aunque pudiera salir mal parado por meterme donde no me llamaban, no pude resistir la tentación de ir a averiguar quiénes eran y a qué se dedicaban aquellos dos. Así pues, a la mañana siguiente me presenté en el inmueble al que pertenecía aquel piso para preguntarle al conserje por aquella extraña pareja.

—¿La pareja del sexto segunda, dice? No ha habido nunca una pareja en ese piso, solo una chica. Además, el piso está vacío desde que ocurrió aquella desgracia —dijo, con una mueca de disgusto.
—¿A qué desgracia se refiere, si se puede saber? —pregunté, alarmado.
—Usted debe ser nuevo en el barrio, ¿no?
—Pues sí, llevo unos seis meses viviendo en el sexto primera del número 22 de la calle de más arriba y que da justamente al frente del de esta pareja por la que pregunto.
—Ya. Pues no sé quién le habrá hablado de una pareja. Todo lo que le puedo decir es que en el sexto segunda no vive nadie desde que hallaron muerta a la inquilina hará unos siete meses. ¡Pobre chica!
—Pero, ¡qué me dice!
—Lo que oye. Alguien —se supone que un ladrón al que sorprendió— la golpeó brutalmente. La joven murió desangrada. Nunca encontraron a quien lo hizo. Nadie vio nada. Si, por lo menos, la policía hubiera tenido una descripción del asesino… Y ¿a qué se debe su interés, si se puede saber? Pero, oiga, ¿adónde va?

Estoy esperando a que se enciendan las luces y que vuelva a repetirse la escena. Soy bueno dibujando. Espero hacer un retrato robot suficientemente fiel del asesino. Pero, bien pensado, ¿qué diré a la policía?


Este relato es una versión traducida del catalán del publicado en mi blog "Mira qui parla"

martes, 16 de junio de 2020

Ecologismo ultra

Hoy os traigo un microrrelato que tampoco pasó la preselección del jurado del XII concurso de microrrelatos sobre abogados del pasado mes de mayo, organizado por el Consejo General de la Abogacía Española y la Mutualidad General de la Abogacía. El relato no debía exceder de las 150 palabras, debía mencionar a un abogado o abogados, y contener las siguientes palabras: ecosistema, fauna, bosque, brotar y proteger.




Lo veía venir. Algo grave acabaría sucediendo. Tenía que haberme resistido. ¿Qué hacía yo allí, amante de la Naturaleza y protector del ecosistema? ¿Valía la pena haber accedido solo para complacer a mi jefe, obsesionado por cazar un lince ibérico, una especie a proteger? ¿Tanto me importaba ese ascenso?
Tenía que impedir como fuera esa barbaridad, aunque tuviera que hacer una locura. Mi falta de experiencia y de pericia podrían servir de excusa para ahuyentar toda la fauna del contorno. Pero no había forma. Solo cuando vio brotar la sangre de su pierna, renunció a su propósito. ¡Qué remedio!
Por mucho que intenté convencerle de mi mala puntería y de que me había parecido ver a un ejemplar en medio del bosque, acabó denunciándome por intento de asesinato. Ahora, estoy esperando a mi abogado, a ver si logra sacarme de este apuro. Confío en que no sea cazador.

lunes, 8 de junio de 2020

Las torturas amorosas de Teodoro Montoro

¿Creíais que me había olvidado de Teodoro? ¡Ni por asomo! Lo que ha ocurrido es que últimamente tomamos caminos distintos y nos habíamos alejado mutuamente. Pero, de pronto, le he echado tanto de menos que hoy he querido retomar su historia y sus penalidades amorosas.
Como hace ya catorce meses desde la publicación de "La azarosa vida amorosa de Teodoro Montoro" y ocho desde la de "Las cuitas amatorias de Teodoro Montoro", os dejo AQUÍ y AQUÍ esas dos primeras partes para que podáis refrescar la memoria y poneros al día.




Tras una larga tregua amorosa, durante la cual Teodoro se juró no volver a caer en las garras del amor, le tenemos, cuatro años más tarde, cursando el primer año de Biología, en el que, contra todo pronóstico, rompería ese aplazamiento autoimpuesto. Y es que el amor, en cualquiera de sus formas, no sabe de treguas, especialmente cuando aparece en escena alguien especial.
Ana Quintana, la última chica que le dio calabazas, por muy poéticas que fueran, ya solo queda en el recuerdo. Sus inseparables guardaespaldas abandonaron los estudios y la Quintana ya solo suspiraba por su novio, un zoquete guapetón al que todos apodaban el “manazas”, por las inconmensurables dimensiones de sus extremidades prensiles. A Teo más bien le recordaba a Hulk y evitaba verlos juntos, pues no podía evitar sentir náuseas al imaginarlos en actitud amorosa, él recorriendo ese delicado cuerpo con aquellos apéndices que parecían artificiales.
Pero con los años, las pasiones se olvidan o se suavizan, y con solo abandonar el instituto, Teo se sintió libre, lejos de las zarpas de aquel enamoramiento, que ahora le parecía infantil.
En primer curso de biología había una mayoría de alumnado femenino, lo cual nos haría pensar que Teo pronto volvería a caer en la tentación. Y así fue, pero no con una de sus muchas compañeras de clase, sino que ahora el objeto del deseo era una figura algo más madura, de curvas rotundas y tremendamente sensuales: la profesora adjunta de matemáticas, que impartía clase los lunes, miércoles y viernes por la mañana.
El embobamiento que sufría Teo durante todo el tiempo que duraba la clase se lo llevó a casa. Solo abrir la libreta de los apuntes ya veía a Catalina Ulldemolins, en cuerpo y alma, deambulando por el entarimado, garabateando la pizarra de un extremo a otro con fórmulas incomprensibles para él. Tanto suspiraba al imaginarla que, hasta su padre se percató de que algo no andaba bien en la cabeza de Teo. Y como ya se sabe que el diablo sabe más por viejo que por diablo, adivinó que su hijo andaba enamorado.
—Tú estás tonto o enamorado, lo cual viene a ser lo mismo.
—Pero ¿qué dices, papá? Ni loco.
—Teo, que te conozco más que si te hubiera parido.
—Pues te equivocas.
—Bueno, si tú lo dices…
Y ahí terminó la cosa, pero por poco tiempo, pues luego fue su madre quien le interrogó en la mesa, mientras cenaban.
—Teo, a ti te ocurre algo, estás en babia. Por dos veces has intentado cortar la carne con la cuchara. Además, casi no comes.
—Es que está enamorado, mujer.
          —¿En serio? ¿Y quién es ella, si se puede saber?
          —¡Mira que sois pesados!—. Y dicho esto, se levantó de la mesa con tal ímpetu que derribó su silla, mientras su hermano pequeño no cesaba de repetir «Teo está enamorado, Teo está enamorado»
Y lo estaba hasta las trancas. Pero esta vez sí que era un amor imposible. ¡Mira que enamorarse de su profesora de matemáticas! ¿Seria lo que llaman un amor platónico? El caso es que lo que fuera que sentía por ella se transformó en una obsesión. No le bastaba con verla en clase, tres días a la semana. Así pues, con la excusa de alguna aclaración o duda, se personaba en el departamento preguntando por ella casi cada día.
Tanto era el estado de agitación del muchacho, que su padre, esta vez sí, logró hacerle desembuchar.
—¿Tu profesora de matemáticas? ¡No me jodas! No se lo digas a tu madre, que le da un patatús, ya sabes cómo es.
—No, no se lo diré. Ni tan solo sé por qué te lo he dicho a ti.
—Pues porque los dos somos hombres y yo te puedo aconsejar mejor. Te sucede algo parecido a lo que me sucedió a mí cuando tenía tu edad. ¿A ver si resultarla que esto es hereditario?, ja, ja, ja.
—Tú también te enamoraste de tu profesora de matemáticas?
—De la de francés, en segundo de bachillerato. Aun la recuerdo. La Casañas, no recuerdo su nombre de pila. Estaba buenísima. Hubo una temporada que vestía con unas botas de esas tan altas, que acababan por encima de la rodilla, por debajo de la minifalda. Alguien, no recuerdo quién, se inventó una adivinanza. «¿En qué se parecen las botas de la Casañas con Gibraltar? En que terminan en la línea de la concepción», ja, ja, ja. ¿Qué pasa, que no lo pillas? La Línea de la Concepción es una población que limita con Gibraltar, chaval. Y “la línea de la concepción” también significa…, bueno, dejémoslo correr. Parece mentira, ni sentido del humor tienes, que te pareces a tu madre. O eso o no tienes ni idea de geografía.
Don Isidoro Montoro, al principio no se tomó muy en serio el enamoramiento de Teo. Cosas de adolescentes, pensó. Pero no le quitaba la vista de encima y veía cómo cada día volvía alicaído de la Facultad. Entraba en casa y se encerraba en su cuarto hasta la hora de comer y luego de vuelta a su dormitorio con cualquier excusa. Ante esta situación, que le dolía en el alma —pues él también sufrió de amores en su juventud—, no sabía qué hacer. Si le había enseñado a boxear para enfrentarse a aquel energúmeno que dijo ser el novio de aquella jovencita, Ana no-sé-qué, ¿cómo no iba a echarle una mano en esto?
Iban pasando los días y ya eran dos en casa que no podían contener la zozobra. Y como las mujeres tienen un sexto sentido para estas cosas, su querida esposa, que ya tenía la mosca detrás de la oreja hacía tiempo, le obligó a confesar, so pena de no volver a tener relaciones sexuales hasta que no desembuchara, qué estaba ocurriendo. Y como la carne es débil...
—Lo que ocurre es que nuestro Teo está enamorado.
—¿Y por qué esas caras tan largas? ¿Acaso tampoco es correspondido en esta ocasión?
—Es que la chica o, mejor dicho, la mujer de la que está enamorado es su profesora de matemáticas.
—¡¿Su profesora de matemáticas, dices?!
—Shhhh, baja la voz, mujer, que te va a oír y no quiere que se sepa.
—No me extraña. Tienes que sacarle esta tontería de la cabeza.
Tontería o no, Don Isidoro se afanó en buscar una salida airosa.

—Y qué, hijo, ¿no hay ninguna chica de tu edad que te haga tilín? Alguna habrá, digo yo, entre tantas compañeras que tienes en clase.
—Ninguna me hace caso —dijo Teo, después de un largo silencio.
—Tienes que procurar que alguna se fije en ti, caramba. La clave está en el humor. Conquístalas haciéndolas reír. Yo tuve un compañero feo, feo, con una napia que ni la de Cyrano, que con sus bromas siempre tenía a unas cuantas a su alrededor.
—¿Y acabó ligándose a alguna o solo lo tomaban como un bufón?
—Pues…, no sé, ahora que lo dices, creo que…

Aunque pareció que Teo no había escuchado el consejo de su padre, en realidad sí lo hizo. Lo primero que hizo fue comprarse un libro de chistes, “Los mejores chistes”, que tenía un capítulo dedicado a los chistes cortos, los mejores, según su criterio, para entrarle a una chica. Pero ¿cómo iba a contarle chistes a Catalina, tan seria como era?
Desde entonces, “Catalina La Grande”, como la llamaban los chicos de la clase, se convirtió en el centro alrededor del que giraba la vida de Teo. Cuando iba a verla a su despacho, no sabía muy bien qué preguntarle, pues no entendía ni jota de lo que ella escribía en la pizarra y que él copiaba al pie de la letra en sus apuntes. Era tal el aturullamiento del alumno, como la confusión de la profesora, que esta decidió cortar por lo sano.
—Oye, Teodoro, creo que lo que tú necesitas son clases de refuerzo. Si te interesa, yo doy clases a un reducido número de alumnos, aquí, muy cerca, en un piso que tenemos alquilado entre unos cuantos profesores para impartir clases vespertinas a quienes lo necesitan. Piénsatelo.

—Papá, mi profe de matemáticas me ha propuesto clases particulares.
—¿Ah sí? Y ¿cómo de particulares? ¿Tú y ella a solas? ¿Eso es lo que quieres, granuja?
—Pero ¿qué dices? Ella da clases por la tarde a quienes necesitan un refuerzo. Son tres días a la semana.

El lunes siguiente, Teo estaba haciendo tiempo para subir al piso donde se impartían esas clases. Había llegado con media hora de antelación. Siempre le ocurría lo mismo. Cuando estaba nervioso y temía llegar tarde a algún lugar, se anticipaba tanto que tenía que dar vueltas y más vueltas hasta la hora convenida.
En esta ocasión, sin embargo, no se alejó del lugar, sino que permaneció al acecho en la acera de enfrente. Quería verla llegar contoneándose de aquella forma tan sensual que le volvía loco, la observarla de lejos, a una distancia prudencial. E hizo bien, pues cuando faltaban diez minutos para la clase, apareció. La cara de Teo viró de la alegría a la perplejidad en solo un segundo. Catalina no iba sola. La acompañaba un tipo muy bien parecido —hay que reconocerlo por mucho que duela— con el que conversaba muy animadamente. «Será un compañero, uno de los profesores con los que comparte el piso donde imparten las clases de refuerzo», pensó, aliviado. Pero cuando Teo se disponía a cruzar la calle y Catalina a entrar por el portal, esta se detuvo, se giró hacia su acompañante y lo despidió dándole un beso en la boca, de esos de tornillo, como los llamaba su padre. Teo se quedó tan paralizado, que a punto estuvo de ser atropellado. El bocinazo que profirió el conductor del vehículo que casi se lo lleva por delante hizo que todos los transeúntes se giraran a mirar, incluida esa parejita de enamorados que se estaba morreando. Cuando llegó, sano y salvo, a la altura del portal, Catalina corrió hacia él para interesarse.
—Pero, Teodoro, ¿qué te ha pasado? ¿Es que no miras al cruzar? —le espetó, realmente preocupada, mientras que su acompañante esperaba a unos metros de distancia— ¡Qué susto, por Dios! ¿A quién se le ocurre cruzar esta calle fuera del paso de peatones? Anda, empieza a pasar, que me despido de mi marido y subo enseguida.
Y Teo subió las escaleras a trompicones, pero no por el susto al ver que lo iban a atropellar, sino por el tremendo disgusto que le había ocasionado su amada al decirle que estaba casada. Quería morirse. ¿Qué haría ahora allí, los lunes, miércoles y viernes, sentado frente a Catalina, viéndola moverse de aquel modo tan sensual y oyéndola hablar con esa voz tan dulce, sabiendo que nunca llegaría a tener con ella siquiera algo parecido a la amistad?
Esa noche se acostó sin cenar, dejando a sus padres sentados a la mesa e intrigados. Y esta vez fue su madre quién se interesó por él. Y con las artes de una madre cariñosa y comprensiva le sonsacó lo que le atormentaba.
—¡Pobre Teo! Ahora resulta que la profesora de la que se había enamorado está casada.
—Pues mejor, así se la quitará de la cabeza de una vez. Este estofado está de rechupete, pero luego... ¿Tenemos Sal de frutas?

Como la frustración de Teo iba de mal en peor, su padre intentó desviar su atención hacia otras chicas más acordes a su edad e insistió en que agudizara el ingenio e intensificara su sentido del humor, de modo que el chaval se puso a estudiar, pero no solo matemáticas, para quedar bien ante su querida señorita, sino todo tipo de chistes que pudieran serle de utilidad según la ocasión.
          «¿Sabéis por qué soy un chico saludable? Porque todo el mundo me saluda», o:
          «Un tío mío tenía un gato con 16 vidas, lo aplastó un 4x4 y se murió», o ese otro:
«Están dos tomates en la nevera y uno le dice al otro “qué frío hace, hermano”. Este, aterrado, dice “¡Aaahhh!, ¡un tomate que habla!”»
—¿Qué os parecen? A que son una idiotez.
—Pues sí, hijo, sí. No le hagas caso a tu padre. Tú lo que tienes que hacer es estudiar mucho. Ahora te puede parecer que a las chicas solo les interesa los chicos altos y guapos, pero a la hora de la verdad, con quien se acaban casando es con el más listo de la clase.
—En eso también tiene razón tu madre. En mi clase había una chica muy pero que muy guapa, Isabel no sé qué, a la que todos intentaban ligarse. Pues acabó con el empollón, un chico muy majo de carácter, eso sí, pero de físico…

Desde aquella conversación, Teo empezó a empollar de lo lindo, tanto que hasta su padre se preocupó.
          —A ver si le va a dar algo.
          —¿Qué quieres que le dé?
          —No sé, un derrame cerebral.
          —No me seas bruto, Isidoro.

Teo no llegó a destacar en matemáticas, pero se defendía, con lo cual fue sosegándose y aceptando que su vida no discurriría junto a Catalina. Sus compañeros de la clase de refuerzo, que habían notado esa atracción tan especial por la guapa profesora, dejaron de importunarlo. Y, de este modo, se acercó el fin del primer trimestre y los exámenes antes de Semana Santa.
Teo sacó un seis en el examen de matemáticas, lo cual significó para él todo un triunfo. Iba por bien camino. Así pues, se fue de vacaciones con la tranquilidad de ver que su vida había vuelto a su cauce normal, sin amores, desamores ni sobresaltos. A la vuelta, retomaría los estudios todavía con más ansia. Quería llegar a ser, sino el primero, sí uno de los primeros de la clase. A ver si, de este modo, podía darle la razón a su madre.

Tras las vacaciones, el primer lunes de clase de refuerzo, Catalina les dijo:
—Hoy tenemos a una nueva alumna, a la que las matemáticas también se le han atravesado —comentó sonriendo a la interpelada, que se había sentado en la última fila—. ¿Quieres presentarte a tus compañeros?
—Hola, me llamo Ana y estoy en primer curso de Químicas.
Esa voz… No podía ser. Cuando Teo se giró para ver a la nueva compañera se le heló la sangre. Era, ni más ni menos, que Ana Quintana. Cuando sus miradas se encontraron, ella le devolvió una sonrisa tan encantadora que le hizo estremecer.